Límite (29 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Omura miró fijamente a Lurkin, como si la entrenadora hubiera perdido el juicio.

—Con nada de eso. ¡Yo quiero ir a la sauna!

—Irá usted a la sauna —repuso Lurkin como si hablara con una niña pequeña—, pero primero haremos una ronda de ejercicios, ¿de acuerdo? Así son las cosas a bordo de las estaciones espaciales. El instructor tiene la última palabra.

—Bien —dijo Amber, estirándose—. Yo iré al ergómetro.

—Y yo a la bicicleta estática —exclamó Miranda Winter, complacida.

—Un ergómetro
es
una bicicleta estática —dijo Omura torciendo el gesto, como si se estuviera cometiendo con ella una grave injusticia—. ¿Por lo menos se puede nadar aquí?

—Pues claro. —Lurkin abrió sus musculosos brazos—. Si en un estado de gravitación cero encuentra usted una vía para mantener el agua en la piscina, podremos hablar sobre ello.

—¿Y aquello? —dijo Hsu, mirando hacia una máquina situada en el techo, justo encima de ella—. Parece un
stepper.

—¡Bingo! Es para entrenar el trasero y los muslos.

—Justo lo que necesito. —La taiwanesa se deshizo de su albornoz como si éste fuese una segunda piel—. No se debe desaprovechar ninguna oportunidad de contrarrestar el deterioro. ¡Ya es lo suficientemente dramático! Entretanto, me parece que lo único que evita el ensanchamiento incontrolable de mi cuerpo es la ropa elástica usada contra las trombosis.

Amber, que conocía a Hsu de los medios de comunicación, enarcó las cejas. No cabía duda de que la reina del lujo había acumulado mucha grasa en los últimos años; sin embargo, su piel parecía tersa y henchida como la de un globo. ¿Qué acababa de decir Lurkin acerca de la cara hinchada? ¿Por qué iba el efecto a limitarse únicamente a la cara? Claro que los brazos no temblaban en la ingravidez, que los pechos se alzaban cuando dejaban de buscar el centro de la Tierra; claro que todo se redondeaba y se estiraba de un modo apetitoso. Rebecca Hsu parecía ahora, toda ella, hinchada,
puffy.

—No se preocupe —dijo Amber—. Está usted muy bien.

—Para su edad —añadió Omura con suficiencia.

Hsu se encaramó al
stepper
con la ayuda de Lurkin, se dejó poner el cinturón y desde allí, boca abajo, dedicó una sonrisa a Amber.

—Gracias, pero cuando se ha llegado al punto de que los
paparazzi
tienen que acercarse en helicóptero para tomar una foto de cuerpo entero de una, es que ha llegado la hora de afrontar la verdad. Empiezo a convertirme en alimento de los dioses. Distribuyo productos anticelulíticos milagro de algunas de las firmas de cosméticos más prestigiosas del mundo, pero si alguien me pega un azote en las nalgas, tiene que esperar un cuarto de hora para que las ondas dejen de expandirse.

Y entonces Hsu empezó a patear como un vinatero en una tina, mientras que Miranda Winter se partía de la risa y Amber se hacía partícipe de la diversión general. La mímica de Omura atravesó diferentes estadios de la humanidad, pero luego también ella soltó una carcajada. Algo en el ambiente se relajó, un temor profundo e inconfesado, y entonces aquellas mujeres empezaron a moverse entre cacareos y jadeos.

Lurkin aguardó con expresión de indulgencia, con los brazos cruzados.

—Menos mal que estamos de acuerdo —dijo la entrenadora.

—Fuera.

Fueron las palabras de Heidrun, seguidas de un barboteo de alborozo. Fue lo último que O'Keefe oyó antes de salir por la esclusa. «¡Heidrun, pedazo de cabrona!» Frank Poole, el desdichado astronauta de
2001: Una odisea del espacio,
había sido víctima de un ordenador paranoico, él lo era de una suiza que representaba un peligro para la colectividad. Los dedos de Finn O'Keefe rodearon los controles de las toberas de navegación. El primer apretón detuvo su vuelo; el segundo, pensado para darse de nuevo la vuelta hacia la esclusa, provocó que empezara a girar sobre sí mismo.

—Muy bien —oyó decir a Hedegaard, como si la danesa fuera un hada con las alas de hada plegadas y estuviera sentada ahora mismo en algún rincón de su casco—. Una rápida capacidad de reacción para ser un principiante.

—Venga ya, no me vacile —refunfuñó el actor.

—No, en serio. ¿Conseguirá también detener ese movimiento giratorio?

—¿Por qué? —rió Heidrun—. Si se ve muy bien. Eh, Finn, ahora deberías buscarte un satélite que gire a tu alrededor.

Finn giraba en el sentido de las manecillas del reloj; de modo que había que maniobrar en sentido contrario.

Funcionó. De pronto quedó colgando inmóvil y vio a los otros salir de la esclusa como objetos a la deriva. Esa nueva generación de ajustados trajes espaciales tenía la ventaja de no conferirles un aspecto igual a todos sus portadores. Uno podía inferir quién estaba delante, aunque las caras eran apenas identificables debido al cristal de espejo que había en los cascos. Heidrun, blindada como un guerrero galáctico, se descubría ella sola por su amarfilada figura anoréxica. En ese instante, Finn habría querido propinarle un puntapié.

—Ya te la cobraré en casa —murmuró, pero en ese mismo momento no tuvo más remedio que sonreír.

—Pero, ¡Perry! Mi héroe.

Ella continuó soltando risitas, entró en una posición torcida y empezó a ponerse de cabeza. Otro que podría ser Locatelli, Edwards o Parker, se las arregló para emprender la retirada hacia la esclusa. Un tercero movía los brazos como si estuviera remando. Nada de ello parecía espontáneo. Salvo Hedegaard y Black, sólo había un participante en el paseo que dejaba entrever un control de sus actos, ya que describió un impecable vuelo semicircular y se mantuvo quieto junto a los dos guías. O'Keefe no dudó ni un instante que se trataba de Rogachov, pero de pronto todos, como movidos por la mano de un espíritu, consiguieron juntarse.

—Peligroso, ¿no? —dijo Black, riendo—. No hay nada comparable a navegar en el vacío. No hay fricciones, ni corrientes que se lo lleven a uno, ni presión opuesta. En cuanto uno se pone en movimiento, se sigue la trayectoria hasta que se produce algún impulso correspondiente o se entra en el ámbito de influencia de algún cuerpo celeste, el cual se ocupa de que uno termine como una estrella fugaz o abra un bonito y pequeño cráter en alguna parte. Manejar las toberas de navegación requiere una ejercitación que ustedes no tienen. Por eso, a partir de ahora no tendrán que hacer nada más. El mando a distancia asume el control. Durante los próximos veinte minutos los pondremos bajo la guía del rayo directriz, lo que quiere decir que pueden disfrutar relajadamente de las vistas.

Todos se pusieron en movimiento y volaron hacia el exterior, hacia el nivel artificial y la nave espacial a medio acabar. Una quietud ingrávida reinaba entre los mástiles de los reflectores.

—Por supuesto que intentamos limitar las EVA al mínimo absolutamente imprescindible —les explicó Hedegaard—. Actualmente los pronósticos de tormentas solares son lo bastante fiables como para tenerlo en cuenta en el plan de misiones. De todos modos, ningún astronauta sale al exterior sin un dosímetro. Si se produjeran erupciones de manera inesperada, quedaría suficiente tiempo para llegar al interior de la estación; aparte de eso, sobre las paredes exteriores de la OSS hay distribuidos decenas de
storm shelters,
compartimentos blindados por si en algún momento alguien se ve en apuros. Por otro lado, aun el traje más sofisticado, a la larga, no protege de los daños causados por la radiación, por eso se ha incrementado el uso de robots.

—¿Son esos chismes que vuelan por ahí? —preguntó Locatelli con voz débil, señalando en dirección a dos máquinas sin piernas que cruzaban su ruta a cierta distancia—. Parecen dos jodidos
aliens.

—Sí, es asombroso. Desde que la realidad se emancipó de la ciencia ficción, la primera ha echado mano de las ideas de la segunda. Por ejemplo, al reconocer que los aparatos de aspecto humano satisfacen en muchos sentidos los anhelos de sus creadores.

—La creación a imagen y semejanza —dijo Mimi Parker—, tal y como aprendimos de nuestro jefe supremo hace seis mil años.

Algo vibraba en aquella expresión coloquial libremente elegida, algo que dejó perplejo a Finn O'Keefe. El actor decidió que más tarde reflexionaría sobre ello. Entonces, el grupo tomó una curva bastante pronunciada y puso rumbo hacia la nave espacial. Uno de los autómatas se había enganchado a la cubierta exterior como una garrapata. Sus dos extremidades principales desaparecían dentro de una tapa abierta en la que, obviamente, el aparato intentaba instalar algo, ya que otros dos brazos de tamaño más pequeño mantenían listas unas piezas. La parte delantera de la cabeza en forma de casco estaba adornada con las ranuras de visión de cristal negro.

—¿Son capaces de pensar, esos bichos? —preguntó Heidrun.

—Son capaces de calcular —respondió Hedegaard—. Son robots de la serie de fabricación Huros-ED, Humanoid Robotic System for Extravehieular Demands («sistema roboticohumanoide para misiones extravehiculares»). Son muy precisos, absolutamente fiables. Hasta ahora sólo se ha producido un único incidente que involucrara a un Huros-ED, si bien no fue el robot el que lo provocó. A raíz de eso, se les ampliaron los circuitos con un programa de salvamento. Los usamos en toda clase de misiones, inspección, mantenimiento y construcción. Si algo los lanzara a ustedes al espacio, habría muchas posibilidades de que fuese un Huros el que fuera a recogerlos y los trajera de nuevo a la nave, sanos y salvos.

Ahora el camino los llevó hacia arriba, en vertical, a todo lo largo de uno de los mástiles lumínicos y por encima de la parte posterior de la nave.

—Con los transbordadores se necesitan entre dos y tres días para llegar a la Luna. Son vehículos espaciosos, como ustedes mismos verán; no obstante, si quieren pasarlo bien, deben imaginarse que están viajando hasta Marte. ¡Seis meses metidos dentro de una caja como ésa es el más puro horror! Los seres humanos no somos máquinas, necesitamos contacto social, una esfera privada, espacio, música, buena comida, bonitos diseños, alimento para los sentidos. Por eso, la nave espacial que están construyendo aquí no puede compararse con ninguna otra nave tradicional. Una vez terminada, será de un tamaño fuera de lo común, aquí sólo están viendo el elemento del fuselaje, que tiene unos doscientos metros de largo. Más exactamente, se trata de varios elementos individuales acoplados entre sí, en parte tanques desgastados de antiguos transbordadores espaciales, en parte módulos nuevos, de mayor tamaño. En conjunto, conforman la sección de trabajo y de mando. En ella habrá laboratorios y salas de reuniones, invernaderos e instalaciones de depuración. Los módulos para dormir y entrenar rotan en torno al fuselaje fijados a saledizos centrífugos, de modo que allí predomina una débil gravedad artificial comparable a la de Marte. En un siguiente paso, la estructura será ampliada hacia adelante y hacia atrás con mástiles de varios centenares de metros de longitud.

—¿Varios centenares de metros? —repitió Heidrun, como un eco—. ¡Santo cielo! ¿Qué longitud tendrá ese chisme?

—Se habla de un kilómetro, sin contar las alas solares, los generadores. Sólo dos tercios corresponden al mástil frontal, en cuyo extremo habrá un reactor nuclear que se ocupará de la propulsión. De ahí esa estructura tan particular. Los hábitats deben estar por lo menos a setecientos metros de la fuente de radiación.

—¿Y cuándo tendrá lugar ese vuelo? —quiso saber Edwards.

—Los más realistas apuestan por el año 2030. A Washington le gustaría que fuese antes. No sólo hay competencia por llegar a la Luna. Estados Unidos mira al Planeta Rojo y pondrá todo su empeño para...

—...apoderarse de él —dijo Rogachov, completando la frase—. Eso está claro. ¿Es que Orley le ha alquilado todo el astillero al gobierno de Estados Unidos?

—Una parte —respondió Hedegaard—. Otras secciones de la estación están alquiladas por estadounidenses, alemanes, franceses, indios y japoneses. También hay rusos. Todos poseen estaciones de investigación aquí arriba.

—¿Sólo los chinos no están?

—Sí, son los únicos que faltan.

Rogachov se dio por satisfecho con la respuesta. Entonces el vuelo los condujo a través de los astilleros en dirección al anillo exterior, con sus talleres y manipuladores. Hedegaard llamó su atención sobre los lejanos extremos de los mástiles, de los que brotaban unas estructuras esféricas:

—El sistema de posicionamiento y de regulación de la órbita. Los tanques esféricos alimentan las toberas de navegación con las cuales la estación, en caso de necesidad, puede bajar, subir o desplazarse de lugar.

—¿Y eso para qué? —preguntó O'Keefe—. Pensé que tenía que permanecer exactamente a esta altura.

—De hecho, sí. Pero, por otro lado, en caso de que se abalance sobre ella un meteorito o cualquier otro fragmento grande de basura espacial, tendríamos que estar en condiciones de corregir el trayecto de la nave. Por lo general, lo sabemos con semanas de antelación. La mayoría de las veces basta con una reubicación en la vertical, pero en ocasiones es más razonable apartarse un poco a un lado.

—¡Ah, por eso la estación de anclaje es una isla flotante! —exclamó Mimi Parker—. Para poder desplazarla de manera sincronizada con la OSS.

—Exacto —dijo Hedegaard.

—¡Tremendo! ¿Y eso pasa con frecuencia? ¿Esa clase de bombardeos?

—Raras veces.

—¿Y se conocen las trayectorias de todos los objetos? —insistió O'Keefe.

—Bueno. —Black vaciló—. La de los objetos más grandes. Los pequeños pasan junto a nosotros constantemente sin que nos enteremos: nanopartículas, micrometeoritos...

—¿Y qué sucede si uno de esos chismes me golpea el traje?

—De repente la voz de Edwards sonaba como si estuviera deseando regresar al interior de la estación.

—Pues que tendrías un agujero más en tu cuerpo —dijo Heidrun—, y ojalá sea en un sitio bonito.

—No, el traje lo rechazaría. Los blindajes están diseñados para asimilar las nanopartículas, y en caso de que realmente se abra un agujero en el traje del tamaño de una aguja, no por eso muere uno de inmediato. El tejido está relleno por debajo con una capa sintética cuyas cadenas de moléculas se disparan en cuanto el material alcanza su punto de fusión. Y eso, en caso de un impacto de meteorito, se produce debido al calor de la fricción. Tal vez le causaría una pequeña lesión, pero lo mismo le sucedería si pisa un erizo de mar o si un gato le da un zarpazo. Las oportunidades de cruzarse con un micrometeorito son, con diferencia, menores que las de ser devorado por un tiburón.

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