Cuando estuvimos a solas en el ascensor hurgué un poco en mi bolsillo y saqué otros dos billetes de diez mil.
—Toma, por si te apetecen otro par de rayas.
Los tomó con toda naturalidad, me dio las gracias y me tendió la mano a modo de despedida.
La broma, tasada por la ejecutiva de recepción, ascendió a ciento veinte mil pelas —entrada, consumiciones y extras incluidos—, lo que me hizo empezar a entender el porqué de la potencia de la tarjetita de crédito de mi Estupendo Hermano. Eso sí: pidieron un taxi para mí, que apareció enseguida ante la barrera de la entrada, y la llamada no me costó ni un duro.
Entrar en el taxi y bajar hacia Les Corts fue un alivio. La radio adelantaba los partidos del mundial para la tarde, un Egipto-Mongolia y un Pakistán-Islas Fiyi, o algo igualmente absurdo, pero me alegró enormemente saber que la humanidad todavía veía partidos de fútbol, que existía la televisión, los locutores de radio y las revistas del corazón. Incluso, a la vista de un quiosco abierto en Carlos III, me apeteció comprar algún periódico, por ver si terminaba de atrapar aquella ramita verde de olivo. Pedí al conductor que parara un momento y volví poco después con
La Vanguardia
,
El País
y
El Periódico
. Por supuesto, ni en el taxi ni cuando llegué a casa, se me ocurrió hojear el interior de ninguno de los diarios. Y fue una suerte, porque gracias a eso pude acostarme y dormir un poco.
Como no tengo lugar donde dormir, Miquel Barceló (el pintor) se enrolla y me deja ocupar su estudio. Es una planta baja agradabilísima, con un patio encalado lleno de macetas con geranios en flor que desprenden su vigoroso perfume. Hace una mañana cálida de primavera, la luz inunda el taller e ilumina telas inacabadas, botes de pintura, viejos muebles manchados de mil colores. Todo sería perfecto y podría dormir si no fuera por los animales. Los hay por todas partes: aves de corral, perros, gatos; y también otros más exóticos, mandriles, loros..., en particular, una familia de gorilas y una manada de hienas son los más molestos. Se pelean preferentemente en el patio, pero me incomodan lo mismo: las hienas se carcajean como idiotas y los gorilas prorrumpen en rugidos para librarse del acoso al que se ven sometidos. Los gorilas son mucho más fuertes, pero sólo hay tres adultos, el resto son crías; las hienas en cambio son más de una docena y están excitadísimas. La bronca sube de tono, tanto que me asomo al patio a ver qué pasa. Varias hienas han saltado sobre las gorilas obligándolos a emplearse a fondo para repeler el ataque; algunas han sido ya puestas fuera de combate de un mazazo, estampadas contra la pared, trituradas por un poderoso abrazo de gorila, pero la ofensiva ha conseguido desorganizar la defensa familiar y la jauría en pleno corre en pos de las crías que huyen. Una de ellas escapa de milagro a una dentellada, se cuela por el pasillo y pasa como una exhalación hacia el interior del taller. Yo, que naturalmente estoy del todo a favor de los gorilas, corro detrás del cachorro por ver si puedo ayudarlo, cerrar una puerta detrás de él o algo así, pero un grupo de hienas ha entrado también por el pasillo siguiéndole la pista. Gruñen como endiabladas, están furiosas, se encaran incluso a mí mostrando los belfos fruncidos y la dentadura sanguinolenta. Me acojono y me pongo a salvo subiéndome a una escalera de mano que se apoya en una enorme librería. Desde allí asisto a la desordenada carrera en persecución del gorilita, que chilla reclamando ayuda como un niño sin amparo. Lo llamo a gritos para que trepe por la escalera, pero cuando repara en mi mano tendida no tiene tiempo ya de encaramarse; le dan caza, ya lo tienen, varias fauces lo mordisquean indecisas, sabiendo que la pieza es privilegio de una de las hienas, la más siniestra, y que el resto tendrá que retirarse apresuradamente en busca de otra víctima. Ahora sólo quedamos en la habitación el gorilita paralizado por el terror, la enorme hiena que lo husmea, y yo, fascinado por la inminencia de algo que intuyo terrible. Veo a la cría panza arriba, a merced de su verdugo; veo a la hiena irguiéndose como un demonio hasta alcanzar cierto antropomorfismo; veo que empuña con las garras delanteras el mango de un hacha, la alza y descarga un golpe que amputa la mano del gorilita a la altura de la muñeca. La hiena, indiferente al chorro de sangre que le moja el pelo de las patas, vuelve a levantar el hacha y le corta la otra mano. El pequeño queda traspuesto, presa de un temblor que le agita los muñones, quiero pensar que incapaz ya de sufrir por la enormidad de sus heridas. La hiena, satisfecha, se retira llevándose los trofeos: con ellos confeccionarán macabros ceniceros que, ahora que me fijo, se ven por todas partes rebosantes de colillas. Estoy horrorizado, pero suena el teléfono y tengo que bajarme. Debe de ser Miquel Barceló: he de contarle lo ocurrido para que meta en vereda a las hijas de puta de las hienas. Descuelgo el aparato y a pesar de todo sigue sonando: algún maldito teléfono sigue sonando en alguna parte, no sé dónde demonios.
En la sala de estar de mi piso. Ring-ring, ring-ring. Salté a responder sin haber salido aún completamente del sueño.
—¿Pablo?
—Gloria..., qué pasa.
—¿Has leído
El Periódico
?
—Qué periódico...
—Han matado al hijo de Robellades.
—¿A quién?
—Robellades, el detective.
—¿Qué...?
—¿Estás dormido?
—Dame un momento, haz el favor. Y empieza por el principio.
Para cuando
Lady First
se calmó y pudo explicarse más despacio yo ya había comprendido lo sustancial, pero la dejé hablar de todas formas:
—Lo acabo de leer en
El Periódico de Catalunya
, viene en la página 22, con foto y todo. Se despeñó con su coche por el hueco de una obra, anoche, aquí mismo, en el barrio. Y no está claro que haya sido un accidente, han iniciado una investigación porque hay otro coche implicado.
—Oye, espera, tengo
El Periódico
de hoy en casa, déjame que lo lea y te llamo.
Página 22, apartado Sociedad, sección Sucesos: «Aparatoso accidente mortal en Les Corts». Dos columnas. Foto: más allá de un tramo de valla metálica abatido, la cámara se asoma a un grandísimo agujero excavado; en el fondo, junto a la base de la grúa, se distingue un coche patas arriba. Pie de foto: «El vehículo colisionó contra la barrera de seguridad y cayó al vacío». Cuerpo: «
El Periódico
, Barcelona. Francesc Robellades Marí, de veintiocho años, ha ingresado cadáver esta madrugada en el Hospital Clínico de Barcelona a consecuencia de las heridas sufridas al precipitarse el vehículo que conducía en la excavación de un parking en construcción, sito en la confluencia de Travessera de Les Corts y Jaume Guillamet. En el accidente se vio implicado un segundo automóvil que según declaraciones de un testigo presencial a la Guardia Urbana se alejó a toda velocidad tras el suceso, ocurrido alrededor de la medianoche. En espera de esclarecer los hechos y reclamar las responsabilidades en las que pudiera haber incurrido el conductor fugado, se han iniciado ya las diligencias de búsqueda de este segundo vehículo, un Seat Ibiza de color rojo. Fuentes de la constructora responsable de las obras informan de que "el área afectada estaba debidamente iluminada" y "se habían observado todas las medidas de seguridad requeridas por la legislación vigente para este tipo de excavaciones". Según estas mismas fuentes, el resultado fatal del siniestro sólo encuentra explicación en la violencia inusual del choque, ya que el vehículo accidentado circulaba a velocidad muy superior a la permitida. Varios vecinos que oyeron el estruendo desde sus domicilios han confirmado esta hipótesis al referir el sonido de los motores y el chirriar de neumáticos que precedieron a la espectacular caída de doce metros de altura. Lamentablemente, las especiales circunstancias del accidente dificultaron las labores de auxilio a la víctima y, a pesar de los esfuerzos del personal médico y bomberos que acudieron al lugar de los hechos, no pudo hacerse nada por el joven conductor del vehículo, que falleció durante el traslado al hospital».
La puta.
Me acerqué el teléfono y marqué el número de
Lady First
. Descolgó inmediatamente.
—No te preocupes, puede que haya sido un accidente. Ocurren cada día cosas parecidas... —le dije, por ver de tranquilizarla.
—¿Un accidente? ¿Qué esperas: que le pongan al muerto un pósit explicando que se lo han cargado? Está bien claro: la policía busca un segundo coche... Y ha sido a doscientos metros de casa y del despacho, no me digas que te parece una casualidad.
Y eso que a ella no le decía nada la calle Jaume Guillamet ni el hecho de que el segundo coche fuera pequeño y rojo.
—Bueno, es probable que esté relacionado, pero no estamos seguros. En cualquier caso vale la pena tratar de comprobarlo.
—Comprobarlo cómo.
—Puedo llamar a la redacción de
El Periódico
, o al Clínico, no sé, ya me ocuparé de eso. De momento cálmate y no salgas de casa.
—¿Que no salga? Claro que no voy a salir. Pero aun así estoy aterrorizada. Tengo a dos niños en casa...
—Deja que me ocupe también de eso. Conseguiré que mi padre te envíe a alguien lo antes posible.
Logré convencerla. Supuse que estaba tan nerviosa que sólo esperaba que alguien organizara la acción por ella.
—¿Has mirado el buzón de casa, a ver si ha llegado el sobre que te autoenviaste?
—Sí, esta mañana... Pero el buzón estaba vacío: me lo he encontrado sin la placa identificativa. Entonces me he acordado de que el día que vinieron a casa los Robellades bajaste a quitarla por no sé qué cosa. ¿No la volviste a poner en su sitio?
Mierda: no: no la había vuelto a poner en su sitio, olvidé hacerlo al salir del portal aquella tarde. El sobre debía de haber llegado hacía días y por mi estupidez lo habíamos perdido quizá definitivamente. Aunque si el envío no especificaba remitente lo probable era que hubiera sido devuelto a la oficina de correos del distrito y allí estuviera esperando a que alguien lo reclamara.
—Necesitaré tu carné de identidad para que me den el sobre en correos. O espera..., ¿lo enviaste a nombre de mi hermano?
—Lo envié sin nombre. Sólo con la dirección.
—¿Y es la que aparece en tu DNI?
—Sí.
—¿Qué hora es?
—Las nueve.
—Vale. Oye, en algún momento de la mañana pasaré por tu casa a recoger el carné. Si llegan antes que yo los tipos que te enviará mi padre, dales mi descripción para que me reconozcan.
—¿Qué descripción?
—Chica, no sé: diles que soy un tipo atractivo, elegante... Y por si acaso añade que peso ciento veinte kilos, conduzco un Lotus Esprit y llevaré una camisa rojo sangre.
Nada como desayunarse con un muerto para despejarse de buena mañana. Lo sentí por el chaval, parecía buen tipo, y lo sentí casi más aún por su padre, probablemente porque le recordaba mejor la cara y es más fácil apiadarse de alguien cuyas facciones se retienen. Le habían amargado sin remedio la vejez, y su diente de oro relumbraría en adelante un poco menos. Me puse de verdadera mala hostia, cosa que me ha ocurrido menos de cinco veces en toda la vida: por Robellades-hijo, y por Robellades-padre, y por SP atropellado y hasta por
The First
desaparecido. El asunto pasaba a otra fase que requería arremangarse. Pero de momento, el siguiente movimiento era pertrechar una buena defensa siciliana.
Llamé a casa de mis SP's. Descolgó la Beba, y tuve que hacer un poco de comedia para no levantar la liebre. La encontré tristona, no tenía una idea muy clara de qué demonios estaba pasando, pero intuía que tenía que ser algo gordo. Me dijo que SP había pasado la noche despierto en su despacho y por la mañana había despedido a la asistenta. Le pedí que me desviara la llamada a la biblioteca.
—¿Papá?
—Qué.
—Necesitamos a un par de tipos duros en casa de Sebastián.
—A buenas horas.
—¿Has leído
El Periódico
?
—Y
La Vanguardia
, y
El País
, y el
Abc
,
y El Mundo
...
—¿Te has enterado?
—Si te refieres a lo de Robellades-hijo, estoy al tanto desde anoche a las dos de la mañana.
—¿Y por qué no me has avisado?
—Te he estado llamando desde las cuatro y media hasta las seis, en total no menos de veinte veces. La próxima vez que despistes a la gente que contrato para que te siga haz al menos el favor de escuchar los mensajes del contestador automático. Tengo a la Guardia Civil de media España esperando ver pasar un Lotus a doscientos cincuenta kilómetros por hora.
—Lo siento, no tenía ni idea de lo que iba a pasar.
—No te apures, no volverás a escaparte tan fácilmente.
¿Habría contratado un McLaren con piloto incluido? Era perfectamente capaz. La cuestión es que desde la madrugada tenía el domicilio de
Lady First
custodiado, pero no le había dicho nada a ella por no alarmarla. Se había enterado del accidente a través de la vigilancia a la que tenía sometido a Robellades-padre. Ya se había comunicado con alguien del Ministerio de Interior (SP nunca explicita nombres) y podía considerarse que la pasma había tomado cartas en el asunto: discretamente, en plan Miralles, como si dijéramos: nada de rellenar formularios en la comisaría de distrito.
—Me ha contado Eusebia lo de la asistenta.
—Sí. Le he explicado la situación sin entrar en muchos detalles y le he dicho que podía tomarse unos días libres hasta que las cosas volvieran a la normalidad. Pero ha preferido despedirse. Ésta no es su guerra. Y yo me he quedado también más tranquilo, la verdad. Le he firmado un cheque y listo.
—¿Y mamá?
—Sigue sin dirigirme la palabra. Por cierto, no estaría mal que vinieras a verla. Con Eusebia termina todas las conversaciones peleándose.
—Me pasaré en algún momento del día. ¿Os llevo algo?
—Nos traen todo lo que necesitamos.
—Bien. Oye: dile a los gorilas que han ido a casa de Gloria que se den a conocer. Ya ha leído lo de Robellades en el periódico, y estará más tranquila si sabe que tiene protección.
Creo que por primera vez en la vida, SP aceptó recibir instrucciones mías.
Bueno, visto que mi Señor Padre ya había montado el grueso de la defensa a su manera, ahora tocaba mover mis hilos. Busqué en la agenda el teléfono de John en Dublín y marqué. Los lunes por la mañana no tiene clase, así que el domingo por la noche forma parte de su güiquén. Su voz, como era de esperar, sonó a cierta modalidad de resaca-martillo: