Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (25 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Dentro, la conversación estaba dividida en dos: las mujeres hablaban de trapos y asistentas y los hombres de política y negocios (en mi familia los tópicos de la clase alta suelen seguirse a rajatabla), así que traté de distraer el nudo de mi estómago pululando por el salón como el que visita un museo. La verdad es que el salón de mi casa da para eso y para más, no sé cómo no se conciertan visitas escolares. Me detuve en el apartado Arte Contemporáneo (allende el piano) y descubrí un Miquel Barceló de nueva adquisición, entre el Juan Gris y el Pons que ya conocía. Representaba una plaza de toros violentamente iluminada por el sol de media tarde, en una vista aérea que situaba al espectador como en un helicóptero sobre la plaza. Causaba un efecto un poco extraño, no sé, quizá porque la idea de toro y la de helicóptero armonizan mal. Por lo demás era un cuadro bastante repugnante, casi escatológico, con los espectadores representados a base de grumitos de óleo parduzco, como una colonia de hongos medrando en pleno tendido. El caso es que aquello tanto podía representar una plaza de toros como la taza del váter de un bar del Paralelo.

Pero me sustrajo al éxtasis plástico el sonido de las muletas de mi Señor Padre.

—Esa chaqueta la conozco —dijo.

—Es tuya. Y la camisa y la corbata también. Mamá me ha pedido que me las ponga porque no le gustaba cómo iba vestido.

—Hazme un favor, anda: quédate al menos la chaqueta. Me la hace poner los domingos para ir a misa y parezco la Purísima. Y llévate también la corbata, pero que no se entere tu madre. Te la puedes meter en un bolsillo, no abulta nada.

Bueno, la chaqueta no dejaba de ser una Maurice Lacroix de estupenda piel de gamuza, y con una camiseta debajo tendría otro aire. Pero SP se había desentendido ya de mi indumentaria prestada y miraba el Barceló frunciendo los ojos:

—¿Te gusta?

—El qué...

—El cuadro.

Mi Señor Padre es todavía más refractario que yo a todo tipo de manifestación artística, en especial si es contemporánea, de modo que la conversación acabaría en otra parte, seguro, sólo era cuestión de darle carrete.

—Seis millones y medio. ¿Te suena, ese tal Barceló?

—Está en el
top 10
.

—Ah ¿sí?, ¿y tú ves ahí una plaza de toros?...

Puse cara de que más bien sí.

—¿Y cómo es que los espectadores son verdes?

—Papá, hace más de un siglo que los cuadros caros no tienen nunca el color bien puesto. Además, si éste te parece raro, el Pons de la derecha todavía es peor.

—Chico, no sé... Por lo menos el Pons es más alegre..., tiene colorines. Éste en cambio parece una plasta de vaca. Y lo peor es que el tal Barceló tardará una eternidad en morirse... Entiéndeme: no es que le desee mal a nadie, es que tengo por norma no comprar nada cuyo autor sea más joven que yo. Éste lo eligió tu hermano para el cumpleaños de tu madre. Me aseguró que en menos de diez años valdrá el doble. Por cierto: ¿tú sabes por dónde anda, tu hermano?

—¿No te lo ha dicho mamá?

—Le he preguntado, pero me ha contado una historia completamente inverosímil. Cada vez miente peor.

—¿Qué historia?

—Que ha tenido que ir a Bilbao para un asunto del despacho.

—Pues a mí no me parece tan raro.

—Ah, ¿no?: ¿y cómo es que tú llevas su coche?

—¿Cómo sabes que llevo su coche?

—Me ha avisado el vigilante del parquin: entraba el coche de Sebastián pero no conducía él.

—Y cómo has sabido que era yo.

—Porque un hombre grande y gordo que conduce el coche de Sebastián haciendo rechinar las ruedas, aparca en una de mis plazas y se va directo al único ascensor que llega hasta el ático sólo podías ser tú.

—Yo no he hecho rechinar las ruedas.

—Tú no has hecho otra cosa desde que te sacaste el carnet de conducir, lo que pasa que ya ni las oyes... Además hace días que sé que llevas el coche de Sebastián y usas su tarjeta de crédito. Y anteayer contrataste a un detective privado: Enric Robellades, ex policía, inspector de la central de Vía Layetana hasta el 83.

Supongo que se me puso cara de bobo.

—No subestimes a tu padre, Pablo. No olvides que cuando llegué a esta ciudad hace cuarenta y cinco años traía un petate con dos mudas y quinientas pesetas en el bolsillo. ¿Sabes cuánto dio la última valoración de bienes que encargué para actualizar el testamento? Venga: di una cifra.

Yo no estaba para adivinanzas.

—No sé, papá..., ¿mil millones?, ¿dos mil?

Tenía las dos muletas agarradas con la misma mano. Me sujetó el cuello con la que le quedaba libre y me obligó a acercar la cabeza a su sonrisa satisfecha.

—La estimación más prudente da casi cincuenta mil. En circunstancias favorables se podrían sacar hasta cien mil, diez veces más que cuando me jubilé. ¿Sabes lo que son cincuenta mil millones de pesetas?

—Supongo que una buena medida de lo que vales.

—Exacto: la medida de lo que valgo; y también la medida de lo que valéis Sebastián y tú. Cualquiera de los dos vale esa cifra; ¿habías pensado en eso alguna vez? ¿O crees que puedes dejar de ser quien eres por el simple hecho de vivir como un pordiosero?

—Papá, haz el favor de dejarte de rodeos y decirme qué demonios está pasando.

Cambió la cara de inteligencia por una mueca impotente.

—No sé qué está pasando. Sé que Sebastián desapareció con su secretaria el miércoles por la tarde y sé que andas buscándolo. Conozco todos tus movimientos desde que saliste de aquí el jueves a mediodía. Lo que no sé es qué ha sido de Sebastián.

—¿Has hecho que me sigan?

—¡Claro que he hecho que te sigan! Si la desaparición de tu hermano tiene algo que ver con que es hijo mío tú estás tan en peligro como él. ¿Me escuchas?

Escuchaba, claro, pero por un momento sentí un alivio que me hizo parecer ausente.

No soy persona acostumbrada a soportar por mucho tiempo el peso de un secreto, la responsabilidad que acarrea ser el que maquina en silencio fingiendo que todo va bien. Hacía años que mi vida era simple y llana: me alimentaba de lo más barato que encontraba en el súper, dormía hasta que me hartaba de estar en la cama, me emborrachaba, echaba un polvo de vez en cuando, y desvariaba por correo electrónico con cuatro chalaos repartidos por el mundo. En verdad había conseguido convertir mi vida en el paraíso de Baloo, una existencia plácida en una selva en la que todo lo que necesitas está al alcance de la mano. Pero de pronto el mundo se te echa encima, un camión de basuras se cruza en medio de la calzada y tú no eres más que un bólido que se precipita contra él. Y creo que por primera vez en mi vida, al menos en mi vida adulta, me alegré de compartir algo con SP, de no tener que actuar también a sus espaldas y poder descargar sobre él parte de todo aquel mal rollo.

—¿Crees que lo han secuestrado, que van a pedirte un rescate por él?

SP puso cara de que sí. O al menos no puso cara de que no.

—Pues yo no lo creo. Para empezar, ningún secuestrador va por ahí atropellando al pagano antes de secuestrar a la víctima, y a ti te atropellaron, ¿no? Y tampoco creo que sea muy buena idea tomar un rehén con secretaria incluida, alguien por el que nadie va a dar ni un duro pero que duplica los problemas. Eso sin contar con que nadie se ha puesto en contacto contigo para pedir nada, ¿o sí?

—No. Pero eso no es raro. Siempre tardan unos días en establecer comunicación, para dar tiempo a que te pongas nervioso.

—Es igual, dudo que este asunto tenga nada que ver contigo ni con tus cincuenta mil millones —casi me dio pena desengañarlo—. Mira: el miércoles a mediodía Sebastián llamó a su mujer para pedirle que metiera unos documentos en un sobre y se los autoenviara por correo... Yo diría que todo deriva de algún chanchullo de los suyos, vete a saber en qué lío se habrá metido intentando hacer uno de esos negocios redondos que os gustan tanto.

SP movía la cabeza de derecha a izquierda:

—Si fuera como dices tampoco tendría sentido que un par de matones me atropellaran a mí.

—Puede que sí. Puede que todo sea al revés de como imaginas y que para presionarlo a él te hicieran daño a ti.

Pareció admitir, al menos parcialmente, mis dudas:

—No sé... Llevo un par de días volviéndome loco.

—¿No se te ha ocurrido llamar a la policía?

—La policía no se mueve hasta que la desaparición empieza a ser francamente rara, y entretanto no me interesa que Gloria y tu madre se enteren de algunos detalles.

—¿Te refieres al lío de Sebastián con su secretaria?

Ya estaba dicho.

—No sabía que tú lo supieras.

—Y yo no sabía que lo supieras tú. A mí me lo contó Gloria.

—¿Ella está enterada?

—Enteradísima.

Ahora fue él el que se quedó con cara de bobo.

—Un matrimonio moderno... —dije, obviando hablar de Jenny G., por si acaso aún no le había llegado la onda. Tampoco mencioné el 15 de Jaume Guillamet. Estaba bien compartir un poco la presión, incluso era agradable aquel tono desacostumbrado de camaradería paterno-filial, sin reproches ni ataques, pero sé por experiencia que a SP más vale no contárselo todo. Además, en cuanto a lo de Jaume Guillamet, todas mis sospechas no pasaban de un presentimiento bastante poco razonable, y, para terminar de convencerme de que lo que procedía era la discreción, vi que se nos acercaba SM con cara de querer afearnos que estuviéramos cuchicheando en un rincón.

—¿Se puede saber qué tramáis, vosotros dos?

—Nada: estaba enseñándole a Pablo el cuadro que te he regalado.

—Increíble, ¿verdad? Tiene luz, textura, es muy... étnico —dijo SM.

—Pues a mí me sigue pareciendo una plasta de vaca —dijo SP.

—Valentín: si no sabes admirar un buen cuadro, lo mejor es que ni lo mires. Acabarás por estropearlo.

—Bueno, puede que no sepa mirar cuadros, pero en compensación se me da muy bien comprarlos.

—No te sientas tan orgulloso, querido: eso puede hacerlo cualquiera.

—Cualquiera al que le sobren seis millones y medio...

—¡Qué obsesión, con los seis millones! ¿Es que no puedes pensar por un momento en algo que no sea el dinero?

—Sí: por qué no les pides a esos petimetres que te has traído que nos sirvan ya la cena. Pasan de las nueve y media.

—Precisamente venía a avisaros de que está servida.

SP fingió dirigirse de nuevo a mí, sin dejar de mirar el cuadro:

—A ver si esta vez ha encargado algo que llene un poco el buche. La semana pasada invitamos a los Calvet y acabamos cenando una especie de escupitajos de colores. Pase lo de los cuadros modernos, pero con las cosas de comer no se juega.

—Valentín: es mi cumpleaños y comerás lo que te sirvan. No se hable más.

—Pues te advierto que como me quede con hambre le voy a pedir a Eusebia un par de huevos fritos. Y me los voy a comer delante de tus petimetres.

Cuando llegamos al comedor estaba ya dispuesto una especie de primer plato tibio con un bogavante entero y completamente pelado —pinzas incluidas— y una guarnición formada por dos montoncitos de hierbajos que resultaron ser algas marinas —uno azulón y otro anaranjado, a juego con la fina piel desacorazada del crustáceo—. Me tocó sentarme entre tía Asunción y la Carmela de marras. Por lo visto la tipa aún me guardaba rencor por la escena de la terraza y no me dirigió ni media mirada. Mejor, así pude dedicarme al bogavante evitando verle las tetas asomadas sobre el plato, de lo contrario no hubiera podido probar bocado. Caté las algas y me parecieron completamente incomestibles: sosísimas y con un ligero sabor a pescado que no encajaba nada con su naturaleza vegetal; pero tenía tanta hambre que fui el primero en terminar con el bicho y no me quedó más remedio que entretener la espera hasta el segundo plato escuchando la conversación principal. Tío Felipe —el bigotillo «Todo por la patria» estaba a mitad de un recuento de las maldades conspiratorias de la francmasonería, tópico que aborda siempre que puede a fin de amargarle la noche a SP. Ocurre que mi Señor Padre siempre ha tenido tendencia a expiar la opulencia a través de la filantropía, de tal modo que ha terminado por llegar a Venerable Maestro de una de las principales logias del rito escocés. Mi Estupendo Hermano es Arquitecto Revisor del Templo —pero lo suyo es un caso claro de nepotismo—, y supongo que yo sería al menos Portaestandarte de no ser porque a SP se le ocurrió llevarme a una Tenida Blanca al cumplir los dieciocho y me dio la risa en plena apertura. Sé que no fue de muy buena educación por mi parte, pero en cuanto oí a mi Señor Padre, mallete en mano, decir aquello de « ¡Que la Sabiduría presida la construcción de nuestro Templo! », no pude evitarlo y se me escapó un «¡Y que la Fuerza te acompañe!» que oyó todo el mundo. El caso es que tampoco erré por mucho, porque lo que contestó el Primer Vigilante en cuanto los profanos terminaron de reírse fue exactamente «¡Que la fuerza lo sostenga! », con lo que, además de provocar un nuevo alud de carcajadas, terminó de convencerme de que George Lucas debía de ser medio masón, o por lo menos simpatizante. Desde entonces SP me prohibió acercarme a menos de cien metros de la logia y se terminó mi iniciación. Tanto da: ni siquiera te dan una espada de luz, todo lo que ha conseguido SP en treinta años de dedicación abnegada es una escuadra dorada que ni siquiera es de oro.

—Pues yo creo que deberíais aceptar mujeres en la logia —intervino tía Salomé, que es medio feminista.

—Se han dado casos. Pero no creo que funcione. Al menos en la nuestra —dijo mi Señor Padre, que de feminista no tiene un pelo.

—Ah ¿no?, pues no veo por qué no ha de funcionar —terció mi Señora Madre, que no es que sea feminista, pero le gusta llevarle la contraria al Venerable Maestro.

—Pues porque no podemos pasarnos las reuniones pendientes del vestido que lleven las señoras.

Aunque me cuidé mucho de expresar mi conformidad, aquí estuve completamente de acuerdo con SP. A ver quién es el guapo que se concentra en martingalas rituales a la vista de un par de hermosas tetas bamboleándose en la Columna de Mediodía. Yo ni siquiera podría comerme un bogavante.

—Pues ¿sabes lo que creo?: que eso de reunirse entre hombres solos resulta bastante sospechoso.

Ésa era de nuevo tía Salomé, que lee las secciones de psicología de las revistas de decoración y de vez en cuando se pone psicoanalítica.

—Sospechoso de qué —se mosqueó mi Señor Padre.

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