Cinthia Pearl dio rienda suelta a las lágrimas que había estado conteniendo.
—Wilson Pickett —dijo Mila en ese momento.
—Ah, sí, el recuerdo… Yo estaba medio muerta en aquella cabina y él empezó a conducir de nuevo. Al poco rato me habría dejado en algún aparcamiento, pero yo todavía no conocía sus intenciones. Estaba aturdida y débil por la sangre que había perdido. Mientras nos íbamos, por la radio sonaba aquella maldita canción… In the midnight hour… Luego me desmayé y me desperté en el hospital: no recordaba nada. La policía me preguntó cómo me había hecho aquellas heridas y yo no sabía qué contestar. Me dieron el alta y me fui a casa de una amiga. Una noche, en el telediario, oí la noticia de la detención de Gorka. Pero cuando mostraron su foto, su rostro no me dijo nada… En cambio, un martes por la tarde ocurrió: estaba sola en casa y puse la radio. De nuevo sonaba el tema de Wilson Pickett, y entonces todo volvió a mi memoria.
Mila comprendió que el equipo había puesto ese apodo a Gorka justo después de que lo hubieran capturado. Y lo habían elegido como advertencia y recuerdo de todos sus errores.
—Fue horrible —continuó Cinthia—. Fue como verlo ocurrir una segunda vez. Además, no dejo de pensar, ¿sabe? Si lo hubiera recordado antes, quizá podría haber ayudado a salvar a alguna otra chica…
Esas últimas palabras las dijo por compromiso, Mila lo intuyó por el tono que había utilizado. No porque a Cinthia no le importara la suerte de aquellas chicas, sino porque había puesto una especie de barrera entre lo que le había ocurrido a ella y la suerte que, en cambio, habían corrido las demás. Era una de las muchas defensas que se adoptan para seguir adelante después de una experiencia tan traumática como ésa.
Casi como para confirmarlo, Cinthia añadió:
—Hace un mes me encontré con los padres de Rebecca Springher, la última chica asesinada.
«No fue asesinada —pensó Mila—. Fue mucho peor: él la obligó a suicidarse.»
—Acudimos juntos a una misa en memoria de las víctimas de Benjamín Gorka. ¿Sabe?, ellos pertenecen a mi misma congregación. Me observaron durante todo el tiempo, y me sentí culpable.
—¿Por qué? —preguntó Mila, aunque ya sabía la respuesta.
—Por haber sobrevivido, creo.
Mila le dio las gracias y se dispuso a marcharse. Mientras se encaminaba hacia la puerta, reparó en que Cinthia estaba extrañamente silenciosa, como si quisiera preguntarle algo pero no supiera por dónde empezar. Entonces decidió darle todavía algunos segundos y, mientras tanto, le pidió si podía usar el baño. La chica le indicó dónde estaba.
Era un cubículo mal aireado. En la ducha había un par de medias colgadas secándose. También allí había animalitos de porcelana y predominaba el color rosa. La agente de policía se inclinó sobre el lavabo para refrescarse la cara. Estaba cansada, abatida. Había comprado otro antiséptico y lo necesario para cortarse; todavía debía rememorar la muerte de la quinta niña. Lo había pospuesto, pero lo haría esa misma noche.
Necesitaba sentir ese dolor.
Mientras se secaba las manos y la cara con una toalla, vio sobre una repisa el frasquito de un colutorio. El color del líquido era demasiado oscuro. Lo olisqueó: era bourbon. También Cinthia Pearl tenía un secreto. Una mala costumbre que le había quedado de su pasada vida. Mila se la imaginó, encerrada en aquel pequeño baño, sentada sobre la tapa del váter mientras se concedía un par de sorbos, con la mirada perdida en las baldosas. Aunque estaba muy cambiada, y para mejor, Cinthia Pearl no podía dejar de cultivar un pequeño lado oscuro.
«Forma parte de la naturaleza humana —pensó Mila—. Pero mi secreto viene de más lejos…»
Cuando por fin estuvo lista para marcharse, Cinthia encontró en la puerta el ánimo suficiente para preguntarle si tal vez podrían volver a verse para ir al cine o de compras. Mila comprendió que necesitaba desesperadamente a una amiga, y no fue capaz de negarle esa pequeña ilusión.
Para contentarla, grabó también su número en el móvil, aunque sabía que no se encontrarían jamás.
Veinte minutos después, Mila llegó al edificio de la policía federal. Vio a bastantes agentes de civil que mostraban su tarjeta de identificación en la entrada, y también a muchas patrullas que regresaban al mismo tiempo: alguien las había llamado.
Debía de haber pasado algo.
Tomó la escalera para no perder tiempo en la fila que se había formado delante de los ascensores. Alcanzó rápidamente la tercera planta del edificio, donde se había instalado el cuartel general después del hallazgo del cadáver en el Estudio.
—Mosca ha convocado a todo el mundo —oyó decir a un detective que hablaba por teléfono.
Se dirigió hacia la sala en la que tendría lugar la reunión. Alrededor de la entrada se amontonaba mucha gente que trataba de coger sitio. Alguien le cedió el paso con caballerosidad.
Mila encontró un hueco en una de las últimas filas. Delante de ella, aunque a un lado, Boris y Stern ya estaban sentados. Este último se dio cuenta de su presencia y la saludó con un gesto de la cabeza. Mila pensó decirle por señas cómo le había ido con Cinthia, pero lo pensó mejor y le dio a entender que hablarían de ello más tarde.
El pitido agudo de un altavoz interrumpió por un instante el parloteo: un técnico estaba preparando el micrófono sobre la tarima y tamborileaba con los dedos encima de él para cerciorarse de que funcionaba. La pizarra luminosa y la máquina de café habían sido desplazadas a un rincón para dejar espacio para más sillas. Aun así, no eran suficientes, y algunos policías ya se estaban colocando apoyados a lo largo de las paredes.
Aquella reunión no era habitual, y Mila en seguida pensó en algo grande. Además, aún no había visto ni a Goran ni a Roche. Los imaginó junto a Terence Mosca, encerrados en un despacho mientras acordaban la versión que iban a hacer pública.
La espera era enervante. Por fin vio al inspector jefe aparecer por la puerta: entró, pero no se dirigió a la tarima. Se acomodó en la primera fila, en el sitio que le dejó libre un diligente detective. Del rostro de Roche no se traslucía nada. Parecía tranquilo; cruzó las piernas y esperó como todos los demás.
Goran y Mosca llegaron juntos. Los agentes de la puerta se hicieron a un lado mientras ellos dos se dirigían a paso rápido hacia la tarima. El criminólogo fue a apoyarse en el escritorio que estaba colocado contra la pared, mientras que el capitán sacó el micrófono de su soporte y, tirando del cable, anunció:
—Señores, un poco de atención, por favor…
Se hizo el silencio.
—Bien… Veamos… Los hemos convocado aquí porque tenemos una importante noticia. —Mosca hablaba en plural, pero ahora era él la verdadera estrella—. Concierne al caso de la niña encontrada en el Estudio. Desafortunadamente, como suponíamos, el escenario del crimen ha sido limpiado. Pero nuestro hombre ya nos tiene acostumbrados a eso. Ninguna huella digital, ningún fluido corporal, ningún rastro extraño…
Era evidente que Mosca estaba tomándose su tiempo, y Mila no fue la única que se dio cuenta, porque a su alrededor más de uno comenzó a impacientarse. El único que parecía tranquilo era Goran, que, de brazos cruzados, miraba al auditorio. Su presencia era ya sólo una formalidad. El capitán había asumido el pleno control de la situación.
—No obstante —continuó Mosca—, quizá hayamos comprendido el motivo por el que el asesino dejó allí el cuerpo. Tiene que ver con un caso que seguramente todos recordarán: el de Benjamín Gorka…
El murmullo recorrió la sala como una repentina oleada. Mosca extendió los brazos para invitar a todo el mundo a que guardara silencio y lo dejaran concluir. Luego se metió una mano en el bolsillo y su tono de voz cambió.
—Por lo que parece, hace meses nos equivocamos. Se cometió un grave error.
Había usado una expresión genérica, sin indicar quién era el responsable de dicha equivocación, pero subrayando intencionadamente las últimas dos palabras.
—Por suerte, todavía somos capaces de remediarlo…
En ese momento, Mila vio un movimiento extraño por el rabillo del ojo. Stern seguía delante de ella, pero se había llevado lentamente una mano al costado derecho, había quitado el seguro de su cartuchera y liberado así el revólver.
Por un instante le pareció intuir algo, y tuvo miedo.
—Rebecca Springher, la última víctima de Gorka —siguió diciendo Mosca—, no fue asesinada por él…, sino por uno de los nuestros.
El murmullo se convirtió en confusión y Mila reparó en que el capitán miraba fijamente a alguien entre los allí congregados. Stern vio claramente al agente especial, que se ponía en pie y sacaba el arma reglamentaria. Presa de la incertidumbre, también ella estaba a punto de hacer lo mismo. Pero luego Stern se volvió hacia su izquierda, apuntando con el arma a Boris.
—¿Qué cono te pasa? —le preguntó su colega, descolocado.
—Quiero que pongas las manos a la vista, chico. Y no me lo hagas repetir, por favor.
—Te conviene decir cómo fueron las cosas realmente.
Tres expertos en interrogatorios del ejército se habían turnado ininterrumpidamente para exprimir a Boris. El policía conocía todas las técnicas para conseguir una confesión, pero ellos confiaban en agotarlo con sus preguntas. No le dieron tregua, pensando que la falta de sueño actuaría mejor que cualquier otra estrategia.
—Te he dicho que no sé nada.
Mila observaba a su compañero desde el otro lado del falso espejo. Estaba sola en la pequeña sala. Junto a ella había una videocámara digital que grababa las imágenes del interrogatorio y las emitía por un circuito cerrado de televisión, evitando así a los peces gordos del Departamento —Roche incluido— tener que asistir directamente al sacrificio de uno de sus mejores hombres. De este modo, podían hacerlo sentados cómodamente en sus propios despachos.
En cambio, Mila había preferido estar presente. Porque aún no lograba creerse aquella terrible acusación.
«Fue Boris quien encontró a Rebecca Springher, él solo.»
Stern le había contado que, en una sala de interrogatorios parecida a aquella que tenía delante, Benjamín Gorka le había dado involuntariamente a Boris ciertas indicaciones sobre un viejo almacén donde había un pozo.
Según la versión oficial, que había mantenido hasta entonces, el agente especial había llegado solo al lugar y había encontrado a la chica muerta.
«Se había cortado las venas con uno de los abrelatas que Gorka le había dejado junto a las provisiones. Pero lo que más rabia nos dio fue otra cosa… Según el médico forense, se había suicidado apenas un par de horas antes de que Boris la encontrara», le había dicho.
Un par de horas.
Sin embargo, Mila había examinado el informe, y en aquella época, el médico forense, tras analizar los restos de comida presentes en el estómago de la chica y la interrupción de los procesos digestivos como consecuencia de la muerte, estableció que no era posible señalar con absoluta certeza el momento del deceso. Por tanto, en realidad, el fallecimiento también podría haber ocurrido después de las dos fatídicas horas.
Ahora, dicha incertidumbre había sido anulada definitivamente.
La acusación se basaba en que Boris había llegado cuando Rebecca Springher todavía estaba viva. Que frente a esa situación se le había presentado un dilema: salvarla y convertirse en un héroe, o bien llevar a la práctica el mayor deseo de todo asesino.
El asesinato perfecto. Aquel que quedará para siempre impune porque carece de una motivación.
Probar, por una vez, la embriaguez del control sobre la vida y la muerte de un semejante. Tener la certeza de salir impune porque la culpa será atribuida a otro. Esas consideraciones habían tentado a Boris, según opinaban ahora sus acusadores.
En su declaración frente al tribunal que juzgó a Benjamin Gorka, el doctor Gavila afirmó que «el instinto de matar está en cada uno de nosotros. Pero, gracias al cielo, también estamos dotados de un dispositivo que nos permite tenerlo bajo control, inhibirlo. Siempre existe, sin embargo, un punto de inflexión».
Boris había alcanzado ese punto cuando se encontró frente a aquella pobre chica indefensa. En el fondo, sólo era una prostituta.
Pero Mila no se lo tragaba.
Sin embargo, lo que al principio solamente era una hipótesis de investigación fue avalada después por el hallazgo, en el transcurso de un registro en casa de Boris, de un fetiche. El souvenir con el que el joven agente especial habría revivido esa empresa pasado el tiempo: las braguitas de encaje de la chica, sustraídas del depósito judicial después del cierre del caso.
—No tienes alternativa, Boris. Estaremos aquí toda la noche si es necesario. Y también mañana, y pasado mañana —escupió el agente que lo interrogaba. También eso servía para aniquilar moralmente al interrogado.
La puerta de la salita se abrió y Mila vio entrar a Terence Mosca. Llevaba una llamativa mancha de grasa en el cuello de la chaqueta, producto de un almuerzo a base de cualquier asquerosidad de comida rápida.
—¿Cómo va? —preguntó el capitán, con las manos metidas en los bolsillos como siempre.
Mila le contestó sin mirarlo:
—Todavía nada.
—Cederá. —Parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Antes o después, todos ceden. También él lo sabe. Quizá necesitaremos un poco más de tiempo, pero al final elegirá el mal menor.
—¿Por qué ha hecho que lo arrestaran delante de todo el mundo?
—Para no darle la oportunidad de reaccionar.
Mila no olvidaría fácilmente los ojos brillantes de Stern mientras le ponía las esposas al que consideraba como un tercer hijo. Cuando tuvo conocimiento de los resultados del registro en el piso de Boris, el viejo agente especial se ofreció a realizar él mismo la detención. Y no quiso atender a razones cuando Roche trató de disuadirlo.
—¿Y si, en cambio, Boris no tuviera nada que ver?
Mosca interpuso su enorme corpachón entre ella y el cristal y sacó las manos de los bolsillos.
—En veinticinco años de carrera no he arrestado nunca a un solo inocente.
A Mila se le escapó una sonrisa irónica.
—Dios mío, entonces es usted el mejor policía del mundo. —
—Los jurados siempre han concluido mis casos con una sentencia condenatoria. Y no porque yo sea bueno en mi trabajo. ¿Quiere saber el verdadero motivo?