Joseph lo registraba todo en su cabeza como si estuviera componiendo una especie de manual con nociones de todo tipo: cómo se prepara un buen desayuno con huevos, manteca y beicon, cómo aprovisionarse de agua potable. Quizá pensaba que le sería útil en su nueva vida. La existencia de aquel desconocido se le antojaba envidiable. Aunque dura y difícil, era infinitamente mejor que la que él había tenido hasta entonces.
—¿Sabes que todavía no nos hemos presentado?
Joseph detuvo la mano con el tenedor a medio camino de la boca.
—Si no quieres decirme cómo te llamas, por mí está bien. Me pareces simpático de todos modos.
Joseph continuó comiendo. El otro no insistió, pero él sintió que debía recompensarlo de alguna manera por su hospitalidad y decidió revelarle algo de sí mismo:
—Es casi seguro que moriré a los cincuenta.
Y, acto seguido, le habló de la maldición con la que cargaban los herederos varones de su familia. El hombre escuchó con atención. Sin revelar nombres, Joseph le explicó que era rico, y le contó el origen de su riqueza. La historia de aquel abuelo intuitivo y atrevido que plantó la semilla de una gran fortuna. Y también le habló de su padre, que había sido capaz de multiplicar la herencia con su genio empresarial. Finalmente habló de sí mismo, del hecho de que no tenía metas que alcanzar porque otros ya lo habían conquistado todo para él. Había venido al mundo para dejar sólo dos cosas: un ingente patrimonio y un gen inexorablemente mortal.
—Entiendo que la enfermedad que ha matado a tu padre y a tu abuelo sea inevitable, pero con el dinero siempre hay una solución: ¿por qué no renuncias a tu riqueza si no te sientes suficientemente libre?
—Porque he crecido entre dinero, y sin él no sabría cómo sobrevivir ni un solo día. Como ves, haga la elección que haga, estoy destinado a morir.
—¡Tonterías! —replicó el otro mientras se levantaba para ir a fregar la sartén.
Joseph trató de explicarse mejor:
—Puedo tener todo lo que desee, pero, precisamente por eso, no sé qué es el deseo.
—¡Menuda mierda de discurso! El dinero no puede comprarlo todo.
—Créeme, sí puede. Si yo quisiera tu muerte, podría pagar a algunos hombres; ellos te matarían, y nadie se enteraría nunca.
—¿Lo has hecho alguna vez? —dijo el otro, serio de repente.
—¿El qué?
—¿Has pagado alguna vez a alguien para que matara por ti?
—Yo no, pero mi padre y mi abuelo sí lo hicieron, lo sé. Hubo una pausa.
—Pero no puedes comprar la salud.
—Es verdad. Pero si sabes con antelación cuándo morirás, el problema está solucionado. Mira, los ricos son infelices porque saben que, antes o después, tendrán que dejar todo lo que poseen: no puedes llevarte el dinero a la tumba. En cambio, yo no tengo que torturarme pensando en mi muerte; ya hay alguien que lo ha hecho por mí.
El hombre se detuvo a reflexionar.
—Tienes razón —admitió—, pero es muy triste no desear nada. Habrá algo que te guste de verdad, ¿no? Podrías empezar por eso.
—Bueno, me gusta caminar. Y desde esta mañana, además, también me gustan los huevos con beicon. Y me gustan los chicos.
—Quieres decir que eres…
—En realidad, no lo sé. Me acuesto con ellos, pero no puedo decir que los desee de veras.
—Entonces, ¿por qué no pruebas con una mujer?
—Probablemente debería hacerlo. Pero primero tendría que desearlo, ¿comprendes? No sé cómo explicártelo mejor.
—No, está bien. Creo que has sido bastante claro.
El tipo dejó la sartén sobre las demás, en el taburete. Después miró el reloj de cuarzo que llevaba en la muñeca.
—Son las diez, tengo que ir a la ciudad: necesito las piezas de recambio para arreglar la tostadora.
—Entonces, me voy.
—No, ¿por qué? Quédate por aquí y descansa un poco si quieres. Estaré pronto de vuelta, a lo mejor podríamos comer de nuevo juntos y charlar un rato. Eres un tipo simpático, ¿sabes?
Joseph observó el viejo sofá con la tapicería arrancada y le pareció muy atrayente.
—Está bien —dijo—. Dormiré un poco, si no te molesta. El hombre sonrió.
—¡Fantástico! —Estaba a punto de salir cuando se volvió—. A propósito, ¿qué te apetecería para cenar? Joseph lo miró. —No lo sé. Sorpréndeme.
Una mano lo sacudió dulcemente. Joseph abrió los ojos y descubrió que era tarde.
—¡Pues sí que estabas cansado! —dijo su nuevo amigo sonriendo—. ¡Has dormido nueve horas seguidas!
Joseph se desperezó. Hacía bastante tiempo que no descansaba tan bien. En seguida sintió que le faltaban las fuerzas.
—¿Ya es hora de cenar? —preguntó.
—Dame un minuto para encender el fuego y la preparo en seguida: he comprado pollo para hacer asado y patatas. ¿Te gusta como menú?
—Perfecto, tengo hambre.
—Mientras tanto, ábrete una cerveza, están en el alféizar.
Joseph nunca había bebido cerveza, aparte de la que su madre ponía en el ponche de Navidad. Sacó una lata del pack de seis y la abrió. Apoyó los labios en el borde de aluminio y se echó un trago largo. Rápidamente sintió la fría bebida bajarle por el esófago. Fue una sensación agradable, que le quitó la sed. Después del segundo trago, eructó.
—¡Salud! —exclamó el tipo.
Fuera hacía frío, pero dentro el fuego proporcionaba una agradable tibieza. La luz de la lámpara de gas, colocada en el centro de la mesa, iluminaba débilmente la habitación.
—El técnico me ha dicho que la tostadora se puede arreglar. También me ha dado un par de consejos sobre cómo repararla. Menos mal, pienso venderla en alguna feria.
—Entonces, ¿eso es lo que haces para vivir?
—Bueno, sí, de vez en cuando. La gente tira un montón de cosas que todavía pueden utilizarse. Yo las recupero, las arreglo y luego me saco algún dinero. Algunas cosas me las quedo, como ese cuadro, por ejemplo…
Señaló el paisaje que colgaba sin marco de la pared.
—¿Por qué precisamente ése? —preguntó Joseph.
—No lo sé, me gusta. Creo que me recuerda el lugar donde nací, o quizá no; ¿quién puede decirlo?, he viajado tanto…
—¿De veras has estado en tantos lugares diferentes?
—Sí, muchísimos. —Por un instante pareció perderse en sus pensamientos, pero en seguida continuó—: Mi pollo es especial, ya verás. Y, a propósito, tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?
—Ahora no, después de cenar.
Se sentaron a la mesa. El pollo con patatas estaba crujiente y sazonado en su justa medida. Joseph se llenó el plato unas cuantas veces. El tipo —en su cabeza lo llamaba de ese modo— comía con la boca abierta y ya se había bebido tres cervezas. Después de cenar sacó una pipa tallada a mano y tabaco. Mientras la preparaba, le dijo:
—¿Sabes?, he pensado mucho en lo que me has dicho esta mañana.
—¿En qué exactamente?
—Acerca de tu discurso sobre desear cosas. Me ha impresionado.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Yo no pienso que sea malo conocer exactamente el momento en que terminará tu vida. En mi opinión, es un privilegio.
—¿Cómo puedes decir algo así?
—Bueno, naturalmente depende de cómo veas las cosas. Si ves el vaso medio lleno o medio vacío. En fin, puedes quedarte sentado y hacer una lista de todo lo que no tienes. O bien puedes determinar el resto de tu vida en función de ese plazo de tiempo.
—No te sigo.
—Creo que el hecho de que sepas que morirás a los cincuenta años te hace pensar que no tienes ningún poder sobre tu vida. Pero, es ahí donde te equivocas, amigo mío.
—¿Qué entiendes tú por «poder»?
El tipo cogió una ramita del fuego y con el extremo incandescente se encendió la pipa. Aspiró una profunda bocanada antes de contestar.
—Poder y deseo van de la mano. Están hechos de la misma maldita sustancia. El segundo depende del primero, y viceversa. Y no lo dice ningún filósofo, sino que es la naturaleza misma la que lo determina. Esta mañana has dicho bien: sólo podemos desear lo que no tenemos. Tú crees tener el poder de conseguirlo todo y entonces no deseas nada. Pero eso ocurre porque tu poder deriva del dinero.
—¿Acaso hay otra clase de poder?
—Claro, el de la voluntad, por ejemplo. Tienes que ponerla a prueba para entenderlo. Pero tengo la sospecha de que no quieres hacerlo…
—¿Por qué lo dices? Puedo hacerlo.
El tipo lo observó.
—¿Estás seguro?
—Claro.
—Bien. Antes de cenar te he dicho que tenía una sorpresa para ti. Ahora es el momento de que te la enseñe. Ven.
Se levantó y se dirigió hacia una de las dos puertas cerradas al fondo de la habitación. Joseph, titubeante, lo siguió a través del umbral entreabierto.
—Mira.
Dio un paso en la oscuridad, y lo oyó. Había algo en la habitación que respiraba agitadamente. Pensó en seguida en un animal y dio un paso atrás.
—Ánimo —lo invitó el tipo—, mira mejor.
Joseph tardó algunos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. La poca luz que llegaba de la lámpara de gas que estaba sobre la mesa era apenas suficiente para iluminar débilmente la cara del chico. Estaba tumbado en una cama, con las manos y los pies atados a los montantes con sogas gruesas. Vestía una camisa de cuadros y unos vaqueros, pero no llevaba zapatos. Un pañuelo alrededor de la boca le impedía hablar, por lo que se limitaba a emitir sonidos inconexos, como gruñidos. El pelo sobre la frente estaba empapado de sudor. Se agitaba como una bestia prisionera y tenía los ojos en blanco a causa del pánico.
—¿Quién es? —preguntó Joseph.
—Un regalo para ti.
—¿Y qué se supone que debería hacer con él?
—Lo que quieras.
—Pero no sé quién es.
—Tampoco yo. Hacía autoestop. Lo he subido al coche mientras volvía hacia aquí.
—Quizá debamos desatarlo y dejar que se vaya.
—Si eso es lo que quieres…
—¿Por qué no debería serlo?
—Porque ésa es la demostración de qué es el poder, y de cómo va unido al deseo. Si tú deseas liberarlo, entonces hazlo. Pero si quieres algo más de él, eres dueño de elegir.
—¿Estás hablando por casualidad de sexo?
El tipo sacudió la cabeza, decepcionado.
—Tu horizonte es muy limitado, amigo mío. Tienes a tu disposición una vida humana, la más grande y asombrosa creación de Dios, y follártela es lo único que se te ocurre…
—¿Qué tendría que hacer con una vida humana?
—Tú lo has dicho hoy: si quisieras matar a alguien, te bastaría con contratar a otras personas para que lo hicieran por ti. Pero ¿crees realmente que eso te otorga el poder de quitar una vida? Tu dinero tiene ese poder, no tú. Hasta que no lo hagas con tus manos, no experimentarás qué significa.
Joseph miró de nuevo al chico, visiblemente aterrorizado.
—Pero yo no quiero saberlo —repuso.
—Porque tienes miedo. Miedo de las consecuencias, del hecho de que podrías ser castigado, o del sentimiento de culpa.
—Es normal tener miedo de ciertas cosas.
—No, no lo es, Joseph.
Ni siquiera se percató de que lo había llamado por su nombre, tan ocupado como estaba cruzando miradas con el chico.
—¿Y si te dijera que puedes hacerlo, que puedes quitarle la vida a alguien y que nadie lo sabrá jamás?
—¿Nadie? ¿Y tú, entonces?
—Yo soy quien lo ha secuestrado y lo ha traído hasta aquí, ¿recuerdas? Y luego también seré quien enterrará su cadáver… Joseph bajó la cabeza.
—¿No lo sabrá nadie?
—Si te dijera que quedarías impune, ¿eso suscitaría tu deseo de probarlo?
Joseph se miró las manos durante un largo instante, su respiración se aceleró mientras dentro de él nacía una extraña euforia, nunca antes sentida.
—Necesitaría un cuchillo —dijo.
El tipo se fue a la cocina. En la espera, Joseph se fijó en el chico, que le suplicaba con la mirada y sollozaba. Frente a aquellas lágrimas que brotaban silenciosas, Joseph descubrió que no sentía nada. Nadie lloraría su muerte cuando, a los cincuenta, el mal de su padre y su abuelo llegara a por él. Para el mundo, él siempre sería el chico rico, indigno de cualquier forma de compasión.
El tipo volvió con un largo cuchillo afilado y se lo puso entre las manos.
—No hay nada más satisfactorio que quitar una vida —le dijo—. No la de una persona en particular, como un enemigo o alguien que te ha hecho daño, sino un hombre cualquiera. Te otorga el mismo poder que posee Dios.
Luego lo dejó solo y salió, cerrando la puerta a su espalda.
La luz de la luna se deslizaba entre las persianas rotas haciendo brillar el cuchillo entre las manos. El chico se agitaba y Joseph podía percibir su ansiedad, el miedo bajo la forma de sonidos pero también de olores. La respiración acida, el sudor de las axilas. Se acercó a la cama, lentamente, dejando que sus pasos crujieran sobre el suelo, para que el muchacho pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. A continuación le apoyó la hoja del cuchillo plana sobre el tórax. ¿Tenía que decirle algo? No se le ocurría nada. Un escalofrío le recorrió la espalda y de repente sucedió algo que no esperaba: tuvo una erección.
Levantó el cuchillo algunos centímetros, deslizándolo lentamente a lo largo del cuerpo del chico hasta llegar al estómago. Luego se detuvo. Tomó aliento y empujó despacio el extremo de la hoja hasta traspasar el tejido de la camisa, hasta tocar la carne. El chico intentó gritar, pero únicamente consiguió emitir una patética imitación de un grito de dolor. Joseph hundió el cuchillo unos centímetros más, la piel se laceró profundamente, como si se rasgara. Reconoció el blanco de la grasa, pero la herida todavía no sangraba. Entonces empujó más la hoja, hasta sentir el calor de la sangre en la mano y advertir una exhalación intensa, liberada por las entrañas. El chico arqueó la espalda, favoreciendo involuntariamente su obra. El apretó más, hasta que notó la punta del cuchillo que tocaba la columna vertebral. El muchacho era un manojo tenso de músculos y carne debajo de él. Permaneció en esa posición arqueada durante algunos segundos. Luego cayó pesadamente sobre la cama, sin fuerzas, como un objeto inanimado.
Y, en ese instante, las alarmas
…
… empezaron a sonar todas a la vez
. El médico y la enfermera se colocaron alrededor del paciente con el carro de emergencias. Niela, doblada sobre sí misma, intentaba recobrar el aliento: el
shock
de lo que había visto la había arrancado violentamente del estado de trance. Mila le puso las manos en la espalda, tratando de hacerla respirar. El médico abrió el pijama sobre el tórax de Joseph B. Rockford con un gesto limpio, arrancando todos los botones, que rodaron por la habitación. Boris estuvo a punto de resbalar y caer encima de Mila mientras acudía en su ayuda. Luego el médico colocó las placas del desfibrilador que la enfermera le había dado sobre el pecho del paciente y gritó «¡Fuera!» antes de la descarga. Goran se acercó a Mila.