—Saquémosla de aquí —dijo, ayudándola a levantar a la monja.
Mientras dejaban la habitación junto a Rosa y Stern, la agente se volvió una última vez hacia Joseph B. Rockford. El cuerpo se sacudía por las descargas pero, bajo las mantas, pudo notar lo que parecía una erección.
«Maldito bastardo», pensó.
El bip del monitor cardíaco se quedó fijo en una nota perentoria. Pero en ese momento Joseph B. Rockford abrió los ojos.
Sus labios empezaron a moverse sin emitir sonido alguno. Las cuerdas vocales habían resultado afectadas cuando le practicaron la traqueotomía para permitirle respirar.
Aquel hombre debería estar muerto. Las máquinas a su alrededor decían que ya era sólo un trozo de carne sin vida. Sin embargo, estaba tratando de comunicarse. Sus estertores hacían pensar en alguien que está a punto de ahogarse y busca, braceando, respirar todavía una bocanada de aire.
No duró mucho.
Al fin, una mano invisible lo empujó de nuevo hacia abajo, y el alma de Joseph B. Rockford fue deglutida por su lecho de muerte, dejando tan sólo como desecho un cuerpo vacío.
En cuanto se restableció, Niela Papakidis se puso a disposición de un dibujante de la policía federal para trazar el retrato del hombre que había visto con Joseph.
El desconocido que él había bautizado como «el tipo» y que se suponía que era Albert.
La larga barba y la cabellera muy espesa le impedían indicar con exactitud los rasgos de la cara. No sabía cómo era la mandíbula, y la nariz sólo era una sombra incierta sobre su rostro. El corte de los ojos se le escapaba.
Únicamente podía asegurar que eran grises. En todo caso, el resultado se distribuiría entre todas las patrullas de policía, en los muelles, en los aeropuertos y cerca de las fronteras. Roche estaba sopesando enviar también copias a la prensa, pero eso comportaría tener que dar explicaciones sobre el modo en que habían conseguido el retrato. Si revelara que detrás había una médium, los medios de comunicación deducirían que los policías no tenían nada entre manos, que tanteaban a ciegas en la oscuridad, que habían acudido a una médium por pura desesperación. —Es un riesgo que tienes que correr —le sugirió Goran. El inspector jefe se reunió de nuevo con el equipo en casa de los Rockford. No había querido estar presente en la sesión con la monja porque había dejado claro ya desde el principio que no quería saber nada de aquel intento: como siempre, la responsabilidad recaería por entero en Goran. El criminólogo, sin embargo, había aceptado de buen grado porque confiaba en la intuición de Mila.
—Chiquilla, he pensado algo —le dijo Niela a su preferida mientras desde la autocaravana de la unidad móvil observaban a Gavila y al inspector jefe discutiendo en el prado situado frente a la casa.
—¿El qué?
—Que no quiero el dinero de la recompensa.
—Pero si ése es el hombre que buscamos, te lo has ganado.
—No lo quiero.
—Piensa solamente en las cosas que podrías hacer por las personas de las que te ocupas a diario.
—¿Y qué necesitan que no tengan ya? Tienen nuestro amor, nuestros cuidados y, créeme, cuando una criatura de Dios llega al final de sus días no necesita nada más.
—Si te quedaras con ese dinero, entonces yo podría pensar que de todo esto también puede salir algo bueno…
—El mal sólo engendra más mal. Ésa ha sido siempre su principal característica.
—Una vez oí a alguien decir que el mal siempre puede demostrarse; el bien, nunca. Porque el mal deja huellas a su paso, mientras que el bien sólo se puede testimoniar.
Niela sonrió.
—¡Qué tontería! —repuso de inmediato—. Mira, Mila, el hecho es que el bien es demasiado fugaz como para poder ser registrado de alguna manera, y a su paso no produce desechos. El bien es limpio. En cambio, el mal ensucia… Pero yo puedo probar el bien porque lo veo todos los días. Cuando uno de mis pobres se acerca al final, trato de estar con él durante el mayor tiempo posible. Le cojo la mano, escucho lo que tiene que decirme, si me cuenta sus culpas yo no lo juzgo. Cuando comprenden lo que les está ocurriendo, si han llevado una vida buena y no han hecho daño a los demás, o si lo han hecho y luego se han arrepentido…, bueno, ellos siempre sonríen. No sé por qué, pero sucede, te lo aseguro. Por eso la prueba del bien es la sonrisa con que desafían a la muerte.
Mila asintió, animada. No le insistiría a Niela por la recompensa. Quizá ella tuviera razón.
Eran casi las cinco de la tarde. La monja estaba cansada, pero aún tenía algo que hacer.
—¿Estás segura de que podrás reconocer la casa abandonada? —le preguntó Mila.
—Sí, sé dónde está.
Sólo iba a ser un reconocimiento de rutina antes de volver al Estudio. Sería la prueba definitiva de la información proporcionada por la médium.
Aun así, acudió todo el equipo.
En el coche, Sarah Rosa siguió las indicaciones de Niela y giró donde la monja le dijo. El parte meteorológico auguraba nieve de nuevo. Por un lado, el cielo estaba limpio y el sol se escondía velozmente. Por el otro, las nubes ya se espesaban en el horizonte, y se podían ver los primeros relámpagos que se acercaban.
Ellos se encontraban exactamente en el medio. —Tenemos que darnos prisa —dijo Stern—. Dentro de poco oscurecerá.
Llegaron al camino de tierra y giraron por él. Las piedras crujían bajo los neumáticos. Después de todos aquellos años, la casa de madera todavía se mantenía en pie. La pintura blanca se había desconchado por completo y únicamente quedaban algunas manchas. Los tablones más expuestos a la intemperie estaban podridos, lo que hacía que la casa pareciera un diente cariado.
Bajaron de los coches y se dirigieron hacia el porche.
—Tened cuidado, podría derrumbarse —advirtió Boris.
Goran subió el primer peldaño. El lugar coincidía con la descripción de la monja. La puerta estaba abierta, y al criminólogo le bastó con empujarla apenas. En el interior, el suelo estaba revestido por una capa de mantillo, y se oía a los ratones moverse bajo las tablas, molestos por su presencia. Goran reconoció el sofá, aunque de él ya no quedaba sino un esqueleto de muelles herrumbrosos. La cómoda todavía estaba allí, pero la chimenea de piedra se había derrumbado parcialmente. El criminólogo se sacó de un bolsillo una pequeña linterna para inspeccionar las dos habitaciones de atrás. Mientras tanto, Boris y Stern también entraron y miraron alrededor.
Goran abrió la primera puerta.
—Ésta es la habitación de la cama.
Pero la cama ya no estaba. En su lugar quedaba una sombra más clara en el suelo. Allí era donde Joseph B. Rockford había recibido su bautismo de sangre. Quién sabía quién había sido el chico asesinado en aquella habitación veinte años antes.
—Tendremos que cavar por los alrededores en busca de restos humanos —dijo Gavila.
—Llamaré a los hombres de Chang en cuanto hayamos acabado la inspección —se ofreció Stern.
Mientras tanto, en el exterior, Sarah Rosa paseaba nerviosamente con las manos metidas en los bolsillos a causa del frío. Niela y Mila la observaban desde el interior del coche.
—Esa mujer no te gusta, ¿verdad? —dijo la monja.
—En realidad soy yo la que no le gusto a ella.
—¿Has intentado entender por qué? Mila la miró por el rabillo del ojo.
—¿Quieres decir que es culpa mía?
—No, sólo digo que antes de acusar de algo siempre deberíamos estar seguros.
—Ha estado encima de mí desde que llegué.
Niela levantó las manos en señal de rendición.
—Entonces no te preocupes. Todo pasará en cuanto te hayas ido.
Mila sacudió la cabeza. Algunas veces, el sentido común de la religiosa era insoportable.
En la casa, Goran salió del dormitorio y se volvió automáticamente hacia la otra puerta cerrada.
La médium no había hablado de esa segunda habitación.
Dirigió el haz de luz de la linterna hacia el pomo y abrió.
Era exactamente igual de grande que la de al lado. Y estaba vacía. La humedad atacaba las paredes y una pátina de moho se había apoderado de los rincones. Goran enfocó con la linterna a su alrededor. Al pasar por una de las paredes, se dio cuenta de que reflejaba la luz.
Mantuvo fija la linterna y vio que había cinco cuadrados brillantes, de unos diez centímetros de lado. Se acercó un poco más y luego se detuvo. Clavadas en la pared con chinchetas había unas fotos instantáneas.
Debby. Anneke. Sabina. Melissa. Caroline.
En las fotografías todavía aparecían con vida. Albert las había llevado allí antes de matarlas. Y las había inmortalizado justo en aquella habitación, delante de aquella pared. Estaban despeinadas y mal vestidas. Un flash cruel había sorprendido sus ojos enrojecidos por el exceso de llanto y su mirada aterrorizada.
Sonreían y saludaban.
Las había obligado a asumir aquella grotesca pose delante del objetivo; una alegría forzada por el miedo que provocaba horror.
Debby tenía los labios retorcidos en un gesto de alegría en absoluto natural, y parecía que de un momento a otro fuera a estallar en llanto.
Anneke tenía un brazo alzado y el otro abandonado a lo largo del costado, en una postura resignada y apagada.
Sabine había sido captada en el momento en que miraba alrededor, tratando de entender lo que su corazón de niña no lograba explicarse.
Melissa estaba tensa, combativa, pero era evidente que pronto también ella cedería.
Caroline aparecía inmóvil, con unos ojos abiertos como platos por encima de aquella sonrisa. Incrédula.
Solamente después de haberlas observado una por una, Goran llamó a los demás.
Absurdo. Incomprensible. Inútilmente cruel.
No existía otra manera de definirlo. Todos guardaron el silencio que les había embargado en la casa abandonada mientras volvían al Estudio.
La noche sería larga. Nadie confiaba en conciliar el sueño después de un día como ése. Para Mila ya eran cuarenta y ocho horas incesantes, durante las cuales se habían sucedido demasiados acontecimientos.
El hallazgo de la silueta de Albert en la pared de la casa de Yvonne Gress. Su conversación nocturna en casa de Goran, cuando le reveló que la habían seguido, además de la teoría de que su hombre se servía de una cómplice. Después, aquella pregunta sobre el color de los ojos de Sabine que llevó a descubrir el engaño de Roche. La visita a la casa fantasmagórica de los Rockford. La fosa común. Lara Rockford. La intervención de Niela Papakidis. La exploración del alma de un asesino en serie.
Y, por último, aquellas fotos.
Mila había visto muchas fotografías en su trabajo. Imágenes de menores, lanzándose al mar o el día de una representación escolar. Se las enseñaban los parientes o los padres cuando iba a verlos. Niños que desaparecían para luego reaparecer en otras fotos —a menudo desnudos o vestidos con ropa de adultos—, en las colecciones de los pedófilos o en los archivos de las morgues.
Pero en aquellas cinco encontradas dentro de la casa abandonada había algo más.
Albert sabía que llegarían hasta allí. Y estaba esperándolos.
¿Había previsto incluso que llegarían a sondear a su alumno Joseph con una médium?
—Nos observa desde el principio —fue el lacónico comentario de Gavila—. Siempre nos lleva un paso de ventaja.
Mila consideró que cada movimiento suyo había sido rodeado, eludido y neutralizado. Y ahora, incluso, tenían que guardarse las espaldas. Ése era el peso con el que cargaban sus compañeros en el coche, mientras volvían a su cuartel general.
Y todavía quedaban dos cuerpos por descubrir.
El primero ya era un cadáver seguro. El segundo, con el paso del tiempo, se convertiría también en uno. Nadie tenía el ánimo de admitirlo, pero ya no creían poder impedir el homicidio de la niña número seis.
En cuanto a la pequeña Caroline, ¿quién podía decir qué nuevo horror desvelaría? ¿Podía haber algo peor que lo que ya habían descubierto hasta ese momento? Si lo había, entonces Albert estaba preparando un gran final con la sexta.
Eran las once pasadas cuando Boris aparcó el monovolumen debajo del Estudio. Los hizo bajar, cerró el coche y se dio cuenta de que estaban esperándolo para subir.
No querían dejarlo atrás.
El horror al que habían asistido los había unido más. Porque todo lo que les quedaba eran los compañeros. También Mila formó parte de aquella comunión. Y Goran. Por un momento habían sido excluidos, pero había durado poco, y sólo había sido por la manía de Roche de controlarlo todo. La distancia, sin embargo, había desaparecido. Aquel error, perdonado.
Subieron lentamente la escalera del edificio. Stern pasó un brazo alrededor de los hombros de Rosa.
—Vete a casa con tu familia esta noche —le dijo. Pero ella se limitó a negar enérgicamente con la cabeza.
Mila lo comprendió. Rosa no podía romper aquella cadena. De otro modo, el mundo entero ya no se sostendría, las cancelas que todavía lo protegían se abrirían y darían paso a los Hacedores del Mal, y este último finalmente se extendería por doquier. Ellos eran la última vanguardia en aquella lucha y, aunque iban perdiendo, no tenían intención alguna de abandonar.
Entraron en el Estudio todos juntos. Boris se detuvo para cerrar la puerta, luego los alcanzó y los encontró inmóviles en el pasillo, como hipnotizados. No entendió qué ocurría hasta que entrevió, por un hueco entre sus hombros, el cuerpo tendido en el suelo. Sarah Rosa gritó. Mila se volvió porque no podía mirarlo. Stern se santiguó. Gavila no consiguió hablar.
Caroline, la quinta.
Y, esta vez, el cadáver de la niña era para ellos.
CÁRCEL DE DISTRITO PENITENCIARIO Nº 45
Informe nº 2 del director, Sr. Alphonse Bérenger.
16 de diciembre del año en curso
A la atención de la oficina del procurador general, J. B. Marin
En la persona del viceprocurador, Matthew Sedris
Asunto: RESULTADO INSPECCIÓN — CONFIDENCIAL
Distinguido Sr. Sedris:
La presente es para informarle de que la inspección de la celda de aislamiento del preso RK-357/9 se efectuó, por sorpresa, anoche.
Los guardias de la cárcel irrumpieron en ella para reunir material orgánico "perdido o dejado de manera voluntaria por el sujeto" para obtener su huella genética, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones de su despacho.
Le comunico que, con gran estupor, mis hombres se encontraron frente a una celda "inmaculada". Por ello hemos tenido la impresión de que el preso RK-357/9 nos estaba esperando. Supongo que se mantiene constantemente alerta y que ha previsto y calculado cada uno de nuestros movimientos.
Temo que, sin un error del preso o un cambio en las circunstancias actuales, será bastante difícil llegar a resultados concretos.
Quizá sólo nos quede una única posibilidad para desvelar el misterio. Nos hemos percatado de que, algunas veces, el preso RK-357/9, quizá también a causa de su aislamiento, habla solo. Parecen desvaríos, pero pronunciados en voz baja, así que creemos oportuno esconder, previo consentimiento de usted, un micrófono en la celda para grabar sus palabras.
Obviamente, no renunciaremos a repetir más veces las inspecciones por sorpresa para obtener su ADN.
Someto a su atención una última observación: el sujeto siempre está tranquilo y disponible. Nunca se queja y no parece molesto por nuestros intentos de inducirlo a error.
No nos queda mucho tiempo. Dentro de ochenta y seis días no tendremos otra elección que volver a dejarlo en libertad.
Atentamente,
Sr. Alphonse Berenger, director