Authors: Schätzing Frank
Ahora, sin embargo, debía interesarse por la política. Al menos mientras no quisiera perder el poder de decisión en relación con la historia de la que estaba a punto de convertirse en coprotagonista.
Delante de él estaba sentado Julian Orley.
La mera circunstancia que lo había llevado hasta allí era motivo más que suficiente, pero más lo era lo que Orley acababa de contarle. Hacía veinte minutos, él, su nuera, la reina de las presentadoras de la televisión estadounidense, Evelyn Chambers, y un ruso al que no conocía habían emergido de la Tierra de la Niebla, cabalgando sobre unos
grasshoppers
como caballeros Jedi derrotados, y habían pedido entrar y que se les ofreciera ayuda. Por supuesto que a esa hora, a las tres y media de la mañana, todos estaban durmiendo, lo que pareció sorprender a Orley cuando Jia se lo comentó. De inmediato se ocuparon de que aquellos visitantes inesperados se sintieran a gusto y les sirvieron té caliente, pero de todos modos el comandante chino se encontraba en una situación difícil, ya que...
—...sin pretender ofenderlo, estimado señor Orley, la última vez que Estados Unidos pisó nuestro territorio, las consecuencias fueron nefastas.
Durante un tiempo habían intentado hablar en chino, pero el a duras penas chapurreado mandarín de Orley no podía competir con el inglés fluido de Jia. Zhou Jinping y Na Mou, los miembros de la tripulación de Jia, estaban en el ala contigua del edificio, y allí se ocupaban del resto de los huéspedes. Sobre todo de Evelyn Chambers, que parecía estar desarrollando crecientes simpatías por un inminente ataque de nervios.
—¿Su territorio? —preguntó Orley, enarcando una ceja—. ¿No fue más bien al revés?
—Sabemos, por supuesto, que Estados Unidos lo ve todo de un modo muy diferente —dijo Jia—. En relación, sobre todo, con quién entró en el territorio de quién. La percepción es algo subjetivo.
—Sí, claro. —El inglés asintió—. Sólo que, verá usted, comandante, a mí todo eso me importa un bledo. Ni yo soy el responsable de las extracciones que se hacen en este lugar ni apoyo las pretensiones territoriales de Washington. He construido un ascensor, una estación espacial y un hotel.
—Su lista no está completa, si me permite que se lo diga. Usted es beneficiario de esas extracciones porque está en condiciones de fabricar los reactores.
—Sin embargo, soy un empresario privado.
—La tecnología de la NASA y la de Orley Enterprises serían impensables la una sin la otra. A ojos de los chinos, por tanto, es usted algo más que un simple ciudadano que actúa de manera particular.
Orley sonrió.
—¿Y por qué entonces Zheng Pang-Wang hace referencia, con cierta regularidad, a que lo soy?
—¿Tal vez con el fin de asegurarse de que tiene usted autonomía en sus decisiones? —respondió Jia, devolviéndole la sonrisa—. No me entienda usted mal. No me atrevería a cuestionar al honorable Zheng, pero él es un empresario tan poco privado como lo es usted. Ustedes influyen en la política mundial más que muchos políticos. ¿Un poco más de té?
—Sí, por favor.
—Verá, lo único que me importa es que entienda usted mi situación, señor Orley...
—Llámeme Julian.
Jia guardó silencio por un segundo, desagradablemente conmovido. Sirvió más té. Nunca había entendido lo que impulsaba a británicos y estadounidenses a forzar el uso del nombre de pila a la menor oportunidad.
—La ampliación de los acuerdos de noviembre de 2024 prevé que nos ayudemos mutuamente en la Luna —dijo el chino—. Somos
taikonautas
, y ustedes son astronautas, pero en general somos representantes de la raza humana. Deberíamos auxiliarnos mutuamente. Yo pondría de inmediato nuestro transbordador a su disposición, tal y como usted desea, pero la mera circunstancia de que se trate de usted tiene una profunda dimensión política. Además, podría haber un arma atómica en juego.
—No sería la primera vez que los chinos nos ayudan en un asunto semejante. De lo contrario, probablemente ni siquiera tendríamos conocimiento alguno de la existencia de dichas armas, y estaríamos paseando por ahí alegremente con Hanna, alrededor de las edificaciones lunares, hasta que todo explotara.
—Hum, pues sí.
—Por otra parte —Orley juntó las puntas de los dedos—, quiero poner todas las cartas sobre la mesa. La gente que nos ha prevenido no excluye una participación de China en el planeado ataque...
—¡Eso es absurdo! —exclamó Jia en un arranque de indignación—. ¿Qué interés podría tener mi país en destruir su hotel?
—¿Le parece a usted descabellado?
—¡Completamente descabellado!
Julian contempló a su interlocutor. Jia era un tipo agradable, pero trabajaba para ese gran consorcio llamado Gran Pekín. En caso de que la conspiración contra Orley Enterprises hubiera partido, realmente, de territorio chino, Jia podría desempeñar un papel en ello. En ese caso, estaría hablando con su enemigo, lo que justificaba tanto más la franqueza con la que le explicó al comandante que los presuntos instigadores estaban a punto de ser descubiertos y que tal vez era recomendable abortar cualquier operación. Si Jericho y sus amigos se equivocaban, cualquier carta que jugara con franqueza era una inversión en la confianza de Jia. Julian se inclinó hacia adelante.
—La bomba fue mandada aquí arriba en el año 2024 —dijo.
—¿Y?
—En ese momento estábamos en medio de la conocida crisis lunar.
—Nosotros hicimos todo lo que estaba en nuestras manos para hallar una solución pacífica a ese conflicto.
—Pero sigue siendo indiscutible que Pekín no quedó muy bien a ojos de Washington. En ese sentido, a usted podría interesarle saber que la bomba proviene de las reservas del mercado negro surcoreano, y que fue comprada por ciudadanos chinos.
Jia lo miró confundido. Luego se pasó las manos por los ojos, como si hubiera caído en una telaraña.
—Somos una potencia nuclear —dijo—. ¿Por qué el Partido iba a comprar armas nucleares en el mercado negro?
—Yo no he dicho que la compra la hiciera el Partido.
—Hum... Continúe.
—Lo más curioso es que esa bomba llegó a la Luna desde suelo africano, ya que por entonces el gobernante de Guinea Ecuatorial era una marioneta, y fue puesto en el poder por su gobierno mediante un golpe de Estado. Hasta donde yo lo entiendo, la tecnología para el programa espacial ecuatoguineano salió de la firma Zheng...
—¡Un momento! —exclamó Jia—. ¿De qué está hablando? ¿Está usted diciendo que es Zheng quien desea volar por los aires su hotel con una bomba nuclear?
—Convénzame de lo contrario.
—¿Por qué querría hacer Zheng algo así?
—No tengo ni idea. ¿Porque somos sus competidores, tal vez?
—¡No, usted no lo es! Usted no compite por los mismos mercados, usted compite por el
know-how.
En esos casos, se practica el espionaje, se soborna, se argumenta, se intentan forjar alianzas, pero la gente no se ataca con bombas atómicas.
—Los métodos se han endurecido.
—Pero ¡con un ataque de esa índole ni Zheng ni mi país habrían ganado nada! ¿Qué cambiaría, de las circunstancias actuales, la destrucción de su hotel, aun cuando usted muriera en el ataque?
—Sí, lo mismo me pregunto yo. ¿Qué?
Durante un buen rato, Jia no dijo nada más, sino que se frotó el puente de la nariz y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, había en ellos, como impresa, una pregunta.
—No —respondió Julian.
—¿No?
—Mi visita no forma parte de ninguna maniobra de engaño, de ningún plan u operación, estimado Jia. Tampoco quiero ofenderlo a usted ni ofender a su país. Podría haberme callado algunas cosas delante de usted a fin de influir en su decisión.
—¿Y qué espera que haga yo ahora?
—Puedo decirle lo que necesito.
—¿Quiere que yo los lleve a usted y a sus amigos de vuelta al hotel usando nuestro transbordador?
—Y tan pronto como sea posible. Mi hija y mi hijo están en el Gaia; además, hay allí otros huéspedes y miembros del personal. Tenemos motivos para temer que Hanna regresará allí dando algún rodeo. Además, necesito sus satélites.
—¿Mis satélites?
—Sí. ¿Ha tenido usted problemas con ellos durante las últimas horas?
—No, que yo sepa.
—Los nuestros se han colapsado, como le he dicho al principio. Los suyos, en cambio, parecen funcionar. Necesito dos canales. Uno con la central de mi grupo empesarial en Londres y otro con el Gaia. —Julian hizo una pausa—. Yo le he mostrado a usted toda mi confianza, señor comandante, aun a riesgo de que usted rechazase mi ruego. No puedo hacer nada más. Ahora todo depende de usted.
Una vez más, el taikonauta guardó silencio durante un rato.
—Si yo lo ayudase..., estaría usted en deuda con China, por supuesto —dijo alargando las palabras.
—Por supuesto.
En ese momento, la cabeza de Jia podría haber sido de cristal transparente, pues Julian pudo ver con exactitud lo que estaba pasando dentro de ella. El comandante se estaba preguntando, lleno de inquietud, si el visitante tendría la razón, y su gobierno habría hecho alguna jugarreta de la que él no tenía conocimiento. Y si podría acusárselo de traidor a la patria si ayudaba sin consultarlo al hombre que era el responsable de la supremacía estadounidense en el espacio.
Julian carraspeó.
—Tal vez deberíamos considerar que hay alguien que intenta culpar a su país —dijo—. En su lugar, yo no dejaría que se hiciera conmigo algo así.
Jia lo miró con el ceño fruncido.
—Psicología, curso elemental.
—Bueno, sí. —Julian sonrió al tiempo que se encogía de hombros—. Un poco.
—Vaya con sus amigos —dijo Jia—. Y espere.
Chambers no podía parar aquella película interminable. Una y otra vez, veía la pata del escarabajo bajar por su cuerpo, y de repente empezó a temblar con espasmos epilépticos. Como un trapo sucio, resbaló por la pared del módulo habitacional en el que la habían alojado junto con Amber y Oleg. El espacio era muy estrecho en aquella estación, a diferencia de lo que sucedía en los habitáculos de la estación estadounidense. Na Mou, la taikonauta, la abastecía de té y de unos panecillos ácidos con sabor a cangrejo. Mientras Julian ablandaba al comandante, Chambers le había contado a la china —que posiblemente entendiera mejor el inglés de lo que lo hablaba— todo cuanto había ocurrido en las últimas horas, y se había horrorizado tanto ante su propio relato que ahora había perdido el habla.
—Acostalse
—le dijo amablemente Na. Era una mujer de aspecto mongol, con un mentón ancho y ojos muy oblicuos que tenían algo curiosamente arraigado en el pasado, una mezcla de júbilo organizado y de combinado fabril comunista.
—Es algo que no cesa —susurró Chambers—. No cesa.
—Sí.
Pielnas aliba
—le dijo la china.
—Da igual que cierre los ojos o que los abra, jamás se detiene. —Evelyn agarró una de las muñecas de Na, y sintió el sudor frío en su labio superior y en la frente—. En cualquier momento me veo pisoteada, muerta. ¡Por un escarabajo! ¿No es una locura? Son los humanos los que pisan y matan a los escarabajos, no al revés. Pero no puedo librarme de ello.
—Sí que podrás. —Amber había escapado de la curiosidad de Zhou Jinping, el tercer miembro de la tripulación, y se sentó junto a ella en el suelo—. Estás en estado de
shock,
eso es todo.
—No, yo...
—Está bien, Evy. Yo también estoy a punto de venirme abajo.
—No, fue algo más. —Chambers puso los ojos en blanco, como hacían las practicantes de vudú en medio de un trance ritual, las
mambos
—. Fue la muerte.
—Lo sé.
—No, yo estuve del otro lado, ¿me entiendes? Y allí estaba Momoka, y... y yo sabía que estaba muerta, pero...
Dos embalses de consternación y tristeza rebasaron los diques y se derramaron por el bello rostro latino de Chambers. La presentadora gesticuló como si quisiera invocar un conjuro que lo deshiciera todo, pero dejó caer las manos sin fuerzas y rompió a llorar. Amber la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí con suavidad.
—Demasiado —asintió Na Mou sabiamente.
—Todo saldrá bien, Evy.
—Quise preguntarle qué será lo próximo a lo que tendremos que enfrentarnos —sollozó Chambers—. Hacía tal frío en su mundo... Creo que ella me embrujó, esta recurrente visión infernal..., tal vez ella vio algo parecido, algo igual de horrible antes de morir, y...
—Evy —dijo Amber en voz baja, pero con firmeza—. No eres ninguna nigromántica. Sencillamente, has perdido los nervios.
—Ni siquiera me caía bien.
—A ninguno de nosotros le caía muy bien —dijo Amber, soltando un suspiro—. Salvo a Warren, supongo.
—Pero ¡eso es terrible! —replicó Chambers aferrándose a ella, sacudida por espasmos—. Y ahora ya no está, ya ni siquiera podemos..., ni siquiera podemos decirle algo agradable...
Ah, pero ¿era preciso hacerlo?, pensó Amber. ¿Había que decirle cosas agradables a aquel pedazo de mierda sólo por la posibilidad de que uno la diñara en un futuro próximo?
—Creo que ella no sentía las cosas así —dijo la mujer de Tim.
—¿Lo crees?
—Sí. El concepto que Omura tenía de ser amable era muy distinto.
Evelyn hundió su rostro en el hombro de Amber. La mujer de los medios más poderosa de Estados Unidos, la que ponía y quitaba presidentes, lloró todavía unos minutos, hasta que se durmió por mero cansancio. Na Mou y Zhou Jinping se habían retirado en un respetuoso silencio. Rogachov yacía en una de las estrechas camas, con las piernas cruzadas, y garabateaba algo en un pedazo de papel que había pedido.
—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó Amber con voz cansada.
El ruso hacía girar el boli entre los dedos, pero no la miró.
—Hago unos cálculos.
Jia Keqiang intentó derrotarse en la lucha interior que libraba consigo mismo.
Por su experiencia, que era suficiente, conocía la dilación y la rigidez de las vías oficiales, del mismo modo que tenía claro que entre las autoridades chinas relacionadas con la navegación espacial había montones de paranoicos. Por otra parte, una sola llamada sería suficiente para librarse de toda responsabilidad, ¡de todo peligro de cometer el error que estaba condenado a cometer si se ponía de parte de Orley! Sólo tenía que desplazar la carga de la responsabilidad hacia algunos de los profesionales de la sospecha, y si el hotel de Orley, efectivamente, era destruido, ya no sería culpa suya. Luego Pekín ya se ocuparía de las violaciones de los acuerdos, de la omisión de la ayuda o de lo que fuera, mientras que él se retiraría a la posición del que quiere ayudar y se ve impedido de hacerlo, con lo que podría dormir en paz, y sin tener que temer por su carrera.