Authors: Schätzing Frank
Si es que todavía podía dormir bien después de aquello.
Por otro lado, ¿qué sucedería si Orley tenía razón y era Pekín el que estaba tirando de los hilos?
Pensativo, hacía girar entre los dedos la taza con el té verde. ¿Qué sucedería? Llamaría a sus superiores y los pondría al corriente de las sospechas de Orley, informaría debidamente, como correspondía, y de ese modo, sin previo aviso, estaría en posesión de un secreto de Estado, un auténtico secreto de Estado que a él no le incumbía en absoluto, porque nadie lo había informado al respecto. Por supuesto que, de inmediato, sería clasificado como un factor de riesgo para la seguridad nacional. Llevar a Julian Orley con el transbordador hasta el Gaia representaba ahora el menor de sus problemas. Allí arriba estaba la estepa de Atila, y en caso de duda, podría decirse que no se había producido ningún vuelo. Pero para dejar que el inglés se comunicara a través del satélite chino se necesitaba un complicado proceso de autorización. Antes de la crisis lunar, Jia podría haber tomado la decisión por su cuenta, pero esa opción era ahora inviable.
Tenía que llamar.
Pero ¿qué les diría?
El chino movía su vaso de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
Y de repente lo supo.
Corría su riesgo, pero podía funcionar. El comandante Jia se levantó, fue hasta la mesa de control, estableció contacto con la Tierra y sostuvo dos breves conversaciones.
—Hagamos un resumen —dijo Jia después de pedirle a Julian que se presentara de nuevo en la reducida central—. Usted invitó a unos amigos a una excursión privada. Por sorpresa, uno de sus huéspedes se destapa como asesino, mata a cinco personas y los deja abandonados en la meseta de Aristarco.
—Así es.
—Y eso sucede como una reacción a una llamada telefónica entre usted, el Gaia y la central de su grupo empresarial en Londres, según la cual, posiblemente, unos terroristas han traído una bomba atómica hasta la Luna con el propósito de destruir una instalación estadounidense o china.
—¿Una instalación chi...? —Julian parpadeó, confuso; pero de inmediato comprendió—. Sí, por supuesto. Así es, exactamente.
—Y usted no tiene ni idea de quién puede estar detrás de todo esto.
—Ahora que lo menciona, comandante, no tengo ni la más remota idea. Sólo sé que hay ciudadanos estadounidenses o chinos que podrían estar en peligro.
—Hum... —Jia asintió con expresión seria—. Entiendo. De ese modo, el caso está más que claro. Quiero decir que también actuaríamos por el interés de nuestra seguridad nacional si prestamos atención juntos a este tema. He pasado esos datos exactos y he recibido autorización de poner el satélite a su disposición y llevarlo en nuestro transbordador hasta el Vallis Alpina.
Julian miró fijamente al
taikonauta.
—Gracias —dijo en voz baja.
—Un placer.
—Supongo que imagina que en el transcurso de las conversaciones que habré de mantener en breve se harán algunas feas inculpaciones en contra de China.
Jia se encogió de hombros.
—Lo importante es únicamente que yo ahora no lo sepa.
Shaw estaba de pie junto a la mesa del centro de conferencias. Parecía desarreglada, como si hubiera pasado el día corriendo. Se encontraban con ella Andrew Norrington y Edda Hoff. Más atrás, en el marco de la puerta, se veía a un hombre rubio algo desaliñado.
—¡Julian! —exclamó la mujer—. Dios mío, ¿cómo está? ¡Hace horas que intentamos localizarlo! ¿Dónde se encuentra?
—¿Han podido establecer contacto con el Gaia?
—No.
—¿Y por qué no? Con el Gaia pueden comunicarse por la radio norm...
—Lo hemos intentado todo, pero nadie responde.
Julian sintió que su corazón palpitaba en desorden.
—Ante todo, no se ha producido ninguna explosión en el Vallis Alpina —se apresuró a asegurar Shaw—. Sobre ese punto puedo traquilizarlo.
—¿Y la base? ¿Han podido hablar con la base lunar?
—Tampoco.
—Julian —intervino Norrington—, sospechamos que alguien está utilizando los satélites para bloquear la comunicación. Es como si los terminales, en cierto modo, padecieran de estreñimiento. En realidad estamos medio ciegos y totalmente sordos, de modo que necesitamos urgentemente las informaciones que usted tenga.
—¿Y cómo es que alguien puede paralizar los terminales? —preguntó Julian.
—Muy sencillo. Se necesita a alguien de dentro.
Alguien de dentro... Un hombre o una mujer. Dios santo, ¿por qué no se le iba de la cabeza aquella idea de que Lynn estaba detrás de todo?
—Estamos haciendo una radiografía entera de Hanna —dijo Hoff—. No es mucho lo que puede decirse de él. Y su currículo puede considerarse impecable. En cualquier caso, todos estamos de acuerdo en que no puede estar actuando solo.
—Se lo pregunto de nuevo: ¿dónde está usted? —insistió Norrington.
Julian dejó escapar un suspiro. A grandes rasgos, les contó lo sucedido en el momento en que se había interrumpido la comunicación. Ante cada caso de muerte, la cara de Shaw iba perdiendo una nueva porción de color.
—Jia Keqiang ha accedido amablemente a llevarnos hasta el hotel —concluyó Julian—. Antes haremos un intento de comunicarnos con el Gaia a través del satélite chino para...
—Señor Orley. —El rubio que estaba en el marco de la puerta dio un paso adelante—. No debería volar usted hasta el Gaia.
Julian miró al hombre y frunció el ceño. De repente se acordó.
—Usted es Owen Jericho.
—Sí.
—Disculpe —dijo extendiendo las maños—. Debería haberle dado las gracias hace mucho, pero...
—En otra ocasión será. ¿Le dice algo el nombre de Hydra?
Julian se mostró perplejo.
—De las sagas heroicas griegas —reflexionó—. Un monstruo de nueve cabezas.
—¿Ninguna otra cosa con la que pueda asociarlo?
—No.
—Todo parece indicar que una organización llamada Hydra es la responsable de todo esto. Las cabezas que se reproducen..., son muchas. Invencibles, y en una red internacional. Durante un tiempo estuvimos convencidos de que a quienes movían los hilos podríamos encontrarlos en círculos económicos o políticos de China, pero se lo mire por donde se lo mire, eso no tiene ningún sentido. Por cierto, un amigo suyo también estaba en la lista de Hydra con las personas a las que hay que eliminar.
—¿Qué? ¿Quién, por el amor de Dios?
—Gerald Palstein.
—¿Cómo? ¿Y qué diablos quieren de Gerald?
—Eso es lo más fácil de responder —señaló Norrington—. El atentado a Palstein provocó que él tuviera que cancelar a corto plazo su viaje a la Luna, y así quedó libre el sitio para Hanna.
—Pero ¿cómo...?
—Más tarde —dijo Jericho, y se acercó—. Lo más importante que usted tiene que saber por el momento es que el ataque no va dirigido contra el Gaia.
—¿No? —repitió Julian—. Pero usted dijo...
—Lo sé, pero parece que nos equivocamos. Entretanto hemos podido descifrar otra parte del mensaje, y de ella se infiere que la bomba no debe destruir su hotel.
—¿Y qué, entonces?
Durante un segundo reinó el silencio, como si todos en aquella habitación esperaran que fueran los demás los que sacaran el gato negro de la bolsa.
—La base Peary —dijo Shaw.
Julian la miró boquiabierto. Parecía como si el suelo fuese a tragarse a Jia.
—Pekín jamás haría una cosa a... —empezó a decir.
—No estamos seguros de que Pekín esté detrás —lo interrumpió Shaw—. Por lo menos, no ninguna institución
oficial
china. Pero en este momento eso da igual. Hydra pretende contaminar el cráter Peary, ¡las montañas de la Luz Eterna, toda el área! En realidad no quieren nada de nosotros, sólo nos han utilizado para llegar a la Luna. ¡Contacte usted inmediatamente con la base, no importa cómo lo haga! Tiene que peinar la zona y evacuarla con urgencia.
—Dios mío —susurró Julian—. ¿Quiénes conforman esa tal Hydra?
—No tenemos ni idea. Pero, sean quienes sean, pretenden borrar la presencia de Estados Unidos del polo.
—Y Carl anda por allí. —De repente todo estaba claro para él. Julian se levantó de un salto y miró a Jia—. Pretende activar la bomba. ¡Pretende activar la bomba y largarse!
Pero tampoco a través del satélite chino pudieron contactar con la base Peary, lo que elevó las preocupaciones de Orley a un nuevo nivel. Intentaron hablar con el Gaia, pero sin éxito. Otra vez la base. Otra vez el Gaia. Poco después de las cuatro, desistieron.
—No puede ser problema de nuestro satélite —dijo, resumiendo, Jia—. A fin de cuentas, pudimos hablar con Londres.
Orley lo miró.
—¿Estamos pensando lo mismo?
—¿Que la bomba explotó hace rato y que por eso no conseguimos localizar a nadie? —Jia se frotó los ojos—. Admito que la idea se me ha pasado por la cabeza.
—Es una idea espantosa —susurró Orley.
—Pero, como hemos oído, los satélites no son el problema. Se trata de los terminales. La base Peary y el Gaia sufren el ataque, nosotros no. Por eso nosotros podemos comunicar, aunque no con el hotel ni con el polo. Además, una explosión atómica... —Jia dudó—. ¿No cree que nos habrían informado? Mi país mantiene una permanente observación de la Luna. Creo que su hotel está todavía en pie.
—¡La base está en la sombra de libración! ¡Su país podría estar mirando hasta que se le nuble la vista!
—Tenga la certeza de que China no tiene nada que ver con esto.
—No lo entiendo. —Orley dio algunas vueltas por la reducida central—. Sencillamente, no lo entiendo. ¿Para qué todo esto?
Jia volvió la cabeza.
—¿Cuándo desea partir?
—De inmediato. Se lo diré a los demás. —Orley se detuvo—. Le estoy muy agradecido, comandante. ¡Muy agradecido!
—Llámeme Keqiang —oyó Julian que decía Jia.
¿Cómo? Por un instante se sintió apremiado a retirar su ofrecimiento, pero le caía bien aquel inglés de pelo largo, nada pretencioso. ¿Acaso era demasiado severo en su valoración de las familiaridades de los occidentales? Tal vez la oferta de que lo llamara por su nombre de pila podría contribuir al entendimiento entre ambos pueblos.
—Hay algo que sí es cierto —dijo Orley con una sonrisa acida—. Con nosotros dos, jamás habría habido una crisis lunar.
En ese mismo momento, oyeron su nombre.
Le llegó a través de los altavoces, como parte de un bucle infinito, de un mensaje de radio automatizado:
—Calisto
llamando al
Ganímedes. Calisto
llamando a Julian Orley. Por favor, responda, cambio. Julian Orley,
Ganímedes,
por favor, responda.
Calisto
llamando a...
Jia dio un salto y se plantó delante de la mesa de controles.
—¿Calisto?
Al habla Jia Keqiang, comandante de la estación de extracción china. ¿Dónde están?
Durante unos segundos, los altavoces crepitaron. Luego apareció la cara de Nina Hedegaard en la pantalla.
—Estamos sobrevolando los montes Jura —dijo la danesa—. ¿Cómo es que...?
—Porque hemos abierto las orejas. ¿Busca a Julian Orley?
—Sí —asintió la mujer con vehemencia—. ¡Sí!
Julian se apresuró a ponerse delante de la pantalla.
—¡Nina! ¿Dónde estáis?
—¡Julian!
De repente, la cara de Tim apareció al lado de la de la piloto.
—¡Por fin! ¿Todo bien por ahí?
—No.
—Pero... —Tim mostró signos de venirse abajo.
—Quiero decir que Amber está bien —se apresuró a aclarar Julian—. ¿Qué hay de Lynn? ¿Del Gaia? Tim, ¿qué está pasando aquí?
—No lo sabemos. Lynn está... Estamos vivos.
—¿Estáis
vivos?
—El Gaia ha quedado destruido.
Julian miró la pantalla, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Hubo un incendio. Muchos murieron. Tuvimos que evacuar, también por lo de la bomba.
La bomba...
—No, Tim. —Julian negó con la cabeza y apretó los puños.
—No te preocupes. Estamos seguros. Partimos de la base lunar. Dos tropas de búsqueda andan en camino para...
—¿Tenéis contacto con la base?
—No, está incomunicada con el mundo exterior.
—Tim...
—Julian, estoy aterrizando —dijo Nina—. Dentro de una hora estaremos en el polo. Luego podemos...
—¡Demasiado tarde, demasiado tarde! —gritó él—. La bomba no está en el Gaia. ¿Me oís? El Gaia no tiene la menor relevancia en todo esto. La bomba está en el polo, y lo que debe destruir es la base lunar. Tim, ¿dónde está Lynn? ¡¿Dónde está Lynn?!
Tim estaba como petrificado. Sus labios formaron, en silencio, tres palabras: «En el polo.»
—¡Eso no puede ser cierto! —Julian se frotó las manos al tiempo que miraba asustado a su alrededor—. De algún modo tenéis que...
—Julian —dijo Nina—. El segundo grupo de búsqueda partió después que nosotros, están dando vueltas por el Mare Imbrium. En cuanto nos hayamos reunido todos, subiremos lo suficiente para establecer contacto con ellos y los mandaremos directamente de vuelta a la base. Ellos están más cerca que nosotros.
—¡Daos prisa! Carl va hacia la base Peary. ¡Va a hacer estallar ese chisme!
—Ya estamos en camino.
Dana Lawrence estaba sentada en la semioscuridad de la central del Iglú 1, inhalando oxígeno puro de una máscara con la vista fija al frente. Ya en el Gaia había respirado el oxígeno suficiente para contrarrestar la intoxicación, pero no le vendrían nada mal unas dosis adicionales.
—¿No le apetece dormir un poco? —preguntó Wachowski, comprensivo. La luz de los controles y las pantallas sumían su rostro en una anémica tonalidad azul blancuzca—. La despertaré si sucede algo.
—Gracias, pero estoy bien.
En realidad no sentía cansancio en absoluto. Toda su existencia, hasta donde podía recordar, había estado orientada a evitar el sueño. En la enfermería se hallaban Kramp, Borelius y el matrimonio Nair, todos en un estado de cansancio comatoso, tranquilizados gracias a la ingestión de sedantes y cuidados de DeLucas, la médico general y especialista en sistemas de soporte vital. Pero ni siquiera DeLucas sabía bien lo que le pasaba a Lynn. Un joven geólogo llamado Jean-Jacques Laurie había propuesto confiarla a la sabiduría del Island-I, el modelo antecesor del Island-II. El programa de tratamiento psicológico estableció el diagnóstico poco original de estado de shock, posiblemente asociado a una forma de mutismo tardío, un silencio de origen psicosomático. Desde entonces, la hija de Julian yacía con los ojos abiertos en la oscuridad o deambulaba por ahí como una prisionera de sí misma, una zombi. Los únicos que estaban intactos desde el punto de vista físico y psíquico, los Ögi, habían sido alojados en una de las torres de viviendas, junto al borde occidental. La base estaba ocupada por debajo de su capacidad, los supervivientes estaban fuera de combate, y los grupos de búsqueda habían partido con la suposición de que Hanna intentaría regresar al hotel. Dana había hecho todo lo posible por crearle una situación favorable, pero Hanna no acababa de aparecer. Entretanto, ya eran las cuatro, y su creencia de que no aparecería ganaba terreno. El plan preveía que ambos realizaran la acción en conjunto, pero en ese negocio se luchaba hombro con hombro hasta que se hacía imprescindible sacrificar al otro. Al cabo de dos o tres horas podrían estar de vuelta los grupos de búsqueda. Y antes de ese momento, uno de los dos debería haber actuado.