Julián miró la cajetilla con codicia y encendió un cigarrillo.
—¿Has sabido algo de mi hermano Damián?
—Sigue en el manicomio.
—¿Mejor?
Soledad negó con la cabeza.
—Mucho peor… El otro día fui a verlo a la fuente del Berro y no me reconoció.
Julián no cambió de expresión. Soledad se cruzó de brazos y le miró con distancia: —¿Has oído bien todo lo que te he dicho?
Él observó con placer el cigarrillo y asintió.
—No te veo muy conmovido.
Julián se giró hacia ella. Dos miradas, dos abismos distanciados en el espacio y el tiempo, como estrellas en el cielo.
Como estrellas separadas, cada una con su sistema y sus planetas y sus satélites. Los dos sintieron miedo al mirarse. Los dos tuvieron la impresión de que sus ojos delataban un fondo que antes no existía. Casi tres años sin verse. Pero en realidad el tiempo era lo de menos. Importaba más todo lo que ese tiempo había albergado en su flujo, importaba más toda la miseria que la conciencia había tenido que asimilar. Ahí estaba el fondo, no el fondo de la experiencia, que les resultaba cada vez más imposible de definir y demarcar: ahí estaba el fondo de la vida sin más, tal como se había ido desplegando ante ellos durante la guerra.
Soledad contempló a Julián y con temor constató que sus ojos no miraban igual. Estaban como prendidos a una llama negra que ella no podía ver, a una llama interior, de naturaleza agobiante, que ella sólo podía sospechar. ¿Qué ha perdido Julián, en algún momento y en algún lugar, para que ahora sus ojos tengan la aplastante autoridad de lo irreparable? Por más doloroso que le resulte, son ojos menos fiables que los de antes y con más propensión a la línea oblicua, son ojos que han aprendido a zigzaguear, a resbalar, a paralizar, a interrogar, a sospechar, a acorralar y a matar.
Soledad siguió mirándolo con fijeza. Era como ver a un ángel exterminador. Una nube negra pasó por su cabeza pero se disipó enseguida: tinieblas fuera, tinieblas lejos, y que por una noche sea posible la tregua y las pieles tengan la última palabra, la que desembocaba en el silencio.
Con pasos temblorosos, Soledad se acercó a él y dijo:
—He estado a punto de enloquecer de soledad, Julián; si no me abrazas, me moriré de frío.
Desde la comisaría de Jorge Juan, el Pálido apenas tenía que andar un kilómetro para hallarse en su casa, situada en un edificio de la calle Velázquez, de muros blancos y grises y tejado de pizarra.
Era ya de noche cuando se despidió de Roux a la puerta de la comisaría y se dirigió al domicilio familiar con una botella de vino en la mano. Mientras caminaba, no podía dejar de pensar en la ceremonia de las rosas. Tampoco podía dejar de pensar en Ana y lamentaba no haber llegado más lejos con ella en la ferocidad, en el placer, en el dolor. Podía haberlo hecho y nadie le hubiese dicho nada. Dos días antes, había soñado que era San Sebastián y que varias penadas, entre ellas Ana, lo torturaban. Las penadas llevaban faldas de jugar al tenis, y le arrojaban flechas muy puntiagudas. En el sueño las flechas no le asustaban y su contacto empezaba pareciéndose al frío y acababa pareciéndose al calor. Dentro Del sueño, sentir que le estaban matando las mujeres, con sus miradas y sus falditas y sus saetas envenenadas, le producía un placer muy intenso.
Finalmente el Pálido llegó a su inmueble y, ya en el ascensor, se peinó ante el espejo. Nada más entrar, saludó a su gato, escuálido y rubio como él, que se hallaba en el pasillo.
La doméstica ya había servido la cena y su madre y su herma se hallaban sentadas a la mesa.
El Pálido acababa de entrar en el comedor cuando el reloj de pared empezó a dar las diez.
—¿Cómo ha ido el día? —dijo su madre, que tenía aspecto de generala.
El Pálido sonrió apenas y dejó la botella de vino sobre la mesa.
—Mucho trabajo —musitó, colgando la chaqueta en el perchero.
La madre miró plácidamente a su cachorro y le frotó la cabeza:
—Hijo mío —susurró.
Ya se hallaban todos en torno a la mesa cuando sonó el teléfono. El Pálido lo cogió. Era Roux, que lo necesitaba para un asunto de máxima urgencia.
—Tengo que irme —dijo desde el vestíbulo.
Su madre se levantó de la mesa, acudió al vestíbulo y farfulló: —¿Son horas de salir?
Tengo trabajo, mamá. No insistas.
—Empiezas a asustarme.
—¿Por qué?
—Porque en el trabajo que estás haciendo no debiera apetecerte hacer horas extras. Antes te bastaba con la comisaría de Lope de Rueda. ¿Ahora también vas a la de Jorge Juan? ¿Nunca te cansas de trabajar?
—No insistas, mamá, esta vez se trata de un asunto muy serio.
—¿Esta vez sí? ¿Entonces las otras no?
—Como empieces con tus juegos de palabras, renunciaré a venir a casa.
Su madre movió contrariadamente la cabeza y lo dejó marchar mientras le decía:
—Nadie juega con las palabras y los sentimientos como tú, Héctor. Acabarás volviéndote loco.
El Pálido la miró con odio y entró en el ascensor. Ya en comisaría, Roux posó la mano en el hombro del Pálido y dijo:
—No esperaba verle tan pronto, pero así son las cosas.
—¿De qué se trata?
—Los testimonios de dos testigos me obligan a pensar que uno los responsables del atentado de Talavera se halla en Madrid. Primero lo vio un camionero, y más tarde un maquinista. Los dos me han telefoneado y le aseguro que hablan del mismo hombre.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Rastrearemos Madrid. A usted le encomiendo el barrio de las Ventas. Al parecer nuestro hombre ha tomado esa dirección.
Llevaban más de media hora las unas ante las otras, en un lugar muy concreto y que a la vez parecía un no lugar: la antesala de la capilla. Se consideraban las trece gafes y no se atrevían a mirarse a la cara. Todavía no había llegado el momento de la complicidad en la desgracia y había en ellas algo parecido a la vergüenza. Las avergonzaba haber sido elegidas.
Si de verdad voy a morir, no entiendo por qué me avergüenzo. Tendría que estar furiosa, o triste, o desesperada, pero no avergonzada, pensaba Ana, ignorando que debe de haber un momento, anterior a la rabia, en que la muerte, Justa o injusta, provocada o no, es experimentada crudamente por el viviente como una vergüenza, que hace muy difícil la mirada hacia uno mismo y hacia los demás.
—Con toda evidencia, somos las cenizas más cenizas de Las Ventas —proclamó Pilar—. ¡Y para colmo somos trece! ¡Es para no creerlo! ¡Las trece de la fama!
—No voy a negarlo —dijo Joaquina—. Siento como si estuviera alcanzando una cima que no me esperaba, y que se me presenta como un regalo del cielo. Nunca antes había sido tan gafe, y eso que ya he pasado por dos consejos de guerra. Pero aquello era sólo el preludio de este maravilloso momento.
—¿Queréis callaros? —gritó Ana.
Joaquina la miró con desdén y dijo:
—Tu cara no miente: estás avergonzada de tu mala suerte, y lo comprendo.
Ésa era su conversación cuando llegó una de las funcionarias y abrió la puerta. Fue como pasar de una noche negra a una noche blanca.
La capilla era un espacio luminoso que resultaba muy alegre comparado con el resto de la cárcel. Se podía respirar, La sensación de tener un cuerpo volvía a parecer una sensación normal.
Ana, que fue la primera en entrar y elevar los ojos, vio una ventana y pensó que era un hueco que daba a la muerte.
Ahora volvía a lamentar no haberse ido con Francisco. De haberse fugado con él, estaría igualmente presa, pero no tan cerca de la muerte. También lamentaba haberse dejado convencer por su madre. En situaciones normales, las madres te guían hacia la vida, pensaba Ana, pero a veces te pueden guiar también hacia la muerte, por pura ceguera materna, por puro apego a lo que fue carne de su carne.
Ana continuó avanzando. La seguían muy de cerca Blanca y Joaquina. Detrás iba Avelina, y tras ella venían Virtudes, con pasos desconcertados, Pilar, Martina, Luisa, Elena, Victoria, Julia, Dionisia y Carmen, que iba la última.
Todas parecían muy aseadas y llevaban su mejor vestido. Ana llevaba un vestido blanco y lila; Blanca llevaba, como Virtudes, Pilar y Carmen, un traje negro; y Dionisia un vestido blanco de seda natural, con rayas azules.
Enseguida se juntaron todas en el centro de la capilla, formando una piña. Miraban hacia el techo y respiraban con alivio. No les parecía la misma capilla de otros días. La sala estaba vacía y los únicos objetos que destacaban eran los ornamentos del altar: una talla de la Virgen del Carmen en el centro, y a los lados un crucifijo y un Ecce Homo.
Más arriba, la vista podía hallar un punto de fuga en las vidrieras o detenerse bruscamente en el techo.
Carmen sintió un sosiego sólo comparable al de aquellos días de antes de la guerra, cuando estuvo a punto de dejar de tomar las gotas para el corazón, y continuó inmóvil junto a las otras, como si sintiera que cuanto menos se moviese menos iba a pasar el tiempo.
De la fase de la inmovilidad pasaron a la de la agitación, cuando les concedieron «la gracia excepcional», según palabras de María Anselma, de despedirse en la capilla de algunas de sus amigas, que llegaron no mucho después, y con ellas el temblor concentrado de todas las galerías.
Las que venían para dar el último adiós a las penadas intentaban aparentar una fortaleza de la que carecían. Pilar, que parecía poseída por una angustiosa gravedad, aconsejó a las que se estaban despidiendo de ella que se uniesen todas hasta donde les fuese posible, porque resistirían mejor lo que les pudiese caer encima.
Próximo, estaba próximo el acantilado sobre el que batían las olas altas y plomizas. El acantilado sin ángeles ni guías. El de las olas gigantes, pensó Elena, el de las olas inmensas que bramaban en costas remotas, el de las olas huracanadas que creaban a su paso torbellinos en los que se hundían miles de almas y cuerpos que no querían, que no podían quedarse con su dolor a solas. Pensó que aquella capilla iba a ser el cofre de las alucinaciones y empezó a temblar. Sí, ahora los veía, miles de cuerpos en el acantilado, arrastrados por las olas. Había mucha gente en el abismo. Parecía la continuación de la cárcel y el comienzo de una nueva pesadilla.
—¿Qué estás viendo? —preguntó Joaquina.
Elena dijo:
—Veo que estamos a la orilla misma de la noche, y no hay asilo. Este techo no cobija, estás paredes no protegen.
—¿Crees que no lo sé?
—No estamos viviendo el final del infierno, estamos viviendo el comienzo. No hemos llegado al fondo del infierno, sólo hemos pisado sus umbrales —aseguró Elena, que una vez más parecía en trance.
—¿Lo veis? —gritó Joaquina—. Una mujer lúcida. Y como aún nos queda lo peor, yo voy a empezar mi calvario con un acto de generosidad y voy a repartirme.
—¿Qué quieres decir? le preguntó Antonia, una de sus compañeras de celda, que había acudido a la capilla para despedirse de ella.
Joaquina sonrió y se quitó el cinturón de las veintiocho cabezas.
—¿Veis estas cabezas? dijo mostrando el cinturón como si fuese un trofeo. Me voy a repartir en cada negro. Un trozo de mí en cada cabeza. Así, cuando llegue lo peor, ya no seré yo misma. Me habré quedado en todas estas cabezas…
Os daré una cabeza a cada una. Para vosotras será como comulgar con hostias negras.
Hubo risas histéricas. Justo en ese momento, Blanca le pidió a Julia que le cortase las trenzas, pues quería regalárselas a su hijo. Julia ya se hallaba con las tijeras en la mano cuando se le rompió el tacón de uno de sus zapatos.
—Ahora resulta que me voy a presentar coja en el paredón dijo, y se echó a reír con amargura.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la llegada de las visitantes cuando las funcionarias dieron por concluido el tiempo de los adioses y ordenaron dejar de nuevo solas a las condenadas.
Ya se estaban yendo cuando Antonia abrazó a Joaquina. Una funcionaria gritó: —¿Le gustaría continuar con ellas hasta el final?
Joaquina empujó a Antonia hasta la puerta. Nada más cruzarla, Antonia sintió que acababa de dejar atrás una frontera. A un lado de la puerta la luz sofocante de las galerías, al otro lado la niebla, que se iría adensando con el transcurrir de la noche hasta la hora añil. No había cruzado una puerta, había dado un salto en un acantilado. No podía mirar hacia atrás, no se atrevía. El otro lado quedaba lejos, y entre uno y otro peñasco había un espacio vacío, una zona de silencio.
Llevaban un rato calladas cuando Virtudes se acercó a Joaquina con la mirada caída y el ánimo en suspenso. Quería decir algo pero no le salían las palabras.
Sin darse cuenta, Virtudes había ido estableciendo una lucha feroz contra sí misma durante todo su período en la cárcel. Una actitud que se había desbocado en los últimos tiempos colocándola en situaciones escandalosamente contradictorias, que la dejaban indefensa ante sí misma. Y es que, cuando debido a la tensión, el eje de su yo amenazaba partirse y se veía obligado a doblarse con violencia, su naturaleza podía oscilar, varias veces al día, del ardor más decidido a la fragilidad más involuntaria, creándole la impresión, por otra parte acertada, de que no podía haber sido una buena actriz dramática.
Mentalmente no se perdonaba los desfallecimientos de la voluntad y le dolía haber dado muestras de menor entereza que Julia. Aunque le dolía más pensar que dentro de unas horas, dentro de unos meses, dentro de unos años, ya ni siquiera encontrarían sus cenizas.
Cada vez más confundida, se acercó mucho a Joaquina y susurró:
—Elena dice que nos van a borrar.
Sus ojos negros miraban como suplicando una negación en la boca que tenía delante.
—Poco me importa —dijo Joaquina.
—¡Cómo puedes decir eso! —escupió Virtudes.
—¿Te escandalizo? —preguntó Joaquina.
—¡Poco me importa el que me recuerden o no si dentro de unas horas voy a estar muerta!
—No grites —le ordenó Ana.
—¿Te asusta la palabra muerte?
—No.
—¡Sé que te asusta! ¡A todos les asusta! Es casi una palabra impronunciable, por eso la llamamos Pepa. Pobres de las épocas en las que se le pone a la muerte el nombre de una prima, como si fuese de la familia.
—Sí —admitió Ana—, cuando la muerte es como de la familia conviene echar a correr…
—Y ahora la muerte es una prima tísica que va a venir a buscarnos al amanecer —dijo Elena, y añadió: —Empiezo a ver algo mejor…