Límite (67 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Claro. Hace doscientos ochenta kilómetros.

—¿Y el alcance?

—Cuatrocientos kilómetros, por lo menos. ¿Es usted del centro?

—Mmm.

—Eso es un infierno para los coches. Debería pensarlo.

—Sí. —Jericho sacó su teléfono móvil—. Por desgracia apenas conozco este sitio. Debo encontrar a alguien, pero ya sabes cómo es el tema de las direcciones en Quyu. Tal vez tú podrías ayudarme.

El joven se encogió de hombros. Jericho proyectó la A con el anillo deshilachado sobre la pared trasera del taller. Los ojos del joven le revelaron que conocía el símbolo.

—¿Y quiere usted ir ahí?

—¿Está lejos?

—No realmente. Sólo tendría que...

—Cierra el pico —dijo alguien detrás de ellos.

Jericho se volvió y vio un pecho que comenzaba en alguna parte hacia la zona sureste y terminaba muy arriba, en la región septentrional. Por encima del pecho tenía que haber algo que le sirviera a aquella cosa para pensar. El detective echó la cabeza hacia atrás y vio una bola totalmente afeitada con unos ojos tan rasgados que hasta a un chino tendría que asaltarle la duda sobre si se podría ver con ellos o no. Una aplicación en el mentón, de color azulado, recordaba la barba de un faraón. La chaqueta de cuero abierta dejaba ver el nombre de los City Demons.

—Está bien —dijo el joven, mirando hacia arriba con expresión insegura—. Él sólo preguntaba...

—¿Qué preguntaba?

—Está todo en orden —sonrió Jericho—. Sólo quería saber si...

—¿Qué? ¿Qué es lo que quiere saber?

Aquella mole no hacía ademán alguno de inclinarse hacia donde él estaba, lo que habría simplificado bastante la conversación. Jericho dio un paso atrás y volvió a dirigir el haz de luz hacia la pared.

—Siento haber llegado en un momento inoportuno. Estoy buscando una dirección.

—¿Una dirección? —El hombre que tenía delante giró la maciza cabeza y dirigió sus ojos rasgados hacia la proyección.

—Me pregunto si eso es una dirección —dijo Jericho—. Sólo cuento con...

—¿Quién se lo ha dado?

—Alguien que tenía poco tiempo para explicarme el camino. Alguien de Quyu. Y yo pretendo ayudar a esa persona.

—¿Ayudarla en qué?

—Problemas sociales.

—¿Acaso hay alguien en Quyu que no los tenga?

—Precisamente. —Jericho decidió no permitir aquel trato por mucho tiempo—. ¿Qué hago ahora? No me gustaría dejar esperando a esa persona.

—¡Además, le interesa la
chopper!
—añadió el joven de antes, en un tono tal que parecía que le había vendido la moto a Jericho por una suma exorbitante.

La mole afiló los labios.

Entonces sonrió.

El rechazo se esfumó por completo de los rasgos de su rostro y dejó paso a la más sincera amabilidad. Una enorme zarpa cruzó el universo y aterrizó con un sonoro golpe en el hombro de Jericho.

—¿Por qué no lo dijo antes?

Se había roto el hielo. La repentina cordialidad halló su reflejo no en las informaciones, sino en una detallada descripción de todas las ventajas que supuestamente ofrecía la
chopper,
lo que culminó en la mención de una suma exorbitante. Y, para colmo, aquel mastodonte consiguió la obra maestra de calcular, aparte del precio, la rueda que faltaba.

Jericho asentía y asentía. Al final, negó con la cabeza.

—¿No? —preguntó con asombro el gigante.

—No por ese precio.

—Está bien. Dígame usted un precio.

—Le propondré otra cosa. Una A con un cinturón deshilachado y cuatro enigmáticas letras debajo. ¿Lo recuerda? Yo voy hasta allí y luego regreso. Entonces negociaremos.

Al gigante le salieron unas arrugas en la frente. «Está meditando», supuso Jericho. Luego le describió una ruta que parecía llevarlo por medio barrio de Quyu.

¿Qué había dicho el joven hacía un momento? ¿Que no estaba lejos?

—¿Y qué significan esas letras?

—¿NDRO? —El gigante soltó una carcajada—. Su amigo debía de tener bastante prisa. Quiere decir Andrómeda.

—¡Ah!

—Y es una sala de conciertos.

—Gracias.

—Su relación con Quyu parece estar exenta de todo conocimiento del barrio, si me permite el comentario.

Jericho enarcó las cejas involuntariamente. Tanto refinamiento en la sintaxis era algo de lo que no habría creído capaz a aquella mole y su olla pensante.

—En efecto, conozco poco el barrio.

—Entonces tenga cuidado.

—Vale. Nos veremos luego, hacia las... ¿Cómo se llama usted?

Una sonrisa partió en dos el cráneo afeitado al cero.

—Daxiong. Es muy sencillo, Daxiong.

Ajá. Los seis coreanos que se habían llevado la paliza. Poco a poco, la incógnita se iba despejando.

Jericho no había estado nunca antes en Quyu. No tenía idea de lo que le esperaba cuando pasó con el coche por debajo de la autovía. Sin embargo, en realidad, no sucedió nada. Quyu no mostraba un comienzo definido, por lo menos no en esa parte del barrio. Sencillamente, empezaba de alguna forma. Empezaba con unas hileras de casas bajas, muy parecidas a las que acababa de dejar atrás. Apenas había negocios; en cambio, abundaban los comerciantes callejeros, muy pegados los unos a los otros, con sus sábanas y sus alfombras desplegadas sobre el suelo y, sobre ellas, todo lo que pareciera vendible y no estuviera en condiciones de echar a andar. Una mujer sentada en un torcido sillón de juncos, que dormitaba a la sombra de un baldaquín tensado a duras penas, tenía ante sí una cesta llena de berenjenas. Un comprador cogió un par de ellas, le dejó el dinero y continuó su camino sin despertarla. Ancianos que charlaban, algunos en pijama, otros con el torso desnudo. Empujones y apelotonamientos en las desmoronadas aceras. Atravesada en el camino, la ondeante banderola de la ropa puesta a secar, con batas y camisas cuyas mangas se saludaban unas a otras cada vez que el viento quedaba atrapado entre dos fachadas. Murmullos, chasquidos, gritos —melódicos, amenazantes, estridentes y oscuros—, todo tejido en una gran cacofonía. La chirriante omnipresencia de motocicletas baratas, el rechinar y el tintineo de viejas bicicletas, el eco de los martillos y los taladros. Ruidos de las labores de mantenimiento, precaria conservación del deterioro. Algunos comerciantes, al ver la cabellera rubia de Jericho, le saltaban delante y, balanceando sus carteras, sus relojes y sus esculturas, lanzaban un estridente
«¡Looka, looka!»
por encima de la calle, oferta que el detective ignoraba a propósito, al tiempo que se esforzaba por no atropellar a nadie. En Shanghai, en los distritos interiores de la ciudad, el tráfico era equiparable a la guerra. Los camiones perseguían a los autobuses, los buses a los coches, estos últimos acosaban a los vehículos de dos ruedas, y todos juntos se habían trazado la misión de exterminar a los viandantes. En Quyu todo era menos agresivo, lo que no arrojaba un resultado mejor. No había ataques, sino que se ignoraba por completo al otro. Gente que hasta ese instante regateaba por el precio de una gallina o de un electrodoméstico saltaba sin previo aviso a la calle o se quedaba en grupos por los alrededores, analizando la situación meteorológica, el precio de los alimentos o el estado de salud de la familia.

Con cada tramo de calle, Jericho veía menos comerciantes interesados en abordar a los turistas. Las mercancías ofrecidas fueron haciéndose más humildes. Del mismo modo que disminuía el número de coches, aumentaba la cifra de peatones y bicicletas, y la multitud se iba despejando. Cada vez eran más frecuentes las viviendas demolidas hasta la mitad, cuyas paredes ausentes habían sido sustituidas precariamente con cartones y planchas de latón ondulado. Todas estaban habitadas. Entre ellas se amontonaban los escombros de varios años. Como dados lanzados al azar, apareció en el borde de la calle un grupo de construcciones prefabricadas de color gris y azul ceniciento, delante de las cuales se torcían algunos árboles artríticos, y había coches aparcados sin orden alguno. Habían surgido en la época en que Deng Xiao-ping proclamó aquel milagro económico que jamás llegó a obrarse del todo en esa parte de China.

De repente, todo se oscureció a su alrededor.

Cuanto más penetraba Jericho en el corazón de Quyu, tanto más desestructurado se le mostraba el barrio. Allí, cualquier concepto imaginable de arquitectura parecía haber sido arrojado a la basura. Edificios de varias plantas, cuya construcción había sido interrumpida, alternaban con ruinosas edificaciones de una planta y horrendas conejeras de varios pisos, cuya fealdad quedaba subrayada por los residuos de color de la pintura desconchada. Lo que más conmovía al detective era el desamparado intento de hacer habitable lo que no lo era. De una manera casi folclórica, se distinguía el crecimiento silvestre de cobertizos improvisados, que casi nunca pasaban de ser cuatro palos clavados en el suelo y cubiertos por un toldo. Allí, por lo menos, reinaba la vida, mientras que las conejeras tenían el aspecto de grutas postatómicas.

En medio de un páramo de desechos, Jericho se detuvo y vio a mujeres y niños que cargaban carretillas de basura con todo lo que les parecía aprovechable. Áreas enteras semejaban barrios otrora intactos que hubieran sido pulverizados por un bombardeo. El detective intentó recordar lo que sabía sobre sitios como ése. Una cifra, recogida en alguna parte, rondaba por su cerebro. En el año 2025, mil millones y medio de personas en todo el mundo vivían en barrios miserables. Veinte años antes eran mil millones. Cada año se le añadían entre veinte y treinta millones. Quien iba a parar a un lugar como aquél, tenía que abrirse paso a través de extravagantes jerarquías, cuyo eslabón más bajo era recoger basura y fabricar a partir de ella objetos que pudieran venderse o canjearse. Según la descripción de Daxiong, el detective necesitaría todavía una hora para llegar al Andrómeda. Jericho continuó conduciendo, y pensó en aquel barrio al que la vida lo había llevado hacía algunos años, poco antes de que fuera demolido y diera paso a la urbanización en la que ahora vivía Yoyo. Entonces no había podido entender por qué los habitantes de aquella zona se aferraban tanto a sus ruinas; sólo había comprendido que no tenían otra opción. Sin embargo, algunos habían recibido ofertas para ser alojados en otros apartamentos, comparativamente más lujosos, en las afueras de Shanghai, con agua corriente, cuartos de baño con bañeras, ascensores y electricidad. «Aquí existimos —era la sonriente respuesta—. Ahí fuera seríamos fantasmas.»

Sólo más tarde Jericho comprendió que el nivel de degradación humana no podía medirse por el estado de las casas que uno habitaba. La escasez de agua potable, las desbordantes cloacas, las atascadas tuberías de los desagües, todo aquello merecía ser registrado en el libro del infierno. Pero, mientras, las personas vivían en la calle, se encontraban y se reconocían unas a otras. Allí vendían sus mercancías, cocinaban para los obreros que no tenían ninguna oportunidad de prepararse sus comidas. Únicamente la preparación de comidas ocupaba y saciaba a millones de familias, una base vital que sólo podía hacerse a nivel de calle, del mismo modo que la cohesión social era una misión de la vía pública. La gente salía a las puertas de sus casas y sostenía una conversación. La vida a ras de suelo, la estructura abierta de las casas, todo ello transmitía consuelo y calidez. En la décima planta de un edificio de viviendas nadie pasaba por la puerta para comprar algo, y quien salía a la puerta sólo veía una pared.

El camino lo llevaba ahora por una cuesta. Desde allí arriba se ofrecía una vista panorámica de los cuatro puntos cardinales, por lo menos hasta donde lo permitía la capa de niebla tóxica color marrón. El COD tenía aire acondicionado, pero Jericho creyó sentir en la piel el contacto abrasador del sol. A su alrededor se le ofrecía una imagen ya familiar. Chozas, baterías habitables, en un estado más o menos ruinoso, postes de electricidad inclinados con los cables colgando, escombros y suciedad.

¿Debía continuar avanzando?

Desorientado, hizo que el móvil le indicara la posición. La proyección lo llevó a una tierra de nadie. La zona no estaba cartografiada. Sólo cuando amplió el cuadro vio cómo se formaban dos calles misericordiosas que atravesaban Quyu, si es que los datos eran actuales.

¿En medio de esa miseria estaba oculta Yoyo?

Jericho introdujo la posición geográfica desde donde había sido enviada aquella entrada aparecida en el blog
Brilliant Shit.
El ordenador le indicó un punto que no estaba lejos del taller Demon Point, cerca de la autovía.

Es decir, en la dirección opuesta.

Maldiciendo, dio media vuelta, evitando por los pelos una carretilla que varios adolescentes empujaban a través del camino, soportó los insultos que le dedicaron y emprendió con prisa el camino de vuelta. Al cabo de un rato, el tráfico aumentó de nuevo. Dejó a la izquierda el sitio que había atravesado antes; al principio, se embrolló en una maraña de callejuelas, vagando sin rumbo por un barrio en el que, principalmente, se confeccionaba y se vendía ropa. En eso vio un paso para coches situado entre varios tenderetes muy concurridos y llegó a una calle ancha, cercada con muros, en la que había edificios asombrosamente bien cuidados. Allí pululaba la gente y los vehículos de todo tipo. Cadenas de comida rápida, negocios y puestos de venta dominaban la escena. Pasó junto a varias filiales de Cyber Planet. Todo parecía una variante opresiva del legendario Camden Town londinense en épocas en las que nacía allí la subcultura, treinta años antes. Se veían prostitutas recostadas a las entradas de las casas, grupos de hombres que, obviamente, no se dedicaban a nada pacífico y que permanecían sentados en los cafés o en las cocinas con wok o deambulando por la zona con miradas controladoras. Examinaban el COD de Jericho.

Según el ordenador, el objetivo estaba muy cerca, pero el sitio parecía embrujado. Equivocaba el camino una y otra vez. Cada intento por tomar de nuevo la calle principal lo introducía aún más en las profundidades de aquel universo retorcido, dominado, al parecer, por las tríadas, y en el que vivían probablemente los capos del barrio, los príncipes de la decadencia. En dos ocasiones aparecieron unos hombres que lo detuvieron e intentaron sacarlo del coche, por las razones que fuera. Finalmente encontró un atajo y, de pronto, el barrio quedó a sus espaldas. Vio entonces la silueta lejana y aparatosa de una antigua fábrica de acero. Sobre un terreno allanado, se dirigió a un complejo gigantesco de color óxido, con chimeneas. Un grupo de motoristas lo alcanzó, le pasó por el lado y desapareció más allá de la valla. Jericho los siguió. La calle conducía a unos terrenos que, por lo visto, constituían una especie de punto de encuentro de aquel ambientillo. Había motos aparcadas por doquier, grupos de adolescentes que fumaban y bebían. El estruendo de la música inundaba la plaza. Los bares y los clubes se habían instalado en naves de fábricas abandonadas, había burdeles y sex-shops. El inevitable Cyber Planet dominaba una ala entera del patio interior, flanqueado por puestos de venta que ofrecían aplicaciones hechas a mano y por otra tienda que vendía instrumentos musicales usados. Frente al Cyber Planet había un complejo de edificios de ladrillo de dos plantas. Delante de la entrada abierta había aparcado un furgón, del que unas figuras de aspecto marcial sacaban equipos técnicos y los llevaban al interior.

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