Authors: Schätzing Frank
Quyu era la «Zona», el mundo olvidado, el lugar perfecto si uno quería desaparecer sin dejar rastro.
El pequeño taller de motocicletas no estaba ubicado directamente en Quyu, pero sí lo suficientemente cerca como para actuar como una suerte de puerta de entrada o salida. Jericho suspiró. Se veía obligado a dar un paso que no le gustaba nada. De vez en cuando, como hacía poco, trabajaba en colaboración con la policía de Shanghai. Mantenía con ella buenas relaciones. Que los agentes lo ayudaran o no en sus propios casos dependía de que éstos tuvieran alguna relación con los temas de espionaje o corrupción que Jericho investigaba. Sin embargo, sí que trabajaban hombro con hombro en la lucha contra monstruos como Animal Ma Liping. Pero el respeto creciente de que gozaba entre los círculos de las autoridades no databa únicamente desde que había entregado al pederasta. En el marco de algunas borracheras en conjunto, algunos agentes habían dejado entrever su disposición a suministrarle, en caso de necesidad, algunas informaciones, y desde la pesadilla en Shenzhen, su amigo Patrice Ho, un oficial de alto rango de la policía, le debía un gran favor, y ahora ese favor podía traducirse explícitamente en echar un vistazo a las bases de datos de la policía. Con sumo gusto habría querido Jericho reclamar ahora ese favor, pero si en realidad Yoyo era buscada por las autoridades, no podía ni pensar en ello.
Y eso significaba que tendría que colarse en las bases de datos de manera ilegal, como un pirata informático.
Dos veces se había atrevido a hacerlo, y dos veces lo había conseguido.
Pero luego se juró que no lo intentaría una tercera vez. Sabía lo que le pasaría si descubrían su juego. Desde que Pekín, en el año 2007, se había introducido en las redes gubernamentales de Europa y Estados Unidos, Occidente había pasado al contraataque, apoyados por
hackers
rusos y árabes que trabajaban por su cuenta. En esa época, no había nada a lo que China temiera más que a los ataques cibernéticos. Y en correspondencia, quien se infiltrara en los sistemas chinos no podía esperar piedad alguna.
Con sentimientos encontrados, Jericho puso manos a la obra.
Al cabo de poco tiempo ya tenía acceso a diversos archivos. Casi cada zona de la ciudad estaba provista de escáneres que se ocultaban en las paredes de los edificios, en semáforos y señalizaciones, en manijas de puertas y letreros de timbres, en vallas publicitarias, etiquetas y espejos, paneles de control y equipos domésticos. Leían las retinas, captaban los datos biométricos, la forma de andar y los gestos, registraban voces y ruidos. Mientras que el sistema de espionaje creado según el modelo estadounidense de la Agencia de Seguridad Nacional había sido perfeccionado hacía varias décadas, el análisis de la retina era un fenómeno comparativamente reciente: desde varios metros de distancia, los escáneres reconocían la estructura individual del iris humano e identificaban los datos de su dueño. Unos micrófonos de orientación de tamaño microscópico filtraban las frecuencias del nivel de ruido de un cruce de calle muy frecuentado, hasta que era posible oír hablar a una persona con toda claridad. En el análisis radicaba el verdadero arte de la vigilancia. El sistema reconocía a aquellas personas que eran buscadas a partir de sus patrones de movimiento, identificaba sus rostros, aun cuando llevaran puesta una barba postiza. Una única mirada de Yoyo a uno de los omnipresentes escáneres bastaba para identificar su retina, la cual había sido fichada electrónicamente por primera vez al nacer, luego cuando se matriculó en la escuela, y más tarde, al entrar en la universidad; finalmente, la habían fichado de nuevo en el momento de su arresto y cuando fue puesta en libertad.
El ordenador de Jericho empezó a calcular.
Analizó cada vibración en el rabillo del ojo de Yoyo, se sumergió en la estructura cristalina de su iris, midió el ángulo con el que se alzaban las comisuras de sus labios al sonreír, realizó estudios de los patrones de movimiento en su cabello cuando el viento lo revolvía, escaló por la curva de sus caderas, por el intervalo entre sus dedos al balancear el brazo, la posición de la muñeca cuando señalaba alguna cosa, la distancia media de sus pasos. Yoyo se transformó en una criatura de ecuaciones, en un algoritmo que Jericho enviaba al universo fantasmal de los archivos de espionaje de las autoridades con la esperanza de encontrar su equivalente. Redujo el período de búsqueda al momento inmediatamente posterior a su desaparición, pero, así y todo, el sistema le devolvió dos mil coincidencias. El detective cargó los datos robados en su disco duro, los guardó en la carpeta llamada «Archivos de Yoyo» y se desconectó rápidamente del sistema. No habían notado su intrusión. Era hora de empezar el análisis.
Pero le faltaba una pieza del puzle. Por muy improbable que pareciera, tal vez aquel estudiante con un nombre tan extravagante sí que tuviera algo que ofrecer. ¿Cómo se llamaba el chico? Grand Cherokee Wang.
Grand Cherokee...
En ese preciso instante, el rayo del conocimiento alcanzó a Jericho.
Según había averiguado en sus pesquisas, Wang tenía un trabajo adicional en el World Financial Center, en el mismo edificio donde se encontraba la empresa de Tu. Era el operario del Dragón de Plata...
Y el Dragón de Plata... ¡era una montaña rusa!
«La montaña rusa estaba funcionando fuera de horario. Por lo visto, se trata de la persona que trabaja ahí arriba.»
Jericho se quedó mirando al frente. Su olfato le decía que aquel estudiante no había saltado por voluntad propia ni había tenido un accidente. Wang estaba muerto porque sabía algo acerca de Yoyo. ¡No, no por eso! Sino porque aparentaba saber algo acerca de Yoyo.
Con ello, el caso aparecía bajo una luz completamente nueva.
Jericho atravesó su enorme
loft,
fue hasta la cocina y dijo:
—Un té. Lady Grey. Una taza, doble de azúcar, leche normal.
Mientras la máquina preparaba lo deseado, el detective repasó todo cuanto sabía. Quizá estuviera viendo fantasmas donde no los había, pero su talento para identificar patrones y establecer conexiones donde otros veían meros fragmentos lo había engañado pocas veces. De lo que sí estaba seguro era de que, aparte de él, había alguien más detrás de Yoyo. En sí no era nada nuevo; tanto Chen como Tu habían expresado sus sospechas de que Yoyo estaba huyendo. Sin embargo, ambos se habían mostrado escépticos ante la posibilidad de que fuera la policía, aun cuando Yoyo pudiera creerlo. Esa vez no habían ido a buscarla unos agentes, como las dos veces anteriores, sino que más bien había desaparecido de la noche a la mañana. ¿Por qué? La decisión parecía tomada con prisa. Algo debía de haber despertado los temores de Yoyo, el temor a recibir, en los minutos o en las horas siguientes, la visita de personas que no tenían en absoluto buenas intenciones. ¿Qué había hecho Yoyo antes de poner pies en polvorosa?
¿La habrían alertado?
¿Quién? ¿De quién? Si el tal Wang había dicho la verdad, la chica estaba sola en el momento crítico; por tanto, podría haber recibido una llamada en la que alguien le dijera: «Procura largarte.» O quizá recibió un correo electrónico. También podía ser que no hubiera recibido nada. Cabía la posibilidad de que hubiese descubierto algo, en las noticias, en la red, algo que le insuflara miedo.
Con un discreto pitido, la cocina le hizo saber que el té estaba listo. Jericho cogió la taza, se quemó la mano, maldijo y bebió un breve sorbo. Decidió que debía llamar al servicio técnico para que reprogramaran la máquina. Si se le pedía doble de azúcar quedaba demasiado dulce; si, en cambio, lo pedías normal, quedaba demasiado amargo. Pensativo, regresó al área de trabajo. Los policías de Shanghai no eran nada remilgados, pero no solían arrojar a los sospechosos desde los tejados. Más bien Grand Cherokee Wang se habría visto en una comisaría. El chico había querido jugar al póquer, un timador que no tenía nada para vender, sólo que esa vez, en su recorrido, había dado con la persona equivocada.
¿A quién diablos había desafiado Yoyo?
—Noticias de última hora —dijo Jericho—. Shanghai. World Financial Center.
En la pared se agruparon los titulares y las imágenes. El detective sopló su té y le pidió al ordenador que le leyera en voz alta el último titular.
—Esta mañana, hacia las once menos diez, hora local, un hombre se arrojó al vacío desde lo alto del World Financial Center de Shanghai, en Pudong —dijo una voz femenina de agradable tono grave—. Según las primeras informaciones, se trata de un empleado del edificio, encargado del Dragón de Plata, la montaña rusa más alta del mundo. En el instante del incidente, el aparato estaba funcionando fuera de hora. La fiscalía ha iniciado investigaciones contra la empresa responsable. Hasta el momento no se ha podido esclarecer si se trata de un accidente o de un suicidio, aunque todo habla en favor de...
—Muestra sólo las noticias filmadas en vídeo —dijo Jericho.
Se abrió una ventana para vídeos. Una joven china se había apostado delante de la cámara a la altura de la torre Jin Mao, de manera que pudiera verse la parte inferior del World Financial Center. Bajo la capa de afectación, maquillada con descuido, la joven rebosaba de alegría por el hecho de que algún estúpido, con su muerte, le permitiese salir de un largo período de inactividad.
—Todavía no se sabe con claridad por qué la montaña rusa estaba funcionando sin pasajeros y fuera de los horarios habituales —dijo la reportera, dándole a cada palabra la connotación de un profundo misterio—. El vídeo de un testigo ocular, que estaba filmando la montaña rusa casualmente cuando sucedió la desgracia, podría ser revelador. Sobre la identidad del fallecido no hay todavía ninguna...
—El vídeo del testigo —dijo Jericho—. Identidad del fallecido.
—Lo lamento, pero el vídeo no está disponible. —El ordenador conseguía incluso dar un toque de aflicción a sus palabras. Jericho había programado el nivel emocional del sistema en un veinte por ciento. Gracias a ello, la voz no tenía un sonido mecánico, sino humano y cordial. Además, el ordenador se esmeraba por aportar cierto grado de complicidad—. Sobre la identidad del fallecido existen dos noticias.
—Léemelas, por favor.
—El
Shanghai Satellite
escribe: «En el caso del fallecido, se trata por lo visto de un hombre llamado Wang Jintao. Wang es estudiante de la...»
—La siguiente noticia.
—La agencia de noticias Xinhua escribe: «El fallecido ha sido identificado con certeza como Wang Jintao. Wang, que se hacía llamar también Grand Cherokee, estudiaba...»
—Noticias sobre las circunstancias exactas de su muerte.
Como se pudo ver, había toda suerte de noticias, pero ninguna concreta. No obstante, todos esos fragmentos podían unirse para formar un cuadro interesante. Una cosa era segura: alguien había puesto en marcha el Dragón de Plata diez minutos antes de la hora habitual, antes incluso de que llegaran los primeros pasajeros. La tarea de Grand Cherokee consistía en velar por el funcionamiento del sistema y ocuparse de los visitantes que acudían al mediodía, lo que, concretamente, quería decir cobrarles y echar a andar el aparato. En el momento crítico, nadie, aparte de él, tenía autorización para estar allí arriba; no obstante, había algunos indicios que señalaban que posiblemente allí había otra persona. Dos empleados del
sky lobby
aseguraban haber visto cómo Wang recibía a un hombre y desaparecía con él en uno de los ascensores. Otros indicios, al parecer, los proporcionaba la película del videoaficionado, según la cual, mientras el tren estaba funcionando, Wang andaba caminando por entre los raíles.
¿Qué diablos estaría haciendo Wang allí arriba?
Era posible que hubiera puesto en marcha la montaña rusa sin quererlo, conjeturaba un breve artículo del
Shanghai Satellite.
Pero el suicidio parecía una explicación más plausible. Por otro lado, ¿para qué iba un suicida a balancearse por encima de unos raíles, cuando podría haber saltado desde la estación abierta? Sobre todo, informaba otro artículo, teniendo en cuenta que había cada vez más indicios de que Wang no hubiese saltado, sino que habría sido atropellado por el tren en marcha.
¿Un accidente, entonces? En cualquier caso, nadie hablaba de asesinato, sólo en algunas notas se decía algo acerca de una culpa ajena.
Dos minutos después, Jericho ya estaba mejor informado. Xinhua anunciaba que ya estaban disponibles las grabaciones de las cámaras de vigilancia. Wang se encontraba en compañía de un hombre alto que había abandonado la planta inmediatamente después de la caída. Por lo visto, se había producido una pelea entre ambos hombres, y, definitivamente, Wang había caminado, inseguro, por encima de las vías de la montaña rusa y había chocado con el tren a la altura de la torre sur.
Jericho terminó de beber su té y reflexionó.
¿Por qué había tenido que morir aquel joven?
¿Quién era su asesino?
—Ordenador —dijo el detective—, abre la carpeta «Archivos de Yoyo».
Había más de dos mil coincidencias. ¿Por dónde debía empezar? Jericho decidió iniciar el grado de coincidencias con un noventa y cinco por ciento, con lo que quedaron ciento diecisiete archivos en los que el sistema de vigilancia creía haber reconocido a Yoyo.
El detective ordenó seleccionar el contacto visual directo.
Sólo había uno, directamente cerca del edificio donde vivía Yoyo, y había tenido lugar a las 02.47 de la madrugada. Jericho no era capaz de decir dónde se encontraba exactamente el escáner, pero suponía que estaba colocado en alguna señal. En un archivo separado estaban registradas las coordenadas exactas. Sin ninguna duda, la mujer que estaba al otro lado de la calle era Yoyo. Estaba sentada en una motocicleta sin matrícula, y mantenía la cabeza baja, con ambas manos rodeando el casco. Inmediatamente antes de que se sentara, alzó los ojos y miró directamente al escáner, luego bajó la visera acristalada del casco y salió a toda velocidad de allí.
—Te he pillado —murmuró Jericho—. Ordenador, rebobina la película.
Yoyo volvía a quitarse el casco con ímpetu.
—Para.
La joven lo miró directamente a los ojos.
—Auméntala de tamaño hasta un doscientos treinta por ciento.
La nueva pantalla le permitía proyectar a Yoyo en tamaño natural. Allí, sentada sobre la moto, en una imagen plástica y tridimensional del entorno, era como si en su
loft
se hubiera abierto un portón hacia la noche. Había estimado bien el factor de aumento. En todo caso, Yoyo se manifestaba unos tres o cuatro centímetros más grande de lo que era, pero así y todo la imagen permanecía absolutamente nítida. Un sistema que era capaz de identificar la estructura del iris desde el otro lado de una calle merecía el mote que llevaba: «Cuentaporos.» Jericho sabía que, por ahora, esa mirada sería lo último que vería de Yoyo, así que intentó leer algo en ella.