Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (31 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Come on, leave me alone, could you please? I'm hangovering, and I'm not for your ass hole of...

No le di tiempo a terminar de jurar. Traté de hacerle entender que algo gordo estaba pasando y acabó por dejarme hablar.

Traduzco:

—Escucha John: vas a callarte un momentito y vas a responder una a una a todas las preguntas que te haga, ¿vale? Venga: primera: ¿has recibido mi mail?

—¿Qué mail?

—Vamos bien. En cuanto cuelgues haz el favor de enchufarte a la Red y mira el correo. Léete lo que te envío y después pásale el texto a alguien que sepa algo de literatura inglesa, quiero que me lo daten. ¿Tenéis en el campus a algún filólogo documentado, o todo el profesorado es igual que tú?

—Se lo puedo enviar a Woung. Ha vuelto a Hong Kong de vacaciones, pero tengo su dirección. Oye, se puede saber...

—Tú léete el texto y cuando acabes serás el primer interesado en saber de dónde ha salido. Otra cosa: necesito un
hacker
. El mejor que conozcas.

—¿Un
hacker
?

—¿Cómo se llamaba aquel grupo alemán que se metió en el ordenador central de la Interpol?

—¿
Stinkend Soft
?

—Eso, tienes amistad con uno de ellos, ¿no?

—Con Günter. Nos conocimos en una de esas movidas campestres que montan con otros grupos...

—Vale, servirá. Necesito que me averigüen todo lo relacionado con el dominio
worm.com
. Es la dirección de donde he sacado el texto que tienes que leer. Quiero saber en qué servidor están alojados, a qué se dedican y si fuera posible quisiera entrar en el mismísimo disco duro del sistema de origen. Y apunta esto —esperé a que buscara un boli y le deletreé «Jaume Guillamet 15»—. Es una dirección de Barcelona: me interesa mucho saber hasta qué punto está relacionada con el dominio que te he dado. ¿Podrás conseguir todo eso de los alemanes?

—Si les insisto puede que hagan algún esfuerzo, pero no será como con Woung. Esta gente sólo se mueve por diversión, si no les propones nada interesante no se inspiran.

—No te preocupes por eso, tengo la impresión de que se divertirán. Lo primero que tienes que hacer al colgar es ponerte en contacto con ellos, y lo segundo leerte el texto. Son setenta páginas, te doy tres horas. Tengo que salir de casa de aquí a un rato, ¿para cuándo podrás confirmarme que podemos contar con tu amigo Günter?

—No sé, puedo intentar citarlo en el chat del Metaphisical. Y también a Woung. ¿Digamos a las cinco...?

—¿No puede ser antes?

—¿Antes?: eres un cabrón de mierda: a Günter tengo que localizarlo en Berlín por teléfono, y es posible que no esté en casa..., y además me estás jodiendo con tus...

—¡John!

—¡Qué!

—Gracias.

—Vete a tomar po'l saco.

Lo último fue en gaélico y precedió inmediatamente al cataclong de colgar el teléfono.

Enseguida, preso de un ataque de hiperactividad, consulté en la cabecera de
El Periódico
y marqué en el teléfono uno de los números que encontré.

—Primera Plana, buenos díaaas.

—Buenos días. Quisiera cierta información adicional sobre una noticia que ha aparecido hoy de
El Periódico de Catalunya
...

—Un momento, por favor, le paso con redacción.

En redacción otra señorita me pasó con Cosas de la Vida y en Cosas de la Vida un tipo me puso con Sucesos. Al fin llegué a alguien que parecía saber algo por sí mismo, pero resultó ser de los impertinentes:

—De qué empresa llama.

—Bueno, llamo en mi propio nombre.

—¿Y cuál es su propio nombre, si no es mucho pedir?

—Pablo Cabanillas.

—¿Pariente del político?

—Nada que ver.

—¿Pariente de alguien que valga la pena mencionar?

Hijo bastardo de tu puta madre y un auxiliar de la Quinta Flota, iba a decir, pero me contuve.

—Soy investigador privado, no tengo inconveniente en darle mi número de licencia si es necesario. La cuestión es que este accidente puede tener que ver con uno de mis clientes.

—Lo siento, licenciado, pero no facilitamos más información que la que se publica.

—Lo supongo, pero no espero que me digan nada que no pudiera averiguar yo mismo pasándome por el lugar del accidente, sólo pensé que el reportero que hubiera estado allí podría ahorrarme un poco de trabajo, nada más.

—No hacemos excepciones a la norma. Además, el redactor que cubrió la información no está en este momento.

Bah: a la mierda. Sólo uno de cada diez mil tíos es así, pero cuando uno da con él no hay nada que hacer. Y supuse que la Guardia Urbana aún iba a ser menos explícita, así que decidí adelantar otra de las vías de investigación posibles. Busqué el número del despacho de Robellades entre los papeles salidos de mi impresora y llamé. Contestó una voz distinta a la de la primera vez, una veinteañera.

—Buenos días, ¿con el señor Robellades-padre, por favor?

—¿De parte de quién?

—Pablo Molucas, un cliente.

—Ah, sí: el señor Robellades dejó anoche un informe para usted. Tendrá que ausentarse durante un par de días a causa de un fallecimiento en la familia. No hay nadie más en la oficina, pero si no puede usted pasar a recogerlo puedo enviárselo con un mensajero, a menos que prefiera esperar unos días y comentarlo con el propio señor Robellades...

Le dije que estaba enterado de la muerte del chaval por el periódico y, después de preguntarle, me explicó que lo enterraban al día siguiente. Trasladarían el cuerpo a la capilla ardiente de Sancho de Ávila esa misma mañana. Le pedí también que me recordara la dirección de sus oficinas y quedé en que seguramente pasaría esa misma mañana a recoger el informe.

A lo visto, los del anatómico-forense habían dado por examinado el cadáver. ¿Qué podía concluirse de eso?: ni puta idea. Aproveché el momento de incertidumbre para hacerme el primer café, fumarme un porro de mil pelas, ducharme y vestirme. Pensé que la actividad me ayudaría a canalizar el mal rollo.

En la calle, el sol, la primavera redondeando su exposición final: aceras iluminadas como pasarelas de desfile, amas de casa fatigando mercados, grupos de oficinistas volviendo del desayuno, viejos ávidos de infrarrojos y palomas mutiladas comiendo guarrerías. Afortunadamente la generación Play Station estaba ya en el colegio y nadie daba po'l saco con bicicletas y pelotas. Llegué al cruce de Guillamet y Travesera sin darme cuenta del camino que seguía, torciendo aquí y allá al capricho de las aceras en sombra.

Cuando llegué a la esquina del accidente, nada me pareció indicar que hubiera ocurrido un choque esa misma madrugada. Las vallas amarillas que formaban un pequeño paso protegido para los peatones se habían restituido, y la otra valla continua de chapa metálica que limitaba la excavación había sido reparada. Tuve que fijarme para identificar el lugar del golpe, pero una vez encontrado el primer indicio, los demás fueron apareciendo solos: el brillo del polvo de cristales sobre el asfalto, algún travesaño metálico deformado y, sobre todo, un largo frenazo que oscurecía el piso en un trazo curvo. La prolongación imaginaria de su trayectoria indicaba que el coche procedía de Guillamet y se había abierto demasiado al tomar la curva con Travesera. Se reconocían también evidencias de otro frenazo, de huella más fina y corta, que se detenía en seco poco antes de cortar oblicuamente al más largo. Eso sugería dos coches a toda hostia tratando de detenerse en plena curva: uno se lleva las vallas por delante y derriba el murete metálico; el otro se detiene poco antes, o quizá choca con el primero, a juzgar por el brillo de cristalitos amarillo auto.

Para salir de dudas quise ver si el vehículo caído mostraba alguna abolladura lateral, de modo que eché un vistazo al hueco de la excavación por encima del murete. La altura era tremenda, como de cuatro o cinco pisos, y no parecía fácil izar un coche desde el fondo, pero el coche ya no estaba allí. La única línea de investigación posible en estas circunstancias era seguir hacia atrás las huellas del frenazo y tratar de establecer dónde pudo iniciarse la persecución, si es que la hubo. El tráfico escaso en aquel tramo me permitió embocar Jaume Guillamet caminando por la calzada, atento al suelo. A menos de cincuenta metros por debajo del número 15 (justo al lado del taller de chapa y pintura) encontré otra huella de neumáticos: una arrancada furiosa, sin duda. Eso era lo que andaba buscando, pero no quise detenerme allí mucho tiempo y seguí caminando. Se me ocurrió entonces hacerme pasar por periodista y tratar de sacarle información a alguno de los vecinos que mencionaba
El Periódico
. Pero a la vista de los numerosos edificios desde donde era posible haber visto algo comprendí lo difícil que podía ser la labor de identificar a esos testigos. Y comprendí también lo absurdo de ponerme a investigar la muerte del detective que había contratado justamente para investigar por mí. Absurdo y acaso peligroso.

Me costó el tiempo de un Ducados entero ver pasar un taxi libre. Lo paré y le pedí al conductor que me llevara a la entrada principal del Clínico. Antes de recoger a Bagheera bien podía husmear un poco por allí, quedaba apenas a un par de manzanas por debajo del garaje de Villarroel donde la había aparcado.

—Quisiera saber si sigue aquí el cuerpo de Francesc Robellades o si lo han enviado a algún tanatorio exterior. Ha muerto esta noche en accidente —le dije en el hospital a la tipa del mostrador de información, muy solícita. Consultó en el misterio de una pantalla de ordenador de la que yo sólo veía la trasera:

—El cadáver ha salido ya del Instituto Forense. Deben de estar a punto de trasladarlo a Sancho de Ávila.

—¿Sería posible hablar con algún médico que conozca el caso?

Algo me dijo la tipa acerca de los horarios de información médica, pero me desanimó advirtiéndome que suelen hablar sólo con la familia más directa. Sé que Sam Spade se hubiera ido directamente a la puerta principal del pabellón adecuado, hubiera recorrido los pasillos haciéndose pasar por neurocirujano y habría conseguido incluso examinar el cadáver con sus propios ojos. Y no digamos lo que hubiera conseguido la señora Fletcher. Pero a mí me daban vahídos sólo de pensar en ir examinando cadáveres de accidentados hasta dar con el que me interesaba. No me quedaba más recurso que la retirada.

Ya había dado las gracias a la chica de información cuando se me cruzó una idea:

—¿Sabes si está ingresado aquí un tal Gerardo Berrocal?

Escalera 11, segunda planta, traumatología, habitación 43: allí estaba el Berri.

—¿Se puede saber desde aquí qué tiene?

La chica consultó la ficha electrónica: contusiones, tibia rota con herida abierta y una muñeca bastante machacada. Nada agradable, pero podría volver a subirse a una moto.

Me llegué andando hasta el parquin de Villarroel, saqué de allí a Bagheera y volví al barrio rodando lento. De camino me acordé de mis Ángeles de la Guarda y busqué el Opel Kadett blanco por el retrovisor. Allí estaban; pero no solos: comprendí que venían asistidos por aquella enorme Honda que pululaba a mi alrededor. Eran no menos de setecientos cincuenta centímetros cúbicos puestos al mando de un mequetrefe forrado en cuero y rematado por un casco integral. Suficiente para no perder a un Lotus en la autopista.

Paré en el portal de
The First
. Dejé a Bagheera en doble fila con los intermitentes encendidos y entré con la esperanza de que me dejaran subir a por el DNI de
Lady First
.

En el jol, además del conserje —que no era el mismo que había visto en mis anteriores visitas—, había también un gorila. No sé cómo había conseguido SP que los vecinos aceptaran la presencia de un tipo así en el jol de un edificio respetable, pero lo había hecho. Me reconoció sin dificultad según la descripción de
Lady First
, lo noté en que dejó de mirarme enseguida, me dio la espalda y se llevó una mano al oído para hablarle a un pequeño micrófono que llevaba oculto en algún lugar de la americana. Di los buenos días. Contestaron. Me fui directo al armario de los buzones, busqué por encima con la mano hasta dar con la chapa escondida y la restituí a su lugar en el buzón correspondiente. Ellos me dejaron hacer hasta que, cuando me dirigía a los ascensores, el que hacía de conserje me salió al paso.

—¿Pablo Miralles?

—Sí. Voy a ver a mi cuñada.

—Está intentando dormir un poco. Me ha dejado esto para usted.

Era su DNI: Gloria Garriga Miranda. Bueno: eso me ahorraba subir al ático. Me volví a Bagheera. Estaba empezando a tener un estrés de cojones.

En correos había una modesta cola que compensaba su escasa longitud tardando una eternidad en avanzar y conseguía así ser lo suficientemente irritante. Un cartelito impedía fumar. Un niño desescolarizado y sin collar trotaba por la oficina ante la indulgencia de su mal llamada madre. Un perro fue en cambio obligado a esperar en la puerta mientras el amo chupeteaba gran cantidad de sellos. El perro se estaba razonablemente quieto y no llevaba calzado fosforescente, pero el género humano ha pecado siempre de inicuo. Me llegó el turno en la ventanilla justo cuando ya estaba a punto de inmovilizar al niño por el método de soltarle un directo en el plexo solar. Lo salvó la campana en forma de funcionario con gafas que me miraba con cara de «y tú a qué coño has venido».

—Vengo a buscar un sobre.

—¿Tiene el resguardo?

—No, pero es que...

Dio lo mismo lo que dije después. El tío volvió a la misma pregunta después de toda mi explicación, aunque esta vez acompañó la interrogación de un tono que expresaba su infinita paciencia con la panda de palurdos que acudían cada mañana a importunarlo. Volví a intentarlo empezando por el principio, pero ahora ya ni siquiera me miraba, parecía más interesado en una de sus uñas:

—Sin resguardo no le puedo entregar ningún sobre.

En lo que a mí respectaba, el asunto acababa de entrar en Fase B:

—Muy bien: quiero hablar con el director de la oficina, por favor. Inme-diata-mente.

—Lo siento pero no puede ser.

—¿No? Pues si no sale inmediatamente el director de la oficina voy a poner esa silla en el centro de la sala, me subiré a ella, me bajaré los pantalones, después los calzoncillos, y si para entonces todavía no ha salido el director, empezaré a masturbarme ahí mismo, delante de toda esta gente: señoras, niños y perros incluidos. Además pienso eyacular lo más lejos que pueda, y le advierto que puedo bastante. Usted verá lo que le conviene.

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