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Authors: Schätzing Frank

Límite (91 page)

BOOK: Límite
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Claro que en el Shanghai virtual tampoco había otras cosas. No había contaminación, por ejemplo, lo cual siempre irritaba a Jericho, ya que la simulación consideraba los hábitos de visión humanos, y la ausencia de aquella permanente campana de bruma cambiaba completamente la impresión general.

Jericho miró a su alrededor y esperó.

Había avatares y robots de toda índole, muchos volaban o flotaban por encima del suelo. Apenas nadie andaba. En sí mismo, el hecho de andar gozaba de cierta popularidad en Second Life, pero sólo en tramos muy cortos. Sólo en algunos universos rurales se tropezaba uno con peregrinos que caminaban durante horas y horas. Había un tráfico que fluía sin tropiezos incluso por encima de los edificios más altos. También en ello la Shanghai programada se diferenciaba bastante de la auténtica. En la red también se había hecho realidad la visión de una infraestructura para el desplazamiento por aire.

Un grupo de inmigrantes extraterrestres se movían gesticulando y haciendo ruido hacia el Museo de Arte de Shanghai. En los últimos tiempos habían venido apareciendo, cada vez en mayor número, unas criaturas reptiloides de la constelación de Sirius. Nadie sabía a ciencia cierta quién los manejaba. Se los consideraba seres enigmáticos y toscos, hacían, con éxito, toda suerte de negocios con nuevas tecnologías destinadas a incrementar la capacidad sensitiva. La Shanghai virtual estaba sometida totalmente a la seguridad estatal, que mantenía bajo control aquella enorme metrópoli de la red con mucho esfuerzo y con el empleo de un sinnúmero de robots. Posiblemente los reptiloides fueran, sencillamente, un par de
hackers
a los que se toleraba, o tal vez fueran agentes encubiertos de la Cypol, la policía cibernética. Los extraterrestres abundaban en todas las metrópolis, lo que ampliaba considerablemente las posibilidades del comercio. Por regla general, tras ellos se ocultaban ciertas empresas de
software
que tomaban en cuenta el hecho de que los universos virtuales tenían siempre nuevos alicientes que ofrecer. Las figuras lumínicas astrales de Aldebarán, por ejemplo, con las que uno podía fundirse temporalmente para conseguir el disfrute de vivencias sonoras insólitas, habían sido desenmascaradas, recientemente, como representantes de IBM.

Jericho se preguntó bajo qué ropaje se le aparecería Yoyo.

Al cabo de un minuto vio atravesar la plaza, en dirección a él, a una mujer delicada, de aspecto francés, con unos grandes ojos oscuros y una melena tipo paje. Llevaba un conjunto de chaqueta y pantalón de color verde esmeralda y zapatos con tacón de aguja. A Jericho le pareció un personaje de alguna película hollywoodiense de los años sesenta, en las que las francesas aparecían tal y como los directores estadounidenses se las imaginaban. El detective, que tenía varias identidades en Second Life, había aparecido como él mismo, de modo que la mujer lo reconoció enseguida. Se detuvo muy cerca de él, lo miró seriamente y le tendió la mano derecha abierta.

—¿Yoyo? —preguntó el detective.

Ella se llevó un dedo a los labios, lo agarró de la mano y lo arrastró consigo. Delante de una de las jardineras con flores, cerca de la boca del metro, se detuvo, lo soltó y abrió un pequeño bolso. Una lagartija de color verde esmeralda asomó la cabeza. Por un breve instante, los ojos dorados de la criatura se posaron en Jericho. Entonces, su cuerpo delgado salió disparado hacia arriba, aterrizó en el suelo, delante de sus pies, y avanzó serpenteando hacia la jardinera de flores, donde se detuvo y se volvió hacia donde estaban ellos, como si quisiera asegurarse de que lo seguían.

Un instante después, una esfera transparente de casi tres metros de diámetro flotaba sobre el animal, que a continuación hizo un giro y mostró su lengua bífida.

—Un momento —dijo el detective—. Antes de que...

La mujer lo atrajo hacia sí y le propinó un empujón. El impulso lo llevó directamente al interior de la esfera. Jericho se hundió en un asiento que, por lo que recordaba, hacía tan sólo un instante no estaba allí; por lo menos desde fuera, la esfera parecía estar completamente vacía. Yoyo saltó tras él, se sentó a su lado y cruzó las piernas. A través del suelo transparente, el detective vio al lagarto que miraba hacia arriba.

A continuación, el animal desapareció. En el lugar donde había estado, se abrió una especie de pozo luminoso que no parecía tener fondo.

—¿Tienes
buen
estomagó?
—La mujer sonrió; sus palabras sonaban tan francesas que habrían horrorizado a cualquier hijo de la
Grande Nation
ante la idea de hablar de esa manera.

Jericho se encogió de hombros.

—Eso depende de lo que...

—Bien.

Como una piedra, la esfera cayó dentro del pozo.

La ilusión fue tan real que los vasos de la piel de Jericho, los de sus músculos y su cerebro se contrajeron repentinamente; sus glándulas suprarrenales empezaron a bombear adrenalina al torrente sanguíneo de forma intermitente. El pulso y el ritmo cardíaco se aceleraron. Por un momento, se alegró realmente de no haberse llenado el estómago con un copioso desayuno. Descendieron a gran velocidad.

—Cierra
los
ojos
o no lo soportarás —le gorjeó su compañera, como si él hubiese expresado alguna queja. Jericho la miró. Ella seguía sonriendo, una sonrisa maliciosa, según le pareció al detective.

—Gracias, me gusta.

El factor sorpresa había pasado. A partir de ahora, podía escoger a qué sensaciones otorgaba preferencia. Sentarse en la habitación de un hotel y ver una película bien hecha, o experimentar todo aquello como era debido. Si llevase una piel de sensores, la elección habría sido difícil, casi imposible. Esas pieles suprimían cualquier distancia con el mundo artificial, pero él sólo llevaba las gafas y los guantes. El resto de su equipo se había quedado en Xintiandi.

—Algunós prefierén
que les
pongán
una inyección —dijo la francesa, impasible—. ¿Estuviste
alguná vez
en un
tanqué?

Jericho asintió con la cabeza. En las grandes filiales de Cyber Planet, las visitadas por clientes de mejor posición, había tanques llenos de una solución salina en los que, vestido con la piel de sensores, uno flotaba en la ingravidez. Los ojos quedaban protegidos tras unas gafas de 3D, y el suministro de aire se realizaba a través de unos diminutos tubos que apenas se notaban. Eran condiciones en las que uno vivía la virtualidad de tal modo que luego la realidad le parecía miserable, artificial y onerosa.

—Una
pequeñá
inyección en el
rabilló
del
ojó
—continuó la mujer—. Eso
parralizá
los
parpadós.
Los
ojós
se
humedecén,
pero ya no
puedés
cerrarlos y
tienés
que
verló todó. C'est pour les masochistes.

Era peor, con mucho, tener que oírlo todo, pensó Jericho. Por ejemplo, aquel estúpido acento. Jericho se preguntó de dónde conocía a aquella mujer. Definitivamente, había salido de alguna vieja película.

—¿Adónde va esto, Yoyo? —preguntó, aunque ya lo sospechaba.

Aquella conexión era un escondrijo, los llevaba fuera del universo vigilado de la Shanghai virtual hacia una región que probablemente fuera desconocida para los policías informáticos. Las luces se sucedían a toda velocidad, el centelleo era tremendo. La esfera empezó a girar. Jericho miró entre sus pies, a través del suelo de cristal, y no vio el final del pozo, sólo vio que éste parecía ampliarse.

—¿Yo Yó? —dijo ella, soltando una sonora carcajada—. Yo no soy Yo Yó.
Le voilà!

Al instante siguiente, flotaron bajo un pulsante cielo estrellado. Ante sus ojos empezó a girar lentamente una estructura reluciente parecida a una galaxia en espiral, pero que, a la vez, podía ser cualquier otra cosa. Jericho tuvo la impresión de que era algo vivo. El detective se inclinó hacia adelante, pero su estancia en aquel continuo majestuoso sólo duró unos segundos; entonces salieron disparados hacia el centro de un tubo de luz.

Y flotaron de nuevo.

Esta vez supo que habían llegado a su destino.

—¿Imprrésionadó?
—preguntó la mujer.

Jericho guardó silencio. A varios kilómetros por debajo de ellos se extendía un océano infinito de color azul y verde. Unas nubes diminutas pasaban muy cerca de la superficie, con destellos rosados y naranjas en sus lomos. La esfera se hundió en algo más grande que flotaba por encima de las nubes, algo con una montaña y unas laderas boscosas, con cascadas, prados y playas. Jericho vio bandadas de criaturas aladas, animales colosales que pastaban en las orillas del centelleante curso de un río, el cual se enroscaba como una serpiente alrededor de la cumbre de la montaña y desembocaba en el mar...

No, no desembocaba.

¡Se despeñaba en el mar!

Formando una banderola de espuma, el agua caía por encima del borde de la isla flotante y se distribuía en el verde y el azul del océano. Cuanto más se acercaban, tanto más le parecía a Jericho que se trataba de un gigantesco ovni. Entonces el detective alzó la cabeza y vio dos soles que brillaban en el cielo: uno emitía una luz blanquecina, y el otro estaba rodeado por una extraña aura de color azul turquesa. Su vehículo descendió a mayor velocidad, luego frenó y siguió el transcurso del río. Jericho echó una breve mirada a los enormes animales, que no se parecían a nada que él hubiera visto antes. Luego salieron disparados a través de unas praderas ligeramente onduladas, más allá de las cuales el terreno caía hacia una playa de arenas blancas como la nieve.

—Vendrán a
recogerte
—dijo la francesa, e hizo un breve movimiento con la mano; la esfera desapareció, al igual que ella misma, y entonces Jericho se vio agachado en la arena.

—Estoy aquí —dijo Yoyo.

El detective alzó la cabeza y la vio caminar hacia él, descalza, con su esbelto cuerpo envuelto en una túnica corta y brillante. Su avatar era una copia perfecta de sí misma, lo que, en cierto modo, lo aliviaba. Tras esa copia estrafalaria de Irma
La Dulce,
había temido...

¡Eso era! La francesa le había recordado a un personaje cinematográfico, y ahora por fin sabía de quién se trataba. Era una copia, cien por cien, de Shirley MacLaine en su papel de Irma
La Dulce.
Una cinta prehistórica, que debía de tener sesenta o setenta años. El hecho de que Jericho la conociera se debía a su pasión por el cine del siglo XX.

Yoyo lo contempló un rato en silencio. Luego dijo:

—¿Es cierto lo de Grand Cherokee?

—¿Qué?

—¿Que lo mataste?

Jericho negó con la cabeza.

—Lo que es cierto es que está muerto. Pero lo mató Kenny.

—¿Kenny?

—El hombre que también mató a tus amigos.

—No sé si puedo confiar en ti. —La joven se acercó a él y le clavó sus ojos oscuros—. Me salvaste en la acería, pero eso no significa nada, ¿o sí?

—No —dijo él—. No necesariamente.

Ella asintió.

—Ven, caminemos un poco.

Jericho miró a su alrededor. No sabía cómo tomarse todo aquello. Un poco más allá, aterrizaban unas criaturas afiligranadas que no eran aves ni insectos, más bien le recordaban unas plantas voladoras. Él apartó la vista de ellas y ambos caminaron lentamente por la playa.

—Encontramos este océano tal como lo ves mientras buscábamos en la red lugares seguros donde escondernos —le explicó Yoyo—. Fue pura casualidad. Tal vez deberíamos habernos mudado directamente aquí con toda la central, pero yo tenía mis dudas sobre si realmente podríamos estar aquí sin ser molestados.

—¿Vosotros no habéis programado este universo? —preguntó Jericho.

—La isla, sí. Pero todo lo demás estaba aquí. El océano, el cielo, las nubes, esos extraños animales en el agua, que a veces suben hasta muy cerca de la superficie. Los dos soles salen y. se ponen con una cierta diferencia de tiempo. También hay tierra. Pero hasta ahora sólo hemos visto alguna a lo lejos.

—Alguien debe de haber creado todo esto.

—¿Tú crees?

—Habrá algún servidor que contenga los datos.

—Hasta ahora no hemos podido localizarlo. Creo más bien que toda la red participa en la creación de este paraje.

—Posiblemente sea una red del gobierno —comentó Jericho.

—No lo creo.

—¿Cómo puedes estar tan segura? Quiero decir, ¿qué significa todo esto? ¿Quién puede tener interés en crear un mundo así? ¿Con qué fin?

—¿Como un fin en sí mismo, tal vez? —La joven se encogió de hombros—. Hoy en día, nadie está en condiciones de abarcar la totalidad de Second Life. En los últimos años se han venido creando y modificando herramientas en un número inabarcable. Cada uno construye su propio mundo. La mayor parte es basura, pero hay cosas de una brillantez increíble. En unos lugares entras, en otros no. En general, está vigente la obligatoriedad del protocolo para que todos puedan ver lo que el otro ve, pero ni siquiera creo que eso siga siendo cierto. En algunas regiones existe un predominio de algoritmos absolutamente extraños.

Jericho se había acercado casi al borde. Allí donde el agua debía cubrir la playa, la costa sufría una caída de vértigo. Muy Por debajo de ellos, la luz de los soles se fragmentaba sobre la superficie estriada del océano.

—¿Quieres decir que este mundo fue creado por robots?

—No soy de las imbéciles que se inventan una nueva religión a partir del espacio de memoria —dijo Yoyo, acercándose a él—. Pero lo que sí creo es que la inteligencia artificial comienza a penetrar en la web de una manera que sus creadores no pudieron ni imaginar. Los ordenadores crean ordenadores. Second Life ha alcanzado una fase en la que se sigue desarrollando a partir de impulsos propios. Adaptación y selección, ¿entiendes? Nadie puede decir cuándo comenzó, y mucho menos dónde va a acabar. Lo que se está consumando es la continuación lógica de la evolución por otros medios. Un darwinismo cibernético.

—¿Cómo llegasteis hasta aquí?

—Te lo he dicho, por casualidad. Estábamos buscando un rincón a prueba de escuchas. Me parecía arcaico seguir agazapados en el Andrómeda o en la antigua acería, como trabajadores inmigrantes, y donde los cerdos de la Cypol podían echarnos la puerta abajo en cualquier momento. Bueno, también en la red se echan puertas abajo. Si pones un cifrado, estás acabado, es como invitarlos a que te arresten. Siempre nos hemos comunicado a través de blogs, con programas de distorsión y anonimizadores. Sin embargo, eso no basta. Así que pensé que debíamos trasladarnos a Second Life. Aquí también buscan como locos, pero no saben dónde buscar, ninguna de sus ontologías o taxonomías funcionan aquí.

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