Atravesó corriendo la sala, buscando entre los rostros de los cadáveres. Ninguno era el de ella. El alivio desvaneció el momento fugaz de pánico y se concentró en aquella habitación.
Las paredes que rodeaban la zona común eran muy sencillas: yeso liso pintado de blanco, sin decoración ninguna. Y por alguna razón, no tenían ventanas. Caminó rápido por toda su circunferencia mientras pasaba la mano izquierda por la pared. Llegó a la puerta del dormitorio de los chicos, la pasó y después se dirigió a la gran entrada que habían cruzado el día anterior. Entonces había caído un fortísimo aguacero, que ahora parecía irreal, a juzgar por el sol brillante que había visto antes detrás del loco.
La entrada —o la salida— consistía en dos grandes puertas de acero, cuyas superficies eran de un reluciente tono plateado. Y justo como había dicho Minho, habían pasado una enorme cadena —con unos eslabones de más de dos centímetros de grosor— por el picaporte, bien tensada, con dos grandes candados cerrados para mayor seguridad. Thomas extendió los brazos y tiró de las cadenas con la intención de comprobar su fuerza. El metal estaba frío en sus manos y no cedía lo más mínimo.
Esperó oír unos golpes desde el otro lado, que los raros intentaran entrar tal y cómo lo hacían por las ventanas del dormitorio. Pero la habitación continuó en silencio. Los únicos sonidos estaban amortiguados y provenían de los dos dormitorios: los gritos distantes de los raros y los murmullos de la conversación de los clarianos.
Frustrado, Thomas continuó su paseo a lo largo de las paredes hasta que volvió a la habitación que se suponía que era la de Teresa. Nada, ni siquiera una grieta o una junta que indicara otra salida. Aquella amplia sala ni siquiera era cuadrada. Era un gran óvalo, redondo y sin esquinas.
Estaba totalmente perplejo. Volvió a pensar en la noche anterior, cuando todos estaban allí sentados comiendo
pizza
como muertos de hambre. Estaba seguro de que había visto otras puertas, una cocina o algo parecido. Pero cuanto más lo pensaba, cuanto más trataba de imaginar cómo eran las cosas, más confusas se volvían. Una alarma sonó en su cabeza: antes ya les habían manipulado los cerebros. ¿Había vuelto a ocurrir? ¿Les habían alterado la memoria o se la habían borrado?
¿Y qué le había pasado a Teresa?
Desesperado, pensó en arrastrarse por el suelo para buscar una trampilla o algo por el estilo, alguna pista de lo sucedido. Pero no podía pasar más tiempo con todos aquellos cuerpos putrefactos. Lo único que le quedaba era el chico nuevo. Suspiró y regresó a la pequeña habitación donde lo habían encontrado. Aris tenía que saber algo que les sirviera de ayuda.
Justo como Newt había ordenado, las literas superiores fueron desenganchadas de las inferiores y colocadas contra las paredes del cuarto, creando suficiente espacio para que los diecinueve clarianos restantes y Aris pudieran sentarse en círculo, de frente.
Cuando Minho vio a Thomas, dio unas palmaditas en el sitio que había a su lado.
—Te lo he dicho, tío. Siéntate y hablemos. Te estábamos esperando. Pero cierra esa fuca puerta antes que nada. Ahí fuera huele peor que los pies podridos de Gally.
Sin responder, Thomas tiró de la puerta para cerrarla, luego se acercó y se sentó. Quería hundir la cabeza entre las manos, pero no lo hizo. Nada indicaba con seguridad que algún peligro amenazara a Teresa. Algo extraño estaba pasando, pero podía haber un millón de explicaciones, y muchas de ellas incluían que estuviera bien.
Newt estaba en una cama a la derecha, sentado tan inclinado hacia delante que sólo el borde de su trasero se apoyaba en el colchón.
—Bien, empecemos a contar la maldita historia para que podamos llegar al problema real: encontrar qué comer.
Justo en ese instante, Thomas notó un pinchazo de hambre y oyó el quejido de su estómago. Aquel problema ni siquiera se le había ocurrido todavía. Agua tendrían en los lavabos, pero no había ni rastro de comida por ningún sitio.
—Bien —dijo Minho—. Habla, Aris. Cuéntanoslo todo.
El chico nuevo estaba enfrente de Thomas. Los clarianos que estaban sentados a ambos lados del desconocido habían salido pitando hacia los extremos de la cama. Aris negó con la cabeza.
—Ni hablar. Vosotros primero.
—¿Sí? —respondió Minho—. ¿Qué te parece si nos turnamos para romperte tu cara de clonc? Luego te pediremos de nuevo que hables.
—Minho —dijo Newt con dureza—, no hay razón para que…
Minho señaló bruscamente a Aris.
—Por favor, tío. Por lo que sabemos, este pingajo podría ser uno de los creadores. Alguien de CRUEL que está aquí para espiarnos. Podría haber matado a esa gente de ahí fuera. ¡Es el único al que no conocemos y las puertas y las ventanas están cerradas! Estoy harto de verlo tan arrogante cuando somos veinte contra uno. Él debería hablar primero.
Thomas gruñó por dentro. Sabía que el chaval nunca se abriría si Minho le aterrorizaba.
Newt suspiró y miró a Aris.
—Tiene razón. Tan sólo dinos a qué te refieres cuando dices que saliste del puñetero Laberinto. De allí escapamos nosotros y está claro que no te conocíamos.
Aris se restregó los ojos y luego miró a Newt.
—Muy bien, escuchad. Me arrojaron a aquel gigantesco laberinto de enormes muros de piedra, pero antes de eso me borraron la memoria. No podía recordar nada de mi vida anterior. Tan sólo sabía mi nombre. Vivía allí con un puñado de chicas. Habría unas cincuenta y yo era el único chico. Escapamos hace unos días. Los que nos ayudaron nos metieron en un gran gimnasio durante unos días y luego me trasladaron aquí ayer por la noche; pero nadie me explicó nada. ¿Qué es eso de que vosotros también habéis estado en un laberinto?
Thomas apenas oyó las últimas palabras de lo que Aris había dicho por los sonidos de sorpresa que emitieron los demás clarianos. La confusión se arremolinaba en su cerebro. Aris había descrito lo que le había pasado de forma tan simple y rápida como si relatara un día en la playa. Pero parecía una locura. Monumental, si era cierto. Por suerte, alguien expresó en voz alta exactamente lo que Thomas trataba de aclarar en su mente:
—Espera un momento —exclamó Newt—. ¿Viviste en un gran laberinto, en una granja, donde los muros se cerraban todas las noches? ¿Tan sólo tú y unas cuantas chicas? ¿Había unas criaturas que se llamaban laceradores? ¿Fuiste el último en llegar allí? ¿Y todo se lió cuando apareciste? ¿Te quedaste en coma? ¿Con una nota que decía que serías el último y no llegarían más?
—Espera, espera, espera —estaba diciendo Aris incluso antes de que Newt hubiera terminado—. ¿Cómo sabes todo eso? ¿Cómo…?
—Es el mismo fuco experimento —espetó Minho con agresividad en su voz—. O el mismo… lo que sea. Pero eran todo chicas y un chico, y nosotros éramos todo chicos y una chica. ¡CRUEL ha debido de construir dos de esos laberintos y hacer dos pruebas distintas!
La línea de pensamiento de Thomas ya había aceptado aquella teoría. Por fin se calmó lo suficiente para poder hablar. Miró a Aris.
—¿Te llamaron «el desencadenante»?
Aris asintió, obviamente igual de perplejo que el resto de presentes en la habitación.
—¿Y podías…? —empezó a preguntar Thomas, pero vaciló. Era como si cada vez que sacara el tema estuviera admitiendo ante el mundo que estaba loco—. ¿Podías hablar con una de las chicas dentro de tu mente? Ya sabes, por telepatía.
Los ojos de Aris se abrieron de par en par y se quedó con la vista clavada en Thomas, como si él entendiera un oscuro secreto que tan sólo otra persona que lo compartiera pudiera comprender.
¿Me oyes?
La pregunta apareció tan clara en la mente de Thomas que al principio pensó que Aris lo había dicho en voz alta. Pero no, sus labios no se habían movido.
¿Me oyes?
—repitió el chico.
Thomas vaciló y tragó saliva.
Sí.
La mataron
—le dijo Aris—.
Mataron a mi mejor amiga.
—¿Qué pasa? —preguntó Newt mientras miraba a Thomas y Aris—. ¿Por qué os estáis mirando como si acabarais de enamoraros?
—Él también puede hacerlo —respondió Thomas sin quitarle los ojos de encima al chico nuevo, al tiempo que veía a los demás de reojo. Aquella última afirmación de Aris le había aterrorizado; si habían matado a su compañera telepática…
—¿Qué es lo que hace? —preguntó Fritanga.
—¿Tú qué crees? —dijo Minho—. Es un bicho raro como Thomas. Pueden hablar en sus cabezas.
Newt fulminó a Thomas con la mirada.
—¿En serio?
Thomas asintió y estuvo a punto de volver a hablar a Aris en su mente, pero lo dijo en voz alta en el último segundo:
—¿Quién la mató? ¿Qué pasó?
—¿Quién ha matado a quién? —preguntó Minho—. No hagáis más vuestra clonc vudú mientras estemos por aquí.
Thomas, a quien empezaban a llorarle los ojos, dejó por fin de mirar a Aris para centrarse en Minho.
—Tenía a alguien con quien hacía esto, igual que yo antes. Digo… ahora. Pero me ha dicho que la mataron. Quiero saber quién es esa gente.
Aris había bajado la cabeza y sus ojos miraban cerca de donde estaba Thomas sentado.
—La verdad es que no sé quiénes son. Es demasiado confuso. No sé diferenciar a los buenos de los malos. Pero creo que de algún modo hicieron que aquella chica, Beth… apuñalara a… mi amiga. Se llamaba Rachel. Está muerta, tío. Está muerta.
Se cubrió la cara con ambas manos.
Thomas sintió un pinchazo casi doloroso de confusión. Todo apuntaba a que Aris venía de otra versión del Laberinto, montado en el mismo formato, salvo por la proporción de chicas con respecto a los chicos. Eso convertiría a Aris en su versión de Teresa. Y esa Beth parecía ser su versión de Gally, quien mató a Chuck. Con un cuchillo. ¿Significa eso que se suponía que Gally tenía que haber matado a Thomas?
Pero ¿por qué estaba Aris allí ahora? ¿Y dónde estaba Teresa? Cuando las cosas parecían casi encajar en su mente, se desbarataron de nuevo.
—Bueno, ¿cómo has acabado con nosotros? —preguntó Newt—. ¿Dónde están todas esas chicas de las que no dejas de hablar? ¿Cuántas escaparon contigo? ¿Os trajeron aquí a todos o sólo a ti?
Thomas no pudo evitar compadecerse de Aris al ver que le interrogaban con todas aquellas preguntas después de lo que le había sucedido. Si fuera al revés, si Thomas hubiera visto cómo mataban a Teresa… Ver cómo moría Chuck ya había sido bastante malo.
«¿Bastante malo? —pensó—. ¿O ver morir a Chuck fue peor?».
Thomas quería gritar. En aquel momento, el mundo entero apestaba.
Aris al final levantó la cabeza y se secó un par de lágrimas de las mejillas. Lo hizo sin la más mínima señal de vergüenza y Thomas de repente supo que le gustaba aquel chaval.
—Mira —dijo el chico—, estoy tan confundido como todos los demás. Sobrevivimos unos treinta, nos llevaron a aquel gimnasio, nos dieron de comer y nos lavamos. Luego me trajeron aquí ayer por la noche y me dijeron que tenía que estar separado de ellas porque soy un chico. Eso es todo. Entonces aparecisteis vosotros, palos.
—¿Palos? —repitió Minho.
Aris negó con la cabeza.
—Da igual. Ni siquiera sé lo que significa. Era una palabra que usaban cuando llegué allí.
Minho intercambió una mirada con Thomas, medio sonriendo. Al parecer ambos grupos habían inventado su propio vocabulario.
—¡Eh! —exclamó uno de los clarianos al que Thomas apenas conocía. Estaba apoyado en la pared detrás de Aris y le señaló—. ¿Qué llevas en ese lado de tu cuello? Algo negro, justo debajo de donde empieza tu camisa.
Aris intentó bajar la vista, pero no podía torcer el cuello para ver esa parte de su cuerpo.
¿Qué?
Al darse la vuelta, Thomas vio una mancha oscura justo encima del escote de su pijama. Parecía una línea gruesa, que se extendía desde su clavícula hasta la espalda. Y estaba partida, como si trazara caracteres.
—Ven, déjame echarle un vistazo —se ofreció Newt.
Se levantó de la cama para acercarse y su cojera, por algo sucedido en el pasado que nunca le reveló a Thomas, se notó más de lo habitual. Extendió los brazos y tiró de la camisa de Aris hacia abajo para ver mejor la extraña marca.
—Es un tatuaje —dijo Newt con los ojos entrecerrados porque no se podía creer lo que estaba viendo.
—¿Qué dice? —preguntó Minho, aunque ya se había levantado de la cama y se acercaba para verlo con sus propios ojos.
Al no responder Newt de inmediato, la curiosidad obligó a Thomas a ponerse de pie, y pronto estuvo junto a Minho, inclinado hacia delante para ver el tatuaje. Lo que vio allí escrito en letra de imprenta hizo que le diera un vuelco el corazón:
Propiedad de CRUEL. Grupo B, Sujeto B-1.
El compañero.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Minho.
—¿Qué pone? —preguntó Aris mientras se tocaba la piel del cuello y de los hombros y se tiraba del cuello de la camisa—. ¡Juro que no estaba ahí ayer por la noche!
Newt le repitió las palabras y luego dijo:
—¿Propiedad de CRUEL? Creía que habíamos escapado de ellos. O que tú también habías escapado. Lo que sea.
Se dio la vuelta, visiblemente frustrado, y volvió a sentarse en su cama.
—¿Y por qué te llamarían «el compañero»? —dijo Minho, que aún tenía la vista clavada en el tatuaje.
Aris negó con la cabeza.
—No tengo ni idea. Y eso no estaba ahí anoche. Me duché y me miré en el espejo. Lo hubiera visto. Y alguien seguro que lo habría notado cuando estaba en el Laberinto.
—¿Me estás diciendo que te hicieron el tatuaje en mitad de la noche? —exclamó Minho—. ¿Sin que te dieras cuenta? Venga ya, tío.
—¡Te lo juro! —insistió Aris.
Después se levantó y fue al baño, probablemente para intentar ver las palabras con sus propios ojos.
—No creo una fuca palabra de lo que dice —le susurró Minho a Thomas cuando volvió a su asiento.
Entonces, justo cuando se inclinaba para volver a dejarse caer sobre el colchón, su camisa se movió lo suficiente para revelar una gruesa línea negra en su cuello.
—¡Vaya! —dijo Thomas, que por un segundo se quedó demasiado aturdido para moverse.
—¿Qué? —preguntó Minho y miró a Thomas como si le acabara de salir una tercera oreja en la frente.
—Tu… tu cuello —por fin dijo Thomas—. ¡Tú también lo tienes!
—¿De qué foño estás hablando? —se alarmó Minho, que se estiró la camisa, con la cara arrugada, para tratar de ver algo que su vista no podía alcanzar.