Authors: Schätzing Frank
Por lo menos era lo que se decía de ellos.
Sin embargo, en realidad los buzones ciegos estaban experimentando en la práctica un renacimiento sin precedentes, especialmente allí donde estaba prohibida toda encriptación electrónica o a ésta se le imponía la condición de depositar una segunda clave de acceso para la policía cibernética. Los nuevos buzones ciegos eran archivos inocuos y páginas web que cualquiera podía descargar. Lo que contenían era irrelevante mientras el contenido fuera el adecuado para la transmisión del mensaje. Una frase compuesta de doce palabras podía dividirse en doce partes y distribuirse por doce páginas distintas. La primera palabra, «El», «La» o «Lo», podía aparecer en la segunda línea de cualquier relato de viajes; la segunda palabra, por su parte, podía estar en la sexta línea del tercer párrafo de un artículo científico; la tercera, a su vez, podía ocultarse tras la verborrea no filtrada de un adolescente, y cuando una palabra no debía aparecer de ningún modo, se la dividía en letras aisladas.
Sin embargo, nadie podía hacer nada con esos archivos mientras no estuviera en posesión de una clave que sacara las palabras o las letras fuera de su contexto, para unirlas en un nuevo significado secreto, un enmascaramiento similar al que ya existía antes, con el que era posible entresacar de la Biblia o de las obras de Tolstói los contenidos más sorprendentes, simplemente con colocar una cartulina troquelada en diferentes puntos de una página en particular. Lo que podía leerse en el boquete iba generando el mensaje. En el mundo de la World Wide Web, esa máscara era un programa. Partes de ese programa habían llegado, por lo visto, hasta el ordenador de Yoyo, junto con la indicación de que tres buzones ciegos debían ser sustituidos por otros tres. Jericho no tenía ni idea de cuántos buzones habría en total en juego. Podían ser docenas, centenares. Obviamente, se requerían más direcciones para descifrar el significado del mensaje; no obstante, ahora Jericho empezaba a entender por qué Yoyo había llegado al convencimiento de que se había tropezado con un avispero.
«Jan en Andre lleva dirección comercial: Oranienburger Straße, 50, 10117 Berlín.»
¿De quién se trataba? ¿De alguien llamado Jan o Andre, o Janen? ¿Podía «llevarse» una dirección comercial? La elección de palabras era lamentable. Algo faltaba, pero la dirección parecía estar completa.
«invariable un alto, de que él tiene conocimiento del si de.»
Algo no había variado, y alguien tenía conocimiento de algo.
«él tiene conocimiento de.»
¿Él? ¿Quién? ¿Jan, Andre, Janen? «Jan en Andre.» ¿Era eso un nombre coherente?
Y ahora la parte candente: «declaración haría del golpe gobierno chino.»
En este punto, a Yoyo debían de habérsele salido los ojos de las órbitas. El gobierno chino mencionado a la par con un golpe. Una persona tenía «conocimiento» de ello, posiblemente muy a Pesar de los que planeaban el golpe. ¿A quién o a qué se le iba a dar ese golpe? ¿Al gobierno de Pekín? ¿Había planes de derrocamiento en el seno de la Asamblea Nacional, en los círculos de las fuerzas armadas, en el extranjero? Difícil de imaginar. Más bien cabía pensar que el golpe se refiriera a otro país, y que el gobierno chino estuviera involucrado. Un golpe que ya se había realizado, que había fracasado o que estaba por llevarse a cabo.
¿Había alguien que pudiera revelar el papel desempeñado por Pekín?
«desde el momento de y liquidar a Donner. Es.»
Todo era un galimatías, excepto por una palabra: «liquidar.» ¿Liquidar a Donner? Como en otras partes, en ese fragmento también faltaban pasajes decisivos. Tal vez el texto pudiera completarse con unas pocas palabras, pero también cabía la posibilidad de que abarcara cientos de páginas, y todo lo que había podido entrever hasta el momento Jericho se revelaba como confuso. Pero en caso de que no, allí se hablaba de un asesinato, se lo anunciaba o, simplemente, se lo recomendaba.
El detective estudió la última línea una vez más: «desde el momento.»
Se trataba de algo en proceso. ¿Un proceso que estaba en peligro? Yoyo debía de haber armado aquel puzle del mismo modo que lo estaba haciendo él, y habría llegado a las mismas conclusiones, por lo que, a continuación, corrió a ocultarse como si la estuviera persiguiendo el mismísimo diablo. A la seguridad del Estado chino podía considerársela como tal. No obstante, su huida no tenía sentido del todo. Desde hacía años, aquella chica se ocupaba de candente material de actualidad. Aquel fragmento debería haber despertado su curiosidad, haber desatado su entusiasmo; sin embargo, la había sumido en un estado de pánico.
¿Había sido eso? ¿O quizá se había apresurado a ir a Quyu, entusiasmada, para reunir allí a Los Guardianes e investigar el trasfondo del asunto bajo la protección de la central?
No, eso estaba fuera de lugar. No habría dejado a su padre tanto tiempo sin noticias de ella. Sólo podía haber una razón: que temiera ponerlo en peligro a él, y ponerse en peligro a sí misma con un contacto demasiado directo. Yoyo contaba con que la estuvieran vigilando. ¡Más aún! Aquella noche debía de tener serios motivos de preocupación de que su enemigo, después de que ella se coló en sus canales secretos de comunicación y fue advertida su presencia, estuviera ante las puertas de su piso en unos pocos minutos.
Ellos habían detectado la presencia de Yoyo. Jericho evocó en la memoria aquella entrada en
Brilliant shit,
hizo que
Diana
se la abriera y la leyó nuevamente:
Hola a todos. Desde hace un par de días estoy de nuevo en nuestra galaxia. He padecido mucho estrés últimamente, ¿hay alguien que esté enfadado conmigo? No tuve otra alternativa, de verdad. Todo sucedió tan de prisa. Mierda. Qué rápidamente se cae en el olvido. Ahora sólo falta que me visiten de nuevo los viejos demonios. Bueno, estoy escribiendo nuevas canciones, pero sólo con la mitad del empeño. Por si acaso alguien de la banda pregunta, actuaremos en cuanto tenga listas un par de letras que suenen bien. ¡Hagamos prog!
Nadie con espíritu triunfante escribía de aquella manera. Era la llamada de auxilio de una persona que había perdido el control. En el momento en que Yoyo descargó esas direcciones y la máscara, debió de ver con claridad que la habían localizado. Ese había sido el motivo de su precipitada huida.
Una vez más, Jericho estudió aquel fragmento.
—
Diana,
busca la dirección Oranienburger Straße, 50, 10117 Berlín.
La respuesta llegó a vuelta de correo. Jericho miró el reloj. Faltaban dos minutos para las doce. El detective enchufó las gafas holográficas al ordenador, se conectó a la red e introdujo las coordenadas proporcionadas por Yoyo.
Desde mediados de la década anterior, cuando Second Life se reestructuró a raíz del desplome que se avecinaba entonces, no existía ya un nodo central para las comunicaciones, del mismo modo que el espacio-tiempo no conocía un centro real, sino sólo puestos de observador en números infinitamente grandes, cada uno de los cuales creaba la ilusión de un centro, más o menos de la misma manera en que un habitante de la Tierra sentía que su posición era fija y percibía el todo como algo que giraba en torno a él, que se alejaba o se acercaba a él. No era diferente lo que sentía un astronauta en la Luna o cualquier ser vivo en el universo, no importaba dónde estuviera. En el universo real, la totalidad de las partículas estaban interconectadas, a través de lo cual cada partícula podía ocupar un centro relativo.
De manera similar, Second Life se había ido conformando en una red de pares, la llamada red
peer-to-peer
,
un sistema casi infinito, descentralizado y autoorganizado en el que cada servidor al igual que un planeta— formaba un nodo central que estaba comunicado con todos los demás a través de un número indefinido de interfaces. Cada participante era, automáticamente, anfitrión y usuario de los mundos de otros. Lo que se desconocía era cuántos de esos «planetas» abarcaba Second Life, quiénes la habitaban o la controlaban. Por supuesto que había directorios, mapas cibernéticos, itinerarios y protocolos conocidos que hacían posible materializarse en el universo virtual, del mismo modo que el universo exterior estaba sujeto a las condiciones límite de la física. Conforme a esta norma, los avatares viajaban a cualquier sitio de la red que les fuera conocido y al que tuvieran acceso. Sólo que ya apenas había nadie que lo conociera todo.
Jericho había esperado aterrizar en uno de esos sitios ignotos, pero las coordenadas de Yoyo conducían hasta un cruce de calles público. Para entonces, casi todas las metrópolis del mundo real tenían su equivalente virtual, de modo que Jericho no tuvo más que viajar de una Shanghai a otra para encontrarse de nuevo en la plaza del Pueblo, o por lo menos en una copia casi idéntica. A diferencia de la Shanghai real, allí no había atascos de tráfico ni sitios como Quyu más allá de los límites de la ciudad. En cambio, constantemente aparecían nuevas obras en construcción, las cuales se mantenían por un tiempo, cambiaban su aspecto o desaparecían con la rapidez de un clic del ratón.
El constructor y dueño de la Shanghai virtual era el gobierno chino; su financiación, sin embargo, corría a cargo tanto de consorcios chinos como extranjeros. El Partido mantenía, además, una segunda Pekín, una segunda Hong Kong y una Chongqing virtual. Como todas las metrópolis de la red, que imitaban a sus modelos reales, el atractivo de la reproducción consistía en la relación entre la autenticidad y su superación. A nadie le asombraba ya que en la Shanghai virtual vivieran más estadounidenses que chinos, y que la mayoría de los avatares de aspecto asiático fueran robots, máquinas camufladas como seres vivos. A su vez, muchos chinos habían establecido su segunda residencia en la Nueva York virtual, en el París o el Berlín virtuales. Los franceses y los españoles preferían vivir en Marrakech, Estambul y Bagdad; los alemanes y los irlandeses adoraban Roma; los británicos se sentían atraídos por Nueva Delhi y Ciudad del Cabo, y los indios por Londres. Cualquiera que soñase con vivir en Nueva York y no pudiera permitírselo, encontraba en la red una Gran Manzana asequible y auténtica, sólo que más desenfrenada, más avanzada y un poco más fascinante que la original. El que hacía negocios en el París virtual no buscaba el aislamiento, sino que estaba interesado en la mayor cantidad de conexiones posibles con el mundo real. BMW, Mercedes-Benz y otros fabricantes de coches no vendían en las ciberciudades ningún constructo salido de la fantasía, sino prototipos de los coches que pensaban fabricar.
En el fondo, las metrópolis de la red no eran más que colosales laboratorios de pruebas, en los que a nadie le parecía mal viajar con naves espaciales en lugar de con barco, siempre y cuando la Estatua de la Libertad estuviera en el sitio que le correspondía. Los propietarios de esas ciudades, es decir, los respectivos gobiernos, iniciaban en ellas un nuevo capítulo de la globalización, sobre todo remodelaban el universo de la gente de una manera muy particular. Es cierto que en la Nueva York virtual también había crímenes y terrorismo, se volaban edificios mediante ataques informáticos, se agredía sexualmente a los avatares, se conocían los asaltos, los robos, las lesiones físicas y la violación; a uno podían encerrarlo o desterrarlo. Pero sólo había una cosa que no existía: la miseria.
No era de ningún modo una copia idealizada de la sociedad lo que surgía en la red. Allí uno podía enfermar, algunos
hackers
introducían epidemias cibernéticas y propagaban virus. Podías tener un accidente o, sencillamente, podía irte mal, adquirir una adicción. En una época en la que existían delgadísimas pieles con sensores, en las que uno podía meterse para sentir —también físicamente— la ilusión de una gráfica perfecta, el cibersexo era una fuente principal de ingresos y de egresos. Abundaban las ludopatías, los avatares sufrían de fobias, agorafobia, claustrofobia o aracnofobia. Lo único que no se percibía por ninguna parte era un exceso de población. Los pobres, como causa de todo mal, eran identificados y alejados de donde el ojo humano pudiera percibirlos. Los conectados se permitían tener una Bombay o un Río de Janeiro que crecían incesantemente, pero eso no iba aparejado con ningún empobrecimiento, ya que los bits y los bytes eran recursos que existían en abundancia. Esas metrópolis cibernéticas habían sufrido incluso el azote de catástrofes naturales; quien vivía en Tokio, por ejemplo, ya esperaba de vez en cuando ser testigo de un pequeño terremoto.
Lo que no había eran barrios de chabolas.
La representación del mundo, tal y como éste podía ser, se convertía en el mundo mismo, con todos los lados luminosos y oscuros de la verdadera existencia, y proporcionaba la prueba de quien era el culpable de la penosa situación global. No era el capitalismo ni las sociedades industrializadas, que, supuestamente, no querían compartir su riqueza. Aquel experimento virtual identificaba como culpables, con la implacabilidad del empirismo, a los que menos tenían: el ejército de pobres en Quyu, en las favelas brasileñas, en las
gecekondular
turcas, en los megabarrios de chabolas de Bombay y Nairobi, miles de millones de personas que tenían que vivir con menos de un dólar al día. En el ciberespacio, esas personas no estaban aisladas ni encerradas, no eran instrumentalizadas para llevar a cabo la lucha de clases, no eran objeto de cumbres del Tercer Mundo, de la ayuda para el desarrollo, de remordimientos de consciencia o de negación, ni siquiera eran objeto de odio.
Sencillamente, no existían.
Y de pronto, todo funcionaba sin fricciones. ¿Dónde radicaba entonces el problema? ¿Quién era, entonces, el culpable de la falta de espacio, de la explotación abusiva, de la contaminación del medio ambiente, si ese universo virtual funcionaba a las mil maravillas sin la miseria? Los culpables eran los pobres. Era inútil enfatizar la imposibilidad de comparar ambos sistemas, el basado en el carbón y el basado en los datos almacenados. Con el ingenuo cinismo del filósofo que dice que la raíz de todo mal humano es la superpoblación y luego se tapa los oídos en cuanto se habla de las consecuencias, los partidarios de la comunidad de la red señalaban que allí no había pobres. Y no porque se hubieran suspendido las subvenciones, porque se hubieran apisonado los barrios miserables o matado a millones de personas. Sencillamente, los pobres nunca habían asomado por allí. Second Life mostraba cómo se vería el mundo sin ellos, y, definitivamente, su aspecto era mucho mejor,
honi soit qui mal y pense,
«Vergüenza de aquel que de esto piense mal».