Authors: Schätzing Frank
Tu salió de la terminal con el torso echado hacia adelante, como si quisiera huir de sus propias piernas; subió a la cabina, se dejó caer en el asiento situado enfrente y le hizo una seña al piloto.
—Parece que hayas visto un fantasma —constató Jericho mientras el aparato ponía sus turbinas en vertical.
—He visto dos —dijo Tu, y para reforzar lo que decía, extendió el dedo índice y el corazón, cobró consciencia de que aquel gesto simbolizaba también una victoria y dejó entrever una sonrisa—. Pero ellos no me vieron a mí.
—Idiota —lo insultó Yoyo en voz baja.
—Oye, por favor.
—¡No vuelvas a hacer nada parecido, ¿de acuerdo?! Owen y yo hemos estado sudando sangre.
El aparato levantó el vuelo. Sobre la plataforma de aterrizaje, que ahora se hacía más pequeña, se encogía el girocóptero de la policía. Luego el piloto aceleró y dejó tras de sí la plaza de Potsdam. Tu miró indignado por la ventana.
—Pues podéis seguir sudando —dijo el empresario—. Todavía no estamos seguros.
—¿Qué hacían los polis ahí abajo?
—Entraron en tu habitación. Y para facilitarles las cosas, la habías dejado abierta.
—No lo hice.
—Qué raro. —Tu se encogió de hombros—. Bueno, sería el servicio de habitaciones.
—Da lo mismo. No encontrarán nada. No he dejado nada allí.
—¿No has olvidado nada?
—¿Que si he olvidado...? —Yoyo lo miró fijamente—. ¿Y eres tú, precisamente, quien me pregunta si he olvidado algo?
Tu carraspeó varias veces seguidas, sacó su teléfono móvil y llamó al aeropuerto. «Por supuesto que has olvidado algo —pensó Jericho en silencio—. Del mismo modo que nosotros, todos, dejamos algo olvidado: huellas dactilares, cabellos, ADN.» Mientras su amigo telefoneaba, el detective se preguntó si no habría sido más inteligente involucrar a las autoridades locales. Tu parecía compartir la aversión de Yoyo por la policía, pero Alemania no era China. Hasta el momento, en el drama que estaban viviendo no había intereses alemanes de por medio. Entretanto, sus acciones iban cobrando la forma de una huida desesperada y sin motivo. Ellos no habían violado ninguna ley, pero parecía que cada vez se enredasen más en actos punibles.
Tu plegó su teléfono móvil y miró a Jericho largamente mientras el aerotaxi avanzaba hacia el aeropuerto a gran velocidad.
—Olvídalo —dijo el empresario.
—¿Que olvide qué?
—Estás pensando que debemos entregarnos.
—Pues no sé qué decirte —suspiró Jericho.
—Pero yo sí. Mientras no conozcamos el contenido de ese dossier y no hablemos una vez más con la encantadora Edda Hoff, no le revelaremos nada a ningún otro aparato. —Tu se pasó el índice por la sien en un gesto muy elocuente—. Salvo a ése.
El zumbido de un panal de abejas no era nada comparado con la manera en que el aparato de policía empezó a resonar bajo la impresión que les causó la masacre que había tenido lugar en el Museo de Pérgamo, y ahora, también eso: un indonesio muerto, un mozo de hotel con un impecable cambio de vida, magros conocimientos de alemán y la misión de repartir jabones, papel higiénico y caramelitos por las habitaciones. Un trabajo cuyos riesgos principales consistían en tener que enfrentarse a malos olores o hallarse ante una pocilga de cerdos, pero no que le rompieran a uno la crisma porque se hubiera acabado la loción corporal.
Aparte de los dos vigilantes muertos en el museo, había un enigmático grupo de personas relacionadas con esos hechos. El asesinado dueño de un restaurante con pasado sudafricano, quien, a su vez, había mandado al más allá a otro hombre, aún desconocido, usando un lápiz como arma, lo que requería de conocimientos que eran más bien atípicos del ramo de la gastronomía. Su mujer, de piel negra, muerta a tiros en su coche, y luego paseada en ese mismo vehículo por media ciudad. Por otra parte estaba el chófer, un tipo blanco de pelo rubio que, por lo visto, había intentado ayudar a Donner en el museo, para ser él mismo objeto de una persecución, nada menos que por el asesino de Donner, un hombre también desconocido, trajeado, alto, de pelo blanco, perilla y gafas. Luego estaba un industrial chino, jefe de una empresa tecnológica radicada en Shanghai, que se había hecho pasar por investigador policial y, en compañía de una joven china, había robado el ojo de cristal de Donner. Por último, el indonesio, a cuya presencia en aquella habitación había que agradecer normalmente que no hubiera ninguna carencia en los momentos en los que un huésped de hotel tiene que satisfacer sus necesidades sanitarias ni que le faltasen azucaradas sorpresas en la almohada a la hora de acostarse.
Intrigante, todo muy intrigante.
En una actitud inteligente, los investigadores no habían intentado resolver todos aquellos enigmas de una vez, aunque, de hecho, se imponían algunas conclusiones: el hombre de pelo blanco, fuera quien fuese, era un asesino profesional; el ojo de cristal ocultaba un secreto, probablemente el asunto alrededor del cual giraba todo; y el indonesio, sencillamente, había aparecido en el lugar equivocado en el momento equivocado. Sin embargo, a lo que se le dio prioridad en las investigaciones fue al empresario chino; no con el fin de esclarecer sus motivos, sino para atraparlo cuanto antes. Las tres habitaciones que él había reservado en el Grand Hyatt no causaban la impresión de que sus inquilinos fuesen a regresar pronto a ellas. Lo único que se sabía con certeza era que Tu Tian y la mujer que lo había acompañado al Instituto de Medicina Legal habían salido de allí y se habían dirigido directamente al hotel; luego le habían indicado al portero que aparcara el Audi en el garaje soterrado para, a continuación, desaparecer en el vestíbulo sumidos en una animada charla.
¿De qué charlaban?
El portero lo recordaba muy bien. Se habían citado con una tercera persona en el Sony Center porque al gordo le apetecía tomar «algo dulce». ¡La mujer, por cierto, era muy, pero que muy guapa! Los policías insistieron en preguntar si el portero dominaba el chino, pero éste lo negó. La conversación había tenido lugar en inglés, una circunstancia que hizo desconfiar al jefe de la comisión especial: según la declaración de la doctora Voss, esos dos habían estado hablando en chino en la sala de autopsias. Por precaución, el jefe envió dos unidades al Sony Center —aunque ya no tenía esperanzas de encontrar a nadie allí—, y luego encargó a sus hombres que averiguaran las circunstancias exactas de la llegada de Tu.
Cuanto más meditaba sobre ello, tanto más seguro estaba de que Tu y el rubio estaban relacionados.
El aerotaxi sólo había necesitado unos ridículos ocho minutos para llegar al aeropuerto, pero a Jericho le parecieron una eternidad. En su mente, se mezcló con los hombres de la comisión especial. ¿Qué prioridades establecerían? ¿En quién de ellos concentrarían las investigaciones? El detective había estado presente en el tiroteo, algunos testigos lo habían visto correr en dirección a Tiergarten. Esperaban poder averiguar algo más sobre él. En su contra hablaba el hecho de que estaba armado en el museo, pero gracias a la balística se podría determinar que él no había matado a Nyela. Yoyo y Tu, por su parte, se habían hecho culpables de suplantación de un cargo público con abuso de autoridad y profanación de un cadáver; Tu, además, había tergiversado todos los reglamentos del tráfico a su favor, pero los policías tenían otro montón de pistas que seguir. Y estaba bien que así fuera, pues de ese modo avanzarían más lentamente. Tenían que verificar identidades, trazar cronologías, tomar declaraciones, esclarecer motivos. Se hundirían en el lodazal de la especulación.
Por otra parte, hasta el momento habían demostrado ser extremadamente eficientes. Habían aparecido en el Grand Hyatt con una rapidez que merecía respeto, lo que demostraba que tenían la mirada puesta en Tu. Quedaba por ver si sabían algo de su jet privado o si, en general, partían de la idea de que abandonaría Berlín en un corto plazo.
El aerotaxi sobrevoló en círculos el aeropuerto de aviones privados.
Luego descendieron describiendo una amplia curva. El Aerion Supersonic de Tu quedó a la vista. Con sus cortas alas situadas en el extremo trasero, parecía un ave marina que estirase el cuello con curiosidad, como si tuviera prisa por largarse de allí. El piloto hizo girar las toberas, hizo que el aparato descendiera y lo posó suavemente no lejos del jet. Tu le entregó un billete.
—Quédese con el cambio —le dijo en inglés.
La propina estimuló de tal modo los genes diligentes del piloto que éste se ofreció de inmediato para cargar el jet. Y puesto que no había ningún equipaje que descargar, aparte del pequeño maletín de Tu, preguntó si podía hacer otra cosa. Tu reflexionó brevemente.
—Sencillamente, espere aquí hasta que nos hayamos marchado —dijo el chino—. Mientras tanto, no acepte ninguna llamada.
El jefe de la comisión especial estaba en camino del aeródromo de la Jefatura de Policía cuando recibió una llamada telefónica. Antes de que pudiera responder, vio a una agente que corría por la pista de aterrizaje.
—Tenemos al calvo —dijo la voz de la mujer.
El jefe dudó. La llamada procedía de una de las personas a las que había encargado investigar las circunstancias de la estancia de Tu en Berlín. La mujer se detuvo y, jadeante, le puso su teléfono móvil delante de las narices. En la pantalla podía verse la foto del hombre que yacía en la mesa de autopsias con astillas de lápiz incrustadas en el lóbulo frontal del cerebro.
—Volveré a llamarla —dijo el jefe al teléfono—. Deme dos minutos.
—Mickey Reardon —anunció la agente—. Un fósil de la resistencia irlandesa, especialista en sistemas de alarma. Desde el desarme del IRA, hace veinte años, trabaja por su cuenta para toda suerte de servicios de inteligencia e instituciones en esa zona fronteriza entre la política y el crimen organizado.
—¿Un irlandés? Santo cielo.
No podría haberse mostrado más horrorizado si le hubiesen dicho que Reardon era un miembro del antiguo Ejército Popular de Corea del Norte. Cada vez que ciertas tropas regulares o ejércitos clandestinos perdían su razón de ser y dejaban de funcionar, escupían a gente como Reardon, gente que, cuando no se pasaba totalmente al bando del crimen organizado, a menudo mantenía una alianza con servicios de inteligencia internacionales.
—¿Para quién ha trabajado?
—Se sabe sólo parcialmente. Siempre, una y otra vez, para el servicio secreto estadounidense, para el Mossad, el Zhong Chan Er Bu, y el BND alemán. Un tipo versátil, hábil en la desconexión y la instalación de sistemas de seguridad. Ha llamado la atención varias veces en relación con ciertas lesiones físicas graves, posiblemente también algún que otro asesinato.
—Reardon iba armado —dijo el jefe de la comisión con expresión pensativa—. De modo que estaba en una misión. Donner lo neutraliza y muere a continuación. Lo mata el del pelo blanco. ¿Se trata de alguna operación de inteligencia? Tenemos a Reardon y al del pelo blanco de un lado; a Donner y al rubio, que quiso ayudarlo, del otro.
A punto estuvo de olvidar que estaba en el camino del hotel Grand Hyatt.
—Tenemos que marcharnos —le dijo a su acompañante.
Y fue entonces cuando recordó también que había tenido intenciones de llamar a alguien.
El jet dobló en dirección a la pista de despegue. Tu aumentó el impulso y esperó la señal para alzar vuelo. Se sentía muchísimo más inquieto de lo que parecía. En el fondo, Jericho tenía razón. Lo que estaban haciendo iba en contra de todo sano juicio. Buscaban pelea sin necesidad con la policía alemana, que, posiblemente, podría haber seguido ayudándolos en sus pesquisas.
Sin embargo, también era posible que no fuese así.
Las experiencias de Tu con la arbitrariedad de ciertas instancias estatales, sin duda, le había creado un trauma, por mucho que él se afanara en no acabar como el ratón que ve en todo la sombra de un gato. A fin de cuentas, el origen de su paranoia databa de hacía veintiocho años. No obstante, siempre estaba dispuesto a tomar a los demás como rehenes de su recelo, sobre todo a Yoyo, quien, según sus propias experiencias, era muy receptiva a cualquier patrón de comportamiento paranoico. Su actitud era inequívocamente manipuladora. Intentaba decirse a sí mismo que estaba actuando del modo correcto —y, posiblemente, hasta tuviera razón—, sólo que hacía tiempo que ya no se trataba de eso: por lo menos así lo vio con claridad aquella noche en que recorrió con la joven la ciudad de Berlín y comprendió de repente que su paranoia, a diferencia de la de Hongbing, sólo parecía más jovial. Uno se consumía en las catacumbas del recuerdo, mientras que el otro las atravesaba con buen ánimo, silbando. Comparado con Hongbing, a él le iba de fábula, pero no lo suficiente como para poder poner fin a todo aquello por sí solo.
Fue por eso por lo que le hizo saber a Yoyo algunas cosas, con lo que la sumió en una confusión aún más profunda. De nada sirvió. Debería haberle contado el resto de la historia, una historia que, hasta el momento, sólo Joanna conocía en su totalidad. Con la callada aprobación de Hongbing, realizaría ese gesto liberador en cuanto tuviera oportunidad. Él habría preferido que Hongbing hubiese puesto a su hija al corriente, pero así también estaba bien. Cualquier cosa era mejor que el silencio.
«Tenemos que acabar con esto —pensó—. No huir nunca más, ni en el éxito ni en la desesperación.»
La voz en los auriculares le dio luz verde.
Tu cargó los propulsores, los puso en potencia de despegue y aceleró. La fuerza del impulso lo incrustó contra el asiento, y entonces levantaron el vuelo.
Sólo unos minutos después, el jefe de la comisión especial se enteró de que Tu Tian había arribado con un avión privado del tipo Aerion Supersonic. Las habitaciones en el hotel Grand Hyatt habían sido abandonadas; el chino y sus acompañantes, por lo visto, habían cambiado de sitio. Era posible que todavía estuvieran en Berlín, pero en cualquier caso no habían registrado su salida; además, su Audi estaba aún en el garaje subterráneo del hotel, el mismo coche que Tu había alquilado en el aeropuerto inmediatamente después de aterrizar y cuya matrícula había puesto a los investigadores tras su pista.
Por otro lado, en una de las habitaciones había un cadáver.
El jefe de la comisión instruyó a su equipo para que detuvieran el jet. Y minutos más tarde supo que la identificación de Mickey Reardon le había costado los instantes decisivos. Maldijo en voz tan alta que los técnicos forenses se detuvieron, asustados, pero de nada sirvió.