Los papeles póstumos del club Pickwick (102 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Estas palabras, que constituían un delicado y magnánimo reto, tuvieron un efecto, que hubo de debilitarse considerablemente por venir luego Mr. Bob Sawyer a formular ciertas observaciones generales, concernientes a cabezas aplastadas y a ojos extraídos, que resultaron en comparación meros lugares comunes.

—Espere, sir —dijo Mr. Pickwick—.Antes de aplicar estos epítetos al caballero en cuestión, considere imparcialmente la magnitud de su culpa, y recuerde, sobre todo, que es amigo mío.

—¡Cómo! —dijo Mr. Bob Sawyer.

—¡Su nombre! —gritó Ben Allen—.¡Su nombre!

—Mr. Nathaniel Winkle —dijo Mr. Pickwick.

Mr. Benjamín Allen aplastó de intento sus anteojos con el tacón de su bota, y luego de recoger los fragmentos y de guardarlos en tres bolsillos distintos, cruzóse de brazos, mordióse los labios y miró en actitud amenazadora la apacible fisonomía de Mr. Pickwick.

—¿Entonces ha sido usted, ha sido usted, sir, el que ha alentado y realizado esa unión? —inquirió al cabo Mr. Benjamín Allen.

—Y el criado de este señor, me parece —interrumpió la anciana—, es quien ha estado rondando por mi casa y quien ha intentado enredar a mis criados en una conspiración contra su ama. ¡Martin!

—Mande —dijo el ceñudo sirviente adelantándose.

—¿Es éste el joven a quien me dijo usted esta mañana haber visto en el callejón?

Mr. Martin, que, como está dicho, era hombre de pocas palabras, miró a Sam Weller, meneó la cabeza y gruñó: «¡Ése es!». Mr. Weller, que no era orgulloso, produjo una sonrisa amistosa al enfrontar sus ojos con los del ceñudo criado, y declaró en términos corteses que ya le conocía de antes.

—¡Y éste es el hombre fiel —exclamó Mr. Ben Allen—, a quien he estado a punto de estrangular! Mr. Pickwick, ¿cómo se ha atrevido usted a consentir que este pollo se dedique a sonsacar a mi hermana? Exijo a usted que explique este asunto, sir.

—¡Que lo explique, sir! —gritó enérgicamente Bob Sawyer.

—Es una conspiración —dijo Ben Allen.

—Un complot en toda regla —añadió Mr. Bob Sawyer.

—Una miserable impostura —observó la anciana.

—Nada más que una intromisión —arguyó Martin.

—Hagan el favor de oírme —suplico Mr. Pickwick, en tanto que Mr. Ben Allen se desplomaba en la silla en que sentaban a los que tenían que sangrar y sacaba el pañuelo—. No he prestado otra ayuda en esta cuestión, fuera de la de hallarme presente en una entrevista de los jóvenes, que no pude impedir, y en la que mi presencia comprendí que habría de quitar todo matiz de incorrección, que de otra manera hubiera tenido. Ésta es toda la intervención que he tenido en el asunto, y no sospechaba que se proyectara el matrimonio tan pronto, aunque, tengan ustedes la seguridad —añadió Mr. Pickwick, deteniéndose bruscamente—, tengan la seguridad de que no lo hubiera impedido de haber sabido que era ése su designio.

—¿Oyen ustedes esto, lo oyen todos? —dijo Mr. Benjamín Allen.

—Que lo oigan —dijo dulcemente Mr. Pickwick, mirando en torno, y añadió con el semblante cada vez más animado—: Oigan esto también. Oigan también que yo afirmo que no tenía usted derecho a intentar forzar las inclinaciones de su hermana, como lo hizo, y que debiera usted haber procurado, con ternura y paciencia, reemplazar a otros seres que ella nunca conoció. En cuanto a mi amigo, tengo que decir que, por lo que se refiere a su posición, es, por lo menos, igual a la de usted, si no mucho más desahogada, y que, a menos de que yo oiga discutir esta cuestión con la templanza y moderación debidas, me niego en absoluto a escuchar una palabra más.

—Yo deseo hacer unas pocas observaciones accesorias a lo que ha dicho el honorable caballero —dijo Mr. Weller, avanzando—, que es lo siguiente: un individuo de la concurrencia me ha llamado pollo.

—Esto no tiene nada que ver con el asunto, Sam —interrumpió Mr. Pickwick—. Haz el favor de callarte la boca.

—No voy a decir nada, sir —replicó Sam—, más que esto. Tal vez piense este señor que había una inclinación anterior; pero no había nada de eso, porque dijo la señorita desde el principio que no podía soportarle. Nadie le ha traicionado, y lo mismo hubiera sido aunque la señorita no hubiera conocido a Mr. Winkle. Esto es lo que yo quería decir, sir, y creo que servirá para tranquilizar a ese señor.

Una breve pausa siguió a esta aclaración consoladora de Mr. Weller. Luego, levantándose de la silla, Mr. Ben Allen aseguró que no volvería a ver más a Arabella; y mientras tanto, Mr. Bob Sawyer, a pesar de las lisonjeras seguridades de Sam; juró tomar venganza terrible del afortunado marido. Mas precisamente cuando ya estaban las cosas en esta tesitura y amenazaban continuar así, halló Mr. Pickwick una poderosa aliada en la vieja señora, la cual, hondamente impresionada por la defensa que hiciera Mr. Pickwick de la causa de su sobrina, aventuróse a dirigir a Mr. Benjamín Allen unas cuantas reflexiones conciliadoras, entre las que figuraban la de que, después de todo, tal vez era una suerte que no hubiera ocurrido algo peor; que cuanto menos se dijera, más pronto se arreglarían las cosas, y que, en su opinión, lo ocurrido, al fin y al cabo, no le parecía tan mal; que a lo hecho pecho, y que a lo que no puede curarse, no hay más remedio que aguantarse, con otras varias sentencias de análogo sentido. A todas ellas replicó Mr. Benjamín Allen que no quería faltar al respeto a su tía ni a ninguno de los presentes; pero que, si les era lo mismo y le consentían hacer su gusto, él prefería regalarse con el placer de odiar a su hermana hasta la muerte y después de ésta.

Por fin, luego de haberse anunciado más de cincuenta veces esta determinación, levantándose la anciana y adoptando un majestuoso continente, dijo que deseaba saber qué es lo que le había hecho para que no se le guardara el respeto debido a sus años y a su condición, y que ya en este terreno preveía verse obligada a rogar y a suplicar a su sobrino, a quien recordaba veinticinco años antes de nacer y a quien ella había conocido personalmente cuando no tenía un solo diente en la boca. Algo añadió referente a haberse encontrado junto a él la primera vez que se cortó el pelo, y en otras muchas ocasiones y ceremonias de su niñez, circunstancias todas que le otorgaban derecho a su afecto, obediencia y ternura imperecederos.

Mientras la buena señora conjuraba de esta suerte a Mr. Ben Allen, Bob Sawyer y Mr. Pickwick mantenían íntimo coloquio en la otra habitación, donde se vio a Mr. Sawyer acercar sus labios repetidas veces a la boca de una botella negra, por influencia de la cual fueron adquiriendo gradualmente sus rasgos una expresión alegre y jovial. Saliendo al cabo de la estancia botella en mano y declarando que sentía mucho tener que decir que se había ofuscado, propuso un brindis por la felicidad del señor y de la señora Winkle, cuya aventura, lejos de envidiar, sería el primero en anhelar. Al oír esto, Mr. Ben Allen se levantó bruscamente, y, apoderándose de la botella, bebió con tanto afán, que, por efecto del licor, que era bastante fuerte, se puso tan negro como la botella misma. Finalmente, circuló la botella hasta consumirse, y hubo luego tanto apretón de manos y tantos mutuos cumplimientos, que hasta el acerado rostro de Mr. Martin se dignó aparecer sonriente.

—Y ahora —dijo Bob Sawyer, frotándose las manos—, ahora vamos a tener la gran noche.

—Lo siento mucho —dijo Mr. Pickwick—; pero tengo que volver a la fonda. De poco tiempo a esta parte me encuentro algo débil, y el viaje me ha fatigado sobremanera.

—¿Tomará usted té siquiera, Mr. Pickwick? —dijo la vieja con dulzura irresistible.

—Gracias; prefiero no tomarlo —replicó Mr. Pickwick.

La verdad era que la ostensible y creciente admiración de la vieja constituía el principal motivo para la retirada de Mr. Pickwick. Pensaba en la señora Bardell, y cada mirada que la vieja le dirigía hacíale romper a sudar.

Como no hubiera modo de convencer a Mr. Pickwick de que se quedara, concertóse al punto, a instancia del propio señor, que Mr. Benjamín Allen le acompañaría en su viaje a la ciudad en que se hallaba Mr. Winkle padre, y que el coche estaría dispuesto para las nueve de la siguiente mañana. Despidióse entonces Mr. Pickwick, y seguido de Mr. Samuel Weller se encaminó a El Arbusto. No está de más observar que el rostro de Mr. Martin se convulsionó horriblemente al estrechar las manos de Sam y que produjo simultáneamente una sonrisa y una interjección, síntomas que, a juicio de los que conocían la manera de ser del primero, permitían asegurar que le complacía altamente el trato de Mr. Weller y que solicitaba el honor de su amistad para lo sucesivo.

—¿Tengo que pedir un gabinete privado, sir? —preguntó Sam, cuando llegaban a El Arbusto.

—No, Sam —respondió Mr. Pickwick—.Puesto que he comido en el café y voy a acostarme pronto, no merece la pena. Entérate de quién hay en la sala de viajeros, Sam.

Partió Mr. Weller a cumplir la orden, y volvió en seguida, diciendo que había un solo caballero con un solo ojo, y que él y el patrón estaban bebiéndose mano a mano un bol de sangría.

—Voy a pasar un rato con ellos —dijo Mr. Pickwick.

—No es mal parroquiano el tuerto —observó Mr. Weller, acompañando a su amo—. Está dando matraca al patrón y divirtiéndose con él de tal manera, que ya no sabe el hombre si está sobre los pies o sobre la coronilla.

El individuo a quien se refería este comentario estaba sentado en el fondo de la sala en el momento de entrar Mr. Pickwick, y fumaba su gran pipa danesa, fijando maliciosamente su ojo único en la redonda faz del posadero, un jocundo y risueño vejete, a quien debía de acabar de contar alguna historia maravillosa, a juzgar por las diversas exclamaciones de «¡Es increíble!», «¡No he oído nada igual!», «¡Parece imposible!», y otras frases reveladoras de estupefacción, que brotaron espontáneas de sus labios al corresponder a la insistente mirada del tuerto.

—Servidor de usted, sir —dijo el tuerto a Mr. Pickwick—. Hermosa noche, sir.

—Muy hermosa, en efecto —respondió Mr. Pickwick, mientras le servía el camarero el jarro de brandy y el agua caliente.

En tanto que Mr. Pickwick mezclaba su agua y su brandy, no cesaba el tuerto de asestarle ojeadas curiosas, diciendo al cabo:

—Me parece que yo a usted le conozco de antes.

—Pues yo no me acuerdo de usted —replicó Mr. Pickwick.

—Es claro —dijo el tuerto—. Usted no me conoce a mí; pero yo conozco a dos amigos de usted, que paraban en El Pavo Eatanswill cuando la elección.

—¡Ah, ya caigo! —exclamó Mr. Pickwick.

—Sí —repuso el tuerto—. Les conté un caso ocurrido a un amigo mío llamado Tomás Smart. Tal vez haya oído usted hablar de él.

—Muchas veces —contestó, sonriendo, Mr. Pickwick—. ¿Era tío de usted, verdad?

—No, no; amigo de mi tío solamente —replicó el tuerto.

—Ese tío de usted fue un hombre maravilloso, no obstante —observó el posadero, moviendo la cabeza.

—Hombre, sí que lo era; bien puede decirse que lo era —respondió el tuerto—. Y podría contarles, señores, una historia e ese mismo tío que les habría de asombrar.

—¿Sí? —dijo Mr. Pickwick—. Pues cuéntenosla.

Escancióse el tuerto viajante del bol un vaso de sangría se lo bebió; tomó una larga bocanada de su pipa danesa, y diciendo a Sam Weller, que permanecía indeciso junto a la puerta, que no tenía para qué retirarse, a menos de que así lo deseara, porque la historia no era secreta, clavó su ojo en el posadero y comenzó en la forma que se transcribe en el capítulo siguiente.

49. Que contiene la historia del tío del viajante

—Mi tío —dijo el viajante— era uno de los más alegres, simpáticos y vivos personajes que han existido. ¡Ojalá que le hubieran ustedes conocido, señores! Aunque, pensándolo bien, señores, más vale no desear que le hubieran conocido, porque de haber sido así, según el curso natural de las cosas, estarían ustedes al presente, si no muertos, tan cerca de ello, que se verían reducidos a una existencia casera y solitaria, lo que me hubiera privado del inestimable placer de dirigirles la palabra en este momento. Señores, me gustaría que sus padres y madres hubieran conocido a mi tío. Hubiéranle estimado extraordinariamente, especialmente sus respetables madres, no tengo duda. Si algunas de sus numerosas virtudes predominaban sobre las muchas que adornaban su manera de ser, diría yo que fueron su arte en darle el punto al ponche y su canción de sobremesa. Dispénsenme que insista en estas melancólicas añoranzas del apreciable difunto; pero no se ve todos los días de la semana a un hombre como mi tío.

»He considerado siempre como rasgo notabilísimo del carácter de mi tío, señores, el que fue amigo íntimo y compañero de Tomás Smart, de la gran casa Wilson y Slum, de Cateaton Street en la City. Mi tío trabajaba para la Tiggin y Welps; mas por mucho tiempo siguió casi el mismo itinerario de Tomás, y en la primera noche que se encontraron, mi tío se prendió de Tomás y Tomás se prendió de mi tío. A la media hora de conocerse apostaron un sombrero nuevo sobre quién confeccionaría el mejor cuartillo de ponche y había de bebérselo más de prisa. Mi tío fue declarado triunfante en la confección; pero Tomás Smart le zurró en la bebida en cosa de media cucharada de café. Tomaron otros sendos cuartillos a su mutua salud, y al acabar esta libación quedó su amistad soldada para siempre. Hay un fatalismo en estas cosas, señores; no hay que ponerlo en duda.

»En cuestión de figura, mi tío era de una estatura menos que mediana; era un sí es no es obeso, y tal vez ostentara su fisonomía cierto matiz rojizo pronunciado. Tenía el rostro más jovial que puede verse, señores; algo semejante a Punch, con nariz y mentón más hermosos aún; sus ojos no hacían más que parpadear y chispear de buen humor, y una sonrisa —no una de estas sonrisas inexpresivas, sino alegre, cordial, sincera— bailaba perpetuamente en su semblante. Una vez volcó en un tílburi, y fue a dar con la cabeza contra un guardacantón. Allí quedó privado de sentido, con la cara cortada por un canto de grava que se hallaba apilada en el camino, y en tal estado, que, según la expresión gráfica de mi tío, si su madre hubiera revivido no le reconociera. Ciertamente que cuando pienso en el asunto, señores, bien creo que no hubiera podido, porque la buena señora había muerto cuando mi tío tenía dos años y siete meses, y me parece muy probable que, aun sin la cortadura de la grava, ya hubieran bastado sus medias botas para desconcertar un tanto a su madre; esto sin contar con su alegre y rubicunda faz. Allí quedó, pues, y he oído referir a mi tío muchas veces que, según dijo luego el hombre que le levantó, se lo había encontrado sonriente como si hubiera caído por broma, y que, después de sangrarle, los primeros destellos de vida que manifestó consistieron en dar un salto en la cama, romper a reír, besar a la muchacha que tenía la jofaina y pedir una chuleta de carnero y nueces aliñadas. Era muy aficionado a las nueces, señores. Decía que tomadas en vinagre le hacían menospreciar la cerveza.

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