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Authors: Schätzing Frank

Límite (201 page)

BOOK: Límite
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—Proximidad.

—El problema de Hongbing es que él se considera inmerecedor de esa proximidad. Pero Yoyo, eso, lo ha entendido mal. Ha creído estar haciendo algo incorrecto. El silencio del padre le ha creado un enorme complejo de culpabilidad, en contra de sus intenciones, pero, en fin, ya lo has conocido. Se encuentra encerrado entre sus propios muros —dijo Tu, suspirando—. Anteanoche, en Berlín, cuando estuve paseando con Yoyo por el barrio y tú te quedaste enfadado en el hotel, yo, por fin, le conté mi historia, y ella, inteligente como es, enseguida quiso saber si Hongbing había pasado por algo parecido.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Nada.

—Él tendrá que hablar con ella.

—Sí —asintió Tu—. Pero lo hará cuando consiga vencer su parálisis. Tienes que saber que, en secreto, sin que su hija sepa nada del asunto, él sigue luchando por su rehabilitación.

—¿Y tú? ¿Te rehabilitaron alguna vez?

—En 2002, cuando me convertí en directivo del consorcio de
software,
decidí presentar una denuncia. Mi petición fue rechazada nueve veces. Y luego, de manera totalmente inesperada, se dijo que había sido víctima de un diagnóstico falso por culpa de un error muy lamentable, ¡incluso a causa de maniobras de carácter criminal! Se restituyó mi prestigio, y con ello se allanó el camino para mi carrera. Gracias a mi intercesión conseguí que a Hongbing lo nombraran director de los servicios técnicos de una filial de Mercedes, con lo que su existencia estaba asegurada hasta tal punto que pudo por fin presentarse ante un tribunal, y desde entonces ha ido de un juicio en otro. Ha reunido cajas y más cajas de documentación, informes periciales médicos que demuestran que jamás padeció ningún trastorno psiquiátrico, pero hasta ahora el fallo contra él sólo ha sido revisado a medias. Yo me enfrenté a la dirección corrupta de una empresa, es decir, a unos criminales, pero él se enfrenta al Partido. Y el Partido es un elefante, Owen. De modo que todavía hay una mácula que pesa sobre Hongbing, una herida muy profunda. Pienso que, una vez quede rehabilitado del todo, podría confiarse a Yoyo, pero así...

Jericho hizo girar la taza entre los dedos.

—Yoyo debe saber la verdad —dijo el detective—. Si Hongbing no habla con ella, tú tendrás que asumir esa misión.

—Bueno, ya se verá. —Tu se colocó de nuevo las gafas sobre la nariz y mostró una sonrisa torcida—. Después de lo de esta mañana, ya tengo un poco de experiencia en el asunto.

—Gracias por habérmelo contado.

Tu miró pensativo las saqueadas y vacías bolsas de patatas. Luego miró a Jericho a los ojos.

—Tú eres mi amigo, Owen. Nuestro amigo. Eres de los nuestros. Es algo que sí te incumbe.

Lynn

2 de junio de 2025

LONDRES, GRAN BRETAÑA

El número 85 de Vauxhall Cross, en el suroeste de la ciudad, a orillas del Albert-Embankment y cerca del puente Vauxhall, parecía un zigurat babilónico construido por el rey Nabucodonosor II a partir de unas piezas de Lego. En realidad, aquella mole de color arena, con sus superficies de cristales blindados de tonos verdes, albergaba el corazón de la seguridad británica, el Secret Intelligence Service, también conocido por las siglas SIS o MI6. A pesar de su impresión inicial, se trataba de un auténtico bastión contra los enemigos del Reino Unido, con el que, por último, se había roto los dientes un comando del IRA hacía veinticinco años, cuando lanzó un cohete desde la otra orilla del río, con el que, en esencia, sólo consiguió que se tambaleara la vajilla en la sala de café de los servicios secretos.

Jennifer Shaw iba camino de la cena de cumpleaños de su hijo cuando recibió una llamada desde las más altas instancias. Shaw pulsó la tecla «Aceptar» y la voz inundó el habitáculo con olor a cuero nuevo de su recién restaurado Jaguar Mark II En la imaginación de la mayoría de la gente, a partir de las treinta y una películas de la serie de James Bond, el director del servicio de inteligencia británico para el extranjero se llamaba «M», lo que se acercaba bastante a la realidad, sólo que Mansfield Smith-Cumming, su legendario primer director, había introducido la C, y desde entonces todos los directores se llamaban C, sólo porque era una bonita abreviatura de «control».

—Hola, Bernard —dijo Shaw, con la certeza de que la noche había acabado para ella.

—Jennifer. Espero no molestar.

Una frase hecha. A Bernard Lee, el actual director, le daba soberanamente igual si molestaba o no. Lo único que él entendía como molestia era que se perturbara la seguridad nacional.

—Voy camino del Bibendum —dijo ella, fiel a la verdad.

—Oh, sirven una comida excelente. Sobre todo la raya. Hace tiempo que no voy, pero ¿podría darse antes un breve garbeo por aquí?

—¿Cómo de breve será ese garbeo?

—Bueno, depende del tiempo del que usted disponga, por supuesto. Por otra parte...

—Hoy no hay mucho tráfico. Deme diez minutos.

—Gracias.

A continuación, Jennifer llamó a su hijo y le comunicó que tomaran los entrantes sin ella, pero que le reservaran, de todos modos, una ración doble del soufflé de limón helado.

—Lo que quiere decir que te tendremos aquí más o menos para los postres —protestó su hijo.

—Intentaré llegar para el plato principal.

—¿Tiene algo que ver con las vacaciones de Orley en la Luna?

—No tengo ni idea, cariño.

—Pensé que la bomba ya había estallado y que no había causado daños; que todos estaban sanos y salvos, camino de casa.

—De verdad que no lo sé.

—Bueno. Supongo que los hijos de la primera ministra ven menos a su madre.

—Es reconfortante saber que una ha traído al mundo a una persona con pensamiento positivo. No te enfades conmigo. Te llamaré dentro de un rato.

A la altura de Wellington Arch, Jennifer Shaw dobló desde Piccadilly hacia Grosvenor Place y siguió por Vauxhall Bridge Road a través del Támesis. Poco después, ya estaba sentada con traje de noche en el despacho de Lee, con un vaso de agua delante.

—Hemos reconstruido los correos borrados de Norrington —dijo el director sin rodeos.

—¿Y? —preguntó ella, tensa.

—Bueno —dijo Lee, frunciendo los labios—. Ya sabe que todo hablaba en su contra, sólo que no tenemos verdaderas pruebas...

—El hecho de que Xin le haya volado la cabeza me parece que tiene bastante fuerza probatoria. ¿Acaso tienen ya algún rastro del chino?

—Nada de nada. Sin embargo, nos hemos topado con algo un poco alarmante. También nuestros colegas estadounidenses se sienten un poco inquietos. Los correos de Norrington no tenían, en principio, el menor sentido; sencillamente, había borrado el ruido blanco, de modo que lo intentamos con el programa de Hydra. Y de repente nos vimos ante una compleja correspondencia. Por desgracia, a partir de ella no es posible inferir quién es Hydra, y tampoco puede determinarse quién recibió esos correos electrónicos. Sólo está claro que Norrington debía formar parte de un distribuidor exclusivo al que él, por su parte, enviaba mensajes cifrados...

—¿Todos desde el ordenador central del Big O?

—Claro. Sin la máscara, ese símbolo con cabeza de serpiente no es detectado en los correos electrónicos. A nadie se le habría ocurrido nunca esta idea. Además, él fue suficientemente inteligente como para no instalar el programa de descodificación en su puesto de trabajo, sino que llevaba consigo a todas partes esa memoria USB. En cualquier caso, tenemos una visión bastante interesante de la planificación y la construcción de la rampa de lanzamiento en Guinea Ecuatorial, y podemos enterarnos de cosas asombrosas acerca del mercado negro de armas nucleares coreanas, cosas que ni siquiera nosotros conocíamos. Pero bueno, como sabemos, la bomba ya ha detonado sin causar daños.

—De manera indirecta, esa bomba causó enormes daños —dijo Shaw—. Pero, en fin, Julian, Lynn y una buena parte de los huéspedes se encuentran sanos y salvos, en el viaje de vuelta. Dentro de pocas horas deberían llegar a la OSS.

—Sí, y ahora sería importante que hablara usted con Julian.

—Lo haré.

—Hágalo tan pronto como le sea posible, quiero decir. En el plazo de la siguiente hora. Necesito su valoración.

Shaw enarcó una ceja.

—¿Sobre qué?

—Según la correspondencia de Norrington, la cosa aún no ha acabado del todo.

—Sea más específico. Tiene que convencerme de que merece la pena dejar que mi hijo cumpla los treinta años sin la presencia y el apoyo de su madre.

Lee asintió.

—Creo que merece la pena, Jennifer. El año pasado no sólo se lanzó a la Luna una
mini-nuke.
—El hombre hizo una pausa, bebió un sorbo de agua y colocó el vaso delante de él con parsimonia—. Fueron dos.

—Dos —repitió Shaw.

—Sí. Kenny Xin adquirió dos, y ambas fueron cargadas en el cohete de Mayé. Y ahora nos preguntamos: ¿dónde está la segunda?

Shaw lo miró fijamente. Lee tenía razón, el dato era alarmante. Definitivamente significaba que ese día no probaría el soufflé de limón, aunque no quería pensar en las implicaciones de ello.

EL CHARON, EL ESPACIO

Con una expresión de gruñona sastisfacción, Evelyn Chambers vio a Olympiada Rogachova salir de su sueño y entrar flotando en el salón. El aspecto irreal y fantasmagórico había desaparecido en ella. Por primera vez, la rusa parecía percibirse a sí misma como indicador principal de su existencia, como alguien que no existía gracias al acuerdo de otros, sino que continuaría existiendo cuando los que trazaban las coordenadas de su vida apartaran su mirada de ella.

—Le dije que podía irse a la mierda —anunció, dejándose caer junto a Heidrun.

—¿Y cómo reaccionó?

—Eso, precisamente, no lo va a hacer, pero me desea mucha suerte.

—¿En serio? —dijo Heidrun, asombrada—. ¿Le has dicho que lo vas a dejar?

Rogachova la miró desde arriba con el temor divertido de una adolescente que acaba de descubrir el territorio inexplorado de su cuerpo.

—¿Creéis que soy muy mayor para empezar...?

—Tonterías —respondió Heidrun con firmeza.

Olympiada sonrió, alzó la mirada y se alejó flotando. Una imaginaria Miranda Winter hizo unas piruetas en la ingravidez, soltando grititos y chillidos de júbilo. O'Keefe leía con el propósito de no tener que presenciar cómo sus labios pintados de rojo se proyectaban hacia adelante, dibujando la flor de una promesa, antes de formar unas palabras de una simpleza memorable. Atravesaban el espacio a toda velocidad, con la omnipresencia de Rebecca Hsu, oían las burlas divertidas de Momoka Omura y las jactancias de Warren Locatelli, los pésimos chistes de Chucky, que ahora eran peores de lo que se merecían, oyeron a Aileen crear aquellos arreglos florales de sabiduría vital, la satisfacción de Mimi Parker y Marc Edwards en su «nosotros», y contar a Peter Black las noticias más recientes sobre el tiempo y el espacio. Escucharon, incluso, a Carl Hanna tocando la guitarra, a ese otro Carl, que no era ningún terrorista, sino un tipo agradable. Walo Ögi estaba pegado al juego de ajedrez bajo el techo, y ya perdía su tercera partida contra Karla Kramp; mientras tanto, Eva Borelius trastabillaba en la rueda de hámster de los autorreproches, y Dana Lawrence, la heroína declarada, redactaba un informe.

Chambers guardaba silencio, agradecida de aquel vacío en su cabeza.

Por primera vez desde que habían dejado la Luna se sentía notablemente mejor. En retrospectiva, aquella experiencia límite —como la llamaban— vivida en la zona de extracción le resultaba penosa, de modo que no hablaba acerca del asunto, si bien en algún momento tendría que hallar palabras para ello. Un horror impreciso la mantenía atrapada, como si una criatura monstruosa se hubiese fijado en ella en medio de aquel mar de niebla y la estuviese observando desde entonces. Sin embargo, en algún momento tendría que acabar con eso. Poco a poco se fue apartando, dejó a Olympiada a solas consigo misma y se fue flotando a la cafetería.

—¿Cómo te va? —preguntó.

—Bien. —Rogachov, sujeto a un soporte, levantó la vista de su ordenador—. ¿Y a ti?

—Mejor —dijo la presentadora, frotándose la sien con unos masajes circulares del índice—. La presión ya va cediendo.

—Me alegra oír eso.

—¿Tienes algo en contra de que ceda un poco a mi curiosidad profesional?

—Puedes preguntar lo que quieras. —La sonrisa de Rogachov fundió un poco el hielo que había entre sus pestañas rubias—. Siempre y cuando no esperes obtener una respuesta a todo.

—¿Qué andas calculando todo el tiempo?

—Julian merece una reacción. Le debemos una semana fulminante. No importa cómo haya acabado, la verdad es que nos ha ofrecido un montón de cosas. Y a cambio sólo espera una cosa de nosotros.

—¿Vas a invertir? —preguntó Mukesh Nair mientras se acercaba volando.

—¿Por qué no?

—¿Después de este desastre?

—Bueno, ¿y qué? —Rogachov se encogió de hombros—. ¿Acaso los hombres dejaron de construir barcos porque se hundió el
Titanic?

—Confieso que no estoy muy seguro.

—Ya conoces la mecánica del fracaso, Mukesh. Es siempre el miedo ante la crisis el que la desata. Al principio el problema que se te presenta es solucionable, pero va atrayendo hacia él una especie de psicosis. La psicosis del tiburón. Un solo tiburón basta para acabar con el turismo de una región, ya que nadie se mete en el agua, aunque la probabilidad de ser devorado por uno es casi nula. El desplome de la economía, el colapso de los mercados financieros, siempre hemos tenido que vérnoslas con esas psicosis. No es el ataque terrorista aislado, no es la bancarrota de un solo banco, la subsiguiente parálisis general es lo que se convierte en amenaza. ¿Acaso voy a hacer depender mi decisión de invertir en el proyecto de Julian, en esa revolución internacional del abastecimiento de energía, por culpa de un solo tiburón?

—¡El tiburón era una bomba atómica, Oleg! —dijo Nair, abriendo los ojos de par en par—. Posiblemente sea el inicio de un conflicto global.

—Pero tal vez no lo sea.

—En cualquier caso, Julian no tiene la culpa —reafirmó Chambers—. Hemos sido víctimas de un atentado cuyo destinatario era otro. Sólo estábamos a la hora equivocada en el lugar equivocado.

—Pero ¡si todavía nadie sabe quién estaba detrás de todo!

—¿Y qué vas a hacer tú con ese desconocimiento? —preguntó Rogachov en tono burlón—. ¿Suspender los vuelos espaciales?

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