—Ahora quiero que veas cosas en tu mente. ¿Estás lista?
Ella asintió.
—Estás en un gran prado. Es por la mañana y hace un bonito sol. Los rayos calientan la piel de tu rostro y el aire huele a hierba y a flores. Caminas descalza: puedes notar el frescor de la tierra bajo los pies. Y se oye la voz de un arroyo que te llama. Te acercas y te inclinas sobre la orilla. Metes las manos en el agua y te las llevas a la boca para beber. Está riquísima.
La elección de las imágenes no era casual: Boris había evocado aquellas sensaciones para asumir el control de los cinco sentidos de Mila. Así, luego sería más fácil hacerla volver con la memoria al momento exacto en que se encontraba en la plaza del motel.
—Ahora que ya has saciado tu sed, quema que hicieras algo por mí. Vuelve atrás unas cuantas noches… —Está bien —respondió ella.
—Es de noche, y un vehículo acaba de acompañarte al motel…
—Hace frío —dijo ella en seguida. A Goran le pareció ver cómo la recorría un escalofrío. —¿Qué más?
—El agente que me ha acompañado me saluda con un gesto de la cabeza, luego da media vuelta. Yo estoy sola en medio de la plaza.
—¿Cómo es? Descríbemela.
—No hay mucha luz. Sólo la del cartel de neón, que chisporrotea agitado por el viento. Frente a mí hay varios bungalows, pero las ventanas están a oscuras. Soy la única dienta esa noche. Detrás de los bungalows hay un bosquecillo de árboles que se mecen con el viento. El suelo es de grava…
—Echa a andar…
—Oigo sólo mis pasos.
Casi parecía oír el ruido de la grava.
—¿Dónde estás ahora?
—Me dirijo hacia mi habitación y paso por delante del despacho del vigilante. No hay nadie allí, pero el televisor está encendido. Llevo una bolsa de papel con dos sandwiches de queso: es mi cena. El aliento se condensa en el aire helado, y me doy prisa. Mis pasos sobre la grava son el único ruido que me acompaña. Mi bungalow es el último de la fila.
—Vas bien.
—Sólo faltan pocos metros y voy concentrada en mis pensamientos. Hay un pequeño hoyo en el suelo, no lo veo y tropiezo… Y entonces lo oigo.
Goran no se percató de ello, pero instintivamente se asomó en dirección a la cama de Mila, como si pudiera alcanzarla sobre aquella plaza, protegiéndola de la amenaza que recaía sobre ella.
—¿Qué has oído?
—Un paso sobre la grava, detrás de mí. Alguien está copiando mis pasos. Quiere acercarse sin que yo me dé cuenta, pero ha perdido el ritmo de mis pasos.
—¿Y tú qué haces entonces?
—Trato de mantener la calma, pero tengo miedo. Continúo a la misma velocidad hacia el bungalow, aunque querría echar a correr. Y, mientras tanto, pienso.
—¿Qué piensas?
—Que es inútil sacar mi revólver porque, si él va armado, tendrá mucho tiempo para disparar primero. También pienso en el televisor encendido en el despacho del vigilante, y me digo que ya lo ha matado. Ahora me toca a mí… El pánico se acrecienta.
—Sí, pero logras mantener el control.
—Me hurgo en el bolsillo en busca de la llave, porque la única posibilidad que tengo es entrar en mi habitación… Siempre que me deje hacerlo.
—Estás concentrada en la puerta: ya faltan pocos metros, ¿verdad?
—Sí. En mi campo visual sólo está la puerta, el resto a mi alrededor ha desaparecido.
—Pero ahora tienes que hacerlo volver…
—Lo intento…
—La sangre late veloz en tus venas, la adrenalina corre, tienes los sentidos en alerta. Quiero que me describas el sabor…
—Tengo la boca seca, pero noto el sabor ácido de la saliva.
—El tacto…
—Noto el frío de la llave de la habitación en mi mano sudada.
—El olfato…
—El viento arrastra un extraño olor de residuos descompuestos, a mi derecha están los cubos de la basura, y pinaza y resina.
—La vista…
—Veo mi sombra que se prolonga sobre la plaza.
—¿Y luego?
—Veo la puerta del bungalow, es amarilla y está desconchada. Veo los tres peldaños que conducen al porche.
Boris había dejado intencionadamente para el final el sentido más importante, porque la única percepción que Mila había tenido de su perseguidor había sido sonora.
—El oído…
—No oigo nada, excepto mis pasos.
—Presta más atención.
Goran vio que en la cara de Mila se formaba una arruga, justo entre los ojos, por el esfuerzo de recordar.
—¡Lo oigo! ¡Ahora distingo también sus pasos!
—Perfecto. Pero quiero que te concentres aún más… Mila obedeció. Después dijo: —¿Qué ha sido eso?
—No lo sé —le respondió Boris—. Estás sola allí, yo no he oído nada.
—¡Pero he oído algo!
—¿El qué?
—Ese sonido…
—¿Qué sonido?
—Algo… metálico. ¡Sí! ¡Algo metálico que cae! ¡Cae al suelo, en la grava!
—Trata de ser más precisa.
—No sé…
—Vamos…
—Es… ¡una moneda!
—¿Una moneda, estás segura?
—¡Sí! ¡Una de pocos céntimos! ¡Se le ha caído y él no se ha dado cuenta!
Una pista inesperada: encontrar la moneda en medio de la plaza; encontrarla y extraer las huellas. Así se podría identificar al perseguidor. Su esperanza era que se tratara de Albert.
Mila continuaba con los ojos cerrados, pero no dejaba de repetir:
—¡Una moneda! ¡Una moneda!
Boris retomó el control.
—Muy bien, Mila. Ahora tengo que despertarte. Contaré hasta cinco, luego daré una palmada y abrirás los ojos. —Lentamente empezó a contar—: Uno, dos, tres, cuatro… ¡y cinco!
Mila abrió los ojos. Parecía confusa, descolocada. Intentó levantarse, pero Boris la detuvo apoyándole dulcemente una mano en el hombro.
—Aún no —dijo—. Podrías marearte.
—¿Ha funcionado? —le preguntó ella mirándolo.
Boris sonrió:
—Por lo que parece, tenemos una pista.
«Tengo que encontrarla a toda costa —se dijo mientras con la mano apartaba la grava de la plaza—. Me juego mi credibilidad… Mi vida.»
Por eso estaba tan atenta. Pero tenía que darse prisa. No había mucho tiempo.
En el fondo eran pocos los metros que tendría que revisar. Exactamente los que la separaban del bungalow, como aquella noche. Estaba a gatas, sin preocuparse por ensuciarse los vaqueros. Hundía las manos entre los guijarros blancos y en los nudillos ya tenía las marcas sangrantes de pequeñas heridas que sobresalían del polvo que las cubría. Pero el dolor no la molestaba; más bien la ayudaba a concentrarse.
«La moneda —seguía repitiéndose—. ¿Cómo no me di cuenta?»
Nada más fácil que la hubiera encontrado alguien. Un cliente, o quizá el vigilante.
Había llegado al motel antes que los demás porque ya no se fiaba de nadie, y tenía la impresión de que tampoco sus colegas se fiaban de ella.
«¡Tengo que darme prisa!»
Movía las piedras arrojándolas a su espalda, y mientras tanto se mordía el labio. Estaba nerviosa. Estaba enfadada consigo misma, y con el mundo entero. Inspiró y espiró muchas veces, tratando de combatir la agitación.
Quién sabe por qué recordó un episodio de cuando apenas era una recluta recién salida de la academia. Ya entonces era evidente su carácter cerrado y sus dificultades para relacionarse con los demás. La habían destinado a una patrulla junto con un colega más viejo que no la soportaba. Estaban persiguiendo a un sospechoso por los callejones del barrio chino. Era demasiado rápido y no lograron cogerlo, pero a su colega le había parecido que, al pasar por el patio trasero de un restaurante, había tirado algo en un vivero de ostras. Así que la obligó a sumergirse hasta las rodillas en el agua estancada y a hurgar entre los moluscos. Obviamente, allí no había nada. Probablemente el tipo sólo había querido hacerle una novatada. Desde entonces no comía ostras. Pero había aprendido una lección importante.
También las piedras que ahora removía con ahínco eran una prueba. Algo para demostrarse a sí misma que todavía era capaz de sacar lo mejor de las cosas. Ésa era su habilidad desde hacía mucho tiempo. Pero justo mientras se complacía de sí misma, un pensamiento cruzó por su mente. Como aquella vez con el colega viejo, también ahora alguien le estaba tomando el pelo.
En realidad, no había ninguna moneda. Sólo había sido un engaño.
En el momento exacto en que Sarah Rosa llegó a esa conclusión, levantó la cabeza y vio acercarse a Mila. Desenmascarada e impotente delante de su compañera más joven, su rabia se desvaneció y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tiene a tu hija, ¿verdad? Ella es la número seis.
En el sueño está su madre.
Está hablándole con su sonrisa «mágica», así la llama ella, porque es bonito cuando no está enfadada, y entonces se convierte en la persona más amable del mundo. Pero eso sucede cada vez menos.
En el sueño, su madre le cuenta cosas de sí misma, pero también de su padre. Ahora sus padres están de nuevo de acuerdo y ya no se pelean. Mamá le cuenta lo que hacen, cómo va el trabajo y la vida en casa en su ausencia, y hasta le enumera las películas de vídeo que han visto. Pero no son sus favoritas. Para ésas la esperarán. Le gusta oírselo decir. Querría preguntarle cuándo volverá, pero en el sueño su madre no puede oírla. Es como si le hablara a través de una pantalla. Por mucho que ella se esfuerza, no cambia nada. Y la sonrisa en el rostro de mamá ahora parece casi cruel.
Una caricia resbala dulcemente por su pelo y ella se despierta.
La pequeña mano se desliza arriba y abajo, de su cabeza al cojín, y una tierna voz murmura una canción.
—¡Eres tú!
La alegría es tan grande que olvida dónde se encuentra. Lo que ahora cuenta es que a esa niña no la ha imaginado. —Te he esperado tanto tiempo… —le dice.
—Lo sé, pero no he podido venir antes.
—¿No te dejaban? La niña la mira con sus ojos serios.
—No, he tenido cosas que hacer.
No sabe en qué pueden consistir los asuntos que la han mantenido tan ocupada como para que no pudiera ir a verla. Pero por el momento no le importa. Tiene mil preguntas para ella, y empieza con la que le urge más.
—¿Qué hacemos aquí?
Da por sentado que también la niña está prisionera. Aunque es ella la única que está atada a una cama, mientras que la otra, por lo que parece, es libre de merodear a su antojo por la barriga del monstruo.
—Ésta es mi casa.
La respuesta la descoloca.
—¿Y yo? ¿Por qué estoy aquí?
La niña no dice nada y vuelve a concentrarse en su pelo. Ella entiende que está evitando la pregunta y no insiste, ya habrá tiempo para eso.
—¿Cómo te llamas?
La niña le sonríe:
—Gloria.
Pero ella la observa con detenimiento y replica:
—No…
—No, ¿qué?
—Yo te conozco… Tú no te llamas Gloria… —Claro que sí.
Hace un esfuerzo por recordar. Ya la ha visto antes, está segura de ello.
—¡Tú aparecías en los cartones de leche! La niña la observa sin entender.
—Sí, y tu cara estaba también en las octavillas. La ciudad estaba llena. En mi escuela, en el supermercado. Pasó… —¿Cuánto tiempo había pasado? Ella todavía estaba en cuarto—. Pasó hace tres años.
La niña sigue sin entender.
—Hace poco que llegué aquí. Un mes como mucho.
—¡Te digo que no! Han pasado al menos tres años. No la cree.
—No es verdad.
—¡Sí, y tus padres hicieron también un llamamiento por televisión!
—Mis padres están muertos.
—¡No, están vivos! Y tú te llamas… ¡Linda! ¡Tu nombre es Linda Brown!
La niña se pone tensa:
—¡Mi nombre es Gloria! Y la Linda que tú dices es otra persona. Estás confundiéndote.
Al oír su voz romperse de ese modo, decide no insistir. No quiere que se vaya y la deje sola de nuevo.
—Está bien, Gloria, como quieras. Me he equivocado, perdóname.
La niña asiente, satisfecha. Luego, como si no hubiera pasado nada, vuelve a acariciarle el pelo con los dedos y a canturrear. Entonces ella prueba de otro modo.
—Estoy muy mal, Gloria. No logro mover el brazo, siempre tengo fiebre, y me desmayo a menudo…
—Dentro de poco estarás mejor. —Necesito a un médico.
—Los médicos sólo traen problemas.
Esa frase parece desentonada en boca de ella. Es como si la hubiera oído tantas veces a otra persona que con el tiempo también se ha incorporado a su jerga. Y ahora la repite para sí.
—Voy a morir, lo presiento.
Se le escapan dos enormes lágrimas. Gloria se detiene y las recoge de sus mejillas. Luego empieza a mirarse los dedos, ignorándola.
—¿Has entendido lo que te he dicho, Gloria? Moriré si no me ayudas.
—Steve ha dicho que te curarás.
—¿Quién es Steve?
La niña está distraída, pero le contesta de todos modos:
—Steve es quien te ha traído aquí.
—¡Quien me ha secuestrado, querrás decir!
La niña vuelve a mirarla.
—Steve no te ha secuestrado.
Aunque tiene miedo de hacerla enfadar de nuevo, no puede transigir sobre ese punto: está en juego su supervivencia.
—Sí, y también ha hecho lo mismo contigo. Estoy segura.
—Te equivocas. Él nos ha salvado.
Le gustaría que no hubiera sido así, pero su respuesta la ha enfadado.
—¿Qué tonterías dices? ¿Salvado de qué?
Gloria vacila. Puede ver sus ojos vaciarse, dejando lugar a un extraño temor. Da un paso atrás, pero ella logra agarrarle la muñeca. Gloria querría escapar, intenta librarse, pero ella no dejará que se vaya sin una respuesta.
—¿De quién?
—De Frankie.
Gloria se muerde los labios. No quería decirlo, pero lo ha hecho.
—¿Quién es Frankie?
Consigue zafarse, ella está demasiado débil para impedírselo.
—Nos vemos luego, ¿vale?
Gloria se aleja.
—No, espera. ¡No te vayas!
—Ahora tienes que descansar.
—¡No, por favor! ¡No volverás!
—Claro que volveré.
La niña se aleja. Ella se echa a llorar. Un nudo amargo de desesperación le sube por la garganta y se extiende por su pecho. Los sollozos la azotan, su voz se rompe mientras le grita una pregunta al vacío:
—¡Te lo ruego! ¿Quién es Frankie? Pero nadie le contesta.
—Su nombre es Sandra.
Terence Mosca lo escribió en la página del bloc de notas. Luego levantó la cabeza y miró de nuevo a Sarah Rosa.