Las trece rosas (13 page)

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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

BOOK: Las trece rosas
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III El cofre de las alucinaciones
Nero

Las malas noticias vuelan más deprisa que las buenas, como si llevaran con ellas el demonio de la urgencia, o como si ardieran en las lenguas de los mensajeros y tuviesen prisa por desprenderse de ellas.

Todas las voces coincidían: quince reclusas, casi todas menores, iban a salir a juicio, a la vez que cuarenta y tres hombres, entre los que al parecer figuraban Enrique, el marido de Blanca, Vicente, el novio de Virtudes, y Gregorio, el hermano de Victoria.

Las mujeres que llevaban algún tiempo en la cárcel, y sabían de qué se trataba, pusieron cara de preocupación, convirtiéndose en el epicentro de una inquietud que se se fue expandiendo por todas las galerías. Virtudes fue una de las primeras en saber que estaba incluida en la lista, y anduvo recorriendo su galería mientras gritaba que la llevaban a juicio.

Todas las reclusas que le salían al paso le decían: ¿Y yo? ¿Estoy en la lista?

—No lo sé —contestaba—, pero la voceadora está a punto de llegar y lo sabréis por ella misma.

No mucho después, casi todas las convocadas pudieron verse las caras en el vestíbulo de la cárcel. Allí estaban Martina, Victoria y Ana, del departamento de menores, y junto a ellas se hallaban también Avelina, Carmen, Dionisia, Pilar, Luisa, Elena, Blanca, Julia, Virtudes y Joaquina, que parecía la más indignada. Unos minutos más tarde llegaron las dos que faltaban, y se abrieron las puertas de la prisión.

—¿Sabes algo del novio de tu hermana? —preguntó Tino.

—¿De Julián? Sólo sé que aún no ha vuelto, y que es posible que no lo haga. En el frente se hizo bastante conocido.

—Le llamaban el Ruso —contestó Suso.

—¿Por qué?

—Supongo que por su aspecto. En una ocasión me estuvo enseñando a disparar. Mira, en esta foto sale.

—Vaya tipo. No sabía que los milicianos usaban caballo.

—Sólo algunos.

—¿Crees que todavía sigue luchando?

—Me has vuelto a pillar. Sencillamente no lo sé. Espero que no haya intervenido en el asesinato de Gabaldón. Aunque cosas más raras se han visto.

—¿A quién han asesinado?

—A un comandante que se encargaba de los comunistas y los masones y que los tenía muy a raya. Me lo dijo don Basilio esta mañana.

—¿No crees que es hora de volver al trabajo?

—Vamos.

—¿Hacia dónde tiramos?

—Hacia la cárcel de mujeres.

—¿Por qué?

—Porque, según me han dicho, las cosas vuelven a estar al rojo vivo y va a haber mucho movimiento.

Desde la prisión las llevaron al descubierto hasta el convento de las Salesas, sobre la caja de un camión destartalado.

La vida se había dividido en zonas de luz y zonas de sombra muy contrastadas, de forma que algunas cosas quedaban sobreimpresionadas y otras en la más profunda oscuridad. Y ahora, los transeúntes podían contemplar las caras de las víctimas y sacar conclusiones al respecto, aunque no vieran las ejecuciones.

De las quince que iban en el camión más de la mitad iban rasuradas, mas no por eso mostraban su peor cara. Virtudes, por ejemplo, se había pintado los labios para que su indignación resultase más clara.

Cuando el camión atravesó las arboledas de Manuel Becerra, un muchacho que iba en bicicleta se fijó especialmente en ella, y Virtudes se lo agradeció con una sonrisa tan contagiosa que enseguida pasó a todas las que iban en el vehículo.

Ya cerca del convento, Virtudes pensó en su novio. ¿Lo volvería a ver realmente? ¿Sería verdad que en el mismo expediente figuraban más de cuarenta hombres? ¿Y por qué tantos? Lo mismo se preguntaba Blanca, ansiosa de ver a Enrique y a la vez angustiada por lo que aquel encuentro significaba, y Victoria, que sólo pensaba en Goyo y que se negaba a imaginar dos muertes más en la familia.

El juicio se llevó a cabo en una sala en la que apenas cabían las quince mujeres y los cuarenta y tres hombres, que permanecieron sentados en banquillos frente al estrado.

Para el Consejo, todos eran culpables de conspirar contra el Generalísimo. Ante semejante delito, ¿cómo plantear una defensa? Era una pregunta que muy pronto empezó a hacerse a sí mismo el defensor, mirando con ojos huidizos a los acusados.

Y mientras el fiscal y el defensor hablaban, Virtudes miraba a Vicente y Blanca a su marido. En cambio Victoria no alcanzaba a ver a su hermano Gregorio, que se hallaba en la primera fila.

El fiscal volvió a insistir en la conspiración y el defensor renunció a la defensa, por considerarla moralmente imposible, limitándose a pedir misericordia.

A partir de ese momento el fiscal pudo exhibir sin problemas todo su verbo y recomendó al tribunal no dejarse influir por «el rostro angelical» de Ana. Al oírlo, Ana se quedó más lívida de lo que estaba.

La sala se fue caldeando con tantas respiraciones entrecortadas. Sudaban los cuerpos de los acusados y los de los acusadores, sudaban las paredes, sudaban las lámparas cónicas que caían sobre el estrado.

El extravío, que parecía condensado en la atmósfera misma de la sala, en sus luces enrarecidas, en sus enrarecidas miradas, en sus enrarecidos temblores, empezó a manifestarse entre los acusadores y los acusados de forma violenta.

Según eran interpelados, algunos acusados se extraviaban de miedo y lanzaban nombres como cuchilladas, que creaban más confusión todavía, o se escudaban diciendo a veces menos y a veces más de lo que se les exigía.

El fiscal apuró un vaso de agua e invocando el sumario habló de José Nero, secretario general de las juventudes Unificadas, que había delatado a toda la organización. Según él, algunos miembros de las Juventudes Unificadas habían intentado atracar una tienda de ultramarinos de la calle Dulcinea, sin conseguirlo «debido a la presencia de un elemento extraño y sospechoso que estaba a la puerta de la tienda».

Para el fiscal no se trataba de un asunto anecdótico: en operaciones como las de la tienda veía ya los intentos de reconstruir las juventudes Unificadas y dotarlas de un fondo económico.

Mientras el fiscal continuaba, Virtudes y Vicente volvieron a mirarse. Justo en ese momento, Gregorio giró la cabeza y consiguió ver a su hermana un instante. El juicio estaba concluyendo y el vocal ponente se dispuso a dictar la pena de muerte para cincuenta y seis personas, acusadas de haber pretendido reconstruir las JSU, algo que sólo era parcialmente cierto y que no atañía ni a la mitad de ellos.

De las quince enjuiciadas, dos se libraron de la pena capital. Una porque tenía quince años, y que fue condenada a doce años y un día de reclusión, y la otra porque había escrito mal su nombre y figuraba en la acusación con nombre masculino. Con los hombres hubo más acuerdo y fueron condenados todos los del expediente.

De esa manera, las trece mujeres condenadas a la pena máxima vinieron a ser Avelina, Joaquina, Pilar, Blanca, Ana, Virtudes, Elena, Victoria, Dionisia, Luisa, Carmen y Martina.

José Nero, que tras la delación a la que le condujeron las torturas intentó mantener una actitud digna, figuró como el primero en la lista de los condenados, pues según se aseguraba en el «Auto Resumen», «sólo muerto dejaría de luchar contra la Patria».

Concluido el Juicio, los sacaron al pasillo, donde todo murmullos, lágrimas, sollozos y confusión. Estaban tan perturbados que casi no se reconocían unos a otros. En medio de la inquietud, Blanca consiguió apresar la mano de Enrique, que se fundió con ella en un beso breve e intenso. Enseguida los separaron. Ya para entonces, Virtudes había conseguido abrazar un instante a Vicente. También Victoria acercarse a Gregorio, que la estrechó con rabia y dolor.

Victoria notó que Gregorio había adelgazado mucho.

Casi parecía un ser de otro mundo: sus ojos brillaban más que antes y daba la impresión de que su hermano muerto se hubiese apoderado de su persona.

Tras el Consejo, las penadas regresaron a la prisión en el o camión que las había llevado al convento. Iban más decaídas que la víspera, sintiendo lo mucho que se había estrechado el túnel de la vida. La gente se detenía a su paso y comentaba su aspecto. A veces, algún transeúnte les hacía el gesto de la muerte deslizando el dedo por el cuello, a modo cuchillo degollador.

—Mira, las rojas.

—Las que van rapadas parecen Juanas de Arco.

—Por la mañana pasaron cuatro camionetas con hombres…

—¡Al paredón! —gritó un espontáneo que fumaba un cigarrillo junto a los dos transeúntes que conversaban.

—¡Al paredón! —repitió un niño de unos cinco años, cuando ya la camioneta de las muchachas estaba rodeando la plaza de toros, desde la que llegaban clamores de fiesta.

—Ese renacuajo ha gritado al paredón —dijo Tino.

—Calla y observa. No miran como antes.

—No.

—Ni siquiera respiran como antes —añadió Suso.

—No.

—Algo ha pasado.

—El niño no ha mentido, Suso. Huelen a paredón.

Tras ellos, Muma observaba el camión de las presas con la misma atención.

Mientras se celebraba el juicio, las muchachas del departamento de menores habían estado haciendo farolillos de papel y pancartas para recibir festivamente a sus compañeras, pues les parecía imposible que pudieran traer la muerte a cuestas.

Pero en cuanto las vieron llegar, percibieron en ellas la mirada de la desolación y decidieron quitar los farolillos. Lo que prometía ser una fiesta se convirtió en una extraña ceremonia del adiós.

Era la primera vez que condenaban a muerte a menores, y cundió el pánico, ya que hasta entonces se consideraba el departamento como un seguro de vida, y se suponía que estar en él implicaba que una no iba a ser ajusticiada.

En menos de una hora, la noticia de la ejecución inminente de trece de las procesadas se difundió por la prisión como si la guiara el espíritu de la noche. Y el espíritu, que se deslizaba como un látigo entre las caras y las piernas, que entraba bajo las faldas y bajo las almas, susurraba, escupía, vomitaba, proclamaba que se acercaba una noche llena de revelaciones.

Esa misma tarde, en la cocina de un pequeño piso de la calle de los Artistas, la madre de Carmen le dijo a una de sus hijas:

Vas a tener que ir andando hasta la cárcel. A tu hermana se le han acabado las gotas y corren noticias de que esta noche las va a necesitar.

La niña, que tenía nueve años, cogió el frasco que le tendía su madre y se echó a caminar, pues le quedaba un buen trecho hasta la cárcel, al otro lado de la ciudad.

Bajó corriendo las escaleras de la calle Dulcinea y corriendo continuó hasta la Castellana. Allí le fallaron las fuerzas y estuvo sentada un rato, en un banco que se hallaba junto a un semáforo tirado en el suelo pero parpadeante, y gustó la imagen.

A partir de ese momento su viaje hasta la cárcel fue lo más parecido a un extravío.

Acababa de dejar atrás la Castellana cuando vio a una mujer gateando por el tejado de un edificio en ruinas. En la acera, varios guardias civiles le urgían a que bajara, y uno de ellos hacía sonar un silbato. Pero la mujer, de más de sesenta años, juraba que no iba a bajar y suplicaba que le devolviesen a su hijo. Tampoco aquella escena le resultó consoladora.

Más adelante, en una plaza cenicienta en la que había niños pedigüeños, vio a una compañera de colegio a la que le faltaba una pierna y que utilizaba dos muletas de madera. En la plaza había mucho humo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a la niña coja.

—Han llenado esa casa de humo.

—¿Por qué?

—Porque pensaban que había hombres ocultos. Han sacado a tres…

La humareda persistía cuando se despidió de la niña y ya no dejó de correr hasta que llegó a la cárcel.

Primero habló con un guardia civil, que la condujo hasta el portalón y la colocó delante de una funcionaria.

—¿Qué quieres? —preguntó la mujer.

—Verá, señora, traigo un frasco para mi hermana que pae del… —¿Cómo se llama?

La niña se lo dijo.

—Ah, es una de las penadas… Veamos el frasco… —musitó la funcionaria, extendiendo la mano.

La niña le entregó el frasco. La mujer lo examinó fríamente y murmuró: —¿No será veneno? —¿Cómo dice?

—Algunas prefieren suicidarse.

—Mi hermana no es una suicida.

—¿Te quieres callar?

La niña se quedó paralizada.

—¿Esto es todo lo que te ha dado tu madre?

—Sí.

—¿Y quién paga mis servicios?

—¿Qué servicios?

La mujer inclinó la cabeza hacia la niña y dijo: —¿Eres tonta?

La niña se echó a llorar.

—¿Van a matar a mi hermana? —preguntó entre sollozos. La funcionaria la guió hasta la puerta y musitó:

—No hagas preguntas absurdas, y vuelve a casa.

Afuera era ya noche cerrada.

Antígonas

El espíritu entraba en las cabezas por los oídos, por los ojos, por la piel. Tenía deseos de enturbiar conciencias, muchas conciencias. Tenía ansiedad, y llegó un momento en que se apoderó de todas las presas. Las dotadas de más sentido de la realidad comprendieron la gravedad de la situación y empezaron a redactar las peticiones de indulto, amparándose en el hecho de que la mayoría eran menores y de que sus vínculos con las JSU eran en algunos casos anecdóticos y en otros, como en Dionisia, los había provocado la necesidad de tener un sueldo.

Y mientras ellas se afanaban, Virtudes, que se había colado en el departamento de menores, se hallaba en plena euforia. Decía que sabía que iba a morir, y se creía poseída por la verdad, inundada por la verdad. Pasó casi dos horas en la terracita, despidiéndose de sus amigas, y cuentan que tenía la cara incendiada y que la mirada le brillaba más que otras veces.

—No os van a matar —dijo una de sus amigas—. Seguro que os indultan.

Virtudes negó con la cabeza.

—No habrá indulto, estoy segura. Voy a morir y a vosotras os tocará contarlo.

Ana la miró con asombro. Su tono de voz había cambiado, haciéndose más íntimo y a la vez más lejano. Una vez más, la situación la estaba trasfigurando y miraba como si ya estuviese en la otra orilla.

La funcionaria encargada de la vigilancia, que, haciéndose cargo de la situación, había pasado por alto la irrupción de Virtudes en el departamento, vio llegado el momento de hacerla regresar a su galería y así se lo hizo saber.

Virtudes abrazó a sus amigas y susurró:

—No olvidéis nunca este momento. Adiós.

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