No obstante, después de su liberación, Mila sólo quería hacerse mayor en seguida para poner distancia entre ella y lo ocurrido. Además, con un poco de suerte, quizá incluso conseguiría olvidar.
El poni, en cambio, con su absoluta imposibilidad de crecer, representaba para ella un insostenible pacto con el tiempo.
Cuando la sacaron, más muerta que viva, del fétido sótano de Steve, para Mila empezó una nueva vida. Después de tres meses de hospital para recuperar la movilidad del brazo izquierdo, tuvo que volver a adquirir confianza en las cosas de la vida, no sólo en la cotidianidad de su casa, sino también en la rutina de sus seres queridos.
Graciela, su amiga del alma, con quien antes de desaparecer en la nada había celebrado el ritual de las hermanas de sangre, se comportaba ahora de una manera extraña con ella. Ya no era aquella con la que siempre compartía el último chicle del paquete, aquella delante de la que no le avergonzaba hacer pis, aquella con la que había intercambiado un beso «a la francesa» para practicar para cuando llegaran los chicos. No, Graciela era distinta. Le hablaba con una sonrisa fija en la cara, y ella temía que, si seguía así, después de un rato le dolerían las mejillas. Se esforzaba en ser buena y amable, e incluso había dejado de decir tacos, cuando no hacía tanto tiempo ni siquiera la llamaba por su nombre: «vaca infecta» y «guarra pecosa» eran los apodos que solían usar entre ellas.
Se habían pinchado la yema del índice con un clavo herrumbroso porque así serían amigas para siempre, para que nunca ningún chico o prometido las separara. Y, en cambio, habían bastado unas pocas semanas para cavar entre ellas una zanja insalvable.
Bien mirado, ese pinchazo en el dedo había sido la primera herida de Mila. Pero le había procurado más dolor cuando se cerró por completo.
«¡Dejad de tratarme como si acabara de regresar de la Luna!», habría querido gritarles a todos. ¡Y aquella expresión en el rostro de la gente! No la soportaba. Inclinaban la cabeza hacia un lado y tensaban los labios. También en la escuela, donde nunca había sobresalido, sus errores eran ahora tolerados con cordialidad.
Estaba cansada de la condescendencia de los demás. Le parecía ser la protagonista de una película en blanco y negro, como las que daban en la tele de madrugada, donde los habitantes de la tierra habían sido reemplazados por clones marcianos, mientras ella se salvaba porque había permanecido en el vientre caliente de aquella madriguera.
Las posibilidades eran sólo dos. O bien el mundo había cambiado de veras, o tras veintiún días de embarazo el monstruo había dado a luz a una nueva Mila.
A su alrededor nadie volvió a mencionar lo sucedido. La hacían vivir como suspendida en una burbuja, como si estuviera hecha de cristal y pudiera hacerse añicos de un momento a otro. No entendían que, en cambio, ella sólo quería un poco de autenticidad, después de todos los engaños que había tenido que padecer.
Once meses después había empezado el proceso contra Steve.
Había esperado ese momento durante largo tiempo. Hablaban de ello todos los periódicos y los noticiarios que sus padres no le dejaban ver; para protegerla, decían. Pero ella los veía a hurtadillas en cuanto podía.
Tanto Mila como Linda tendrían que testificar. El fiscal esperaba mucho más de ella, porque su compañera de cautiverio seguía defendiendo a capa y espada a su torturador. Había pedido que volvieran a llamarla Gloria. Los médicos dijeron que Linda padecía de serios trastornos mentales. A Mila le correspondería, pues, la tarea de culpar a Steve.
En los meses siguientes a su captura, Steve hizo de todo para parecer un enfermo mental. Se inventó absurdas historias sobre hipotéticos cómplices a los que solamente habría obedecido. Estaba tratando de colarle también al mundo la historia que había utilizado con Linda: la de Frankie, el socio malvado. Pero fue desmentida en cuanto un policía descubrió que ése sólo era el nombre de la tortuga que había tenido de pequeño.
Aun así, la gente quería tragarse aquella historia de todos modos. Steve era demasiado «normal» para ser un monstruo, demasiado parecido a ellos mismos. La idea de que hubiera alguien más detrás, un ser todavía misterioso, un verdadero monstruo, paradójicamente los alentaba.
Mila llegó al proceso determinada a devolverle a Steve todas sus culpas, además de una parte del daño que él le había infligido. Haría que se pudriera en la cárcel, y por eso también estaba dispuesta a representar el papel de la pobre víctima, que hasta entonces se había negado tercamente a interpretar.
Se sentó en el banco de los testigos, frente a la jaula en la que Steve se hallaba esposado, con la intención de contarlo todo sin quitarle en ningún momento los ojos de encima.
Pero cuando lo vio, con aquella camisa verde abotonada hasta el cuello, demasiado grande para él, que ahora era todo piel y huesos, con aquellas manos que le temblaban mientras trataba de tomar notas en un bloc, con aquellos pelos que se había cortado él solo y que estaban más largos de un lado, sintió algo que nunca habría esperado: pena. Sintió lástima pero también rabia por aquel miserable, precisamente porque le daba pena.
Ésa fue la última vez que Mila Vasquez sintió empatía por alguien.
En el momento en que había descubierto el secreto de Goran, lloró.
¿Por qué?
Una memoria perdida en su cabeza le decía que habían sido lágrimas de empatía.
De repente, un dique se había roto en alguna parte, liberando una gama sorprendente de emociones. Ahora le parecía que incluso podía percibir los sentimientos de los demás.
Como cuando Roche llegó al lugar y ella sintió su terrible conciencia de tener ya las horas contadas, porque su mejor hombre, su «punta de diamante», le había servido el peor de los bocados envenenados.
En cambio, Terence Mosca le había parecido confuso, entre la alegría por la segura promoción de su carrera y el desaliento por lo que la había motivado.
Notó nítidamente el desconcierto y la tristeza de Stern en cuanto éste cruzó la puerta de la casa. Y de inmediato comprendió que se pondría en seguida manos a la obra para poner orden en aquel feo asunto.
Empatía.
La única persona por la que no lograba sentir nada era Goran.
Mila no había caído como Linda en la trampa de Steve: ella nunca había creído en la existencia de Frankie. En cambio, había caído en el engaño de que en aquella casa vivía un niño, Tommy. Había oído hablar de él. Pero también había presenciado las llamadas que su padre le hacía a la niñera para cerciorarse de que estaba bien, preocupándose por él. Hasta había creído verlo mientras Goran lo acostaba. Todo eso no lograba perdonárselo, porque la había hecho sentir como una estúpida.
Goran Gavila había sobrevivido a una caída desde doce metros de altura, pero ahora se debatía entre la vida y la muerte en una cama de la unidad de vigilancia intensiva.
Su casa había sido ocupada por las autoridades, pero sólo externamente. En su interior sólo había dos personas. El agente especial Stern, que había congelado momentáneamente su dimisión, y Mila.
No buscaban nada, sólo estaban intentando ordenar los acontecimientos cronológicamente, para encontrar las respuestas a las únicas preguntas posibles. ¿En qué momento un ser humano equilibrado y tranquilo como Goran Gavila había madurado su proyecto de muerte? ¿Cuándo se le había disparado el resorte de la venganza? ¿Cuándo había empezado a transformar su rabia en un diseño?
Mila estaba en el estudio y oía a Stern que inspeccionaba la habitación contigua. Había hecho numerosos registros en su carrera, y sabía lo reveladores que podían ser los detalles de la vida de alguien.
Mientras exploraba el refugio en el que Gavila había madurado sus reflexiones, trataba de mantenerse concentrada, tomando nota de los detalles, de las pequeñas costumbres que pudieran desvelarle accidentalmente algo importante.
Goran conservaba las grapas en un cenicero de vidrio. Afilaba los lápices directamente en la papelera. Y tenía un marco sin foto sobre el escritorio.
Aquel marco vacío era una ventana hacia el abismo del hombre que Mila había creído poder amar.
Apartó la mirada, casi por temor a ser tragada por ese abismo. Luego abrió uno de los cajones laterales de la mesa. Dentro había una carpeta. La sacó y la puso encima de las que ya había examinado. Pero ésa era diferente, porque por la fecha se trataba del último caso del que se había ocupado Gavila antes de que saliera a la luz la historia de las niñas desaparecidas.
Además de los documentos, contenía una serie de cintas de audio.
Empezó a leer el contenido de las hojas; escucharía las cintas si merecía la pena.
Se trataba de un intercambio de cartas entre el director de una penitenciaría, un tal Alphonse Bérenger, y el despacho del procurador. Y concernía al raro comportamiento de un preso que era identificado solamente con su número de registro. RK-357/9.
El sujeto había sido encontrado, meses antes, por dos policías mientras vagaba de noche, solo y desnudo, por una carretera rural. Se había negado ya desde el principio a proporcionar los propios datos personales a los oficiales públicos. Del examen de sus huellas digitales solamente pudo saberse que no estaba fichado. Pero un juez lo había condenado por obstrucción a la justicia.
Todavía estaba cumpliendo condena.
Mila cogió una de las cintas de audio y la miró, tratando de imaginar qué podía contener. En la etiqueta sólo constaban una hora y una fecha. Luego llamó a Stern y le resumió rápidamente aquello que había leído.
—Escucha lo que le escribe al director de la cárcel… «Desde el mismo momento en que llegó a la penitenciaría, el detenido RK-357/9 nunca ha dado señales de insubordinación, sino que se ha mostrado siempre respetuoso con el reglamento carcelario Además, el individuo es de índole solitaria y poco propenso a socializar. Quizá también por eso nadie se había dado cuenta de su particular comportamiento, recientemente descubierto sólo por uno de nuestros carceleros. El detenido RK-357/9 limpia y repasa con un paño de fieltro todos los objetos con los que entra en contacto, recoge cada uno de los pelos que pierde a diario, lustra a la perfección los cubiertos y el inodoro cada vez que los usa…» ¿Qué te parece?
—No lo sé. También mi mujer tiene obsesión por la limpieza.
—Pero escucha cómo continúa: «Así pues, o bien estamos ante un maníaco de la higiene o, mucho más probablemente, ante un individuo que quiere evitar a toda costa dejar "material orgánico". Albergamos, por consiguiente, la seria sospecha de que el detenido RK-357/9 haya cometido algún crimen de particular gravedad y quiera impedirnos conseguir su ADN para identificarlo…» ¿Y bien?
Stern le cogió la hoja de las manos y la leyó.
—Sucedió en noviembre… Pero ¿no dice si al final lograron obtener su ADN?
—Por lo que parece, no podían obligarlo a someterse al análisis, y tampoco hacérselo arbitrariamente porque eso habría violado sus derechos constitucionales…
—Entonces, ¿qué hicieron?
—Intentaron obtener algún cabello mediante inspecciones por sorpresa en su celda. —¿Lo mantenían aislado?
Mila echó un vistazo a las hojas para buscar el punto en que había leído acerca de eso. Lo encontró.
—Aquí está, el director escribe: «Hasta hoy, el sujeto ha compartido la celda con otro preso, que lo ha favorecido ciertamente para confundir las propias huellas biológicas. Sin embargo, le informo que como primera medida hemos suprimido tal condición de promiscuidad, aislándolo.»
—Entonces, ¿lograron obtener su ADN o no?
—Por lo que parece, el preso fue más listo que ellos y consiguió que siempre encontraran la celda perfectamente limpia. Pero luego se dieron cuenta de que hablaba solo e instalaron un micrófono oculto para grabar qué decía…
—¿Y el doctor Gavila qué tenía que ver con eso?
—Debieron de pedirle su opinión de experto, no lo sé…
Stern pensó un instante.
—Quizá deberíamos escuchar las cintas.
En un mueble del estudio había una vieja grabadora que probablemente Goran usaba para registrar sus notas en voz alta. Mila le tendió una cinta a Stern, que se acercó al aparato, la introdujo y se dispuso a pulsar play.
—Espera.
Sorprendido, Stern se volvió para mirarla: había palidecido.
—¡Joder!
—¿Qué sucede?
—El nombre.
—¿Qué nombre?
—El del preso con el que compartió la celda antes de que lo pusieran en aislamiento… —¿Y bien?
—Se llamaba Vincent… Era Vincent Clarisso.
Alphonse Bérenger era un sesentón con cara de niño.
Su rostro rubicundo estaba surcado por una espesa red de vasos capilares. Cada vez que sonreía achinaba los ojos hasta convertirlos en dos rayas. Dirigía la penitenciaría desde hacía veinticinco años y le faltaban pocos meses para la jubilación. Sentía pasión por la pesca, en un rincón de su despacho había una caña y una caja con anzuelos y cebos. En breve, ésa sería la principal ocupación de sus días.
Bérenger era considerado un buen hombre. Durante los años de su gestión, en la cárcel nunca se habían desarrollado episodios graves de violencia. Dispensaba un trato humano a los reclusos, y sus carceleros raramente recurrían a la fuerza física.
Alphonse Bérenger leía la Biblia y era ateo. Pero creía en las segundas oportunidades y siempre decía que cada individuo, si quiere, tiene derecho a merecerse el perdón. Cualquiera que sea el pecado que haya cometido.
Tenía fama de ser un hombre íntegro y se consideraba en paz con el mundo. Pero desde hacía algún tiempo ya no lograba dormir por las noches. Su mujer le decía que era porque se aproximaba a su jubilación, pero no era así. Lo que atormentaba sus sueños era el pensamiento de tener que volver a dejar en libertad al preso RK-357/9 sin saber en realidad quién era y si había cometido algún crimen atroz.
—Ese tipo es… absurdo —le dijo a Mila mientras cruzaban una de las cancelas de seguridad, directos al ala donde estaban situadas las celdas de aislamiento.
—¿En qué sentido?
—Es absolutamente imperturbable. Le cortamos el agua corriente con la esperanza de que dejara de lavarse. Pero él siguió limpiándolo todo sólo con los trapos. Cuando le requisamos también los trapos, empezó a usar el uniforme. Lo obligamos a utilizar los cubiertos de la cárcel, pero entonces dejó de comer.