—Eh, Thomas. Te estábamos esperando.
El siguiente minuto, o el tiempo que durase aquello, fue una mezcla borrosa de los cinco sentidos.
El saludo de bienvenida había sorprendido a Thomas, pero, antes de que pudiera responder, el hombre de pelo largo prácticamente les había metido dentro y les conducía a Brenda y a él a través de una multitud de cuerpos danzantes que giraban, saltaban y se abrazaban. La música era ensordecedora, cada golpe de la batería resonaba como un martillazo en el cráneo de Thomas. Varias linternas colgaban del techo y se balanceaban de un lado a otro mientras la gente les daba manotazos para enviar rayos de luz a un lado y a otro.
Pelo Largo se inclinó para hablar con Thomas mientras avanzaban despacio entre los bailarines. Thomas apenas podía oírle aunque estaba gritando.
—¡Gracias a Dios por las pilas! ¡La vida será una mierda cuando se nos acaben!
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó Thomas—. ¿Por qué me estabais esperando?
El hombre se rió.
—¡Os hemos estado observando toda la noche! ¡Entonces, por la mañana vimos por la ventana tu reacción ante el letrero y nos imaginamos que debías de ser el famoso Thomas!
Brenda abrazaba a Thomas por la cintura, se aferraba a él, probablemente para no perderse. Probablemente. Pero cuando oyó aquello, le apretó aún más.
Thomas miró hacia atrás y vio que Rubiales y sus dos amigos les seguían de cerca. Él había apartado la pistola, pero Thomas sabía que podía volver a sacarla en cualquier momento.
La música estaba a todo volumen. El bajo aporreaba con fuerza y sacudía la sala. La gente bailaba y saltaba a su alrededor, espadas de luz se entrecruzaban en el aire oscuro. Los raros estaban resbaladizos y brillantes por el sudor, y toda aquella temperatura corporal hacía que la sala desprendiera un calor molesto.
Hacia la mitad de la pista, Pelo Largo se detuvo y se dio la vuelta para mirarlos, sacudiendo su melena blanca.
—¡Queremos unirnos a vosotros! —gritó—. ¡Tienes que tener algo! ¡Os protegeremos de los raros malos!
Thomas se alegraba de que no supieran más. Quizás aquello no estuviera tan mal después de todo. Les seguiría el juego, fingiría ser un raro especial y tal vez Brenda y él aguantarían lo suficiente para escabullirse sin ser vistos, en el momento adecuado.
—¡Voy a buscarte una bebida! —bramó Pelo Largo—. ¡Que os divirtáis!
Entonces se marchó rápidamente y desapareció entre la densa muchedumbre que se contorsionaba.
Thomas se volvió para ver que Rubiales y sus dos amigos seguían allí, no bailando, sino observando. Coleta atrajo su atención con un gesto de la mano.
—¡Podéis bailar también! —gritó, pero no siguió su propio consejo.
Thomas se dio la vuelta hasta situarse de cara a Brenda. Tenían que hablar.
Como si pudiera leerle la mente, la chica alzó los brazos y le abrazó por el cuello, atrayéndole hacia ella hasta que su boca quedó a la altura de su oído; a Thomas su aliento caliente, en contacto con su sudor, le produjo un cosquilleo.
—¿Cómo nos hemos metido en esta mierda? —preguntó ella.
Thomas no supo qué hacer, aparte de abrazarla por la cintura. Notó su calor a través de sus ropas húmedas. Algo se agitó en su interior, una mezcla de culpa y anhelo por Teresa.
—Hace una hora no me hubiera imaginado esto —contestó al final, hablando a través del pelo de la chica. Era lo único que se le había ocurrido.
Ahora sonaba otra canción, una oscura e inquietante. El ritmo había disminuido un poco, pero la batería era más intensa. Thomas no entendía las palabras; era como si el cantante llorara por una horrible tragedia. La voz gemía con un tono agudo y afligido.
—Quizá deberíamos quedarnos con esta gente un tiempo —musitó Brenda.
Thomas se dio cuenta entonces de que ambos estaban bailando, sin pretenderlo ni pararse a pensarlo. Se movían con la música, giraban despacio, con los cuerpos muy pegados, agarrados el uno al otro.
—¿Qué dices? —exclamó, sorprendido—. ¿Ya te estás rindiendo?
—No. Estoy cansada. A lo mejor aquí es más seguro.
Quería confiar en ella y sentía que podía hacerlo, pero algo de todo aquello le preocupaba. ¿Le había llevado hasta allí a propósito? Era un buen trecho.
—Brenda, no me abandones todavía. Nuestra única oportunidad es llegar hasta el refugio seguro. Hay una cura para esto.
Brenda negó un poco con la cabeza.
—Me cuesta mucho creer que sea verdad. Es difícil tener esperanza.
—No digas eso.
No quería pensarlo y no quería oírlo.
—¿Por qué habrían enviado aquí a todos estos raros si hubiera una cura? No tiene sentido.
Thomas se apartó para mirarla, preocupado por el repentino cambio de actitud. La chica tenía los ojos empañados por las lágrimas.
—Estás diciendo tonterías —dijo, e hizo una pausa. Tenía sus propias dudas, por supuesto, pero no quería desanimarla—. La cura es real. Tenemos que… —se calló y miró a Rubiales, que no le quitaba los ojos de encima. El tío seguramente no podía oírles, pero más valía prevenir que curar. Thomas volvió a inclinarse para hablarle a Brenda directamente al oído—. Tenemos que salir de aquí. ¿Quieres quedarte con gente que te amenaza con pistolas y destornilladores?
Antes de que pudiera responder, Pelo Largo ya había vuelto con un vaso en cada mano, y el líquido marrón de dentro se agitaba mientras chocaba con los bailarines en todas direcciones.
—¡Bebéoslo! —gritó.
Entonces algo pareció despertar en Thomas. Beber algo ofrecido por aquellos extraños de repente le pareció una muy mala idea. Aquel lugar y aquella situación se habían vuelto aún más incómodos.
Pero Brenda ya había alargado la mano para coger la bebida.
—¡No! —gritó Thomas antes de poder contenerse, y entonces se apresuró a remediar su error—. Bueno, no creo que debamos beber esto. Tenemos mucha sed y será mejor que bebamos agua antes. Nos gustaría, ummm, bailar un rato.
Intentó actuar de forma despreocupada, pero se moría de vergüenza por dentro porque sabía que sonaba como un idiota, sobre todo cuando Brenda le miró extrañada. Algo pequeño y duro se le clavó en el costado. No tuvo que darse la vuelta para ver lo que era: la pistola de Rubiales.
—Te he ofrecido una bebida —repitió Pelo Largo; esta vez no había ningún rastro de amabilidad en su cara tatuada—. Sería muy grosero por tu parte rechazarla —volvió a pasarles los vasos.
El pánico inundó a Thomas. Cualquier duda había desaparecido: algo les pasaba a aquellas bebidas.
Rubiales apretó la pistola un poco más.
—Voy a contar hasta uno —le dijo el hombre al oído—. Tan sólo hasta uno.
Thomas no tenía que pensar. Alargó la mano y cogió el vaso, vertió el líquido en su boca y se lo tragó todo de golpe. Quemaba como fuego, le achicharró la garganta y el pecho cuando bajó; empezó a toser de forma convulsiva.
—Ahora tú —ordenó Pelo Largo, pasándole el otro vaso a Brenda.
La chica miró a Thomas, cogió la bebida y se la tragó. No pareció perturbarla lo más mínimo; tan sólo apretó un poco los ojos mientras bajaba. Pelo Largo cogió los vasos vacíos y una enorme sonrisa se expandió por su cara.
—¡Perfecto! ¡Volved a bailar, ya!
Thomas ya sentía algo extraño en su barriga. Un calor relajante, una calma que crecía y se extendía por todo su cuerpo. Volvió a coger a Brenda entre sus brazos y la agarró bien fuerte mientras se dejaban llevar por la música. La boca de la chica estaba apoyada en su cuello. Cada vez que sus labios rozaban su piel, una oleada de placer le recorría entero.
—¿Qué era eso? —preguntó. Sintió más que oyó cómo arrastraba las palabras.
—Algo que no era bueno —contestó Brenda, aunque apenas podía oírla—. Llevaba droga. Me está haciendo cosas extrañas.
«Sí —pensó Thomas—, algo extraño».
La sala había empezado a dar vueltas mucho más rápido de lo normal al realizar un simple giro. Las caras de la gente parecían estirarse cuando se reían y sus bocas eran enormes agujeros negros. La música se ralentizó y se espesó, la voz que cantaba era más profunda y cada vez más interminable.
Brenda apartó la cabeza de él y se agarró la cara con ambas manos. Se le quedó mirando, aunque sus ojos parecían moverse. Estaba preciosa. Más guapa que nunca. Todo a su alrededor quedó a oscuras. La mente se le estaba adormeciendo, lo sabía.
—Quizá sea mejor así—musitó Brenda. Sus palabras no cuadraban con sus labios. Su cara se movía en círculos, parecía separada del cuello—. Quizá podamos estar con ellos. Quizá podamos ser felices hasta que pasemos al Ido —entonces sonrió de forma escalofriante y perturbadora—. Entonces podrás matarme.
—No, Brenda —dijo, pero su voz parecía a miles de kilómetros de distancia, como si procediera de un túnel infinito—. No…
—Bésame —contestó—. Tom, bésame —sus manos le apretaron la cara y empezó a tirar de él hacia ella.
—No —replicó, resistiéndose.
Brenda paró y una expresión de dolor atravesó su rostro. Su rostro borroso, que se movía.
—¿Por qué? —preguntó.
La oscuridad casi se había apoderado de él.
—No eres… ella —su voz era distante. Un mero eco—. Nunca podrás ser ella.
Y entonces la joven se desprendió y la mente de Thomas hizo lo mismo.
Thomas despertó en la oscuridad y tuvo la sensación de que le habían colocado en algún tipo de aparato de tortura antiguo, donde unos clavos se hundían lentamente en su cráneo desde todas las direcciones.
Gruñó con un terrible y entrecortado sonido que sólo le intensificó el dolor de cabeza. Se obligó a permanecer en silencio e intentó levantar la mano para frotar…
No podía mover las manos. Algo las mantenía bajadas, algo pegajoso que le apretaba las muñecas. Cinta adhesiva. Intentó dar patadas, pero también las tenía atadas. El esfuerzo le envió otra oleada de dolor que retumbó en su cabeza y todo su cuerpo; relajó los músculos al tiempo que gemía en voz baja. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.
—¿Brenda? —susurró.
No hubo respuesta.
Se encendió una luz brillante y punzante. Cerró con fuerza los ojos y luego abrió uno lo suficiente para poder ver. Delante de él había tres personas, pero sus rostros estaban en sombras, pues la luz venía de atrás.
—¡Vamos, despierta! —exclamó una voz ronca.
Alguien se rió por lo bajo.
—¿Quieres más zumo de ese que quema? —dijo una mujer.
La misma persona volvió a reírse.
Thomas acabó por acostumbrarse a la luz y abrió los ojos del todo. Se hallaba en una silla de madera; unas anchas bandas de cinta adhesiva gris le sujetaban las muñecas a los apoyabrazos y los tobillos a las patas de la silla. Dos hombres y una mujer estaban de pie delante de él: Rubiales, Alto y Feo, Coleta.
—¿Por qué no me habéis dado una paliza en el callejón? —preguntó Thomas.
—¿Darte una paliza? —respondió Rubiales. Antes no le había parecido que tuviera la voz ronca; parecía como si hubiera pasado las últimas horas gritando en la pista de baile—. ¿Qué crees que somos, un clan de la mafia del siglo XX? Si quisiéramos darte una paliza, ya estarías muerto, sangrando por las calles.
—No te queremos muerto —interrumpió Coleta—. Eso estropearía la carne. Nos gusta comernos a nuestras víctimas mientras siguen respirando. Nos comemos todo lo que podemos antes de que se desangren. No te creerías lo jugosas y… dulces que saben.
Alto y Feo se rió, pero Thomas no supo si Coleta lo decía en serio o no. Fuera como fuera, le sacó de quicio.
—Está de broma —dijo Rubiales—. Tan sólo hemos comido hombres cuando la situación era muy desesperada. La carne humana sabe a boñiga de cerdo.
Se oyeron otras risitas de Alto y Feo. No se reía por lo bajo ni a carcajadas, se trataba de una risita tonta. Thomas no creía que hablaran en serio. Le preocupaba más que sus mentes parecieran… apagadas.
Rubiales sonrió por primera vez desde que Thomas le había visto.
—Era otra broma. No somos tan raros todavía. Pero me apuesto lo que sea a que la gente no sabe muy bien.
Alto y Feo y Coleta asintieron.
«Estos tíos están empezando a perder la chaveta», pensó Thomas.
Oyó un gemido apagado a su izquierda y miró en aquella dirección. Brenda estaba en un rincón de la habitación, atada igual que él. Pero también le habían tapado la boca con cinta adhesiva, lo que le hizo preguntarse si se habría resistido mucho más antes de desmayarse. Parecía como si estuviera despertando y, cuando advirtió la presencia de los tres raros, se movió y agitó en la silla, gimiendo a través de la mordaza. Tenía los ojos encendidos de ira.
Rubiales la señaló. Su pistola había aparecido como por arte de magia.
—¡Cállate! ¡Cállate o salpicaré la pared con tu cerebro!
Brenda paró. Thomas esperaba que empezara a gimotear o a llorar o algo; pero no lo hizo, y enseguida se sintió estúpido por haberlo pensado. La chica ya había demostrado lo fuerte que era.
Rubiales bajó el arma a su costado.
—Mejor. Dios mío, teníamos que haberla matado cuando empezó a gritar allí arriba. Y a morder.
Se miró el antebrazo, donde había un verdugón al rojo vivo que describía un largo arco.
—Está con él —dijo Coleta—. No podemos matarla.
Rubiales cogió una silla de la pared del otro lado para sentarse delante de Thomas. Los otros hicieron lo mismo, aliviados, como si llevaran horas esperando su permiso. Rubiales apoyó el arma sobre el muslo, con el cañón apuntando directo a Thomas.
—Vale —asintió el hombre—, tenemos mucho de que hablar. No voy a andarme con tonterías contigo. Si me fastidias o te niegas a contestar u otra cosa, te disparo a una pierna. Luego a la otra. A la tercera, la bala atravesará la cara de tu novia. Creo que por algún sitio entre los ojos. Y me apuesto lo que quieras a que sabes lo que ocurrirá la cuarta vez que me cabrees.
Thomas asintió. Quería pensar que era fuerte, que podía hacer frente a aquellos raros. Pero venció el sentido común. Estaba atado a una silla, no tenía armas ni aliados, nada. Aunque, francamente, no tenía nada que ocultar. Respondería a todo lo que le preguntara aquel tío. Pasara lo que pasara, no quería terminar con una bala en la pierna. Y dudaba que el tipo estuviera tirándose un farol.
—Primera pregunta —dijo Rubiales—: ¿quién eres y por qué está tu nombre en los carteles de esta ciudad de mierda?