Authors: Schätzing Frank
Con ambos pulgares, Hanna empezó a presionar algunas partes de la placa. Éstas fueron desprendiéndose con un ligero chasquido y cayendo luego al suelo, donde quedaron esparcidas como si fueran los componentes de un test de inteligencia. El paso siguiente fue separar el mástil de la guitarra de la caja, lo que dejó a la vista un tubo de unos cuarenta centímetros de largo que Hanna dividió en dos mitades de igual longitud, con lo que aparecieron un sinnúmero de tubitos más pequeños que se repartieron por todo el suelo. Hanna los juntó en un montón, abrió su maleta y vació ante sí el contenido de su bolsa de aseo. Puso al alcance de la mano el gel de ducha, el champú y los moldeables tapones para los oídos, destapó uno de los dos tubos con crema hidratante, lo apretó y sacó una franja de una sustancia transparente que comprimió contra uno de aquellos componentes, al tiempo que pegaba otro contra el primero en un ángulo recto. En un instante, la crema y el material sintético crearon un enlace químico. Hanna sabía que no podía permitirse el más mínimo error, ya que luego no podría dar marcha atrás al montaje. Trabajaba de forma concentrada, sin prisas; a continuación, desenroscó una de las pelotas de golf, extrajo de su interior unos diminutos componentes electrónicos, le añadió otras partes y las ensambló en el conjunto. Al cabo de pocos minutos tenía en sus manos una estructura plana de la que sobresalía un fragmento de tubo que parecía el cañón de una pistola, lo que, a fin de cuentas, era: una pistola con un aspecto curiosamente arcaico. Tenía una empuñadura, pero en lugar de gatillo contaba con una especie de interruptor. A partir de los elementos que le habían sobrado, Hanna construyó un modelo idéntico, sometió ambas armas a un detallado examen y pasó a la segunda fase de su trabajo.
Para ello continuó desmontando utensilios salidos de su neceser y juntándolos en un nuevo orden hasta completar veinte proyectiles, cada uno compuesto por unas recámaras que se rellenaban por separado. Con absoluta cautela, repartió pequeñas cantidades de gel de ducha en la recámara izquierda y de champú en la derecha y luego selló ambos compartimentos. Dotó los pequeños cartuchos sacados del mástil de la guitarra, en el interior, de la correspondiente porción de tapones moldeables y de unas pequeñas grageas de gelatina que extrajo de un paquete de medicinas contra los trastornos tractoestomacales. Por último, selló los proyectiles, puso cinco en el mango de la pistola que había armado primero y otros cinco en la segunda. Luego colocó otra vez el fondo en la caja de la guitarra, fijó el mástil con movimientos de experto, reunió los restos de material sintético que habían quedado por el suelo, los metió en el fondo de su maleta, guardó de nuevo los tubos y los frascos en el neceser y se detuvo cuando le tocó el turno a la loción para después del afeitado.
Sí, claro.
Pensativo, contempló el frasco. Luego levantó la tapa, lo sostuvo delante de su rostro y oprimió brevemente y con fuerza el pulverizador.
Aquello sí que era loción para después del afeitado.
No se tropezó con nadie al salir de la suite.
Vestía un traje espacial y una armadura, llevaba una mochila de supervivencia a la espalda y el casco bajo el brazo. Una de las armas cargadas iba pegada a su muslo, oculta en un bolsillo especial de su traje, de modo que no llamaría la atención de nadie. Además, llevaba consigo otros cinco cartuchos. No creía, ciertamente, que tuviera que hacer uso de la pistola durante la madrugada. Si todo transcurría como estaba previsto, ni siquiera estaría obligado a usarla en general, pero la experiencia le enseñaba que los errores se colaban en el plan más impecable con la impertinencia de un insecto. En algún momento esa arma podría prestarle un valioso servicio, y a partir de ese momento lo acompañaría siempre.
Del cuerpo despoblado de Gaia emanaba la atmósfera de un monumento que había sobrevivido a sus constructores. Muy por debajo estaba el desolado vestíbulo. Hanna esperó a que las puertas correderas del E2 se abrieran, entró en la cabina y pulsó el botón del primer nivel. A toda velocidad, el ascensor descendió hasta el subsuelo. Una vez llegado al sótano, Hanna bajó y siguió las señalizaciones en dirección al ancho corredor que todos habían recorrido pocas horas antes y que también estaba vacío, sumido en una luz fría y blanquecina e inundado por un zumbido monótono. Hanna subió a una de las pasarelas mecánicas. Ésta se puso en movimiento, atravesó las esclusas que conducían hacia arriba, a la superficie lunar, cruzó el pasillo hacia el «garaje», como llamaban al aeródromo del hotel, y se adentró luego en una curva a través de la cual se llegaba a un túnel estrecho de dos kilómetros de largo y que conducía directamente hasta uno de los Pequeños reactores de helio 3 que suministraban energía al Gaia durante la noche lunar. Al final del corredor dejó la pasarela mecánica y miró hacia la nave de la estación ferroviaria a través de una de las ventanas. El expreso lunar descansaba sobre sus raíles, unido al corredor a través de unas rampas de acceso. Hanna entró en el tren y caminó por entre los asientos vacíos hasta la cabina. El ordenador de a bordo estaba activado, y el monitor, encendido. Introdujo un código y esperó la autorización. Luego dio media vuelta, se acomodó en la primera fila de asientos y extendió las piernas.
No podría haber hecho nada parecido si hubiera sido un huésped como cualquier otro. Pero Ebola lo había preparado todo para él; Ebola se ocupaba de que no hubiera impedimento alguno para Carl Hanna en la Luna, ninguna puerta cerrada, ninguna zona vedada.
Lentamente, el expreso lunar se puso en movimiento.
A lo largo de sus cuarenta y cuatro años de vida, Hanna había sido muy consciente de la necesidad de separar las cosas. En la India había participado en una serie de operaciones encubiertas que, si en alguna ocasión hubiesen sido descubiertas, apenas habrían servido para cualificarlo como un amigo de aquel país. Al mismo tiempo, había ido construyendo un círculo de amistades con personas nativas y vivía en concubinato con mujeres indias. Causaba perjuicios a los intereses de sus anfitriones, socavaba la autonomía económica y militar del Estado multinacional, pero, en lugar de andar frecuentando, como algunos de sus colegas, ciertos bares de mala muerte, establecimientos dudosos o clubes exclusivos con licencia para vender alcohol, en lugar de andar bebiendo aguardiente de coco y whisky, o de cubrir a los anfitriones con comentarios racistas en cuanto nadie lo estaba escuchando, él se alquilaba un bonito piso en un barrio céntrico de Nueva Delhi y desarrollaba una auténtica pasión por el curry y los mercados de especias. Por naturaleza, no era alguien que trabara amistad con rapidez; sin embargo, con los años, había empezado a cogerle cariño a la cultura de aquel país y a su gente, hasta el punto de que a veces coqueteaba con la idea de establecerse definitivamente junto al Yamuná. Mientras no estaba realizando su trabajo, el cual requería de una gran habilidad para mentir y de un enorme grado de hipocresía, intentaba llevar una vida completamente normal, fiel a la divisa del país:
«Satyameva Jayate»,
«Sólo la verdad triunfa». La doble condición de su existencia, como una cabeza de Jano, no le estorbaba en absoluto, sino que lo ayudaba a separar consecuentemente al Hanna ciudadano del Hanna embaucador, a fin de que ninguno de los dos se interpusiera en el camino del otro.
También ahora, ante su inminente misión, disfrutó la infinita vastedad del Mare Imbrium, el juego de sombras alrededor de Platón, la amenazante rudeza de las montañas polares cada vez más próximas, el rápido ascenso. Una vez más se vio rodeado por la oscuridad del cráter en sombras, mientras el tren recorría, a setecientos kilómetros por hora, el corredor natural situado entre el Peary y el Hermite, en dirección a la base estadounidense.
Entonces, de repente, el tren disminuyó la velocidad.
Y se detuvo.
Solitario, el expreso lunar quedó como varado en el flanco de una montaña, en medio de la tierra de nadie de la región polar de los cráteres, a menos de cincuenta kilómetros de distancia de la base. Hanna se puso de pie y caminó hasta la mitad del tren, donde unas taquillas de persianas enrollables orlaban el pasillo. El canadiense levantó unas de las persianas y, con rápida mirada, examinó el sistema de montaje de módulos guardado en la taquilla, estudió las instrucciones de montaje pegadas a la pared trasera, sacó una plataforma oval con unas patas plegables de telescopio, ocho pequeños tanques esféricos, unas toberas rotatorias acopladas a unos brazos, dos acumuladores cargados y una barra enorme que terminaba en una empuñadura; en medio de todo brillaba un monitor. El montaje fue sencillo; a fin de cuentas, el
grasshopper,
aquel vehículo con forma de saltamontes, se había desarrollado para casos de emergencia, para que los viajeros, por ejemplo, pudieran valerse por sí mismos en caso de que fallaran los guías. Una vez montado, apoyado sobre sus patas telescópicas, ofrecía sitio para dos astronautas, uno de los cuales, el delantero, debía hacerse cargo del volante. Hanna empujó el vehículo hasta la esclusa de aire, regresó a las taquillas, sacó una caja de herramientas y un aparato de medición y metió ambas cosas en un compartimento situado en el suelo del
grasshopper.
Luego se puso el casco y realizó las pruebas correspondientes para el traje, antes de iniciar el vaciado de aire. Al cabo de pocos segundos, se desbloqueó la escotilla exterior. Hanna subió al «saltamontes», sacó su ordenador, lo sujetó a un lado del panel de control y abrió la escotilla.
El aparato inició el sondeo de localización.
Atento, Hanna le dio al vehículo las coordenadas. El LPCS le permitió localizar el paquete. Aliviado, comprobó que el aparato comunicaba todavía, de lo contrario habrían perdido toda oportunidad de encontrarlo en medio de aquel páramo. Los sistemas electrónicos funcionaban, de modo que debía de ser un problema mecánico. Con una ignición, el
grasshopper
se alzó del suelo y aceleró. Para no perder altura, tenía que crear un contraimpulso constante, mientras las toberas rotatorias servían para cambiar de dirección. Los aparatos voladores del formato del
grasshopper
estaban, por naturaleza, limitados a un radio de acción restringido, pero la ausencia de capas de aire tenía un efecto positivo, ya que no había ninguna fricción atmosférica que pudiera frenar el impulso tomado en un inicio. Los pequeños tanques esféricos permitían vencer asombrosas distancias a una velocidad máxima de ochenta kilómetros por hora.
La señal le llegaba desde unos seis kilómetros. A la sombra de la pared del cráter, Hanna se sentía casi como un ciego, y dependía totalmente de los mortecinos conos de luz de los faros de a bordo. Como si intentasen ganarle la carrera, la luz corría a toda velocidad por delante de él. Sólo los sistemas de radar del vehículo lo protegían de colisiones con salientes de roca. A una distancia considerable, la planicie iluminada se unía al negro de nítidos contornos de la sombra de la montaña, mientras que, arriba, una cegadora luz solar salpicaba la cresta del cráter. Hacía rato que las vías del expreso lunar se habían adentrado entre las crestas rocosas del valle vecino, en dirección a aquella planicie ligeramente elevada que conducía en línea recta hasta las alturas del Peary, el sitio hacia donde debía de estar avanzando el paquete por sus propios medios desde hacía horas; sin embargo, su señal atraía a Hanna hacia la dirección opuesta, hacia lo profundo del cráter.
Hanna moderó el impulso. El
grasshopper
perdió altura y sus dedos de luz palparon la agrietada roca. A su alrededor se amontonaban los afilados fragmentos rocosos, fantasmales indicios de que, no mucho tiempo atrás, se había producido allí, con estruendo, un desprendimiento hacia el valle; o no, aquel acontecimiento había tenido lugar en medio de un absoluto silencio. Entonces el terreno se hizo más llano y la sonda radiogoniométrica le hizo saber que había llegado a su objetivo. Le faltaban pocos metros.
Activó las toberas de frenado y buscó entre los conos de luz un sitio donde posarse. Por lo visto, aún no había llegado al pie del cráter. El suelo del fondo seguía siendo demasiado escarpado y agreste como para que fuera seguro estacionar allí el
grasshopper.
Cuando hubo hallado por fin una plataforma más o menos llana, se vio obligado a recorrer otro kilómetro y medio entre sacudidas y resbalones, en constante peligro de perder el equilibrio y romperse el traje con alguno de los afilados fragmentos de roca que abundaban a su alrededor. Extraviado, el rayo de luz de su casco vagó por aquellos montones de escombros descoloridos. Varias veces tropezó, revolviendo el extrafino polvo lunar, un material estáticamente cargado que se adhería a sus piernas con insistencia. Los guijarros saltaban delante de él, extrañamente animados, luego el terreno desaparecía de pronto y la luz se perdía en una negrura sin contornos. Hanna se detuvo, apagó la linterna del casco, mantuvo los ojos bien abiertos y aguardó.
La impresión era abrumadora.
El centelleo millonario de la Vía Láctea sobre su cabeza. No había ningún tipo de contaminación debida a la luz artificial. Sólo el lejano
grasshopper
a sus espaldas, con sus luces de posicionamiento, formaba un pequeñísimo punto. Hanna estaba en la Luna lo más solo que puede estar persona alguna. Nada experimentado hasta ese momento podía compararse con esa experiencia, de modo que, por un momento, se olvidó de su misión. Cualquier cosa que separara al hombre de lo experimentable se desdibujaba y se disolvía allí. Se volvía incorpóreo, formando un todo con el mundo no dual. Todo era Hanna, todo reposaba sobre él y, a su vez, él estaba presente en todo. Recordó a un
sadhus,
un monje hindú que hacía años le había explicado que era capaz de beberse a su antojo el océano Índico de un solo trago, una expresión de índole un tanto críptica, según le pareció a Hanna entonces. Sin embargo, ahora él estaba allí —¿lo estaba realmente todavía?—, y podía absorber el universo dentro de sí.
Aguardó.
Al cabo de un rato se demostró aquello en lo que había confiado: que la oscuridad se volvería menos impenetrable de lo que se temía. Por allí andaban sueltos algunos fotones, emitidos por la iluminada pared del cráter situado enfrente, cuyo borde asomaba un tramo por encima de la planicie. Como en una foto sumergida en el líquido del revelado, se fue perfilando un entorno que se barruntaba más que se veía, pero ello bastó para descubrir que la supuesta ladera bajo sus pies era una especie de embudo que podía recorrerse con unos pocos pasos. El canadiense encendió de nuevo la luz. La magia se esfumó. Decepcionado, continuó avanzando sin perder de vista lo que le anunciaba el monitor de su ordenador, y caminaba tan concentradamente que sólo vio el objeto cuando ya estaba encima de él.