Authors: Schätzing Frank
Xin estaba absorto en la contemplación de sus uñas. Grand Cherokee reflexionó. Poco después le contaría la misma historia a Jericho, a riesgo de que el detective se mostrara menos obsequioso.
Y aún había otra posibilidad.
—¿Sabe una cosa? —dijo el joven lentamente, con la mayor indiferencia posible—. He estado pensando en todo este asunto. —Cherokee puso fin a la comprobación del Dragón de Plata y miró a Xin—. Y me parece que el paradero de Yoyo debería valer algo más para usted.
Xin no pareció especialmente sorprendido. Se mostró más bien como si lo asaltase el hastío de la comprensión tardía.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Diez veces más.
Asustado por su propia insolencia, Wang sintió que su corazón latía con más fuerza. Si Xin se tragaba ésa...
Un momento. ¡Eso iba a ser mucho mejor!
—Diez veces más —repitió el joven—, y un nuevo encuentro.
La expresión del rostro de Xin se petrificó.
—¿A qué viene esto ahora?
«¿Que a qué viene? —pensó Grand Cherokee—. Pues es muy sencillo, tonto del culo. Con esa suma correré donde está Jericho y le daré a elegir. O incrementa la cantidad y recibe la historia en exclusiva, o la rechaza y la recibes tú. Pero sólo después de haber hablado con ese detective. Y cuando Jericho haya soltado veinte veces el precio, lo intentaremos contigo, pero treinta veces esa suma.»
—¿Sí o no? —preguntó el joven.
Las comisuras de los labios de Xin se torcieron hacia arriba de un modo casi imperceptible.
—¿De qué película has sacado eso, Wang?
—Para esto no me hace falta ver ninguna película. Usted anda detrás de Yoyo, me importa una mierda el porqué. Lo que me parece más interesante es que, por lo visto, también la policía quiere algo de ella. Conclusión: usted no es poli. Y eso quiere decir que no puede hacerme nada. Tendrá que aceptar lo que le ofrezcan y... —Grand Cherokee se inclinó hacia adelante y enseñó los dientes— cuando se lo ofrezcan.
Con una sonrisa helada, Xin levantó la vista hacia el chico. Entonces sus ojos se posaron en la consola de control.
—¿Sabes una cosa que odio? —preguntó el hombre.
—¿A mí? —dijo Grand Cherokee riendo.
—Tú eres un insecto, Wang; el odio te subiría de categoría. No, se trata de las manchas. Odio las manchas, y tus dedos grasientos han dejado unas feas manchas en el monitor.
—Bueno, ¿y qué?
—Límpialas.
—¿Que haga qué?
—Limpia esas manchas.
—Dime una cosa, figurín de mierda, ¿qué diablos te has...?
Algo curioso sucedió, algo que Grand Cherokee jamás había experimentado. Todo ocurrió rapidísimo, y una vez hubo pasado, el joven se vio en el suelo delante de la consola, y sintiendo la nariz como si una granada le hubiera reventado en ella. Unos rayos de colores vibraban ante sus ojos.
—Tu cara es menos apropiada para limpiar —dijo Xin, que estiró la mano hacia abajo y alzó a Grand Cherokee como si el joven fuese un muñeco—. Oh, qué mal aspecto tienes. ¿Qué le ha pasado a tu nariz? ¿Te apetece charlar un rato?
Grand Cherokee se tambaleó y se apoyó sobre la consola. Con la otra mano se palpó el rostro. La aplicación de la frente le cayó en la palma de la mano. Estaba llena de sangre. Desconcertado, el joven miró a Xin.
Entonces, furioso, tomó impulso con el brazo.
Xin, con actitud serena, le clavó el dedo índice en el tórax.
Fue como si alguien hubiera desconectado todos los sistemas de la parte inferior del cuerpo de Grand Cherokee. Cayó de rodillas, y un dolor llameante le quemó el pecho. Su boca se abrió para dejar escapar algunos sonidos ahogados. Xin se agachó y lo sostuvo con la mano derecha antes de que el estudiante cayera al suelo.
—Se te pasará enseguida —dijo—. Sé que por un momento tienes la impresión de que no podrás volver a hablar jamás, pero no es así. En general, este procedimiento puede ser incluso beneficioso para la comunicación. ¿Qué querías decirme?
Grand Cherokee jadeó. Sus labios dieron forma a una palabra.
—¿Yoyo? —preguntó Xin asintiendo—. Es un buen comienzo. Haz un esfuerzo, Wang, y sobre todo... —continuó, cogiéndolo por debajo de las axilas y levantándolo en peso— ponte de pie.
—Yoyo está... —jadeó Cherokee.
—¿Dónde?
—En Hangzhou.
—¡Hangzhou! —Xin alzó las cejas—. Quién lo habría dicho. Pero ¿es que en realidad sabes algo? ¿Dónde de Hangzhou?
—En... en un hotel.
—El nombre.
—No tengo ni idea. —Con avidez, Grand Cherokee llenó sus pulmones de aire. Xin tenía razón, el dolor disminuía, pero no por eso se sentía un ápice mejor—. Algo con flores.
—No seas tan complicado —dijo Xin suavemente—. Algo con flores es tan concreto como decir «en algún lugar de China».
—También puede que sea algo con árboles —salió de la boca de Grand Cherokee—. Mi informante me dijo que era algo floral.
—¿En Hangzhou?
—En el lago del Oeste.
—¿En el lago del Oeste, dónde? ¿Del lado de la ciudad?
—¡Sí, sí!
—Es decir, ¿en la orilla occidental?
—Exactamente.
—¡Ah! ¿Y es posible que sea cerca del dique Su?
—¿De...? Sí, creo que sí. —Grand Cherokee tuvo esperanzas—. Probablemente. Sí, él dijo algo de eso.
—Pero la ciudad está en la orilla oriental.
—Tal... Tal vez yo no lo entendí bien. —La esperanza se esfumó.
—Pero sí que está próximo al dique Su, ¿no? ¿O se trata del dique Bai?
¿El dique Bai? ¿El dique Su? La cosa se complicaba cada vez más. ¿Dónde estaban esos diques? Grand Cherokee no había meditado sobre el asunto con tanta exactitud. ¿Quién contaba con que Xin le haría aquellas preguntas?
—No lo sé —dijo el joven con voz apagada.
—Creo que tu informante...
—¡Es que no lo sé!
Xin lo miró con reprobación. Entonces sus dedos se hundieron en la zona de los riñones de Grand Cherokee.
El efecto fue inenarrable. Cherokee empezó a abrir y cerrar la boca en una rápida secuencia, como un pez al que han sacado de su elemento; sus ojos crecían como bolas. Xin lo sostenía con mano férrea, a fin de que el chico no se le viniera abajo. Desde la perspectiva de la cámara de vigilancia, estaban allí de pie, el uno al lado del otro, como dos viejos amigos.
—¿Y bien?
—No lo sé —gimoteó Grand Cherokee, mientras una parte de él se desprendía de su ser y corroboraba que el dolor tenía un color naranja—. De verdad que no.
—¿Qué es lo que sabes en realidad, Wang?
Grand Cherokee alzó la mirada, temblando. Podía leer en los ojos de Xin, de manera inequívoca, lo que le sucedería si volvía a darle una sola respuesta falsa.
—Nada —susurró el joven.
Xin rió con desprecio, negó con la cabeza y lo soltó.
—¿Quiere que le devuelva el dinero? —susurró Grand Cherokee, retorciéndose todavía ante el recuerdo del dolor que había sacudido todo su cuerpo.
Xin arrugó los labios. Miró hacia afuera y vio el centelleo de la ciudad.
—Hay un comentario que no se me va de la mente —dijo el hombre.
Grand Cherokee lo miró fijamente y aguardó. Una parte de su ser, la parte escindida, le indicaba que dentro de quince minutos entrarían los primeros visitantes y que, probablemente, el sitio se abarrotaría, ya que el tiempo era excepcionalmente bueno.
—Antes has dicho: «Yoyo está muy solicitada.» Creo que lo has expresado así, ¿verdad?
Faltaban quince minutos.
—Podrías probar el suelo de nuevo, Wang, así que esta vez dime la verdad. ¿Quién ha preguntado por ella?
—Un detective —murmuró Grand Cherokee.
—Qué interesante. ¿Cuándo fue eso?
—Anoche. Le mostré la habitación de Yoyo. Hizo las mismas preguntas que usted.
—Y tú le diste las mismas respuestas. Le dijiste que podías averiguar algo y que todo eso costaba una minucia.
Grand Cherokee asintió con gesto melancólico. Si Xin iba a ver a Owen Jericho con esa información, vería cómo también el dinero del detective se le esfumaba en el aire. Con obediencia precipitada, sacó la tarjeta de presentación de Jericho y se la entregó a Xin, que la cogió con ambas manos, la contempló con atención y la guardó.
—¿Algo más?
Claro. Podía contarle algo a Xin sobre esa banda de motoristas, la única pista que posiblemente podría llevarlo de verdad hasta Yoyo, pero no le haría ese favor a aquel cabrón.
—Que te jodan —dijo en lugar de ello.
—Es decir, nada más.
Xin pareció pensativo. Salió por la puerta abierta de la sala de control y entró en la zona situada entre el torniquete y el andén de la montaña rusa. No se dignó mirar a Grand Cherokee ni una sola vez; era como si el joven hubiese dejado de existir. Lo que, en ese instante, tal vez habría sido lo mejor. Dejar de existir hasta que aquel bastardo abandonara la planta del edificio. No rechistar, encogerse hasta tener el tamaño de un ratón, ser menos que una huella dactilar en el monitor de un ordenador. Todo eso estaba tan claro para la parte escindida de Grand Cherokee Wang como ninguna otra cosa en el mundo; expresó incluso una bienintencionada advertencia que él, cegado por el odio, ignoró. Wang salió arrastrando los pies detrás de Xin, al tiempo que meditaba sobre cómo recuperar una dignidad —la dignidad del encargado del Dragón—, que ahora estaba por los suelos. ¿Debía decirle: «Es usted un hijo de puta brutal»? Xin, seguramente, era consciente de que era un tipo brutal, pero hijo de puta era una expresión demasiado inofensiva. Grand Cherokee consideraba que a Xin le importaban un comino los insultos.
¿Qué podía hacer para que aquel cabronazo se enfadara?
Y así, mientras Grand Cherokee, su parte escindida, buscaba todavía una ratonera a la que arrastrarse, oyó al otro Grand Cherokee, el bocazas, decir:
—¡No te sientas tan seguro, maldito cerdo!
Xin, que estaba a punto de cruzar el torniquete, se detuvo.
—Lo primero que haré será llamar a Jericho —ladró Grand Cherokee—. E inmediatamente después llamaré a la poli. ¿Cuál de los dos se interesará más por ti, eh? Procura salir de aquí, lo mejor sería que te largaras de Shanghai, o de China. Vete a la Luna, tal vez tengan un sitio libre para ti allí arriba, porque aquí abajo acabaré contigo. ¡Eso te lo puedo asegurar!
Xin se volvió lentamente hacia él.
—Eres un perfecto idiota, Wang —dijo el hombre; su tono era casi de compasión.
—Voy a... —soltó Grand Cherokee, pero entonces se dio cuenta de que, probablemente, acababa de cometer el mayor error de su vida. Xin caminó hacia él a paso lento. No parecía alguien dispuesto a entrar en nuevas discusiones.
Grand Cherokee retrocedió.
—Esta zona está videovigilada —dijo el joven, esforzándose por sacar un tono de advertencia que, a mitad de camino, se volvió de pánico.
—Tienes razón —asintió Xin—. Debo darme prisa.
El estómago de Grand Cherokee se convulsionó. El joven dio un salto hacia atrás e intentó calibrar la situación. Su enemigo estaba entre él y el pasillo que daba al corredor de cristal. No había ninguna vía de escape que excluyera pasar por su lado; directamente detrás de Grand Cherokee se extendía el borde de la plataforma, al otro lado de la cual reposaba sobre sus raíles el tren de la montaña rusa. La zona en la que bajaban o subían los clientes daba hacia el abismo y estaba protegida por paredes transparentes, y a derecha e izquierda de ellas doblaban hacia el vacío las vías del tren.
La mirada de Xin no dejaba espacio a malentendidos.
De un salto, Grand Cherokee se situó en el vagón del medio. Su mirada vagó hasta la cabeza del Dragón. Los vagones, por separado, no eran más que plataformas con asientos montados, cuyos respaldos recordaban a enormes escamas o alas, lo que, desde lejos, le confería al tren el aspecto de un reptil plateado. Sólo en el extremo delantero había una estructura que insinuaba la forma de un cráneo alargado. Allí habían instalado una unidad de conducción individual, con la que se podía maniobrar un tramo el tren en caso de emergencia. No precisamente durante el
looping,
pero sí a lo largo de las rectas.
Allí donde la montaña rusa rodeaba los pilares laterales del edificio, justo antes de que empezara a ascender en un movimiento en espiral, había un paso que conducía desde las vías hasta el interior del edificio. Dentro de los pilares había instalaciones técnicas y almacenes. Los puentes de acero desembocaban en las fachadas de cristal de los pilares y servían, en caso de necesidad, para la evacuación si algo impedía al tren llegar a la terminal. A través de ellos se llegaba a una escalera independiente y a un ascensor, ninguno de los cuales podía alcanzarse desde el corredor de cristal.
Grand Cherokee recapituló todo eso mientras permanecía en posición de acecho, con lo cual cometió su segundo error, ya que estaba perdiendo tiempo en lugar de actuar de inmediato. Xin tomó impulso y se colocó entre él y la cabeza del Dragón. Sólo dos hileras de asientos separaban a los dos hombres, y Grand Cherokee comprendió que había desaprovechado su oportunidad de alcanzar la unidad de conducción individual. Sopesó la idea de saltar de nuevo al andén, pero era evidente que, de hacerlo, tendría a Xin de inmediato subido a su cuello. Probablemente no conseguiría siquiera llegar a la barrera con el torniquete.
Xin se acercó. Avanzó por entre las filas de asientos con tal rapidez que Grand Cherokee dejó de reflexionar y huyó hasta el final del tren. Un corto trecho más allá acababa el acristalado que protegía la estación. Allí, las vías se alejaban de la fachada del edificio, salían un buen tramo hacia afuera, describiendo un arco, y trazaban una curva de veinticinco metros que las conducía hasta la cara posterior del pilar.
—Una idea muy estúpida —dijo Xin mientras se acercaba.
Grand Cherokee miró hacia afuera, donde estaban las vías, y volvió a mirar luego a Xin. Había comprendido, desde hacía un buen rato, que había ido demasiado lejos, que aquel tipo tenía el firme propósito de matarlo. ¡Maldita Yoyo! Menuda víbora, meterlo a él en ese lío.
«Falso —constató la mitad escindida de Grand Cherokee—. Aquí el estúpido eres tú.» ¿Alguna vez se le había ocurrido la idea de arrastrarse por el aire?, preguntó esa otra mitad. Y cuando el bocazas quedó debiendo la respuesta, la otra voz, la más distanciada, añadió: «Sin embargo, tienes una enorme ventaja. ¡No padeces vértigo!»
¿Xin tampoco?
Con la certeza de que las grandes alturas no le causaban ningún daño, desapareció la parálisis que atenazaba las extremidades de Grand Cherokee Wang. Decidido a todo, puso un pie en la vía de la montaña rusa, dio un paso, otro. Medio kilómetro por debajo de él vio la plaza con áreas verdes situada frente al World Financial Center, cruzada por varios caminos para peatones. Por la avenida Shiji Dadao, la arteria de dos niveles que conducía desde el río hasta el interior de Pudong, los coches se desplazaban como hormigas. El sol abrasador cayó sobre el joven a través de la imponente abertura de la torre, cuando éste abandonó el cristal protector de la estación y fue siguiendo, metro a metro, el trayecto de los raíles. Unas rachas de viento cálido tiraron de él. A su izquierda, la fachada de cristal de la torre se alejaba con cada paso; o más bien se alejaba él de ella. A mano derecha podía divisar el tejado de la torre Jin Mao. Detrás de él y a su alrededor, se agrupaban los edificios comerciales de Pudong y formaba un recodo la cinta resplandeciente del río Huangpu; la ciudad de Shanghai se extendía más allá de los límites de lo imaginable.