—Pues..., en fin, son frecuentes los casos de homosexualidad latente entre los que se unen a organizaciones exclusivamente masculinas y fuertemente jerarquizadas. El ejército, el clero regular...
Aquí es donde tío Felipe casi se atraganta con una hebra de alga:
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Yooo?: nada.
—Cómo que nada, ¿debo entender que mi propia mujer me está tratando de marica? Pues me parece que a ti precisamente debería constarte lo contrario...
—Ay, Felipe, hijo, déjalo, no se puede hablar contigo. Estoy haciendo una reflexión de carácter general...
—Ah ¿sí?, pues ten en cuenta que en cincuenta años no he visto ni un solo marica en un cuartel. Otro gallo cantaría si el servicio militar siguiera siendo obligatorio, te aseguro que no se vería tanta mariconada. Si da asco mirar la tele, no hay día que no salga un tío como un castillo vestido de vedet del Molino...
—Eso no son homosexuales, son
drag-queens
—apostilló mi Señora Madre en su Estupendo Inglés de curso interactivo.
—Pues yo creo que tiene razón Felipe —intervino tía Ascensión, más modosa, pero también con opinión formada—. A mí hasta cierto punto me parece bien que cada cual haga de su capa un sayo, pero eso de tender los trapos sucios en la televisión, qué quieres que te diga..., ni tanto ni tan calvo.
—Pues yo creo que no tiene nada de malo que cada cual exprese abiertamente sus preferencias sexuales —intervino inesperadamente Carmela la bohemia, que por lo visto era partidaria de que todo el mundo saliera del armario cuanto antes.
Me fijé en que su madre la taladraba con los ojos. ¿Estaría, la respetable señora, confabulada con SM en sus trapicheos de Celestina? El hecho es que cada vez que cruzábamos las miradas ponía cara de Estupenda Suegra encantada de colocar a su bohemia talludita con el tarambana millonario. El padre parecía en cambio más interesado en alejar los hierbajos marinos del bogavante, actitud que me predispuso a su favor.
La cosa es que ya no tardó mucho en llegar un sorbete de romero (sencillamente repugnante) e inmediatamente después una especie de rosbif anegado en salsa de papaya sobre la que flotaban unos moñitos de pasta blanquecina. Sin duda SM debía de haber probado semejante aberración en el banquete de algún Grande de España y había decidido hacernos partícipes del descubrimiento. Por suerte, rascando un poco con el cuchillo, se llegaba a retirar gran parte del engrudo dulzón y la carne que aparecía debajo resultaba razonablemente comestible. Así llegamos a los postres, yo procurando no decir ni pío ni mirar directamente a nadie, y todos los demás exponiendo animadamente sus más firmes convicciones. Todos excepto tía Asunción, que tiende a ser discreta, y el padre de la bohemia, que también sabía mantener la boca cerrada entre bocado y bocado.
Desde luego, el apartado que más temo de las reuniones familiares es la sobremesa. En el momento en que se sirven los cafés, mi Estupenda Familia ha agotado ya los temas de Cultura y Sociedad y empieza a hacerme preguntas personales, casi siempre relacionadas con mi estado civil, mi horizonte profesional o mis expectativas vitales a medio y largo plazo. Hubo un tiempo en que me complacía en escandalizarlos improvisando toda clase de aspiraciones inadmisibles para un joven pijo, sacarme el carnet de taxista o emplearme en una cadena de montaje, no sé, pero a estas alturas de mi existencia —y más aún en las circunstancias concretas de aquellos días— no aspiraba siquiera a escandalizar a mis tíos; después de todo, los pobres no habían cometido más pecado que el de ser conservadores (o de derechas, para ser más exactos) y ése es un defecto fácil de perdonar cuando uno ha tenido oportunidad de relacionarse con intelectuales de izquierda y ecologistas, colectivos ambos de trato infinitamente más arduo. Total: me las ingenié para disculparme ante los comensales y levantarme de la mesa nada más terminar los dulces. SP me miró con cara de muy pocos amigos (para el Venerable Maestro las comidas no se acaban hasta que él enciende el puro), pero me levanté de todas formas. Si me escondía por ahí y tardaba lo que uno suele tardar en cagar sin prisas habría más posibilidades de que los presentes encontraran algún tema de conversación que no estuviera relacionado conmigo, así que me colé por los vericuetos del piso hasta una escalera secundaria que conduce a la planta alta con intención de llegar al baño de mi viejo dormitorio. Quizá terminara cagando de verdad, y no era plan de apestar el lavabo principal de la zona noble. Pero nada más abrir la puerta de mi habitación tuve la sensación de haberme metido en la máquina del tiempo.
Supongo que de haber pertenecido a una familia normal, el clan hubiera copado el espacio acondicionando un cuartito para la plancha, pero en un dúplex de setecientos metros cuadrados, con cinco suits, biblioteca, dependencias para el servicio, sauna y dos terrazas superpuestas que circundan el perímetro entero del edificio, no hacía falta reconvertir las habitaciones de los hijos emancipados. De modo que allí estaban mis carísimos juguetes de adolescente rico, tal como yo los había dejado quince años atrás, incluida la enorme estantería atiborrada de libros. Confieso que he leído. Era joven, inexperto. Cuando descubrí el engaño pensé en quemar todo aquel montón de papel, pero terminé por comprender que quemar libros es tan excesivo como leerlos: lo mejor es sencillamente ignorarlos, como a esos minúsculos ácaros que viven en nuestras pestañas (de todas maneras fue peor porque entonces me dio por viajar, y ése sí que es el timo de la estampita). La cuestión es que, con la vista en el lomo del primer volumen de la Historia de las drogas del Escohotado, se me encendió una lucecita. Me acerqué a la cabecera de la cama y abrí el cajón de acceso vertical donde en su día la Beba guardaba mi almohada y mi pijama. Metí el brazo hasta la axila y hurgué un poco en el rincón: bingo: la cajita del chocolate, un estuchito de plata, ahora ennegrecido. La abrí y me encontré un librillo de Esmoquin mediado y una china considerable. Sólo llevaba encima un paquete de Ducados, pero no iba a ser el primer porro que liaba con tabaco negro. Calenté la piedra: plaza de la Virreina cosecha del 83: aún olía a lo que tenía que oler. Lié el canuto sentado en el sofá y salí a fumarlo al exterior, como solía para evitar que el olor me delatara.
El nivel superior de la terraza parece más bien una cubierta de barco, con su entarimado de teca, sus tumbonas modelo Vacaciones en el Mar, y cuatro viejos aparatos de gimnasia a los que mi Estupendo Hermano era muy aficionado. Me acerqué a la barandilla por la parte que da al mar, frente a la Facultad de Farmacia: Quince años que no me fumaba un porro en aquel punto del mundo, sobre el tramo de baranda quemado por las tachas que abandonaba allí para disimular si aparecía
The First
el chivato. Quince años y todo lo que quedaba de mí era la afición a los porros y al alcohol (a las putas las descubrí un poco más tarde). La afición a los porros, al alcohol y un padre millonario. Cincuenta mil millones: cincuenta mil. Estaban los inmuebles, edificios enteros en Barcelona y Madrid; varios chalets en la Costa Brava, apartamentos para alquilar en Castelldefels, en Salou; había acciones, bonos, participación en distintos negocios, derechos industriales; había obras de arte, joyas, oro, cajas de seguridad en varios bancos en las que sólo SP podía saber qué se guardaba. Seguramente era fácil reunir inmediatamente quinientos millones en líquido. ¿Qué son quinientos millones a cambio de un Estupendo Hijo, Arquitecto del Templo y Máster en Chanchullos Financieros? No se me había ocurrido pensarlo antes. Un secuestro por dinero... Pero junto al sentimiento de alivio que esta clarificación suponía, algo en mí se resistía a la idea de una solución tan fácil. Supongo que no quería renunciar a mis pesquisas, al misterio de Guillamet 15, a las andanzas de lord Henry en aquella fortaleza delirante, a las putillas finas de Jenny G. y las intrigas amorosas de
Lady First
. Sin querer había estado fantaseando sobre mí mismo como el agente doble-cero enfrentado a una secta de malvados filósofos, y la película que me había montado comprometía todo mi ingenio, toda mi capacidad de lucha, todo mi valor. Pero, de repente, Indiana Jones sólo tenía que esperar a que papá pagara el rescate y los malos liberarían al rehén, un poco despeinado pero sano y salvo. Luché contra esta resistencia preguntándome de qué oscuro rincón de mi pasado provenía el estúpido deseo de resultar útil, de deslumbrar a mi Señor Padre y a mi Estupendo Hermano. Lo atribuí al influjo nefasto del escenario, mi habitación, mis libros, la huella en chamusquina de tantos canutos olvidados sobre la barandilla. Pero no me dio tiempo a terminar la reflexión porque sobre el césped de la terraza de abajo, más adelantada, apareció Carmela la bohemia. Se acercó a la barandilla, apoyó los antebrazos en el borde y retrasó un poco un muslo haciendo descansar el pie de puntillas sobre el suelo. Parecía dispuesta a fumar tranquilamente ante el crepúsculo recién terminado y pensé en esconderme inmediatamente por si se giraba hacia mí; pero, incapaz de reprimirme otra vez ante aquel cuerpo, procuré fijar su grupa en mi memoria para cascármela en su evocación en cuanto tuviera oportunidad. Justo entonces, pillé una china gorda en el porro y la agresión de la bocanada me hizo toser, toser a lo bestia: en cuanto empiezo me salen los veinticinco años sin practicar más deportes que los de salón.
—Hace frío. Deberías haberte puesto algo de más abrigo —dijo la muy descarada al volverse y verme.
Alguien debería haberle explicado que el escote de un traje de noche no está diseñado para ser visto desde el piso de arriba. En cualquier caso, me prometí no permitirle dejarme otra vez en ridículo.
—Lo del frío era mentira —dije.
—Ah, ¿sí? ¿Y le mientes a todo el mundo o sólo a las pianistas?
—Miento siempre que puedo obtener alguna ventaja de ello.
—¿Y se puede saber qué ventaja te daba el mentirme antes?
—Me alegro de que me hagas esa pregunta. Ocurre que estás tan buena que si paso cinco minutos seguidos en tu presencia voy a tener que ir al lavabo a meneármela y no quiero que se me seque la médula.
—En ese caso tengo más preguntas: veamos: ¿eres así de grosero con todo el mundo, o sólo con las pianistas?
—Creí que eras partidaria de que todo el mundo expresara libremente sus inclinaciones sexuales.
—Temo que lo tuyo no sea una inclinación sexual sino una simple impertinencia.
—¿Debo suponer que sólo los gays tienen inclinaciones sexuales admisibles, o que te parece inapropiado que a alguien le excite tu cuerpo?
—Me pareces inapropiado tú, en general.
—Por eso en vez de follar contigo tendré que conformarme con hacerme una paja. Claro que eso es todo lo que me interesa de ti.
—Ah ¿sí...? Y por qué sólo eso...
Parecerá increíble, pero a la tía le iba el rollo. Fue un error de cálculo: no conté con que de vez en cuando se encuentra uno con una loca.
—Oye, déjalo estar...
—No, quiero saber por qué.
—Por qué, qué.
—Por qué no quieres echar un polvo conmigo.
No se me ocurrió otra cosa que ser sincero. Cuando la primera mentira no ha funcionado, quedan pocas salidas.
—Pues porque lo único que me gusta de ti es tu cuerpo. El resto no lo conozco, pero tampoco me interesa conocerlo.
—Y qué... a mí tampoco me interesa más que tu cuerpo. Me gustas, me dan morbo los tíos como tú. Tienes aspecto de tener una buena polla.
Cielo santo. No hay nada peor que defraudar una expectativa de esta naturaleza, y hay tías que fantasean con unos mangos del siete, así que traté de curarme en salud:
—Yo que tú no estaría tan segura...
—Bueno, da igual, si la tienes pequeña tampoco me voy a echar a reír. Qué: ¿hace un polvo?, ¿no puedo subir al piso de arriba desde la terraza?
—Oye, oye, espera...
La tía ya se había acercado hacia el voladizo de la terraza superior. Miró a derecha e izquierda para asegurarse de que no la veía nadie, se bajó los tirantes del vestido y se sacó los dos pechos por encima de las copas de los sostenes.
—Mira..., mírame las tetas. Quiero que me las toques.
Se me alborotó el pájaro, no pude evitarlo.
—Venga, dime por dónde he de subir que me he puesto cachonda.
Yo estaba completamente incapacitado para pensar con normalidad. Debería haber dicho que no, de plano, pero daba gloria ver aquellas tetas. En lugar de eso me puse a balbucear:
—Jura: jura o promete por tu honor que nunca después de esta noche darás un sólo paso para volver a verme.
—¿Qué...?
Bah, a la mierda. Le indiqué desde arriba el paso hasta el lado opuesto de la terraza, donde hay una escalerilla por la que se puede subir sin riesgo de ser visto desde el salón. Ella volvió a esconder sus dos tesoros bajo el vestido, ganó peldaños sin hacer mucho ruido y la recibí con los brazos abiertos. Al primer arrimo franco se me puso la bragueta como la pirámide de Mikerinos; ella arrimó el pubis, notó el bulto, se desembarazó de mis brazos y tiró de mí hasta el trozo de fachada ciega que daba a los lavabos. Me plantó contra la pared de un empujón, me dijo que me estuviera quieto y empezó a desabrocharme el cinturón. De pronto pareció no poder contenerse y me echó la palma de la mano a la bragueta, como calibrando lo que podía encontrarse dentro. Después bajó la cremallera, metió la mano y trató de asir la protuberancia por encima de los calzoncillos. Tarea difícil. Se lo pensó mejor, se agacho ante mí y forcejeó hasta dejarme con los calzoncillos bajados y los faldones de la camisa colgándome. Su jadeo se tranquilizó un poco cuando, apartando el telón de la camisa, quedó a su vista mi aparato genital en posición de ataque. Lo contempló un momento y después me asió el rabo con toda la manaza.
—Bueno, no es como para tirar cohetes, pero habrá suficiente —dijo, cosa que me dejó un poco más tranquilo, no sé, al menos «suficiente».
La cosa es que de repente noté un calorcillo suavón, inconfundible, y al bajar la vista me la encontré amorrada al recién aprobado. No hay manera: en cuanto te descuidas, estas tías progres se lanzan a comerte la polla.
—No, déjalo... —dije.
Ella puso cara de extrañada, mirándome cipote en mano.
—¿No te gusta?
—No mucho. Ven, ponte de pie.
El chupeteo me había echado un poco atrás e hice tiempo levantándole la falda del vestido para palpar aquí y allá. «¿Qué es lo que te gusta?», preguntó. «Esto que tienes aquí», contesté, habiendo ganado ya terreno suficiente como para señalar con toda precisión. Ella levantó un muslo, apoyando la rodilla en la pared de mi espalda, y dio lugar a que pudiera levantar el ruso de las bragas y colar el dedo corazón por la grieta que quedaba. Agüita pura. Se puso a besarme toda la cara, agradeciéndome aquel caudal como si el mérito fuera mío. Chorros francos. Sifón. Niágara. «Métemela», dijo, y a mí me pareció que la propuesta era oportuna. Le levanté aún más el vestido, bajé las bragas con la mano hasta que ella pudo sacar un pie, y la invité con el gesto a montarse con los muslos sobre mis caderas. Lo hizo; pesaba; no pude alzarla lo suficiente y se me quedó la verga aplastada a lo largo de su entrepierna peluda y empapada como una nutria enfebrecida. Había que girar, girar ciento ochenta grados y apoyarle la espalda contra la pared, si no, no habría manera de completar la maniobra. Lo conseguí con tres saltitos con los pies juntos, y cuando terminamos de acomodarnos contra la pared en un desorden de prisas y suspiros, no hice la más mínima intención de contenerme: fueron sólo unas pocas entradas profundas que ella subrayó pronunciando la letra O y, de pronto, ya me temblaban las piernas bajo el peso de su cuerpo aferrado a mí como una higuera trepadora. Quise aguantar la posición dejando que ella siguiera corriéndose a chorritos cortos con aquellos deliciosos espasmos, pero sólo pude dejarla refrotarse a gusto unos segundos: no me tenía derecho, mi picha y yo habíamos sido reducidos a una misma materia inconsciente y todo yo era una pena de gigante con los pies de barro.