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Authors: Schätzing Frank

Límite (56 page)

BOOK: Límite
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—Eso no debería vendérselo así a la gente —dijo Hanna mientras miraba a su alrededor y sentía en su espalda el libidinoso rayo de calor de la mirada de la mujer. No cabía duda, a la señora Thiel le gustaban los músculos—. Suena como si quisiera envenenar a alguien con ella.

—Bien, digamos que es, simplemente, agua fresca. Ja, ja.

Él se volvió hacia ella. Las medias lunas de sus ojos apenas dejaban identificar su color, en cambio, la mujer contaba con sesenta y cuatro piezas dentales blancas como la nieve y parecía disponer de inagotables recursos para el alborozo. No tenía un ápice de guapa, pero era muy atractiva. Era una especie de Pipi Calzaslargas, o como se llamara aquella chiquilla sueca. En una noche de domingo en Alemania, después de haber tenido que esperar horas y horas por alguien que llevaba muchísimo tiempo flotando inerte en el Rin, había dado con la película y, curiosamente, se había quedado conmovido y prendado de ella. Una cinta infantil y anticuada, pero la infancia que allí se mostraba se revelaba tan escandalosamente distinta de la suya que casi rayaba con la ciencia ficción. En ningún momento había podido cambiar de canal. Nunca antes había visto una película para niños, por lo menos no una como ésa.

Y nunca volvió a ver otra.

Thiel le hizo una demostración de cómo funcionaba el regulador de la luz, abrió un respetable minibar y le explicó qué número tenía que marcar si necesitaba cualquier cosa. Su mirada le decía que también podía ser en cualquier otra circunstancia. «He trabajado en los mejores hoteles del mundo —parecía decir—. Nunca con los clientes.» Así que no se le podía reprochar que se le estuviera insinuando de un modo agobiante. Era profesional y amable, pero era como un libro abierto.

Sin embargo, Hanna no estaba allí para divertirse.

—Si deseara alguna otra cosa...

—No, por el momento, no. Me las arreglaré.

—¡Ah, casi lo olvido! Abajo, en el armario de la ropa, hay unas pantuflas lunares —dijo Sophie arrugando la nariz—. No se nos ha ocurrido un nombre mejor para ellas. Las suelas están recubiertas de plomo, en caso de que quiera usted pesar un poco más.

—¿Y por qué iba a quererlo?

—Algunas personas prefieren moverse en la Luna como por la Tierra.

—¡Ah, ya! Eso es ser previsor.

La mirada de Sophie, entonces, pareció decirle: «En fin, si te esforzaras un poco...»

—Pues bien... A las ocho y media en el Selene.

—Sí, muchas gracias.

Hanna esperó a que la mujer se marchara. La suite representaba el mismo estilo elegante y sobrio del vestíbulo. Hanna no entendía mucho de diseño, en realidad no entendía nada, pero los que habían trabajado allí eran verdaderos maestros, y eso lo notaba hasta él. A fin de cuentas, para su papel había tenido que adquirir ciertos conocimientos y cierta noción del estilo. Además, le gustaban los espacios de contornos nítidos, abarcables con la vista. Por mucho que amara la India, siempre se había sentido molesto por la recargada y desbordante comodidad con que solían decorar las habitaciones.

Su mirada se dirigió entonces al gran ventanal.

No habían podido encontrar un mejor emplazamiento para el hotel, pensó. La llanura situada bajo el Gaia, a la que podía llegarse con un ascensor, se adentraba bastante en la garganta, con sus desoladas pistas de tenis. Desde allí, seguramente, tendría una magnífica vista hacia la escultura iluminada del hotel. A mano izquierda, donde confluían las paredes de roca y acababa la garganta, un sendero de aspecto natural conducía hasta el otro lado en una amplia curva.

¿Qué acababa de decir Lynn Orley? Tras la garganta estaba el campo de golf.

¡Un campo de golf en la Luna!

De repente Hanna sintió cierta sensación de agobio por no poder ser allí quien todos creían que era. Borró esa sensación antes de que pudiera convertírsele en un problema serio, abrió su maleta plateada, sacó su ordenador —un aparato de fabricación común y corriente, con pantalla táctil y el tamaño de una barrita de chocolate—, y también su bolsa de aseo, de cuyo fondo extrajo una máquina para cortar el pelo. Con un movimiento rutinario, la separó en dos mitades y extrajo de su interior una diminuta plaquita que luego insertó en el ordenador. Con un pitido poco melódico, lo encendió y vio cómo se cargaba el programa y se conectaba con el LPCS.

Unos segundos después, el aparato le informó de que había recibido un mensaje.

Abrió su bandeja de entrada. El mensaje era de un amigo que le decía que no se olvidara de la boda de Dexter y Stacey. Impasible ante la voluntad de casarse de una pareja inexistente, filtró, a partir del blanco sonido residual adjunto al mensaje, un texto de varias líneas que no contenía nada salvo las direcciones de varias decenas de páginas web, hizo clic en el icono —varios cuellos de reptiles enredados entre sí, que parecían salir de un mismo cuerpo—, y aguardó un momento.

Algo apareció.

En una secuencia vertiginosa, las sílabas y las palabras se fueron entrelazando. Y entonces el verdadero mensaje fue cobrando forma ante sus ojos. Mientras se realizaba la reconstrucción.

Hanna supo que habían surgido dificultades. El texto era breve pero apremiante:

El paquete se ha dañado. No reacciona al mando y no puede llegar al lugar de la misión por sí solo. Debido a ello, cambian los planes de su misión. Tendrá que repararlo o llevar el contenido usted mismo hasta el objetivo. En caso de que las circunstancias lo permitan, puede dar preferencia al implante. Actúe de inmediato.

De inmediato.

Hanna se quedó mirando fijamente el monitor. Las consecuencias saltaban a la vista como un visitante inoportuno. De inmediato significaba «ahora», o «en cuanto le fuera posible, pero sin llamar la atención». Significaba que tendría que salir al exterior y regresar más tarde, cuando todos durmieran.

De regreso a la base Peary.

CHARLAS EN LA MESA

Desde aquel vuelo de amor orbital, Tim le había ahorrado a Amber, su mujer, toda clase de especulaciones sobre el estado mental de Lynn; se decía que lo hacía por mera consideración, ya que Amber estaba firmemente decidida a disfrutar del viaje, pero, en realidad, la razón era que estaba lo suficientemente ocupado en lidiar con sus propios dilemas. Cada vez más se sorprendía a sí mismo hallando diversión en un viaje que se había propuesto aborrecer de todo corazón: las circunstancias de su realización, la petulancia de Julian asociada a él. Pero, del mismo modo que se divertía, se apoderaba de él una pubertaria sensación de alta traición. ¡Lo habían corrompido con un simple pasaje! Tim se repetía que era el poderío de las impresiones el que ahora, de forma inesperada, le hacía sentir esos asomos de simpatía por el viejo encantador de serpientes que era su padre. ¿Acaso no había convenido consigo mismo en aborrecer a Julian, ya que, en su delirio de grandezas, su padre no era capaz de ver a las personas a las que pisoteaba en su avance hacia el futuro, porque desatendía a sus semejantes o los convertía en fetiches, incapaz de comprender su necesidad por una simple ración de normalidad?

Había sido tan sencillo odiarlo.

Sin embargo, el Julian al que había conocido en la estrechez de la nave espacial lo hacía sentirse inseguro, ya que no era ese hombre ignorante y ególatra, por lo menos no lo suficiente como para mantener en pie la opinión destructiva que tenía acerca de él. Más bien le hacía recordar épocas de admiración infantil, le hacía recordar a Crystal, su madre, quien, hasta el momento en que vio erosionada su razón, había insistido siempre en que no había conocido a un ser humano más cariñoso que su padre, al que ella comparaba con los rayos del Sol: bienhechores y, por desgracia, fugaces. El hombre así venerado había huido a la termosfera una hora antes de la muerte de su madre, en un avión suborbital construido por él mismo, a pesar de que sabía cuan crítico era el estado de su mujer. Julian lo sabía, y había olvidado aquel momento decisivo mientras hubiera todavía un récord que batir, un premio por ganar, con lo que consiguió convertir a su hijo en un perpetuo enemigo.

Lynn había perdonado a Julian.

Tim no.

En lugar de perdonarlo, dio inicio a un proceso de demonización de su padre. Y aún no sentía ningunas ganas de perdonarlo, a pesar de que —o precisamente porque— veía ahora desmoronarse los pilares de su desprecio. Aquel hotel no podía haber surgido únicamente de la lógica del beneficio económico o de un ruinoso instinto de autorrealización. Algo más debía de ocultarse tras él, un sueño demasiado grande como para ser compartido entre un puñado de familiares. Le conviniera o no, Tim, en secreto, empezaba a entender a su viejo, esos febriles arranques de afán descubridor, su naturaleza nómada, que le hacía encontrar caminos donde otros sólo veían muros, su compromiso con las fuerzas del progreso continuo y la renovación, y sentía entonces celos del gran amor de Julian: el mundo. Además del fuego sin llama que provocaba ese cambio en su manera de pensar, lo agobiaba también la idea de que tal vez estuviera reaccionando de manera exagerada en relación con Lynn, y que incluso —¡sin proponérselo!— estuviera usando a su hermana en contra de su padre, teniendo en cuenta menos el bienestar de Lynn que la culpa de Julian por sus sufrimientos. Empezaba a coquetear con la idea de que a Lynn le iba tan bien como ella misma afirmaba constantemente, y de que no tenía motivos para avergonzarse de su actitud cada vez más conciliadora. Y de repente, durante la cena en la nariz de Gaia —o más bien en el sitio donde debería haber estado la nariz de la figura—, con el panorama de aquel cañón ante los ojos, no deseó otra cosa más que poder divertirse un poco, sin tener a la mesa aquellos fantasmas del pasado que lo perseguían como una mala compañía.

—Parece gustarte la comida —le dijo Amber.

Estaban sentados a una larga mesa en el Selene, bajo una atmósfera de tonalidades azules, plateadas y negras, y comían salmonete acompañado de un
risotto
azafranado. El pescado sabía bien, como si acabasen de sacarlo del mar.

—Ha sido criado en agua de mar —les explicó Axel Kokoschka, el cocinero—. Tenemos unos tanques enormes en el subsuelo.

—¿No es un poco complicado recrear aquí arriba las condiciones del océano? —preguntó Karla Kramp—. Me imagino que no echarán sal al agua, ¿no?

Kokoschka reflexionó.

—No, no es sencillamente así.

—En la Tierra, la salinidad es distinta según cada biotopo, ¿no es cierto? ¿Acaso no se necesita una composición especial para crear un entorno en el que puedan sobrevivir los animales? Cloruro, sulfato, sodio, combinaciones de calcio, potasio y yodo, etcétera.

—Es cierto, el pez ha de sentirse como en el agua.

—Yo sólo quiero entender. ¿Acaso muchos peces no dependen de una corriente permanente, un equilibrado suministro de oxígeno, una temperatura regulada y todo lo demás?

Kokoschka asintió pensativo, se pasó la mano por la cabeza con una sonrisa tímida, se frotó con ganas su barba de tres días y respondió:

—Exacto.

Luego, se retiró. Karla Kramp lo siguió con la mirada, llena de asombro.

—Gracias por explicármelo —le gritó.

—No parece muy amante de los grandes discursos, ¿eh? —sonrió Tim.

Karla cortó un trozo de salmonete y lo hizo desaparecer entre sus labios modiglianescos.

—Por mí, si es capaz de preparar en la Luna un pescado como éste, se puede cortar la lengua si lo prefiere.

Dos restaurantes y dos bares se repartían, en cuatro niveles, el cráneo de Gaia, totalmente acristalado en su fachada. Los cristales se curvaban hasta la parte de las sienes, de modo que, desde cualquier punto, podía disfrutarse de una vista panorámica en cinemascope. Selene y Chang'e, los dos restaurantes, ocupaban la mitad inferior, y encima se encontraba el Luna Bar, mientras que la posición más alta la ocupaba el club Mama Killa, donde se podía bailar bajo las estrellas. Desde allí, una esclusa de aire acristalada conducía hasta el punto más elevado del hotel, una terraza mirador a la que era preciso entrar con el traje espacial puesto y que ofrecía una espectacular vista panorámica de trescientos sesenta grados. Si se obviaba la timidez de Kokoschka, tanto él como los demás, Ashwini Anand, Michio Funaki y Sophie Thiel, rodeaban de atenciones al grupo con la mayor cortesía. Lynn disfrutaba de las muestras de admiración por su hotel que le llegaban de todas partes. Con la comida delante, enfriándosele, daba diligente información a cuanto se le solicitaba, respondía con elocuencia a las preguntas que se le hacían y se mostraba algo achispada y visiblemente halagada. Durante un buen rato no hubo otro tema de conversación que aquel extraño mundo que estaban pisando, el Gaia o la calidad del menú.

Más tarde, el foco de atención se desplazó hacia otro tema.

—Chang'e —reflexionó Mukesh Nair durante el plato principal, filete de corzo trufado cubierto con finísimas lonchas de pan tostado que relucían gracias a un paté casi líquido—. ¿No es ése un término de la astronáutica china?

—Sí y no —dijo Rogachov, y bebió un trago de un Cháteau Palmer reducido de alcohol—. Han puesto ese nombre a algunas sondas espaciales con las cuales los chinos, a principios del milenio, exploraron la Luna. Pero en realidad se trata de una figura mitológica.

—Chang'e, la diosa de la Luna —asintió Lynn.

—Gaia no parece tener en mente otra cosa que la mitología —dijo sonriendo Nair—. Selene era la diosa lunar de los griegos, ¿no es cierto? Del mismo modo que Luna lo fue de los antiguos romanos...

—Vaya, eso lo sé hasta yo —dijo Winter satisfecha—. Luna y Sol, la parejita. Los dioses de la eternidad, ya sabéis, que salen y se ponen, suben y bajan sin cesar. Uno llega y el otro se va, como en un matrimonio en el que los dos trabajan en turnos diferentes.

—El Sol y la Luna, trabajadores por turnos. —Rogachov insinuó una sonrisa—. Muy convincente.

—¡Me interesan los dioses y la astrología! Las estrellas predicen el futuro —dijo Miranda inclinándose hacia adelante, arrojando sombra a los restos del reno con aquellos dos astros que coronaban su busto, a los que, a fin de celebrar la noche, había metido a la fuerza en un reluciente y minúsculo vestido—. ¿Y sabéis otra cosa? ¿Queréis escuchar algo más? —Su tenedor cortó el aire—. Algunos, los que tenían un verdadero conocimiento en la antigua Roma, la llamaban Noctiluca, y llegaron a iluminar un templo especialmente para ella, por las noches, en el Palatino, una montaña de la ciudad. Por cierto, estuve allí, toda Roma está llena de montañas, es decir, no es una ciudad en las montañas, ya me entendéis, sino una montaña ciudad, para quien le interese.

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