¿Qué le había ocurrido a Teresa? ¿Qué les había sucedido a ellos? ¿Dónde estaban? ¿Qué se suponía que tenían que hacer? Y los tatuajes…
Movió la cabeza a un lado, luego el cuerpo entero, apretó los ojos con fuerza, cruzó los brazos y encogió las piernas hasta tumbarse en posición fetal. Entonces, decidido a seguir intentándolo hasta oírla de nuevo, la llamó con sus pensamientos.
¿Teresa?
—una pausa—.
¿Teresa?
—una pausa más larga—.
¡Teresa!
—gritó mentalmente, y todo su cuerpo se tensó con el esfuerzo—.
¡Teresa! ¿Dónde estás?¡Por favor, contéstame!¿Por qué no intentas ponerte en contacto conmigo? Ter…
¡Sal de mi cabeza!
Las palabras explotaron en el interior de su mente con tanta intensidad y de forma tan extrañamente audible dentro de su cráneo que sintió una punzada de dolor detrás de los ojos y en los oídos. Se sentó en la cama y luego se puso de pie. Era ella. Estaba claro que era ella.
¿Teresa?
—apretó los dedos índice y corazón de ambas manos contra sus sienes—.
¿Teresa?
¡Quien quiera que seas, sal de mi fuca cabeza!
Thomas retrocedió a trompicones hasta que se sentó de nuevo en la cama. Tenía los ojos cerrados mientras se concentraba.
Teresa, ¿qué estás diciendo? Soy yo. Thomas. ¿Dónde estás?
¡Cállate!
—era ella, no tenía duda, pero su voz estaba llena de miedo y rabia—.
¡Cállate! ¡No sé quién eres! ¡Déjame en paz!
Pero…
—empezó a decir Thomas sin saber qué hacer—.
Teresa, ¿qué pasa?
La chica hizo una pausa antes de responder, como si estuviera aclarando sus ideas, y cuando por fin habló, Thomas percibió en ella una calma casi perturbadora:
Déjame en paz o te encontraré y te cortaré el cuello. Lo juro.
Y entonces se fue. A pesar de su amenaza, intentó llamarla otra vez, pero volvió el mismo vacío que había sentido desde aquella mañana y su presencia se desvaneció.
Thomas se recostó en la cama con algo horrible quemándole por dentro. Enseguida hundió de nuevo la cabeza en la almohada y lloró por primera vez desde que habían matado a Chuck. No obstante, las palabras del letrero al otro lado de la puerta, «La traidora», no paraban de volver a su mente y, cada vez que lo hacían, él las echaba.
Por increíble que parezca, nadie le molestó ni le preguntó qué le pasaba. Sus sollozos reprimidos se convirtieron en una esporádica respiración dificultosa y al final se quedó dormido. Una vez más, soñó.
Esta vez es un poco mayor, probablemente tiene siete u ocho años. Una luz muy brillante se mantiene sobre su cabeza como por arte de magia.
Unas personas vestidas con unos extraños trajes verdes y unas gafas raras no paran de observarlo detenidamente y sus cabezas bloquean durante un momento el resplandor. Puede ver sus ojos, pero nada más. Tienen tapadas con una máscara la boca y la nariz. Thomas, de alguna manera, tiene esa edad, pero al mismo tiempo está fuera observando como un espectador. Aun así, siente el miedo del niño.
Esas personas están hablando con unas voces apagadas y amortiguadas. Algunos son hombres, otras, mujeres; pero no sabe quién es quién.
No entiende lo que está sucediendo, tan sólo retazos. Capta fragmentos de la conversación, todos espantosos:
—Tendremos que seguir trabajando en el chico y la chica.
—¿Podrán sus mentes soportarlo?
—Esto es increíble, ¿sabes? Tiene el Destello bien enraizado en su interior.
—Puede que muera.
—O peor: puede que viva.
Oye una última cosa, por fin algo que no le da escalofríos por el asco o el miedo:
—O tal vez él y los otros nos salven. Nos salven a todos.
Cuando despertó, tenía la cabeza como si varios trozos de hielo le hubiesen atravesado los oídos hasta llegar al cerebro. Hizo una mueca de dolor, levantó los brazos para frotarse los ojos y le entró una oleada de náuseas que hizo que la habitación le diera vueltas. Entonces recordó las cosas terribles que Teresa había dicho, después el sueño breve, y el sufrimiento le envolvió. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Eso era real? ¿A qué se referían con aquellas cosas horribles sobre su cerebro?
—Me alegra ver que todavía sabes cómo echar una cabezada.
Thomas echó un vistazo y vio a Newt de pie junto a su cama, mirándole fijamente.
—¿Cuánto rato llevo dormido? —preguntó Thomas, esforzándose por apartar los pensamientos de Teresa y el sueño (¿un recuerdo?) a un oscuro rincón de su mente para volver a darle vueltas al asunto más tarde.
Newt miró su reloj.
—Un par de horas. Cuando vieron que te habías tumbado, la verdad es que los chicos se relajaron bastante. No podemos hacer mucho más aparte de estar sentados y esperar a que pase algo nuevo. No hay manera de salir de este sitio.
Thomas intentó no quejarse y se sentó con la espalda apoyada en la pared de la cabecera de su cama.
—¿Al menos tenemos algo de comida?
—No. Pero estoy seguro de que esta gente no se tomaría tantas molestias para traernos aquí, engañarnos o lo que sea que hayan hecho, tan sólo para dejarnos morir de hambre. Pasará algo. Esto me recuerda a cuando enviaron el primer grupo al Claro. El grupo inicial éramos Alby, Minho, yo y otros tantos. Los clarianos originales —dijo aquello último con un sarcasmo no muy sutil.
Thomas estaba intrigado. Le sorprendía no haber profundizado nunca en cómo fue aquello.
—¿Por qué te recuerda a esto?
La mirada de Newt estaba centrada en la pared de ladrillo al otro lado de la ventana más próxima.
—Todos nos despertamos hacia el mediodía, tumbados en el suelo, alrededor de las puertas de la Caja. Estaba cerrada. Nos habían borrado la memoria, igual que a ti cuando llegaste. Te sorprendería lo rápido que nos calmamos y dejamos de sentir pánico. Éramos unos treinta. Por supuesto, no teníamos ni la más puñetera idea de lo que había pasado, cómo habíamos llegado allí o qué se suponía que teníamos que hacer. Y estábamos aterrorizados, desorientados. Pero como todos nos encontrábamos en la misma mala situación, nos organizamos para averiguar más cosas sobre aquel lugar. En unos días, toda la granja estuvo en funcionamiento y todos tenían trabajo que hacer.
Thomas se sintió aliviado cuando el dolor de su cráneo disminuyó. Y tenía curiosidad por saber más sobre cómo empezó el Claro. Las dispersas piezas del puzzle que le había traído a la memoria el Cambio no bastaban para formar recuerdos sólidos.
—¿Los creadores ya habían puesto cada cosa en su lugar? ¿Las cosechas, los animales y todo eso?
Newt asintió, todavía con la vista clavada en la ventana tapiada.
—Sí, pero costó muchísimo hacer que funcionara bien y de forma fluida. Hubo muchos ensayos y errores antes de conseguir algo.
—Y… ¿por qué te recuerda a esto? —repitió Thomas.
Newt le miró.
—Supongo que entonces todos teníamos la impresión de que había un claro propósito para mandarnos allí. Si alguien hubiera querido matarnos, ¿por qué no limitarse a hacerlo? ¿Por qué enviarnos a un lugar enorme con una casa, un granero y animales? Y como no nos quedaba alternativa, lo aceptamos y empezamos a trabajar y a explorar.
—Pero aquí ya hemos acabado de explorar —replicó Thomas—. No hay animales, no hay comida y no hay Laberinto.
—Sí, pero, vamos, es el mismo concepto. Es evidente que estamos aquí por un puñetero propósito que al final sabremos cuál es.
—Si no morimos antes de hambre.
Newt señaló al cuarto de baño.
—Ahí tenemos agua suficiente, así que pasarán al menos unos días antes de que caigamos muertos. Algo ocurrirá.
En el fondo, Thomas también lo creía y tan sólo estaba discutiendo para reforzar la idea en su propia mente.
—Pero ¿qué hay de todos aquellos muertos que vimos? Quizá nos salvaron de verdad, los mataron y ahora estamos jodidos. Tal vez se suponía que teníamos que hacer algo, pero ahora todo se ha estropeado y nos han dejado aquí para que muramos.
Newt soltó una carcajada.
—Eres un trozo de clone deprimente, gilipullo. No, después de que desaparecieran todos esos cadáveres como por arte de magia y tras lo de las paredes de ladrillos, diría que se trata de algo como el laberinto. Extraño e imposible de explicar. El último y mayor misterio. Quizá sea una prueba, quién sabe. Sea lo que sea lo que esté pasando, tendremos una oportunidad, igual que en el maldito laberinto. Te lo garantizo.
—Sí —murmuró Thomas, preguntándose si debería compartir lo que había soñado. Decidió guardarlo para más adelante y dijo—: Espero que tengas razón. Estaremos bien mientras que los laceradores no aparezcan de repente.
Para cuando Thomas terminó, Newt ya estaba negando con la cabeza.
—Por favor, macho, ten cuidado con lo que deseas. Quizá nos envíen algo peor.
La imagen de Teresa saltó a la mente de Thomas y perdió todas las ganas de hablar.
—¿Quién es el alegre ahora? —se obligó a decir.
—Me has pillado —respondió Newt, y se puso de pie—. Supongo que iré a fastidiar a otro hasta que empiece el jaleo, y más vale que sea pronto. Tengo hambre.
—Ten cuidado con lo que deseas.
—¡Qué buena esa!
Newt se alejó y Thomas se tumbó de espaldas, con la vista clavada en los pies de la litera que tenía encima. Cerró los ojos al cabo de un rato, pero cuando vio la cara de Teresa en la oscuridad de sus pensamientos, volvió a abrirlos inmediatamente. Si iba a pasar por esto, tenía que intentar olvidarse de ella por ahora.
• • •
Hambre.
«Es como un animal atrapado en tu interior», pensó Thomas.
Después de tres días enteros sin comer, parecía como si un despiadado y persistente animal de garras torpes tratara de salir de su estómago escarbando. Lo notaba cada segundo de cada minuto de cada hora. Bebía agua de los grifos del lavabo con tanta frecuencia como era posible, pero no espantaba la bestia. Por el contrario, parecía que aumentaba su fuerza para poder causar más sufrimiento en su interior.
Los demás también la notaban, aunque la mayoría se guardara sus quejas. Thomas observó cómo daban vueltas, con las cabezas gachas y la mandíbula floja, como si con cada paso quemara mil calorías. La gente se chupaba mucho los labios. Se agarraban el estómago y lo apretaban como si intentaran calmar a la bestia que los atormentaba. A menos que fueran al baño para usarlo o beber agua, los clarianos no se movían en absoluto. Como Thomas, estaban tumbados en las literas, fláccidos. Con la piel pálida y los ojos hundidos.
Thomas sentía todo aquello como una enfermedad perniciosa y el ver a los demás lo empeoraba, le recordaba que no era algo que pudiese ignorar. Era real, y la muerte les estaba esperando a la vuelta de la esquina.
Sueño lánguido. Lavabo. Agua. Vuelta con dificultad a la cama. Sueño lánguido, sin más sueños o recuerdos como los que había experimentado. Se convirtió en un ciclo horroroso, interrumpido tan sólo cuando pensaba en Teresa; las duras palabras que le había dicho eran lo único que suavizaba la posibilidad de la muerte, aunque sólo fuera un poco. Era la única cosa a la que podía aferrarse para conseguir esperanza después del Laberinto y la muerte de Chuck. Y ahora ella no estaba, no había comida y habían pasado tres días.
Hambre. Sufrimiento.
Había dejado de molestarse en mirar el reloj —tan sólo lograba que el tiempo pasara más lentamente y le recordaba cuánto hacía desde la última vez que comió—, pero creyó que era casi media tarde del tercer día cuando de repente se empezó a oír un zumbido en la zona común.
Thomas se quedó mirando la puerta que daba allí, pues sabía que debía levantarse e ir a ver qué pasaba. Pero su mente había entrado en otra de esa especie de siestas confusas y el mundo a su alrededor se nubló.
Quizá se lo había imaginado. Pero luego volvió a oírlo.
Se ordenó a sí mismo levantarse.
Pero, en vez de hacerlo, se quedó dormido.
• • •
—Thomas —era la voz de Minho. Débil, pero más fuerte que la última vez que la había oído—. Thomas. Tío, despierta.
Thomas abrió los ojos, asombrado por haber sobrevivido a otra cabezada. Todo se volvió borroso un segundo y al principio no creyó que fuese real lo que parecía estar a unos centímetros de su cara. Pero entonces la imagen se aclaró y la redondez roja, con motas verdes en su superficie brillante, le hizo sentir que estaba contemplando el mismísimo paraíso.
Una manzana.
—¿De dónde la has…?
No se molestó en acabar la frase, pues aquellas pocas palabras habían minado su fuerza.
—Cómetela —dijo Minho, y a continuación se oyó un húmedo crujido.
Thomas levantó la vista para ver a su amigo masticando su propia manzana. Entonces, sacando los restos que le quedaban de energía de algún sitio muy profundo en su interior, se incorporó apoyado sobre un codo y cogió la fruta que había encima de la cama. Se la llevó a la boca y le dio un pequeño mordisco. El estallido de sabor y zumo fue algo maravilloso.
Con un gemido, atacó el resto y ya se había comido hasta el pequeño corazón antes de que Minho hubiera siquiera acabado la suya, a pesar de la ventaja que le llevaba.
—Córtate un poco y cálmate —dijo Minho—. Sigue comiendo así y lo vomitarás todo. Aquí tienes otra. Intenta tragar más despacio esta vez.
Le pasó una segunda manzana a Thomas, quien la aceptó sin dar las gracias y le dio un gran mordisco. Mientras masticaba, tragando antes de meterse otro trozo en la boca, se dio cuenta de que notaba cómo los primeros trazos de energía recorrían su cuerpo.
—¡Qué bien! —masculló—. Esto está fucamente bien.
—Aún pareces un idiota cuando usas las palabras clarianas —dijo Minho antes de darle otro mordisco a la manzana.
Thomas lo ignoró.
—¿De dónde ha salido esto?
Minho vaciló mientras masticaba; luego reanudó la conversación:
—Las encontramos en la zona común. Junto con… otra cosa. Los pingajos que lo encontraron afirman que unos minutos antes acababan de mirar y no había nada; pero, sea como sea, no me importa.
Thomas bajó las piernas de la cama y se sentó.
—¿Qué más han encontrado?
Minho dio un mordisco y luego señaló hacia la puerta con la cabeza.
—Ve a verlo por ti mismo.