Thomas cayó de rodillas. Conocía a aquellos muertos.
Eran los que habían rescatado a los clarianos. Justo el día anterior.
Thomas intentó no mirar ningún cadáver mientras se ponía de pie. Medio caminó, medio avanzó a trompicones hasta Newt, que continuaba junto a los interruptores, con la mirada aterrorizada yendo de un cadáver a otro de los que colgaban por toda la habitación.
Minho se unió a ellos y maldijo entre dientes. Otros clarianos salieron del dormitorio y empezaron a gritar cuando se dieron cuenta de lo que veían; Thomas oyó a un par de ellos tener arcadas, vomitar y escupir. Él mismo sintió unas ganas terribles de hacerlo, pero se contuvo. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo podían haberles arrebatado todo tan pronto? Su estómago se tensó cuando la desesperación amenazó con derribarle.
Entonces se acordó de Teresa.
¡Teresa!
—la llamó con su mente—.
¡Teresa!
—una y otra vez gritó mentalmente su nombre con los ojos cerrados y la mandíbula apretada—.
¿Dónde estás?
—Tommy —dijo Newt, que alargó el brazo para estrecharle el hombro—, ¿qué puñetas te pasa?
Thomas abrió los ojos y se dio cuenta de que se había doblado en dos y se aferraba el estómago con los brazos. Despacio, se enderezó y trató de apartar el pánico que le consumía por dentro.
—¿Tú… tú qué crees? Mira a nuestro alrededor.
—Sí, pero parece que estuvieras sufriendo o te doliera algo.
—Estoy bien, tan sólo intento encontrarla en mi mente. Pero no puedo. —No estaba bien. Odiaba recordarles a los demás que Teresa y él podían comunicarse telepáticamente. Y si todas aquellas personas estaban muertas…—. Tenemos que averiguar dónde la pusieron —soltó, agarrándose enseguida a un cometido para aclarar su mente.
Examinó la sala, esforzándose por no centrarse en los cadáveres, y buscó una puerta que tal vez llevara a su habitación. Le había dicho que estaba al otro lado de donde ellos habían dormido, cruzando la zona común.
Allí. Una puerta amarilla con un pomo de latón.
—Tiene razón —dijo Minho al grupo—. ¡Dispersaos para encontrarla!
—Puede que ya lo haya hecho.
Thomas comenzó a avanzar, sorprendido de lo rápido que había recuperado sus sentidos. Corrió hacia la puerta, esquivando mesas y cuerpos. Tenía que estar allí dentro, a salvo como ellos lo habían estado. La puerta estaba cerrada; eso era una buena señal. Probablemente estaba cerrada con llave. Quizás había caído como él en un profundo sueño. Por eso había estado callada, sin responder.
Estaba a punto de alcanzar la puerta, cuando recordó que necesitarían algo para forzar la cerradura.
—¡Que alguien vaya a coger el extintor! —gritó por encima de su hombro.
El olor en la zona común era espantoso; le entró una arcada mientras respiraba profundamente.
—Winston, ve a buscarlo —ordenó Minho detrás de él.
Thomas llegó el primero a la puerta e intentó abrirla. El pomo no se movió, estaba bien cerrada. Entonces vio un pequeño cartel de plástico transparente, colgado de la pared a la derecha, de unos doce centímetros cuadrados. Habían metido un trozo de papel por la estrecha ranura, en el que había escritas varias palabras:
Teresa Agnes. Grupo A, Sujeto A-1.
La traidora.
Por extraño que parezca, lo que más le llamó la atención a Thomas fue el apellido de Teresa. O al menos lo que parecía ser su apellido. Agnes. No sabía por qué, pero le sorprendió. Teresa Agnes. No se le ocurría nadie con ese nombre en el manchado conocimiento de historia que flotaba en sus recuerdos aún escasos. A él mismo le habían puesto su nombre por Thomas Edison, el gran inventor. Pero ¿Teresa Agnes? Nunca había oído hablar de ella.
Por supuesto, todos sus nombres eran más una broma que otra cosa, seguramente la manera insensible con que los creadores —CRUEL o quien fuera el que les había hecho aquello— buscaron distanciarse de las personas reales robadas a madres y padres reales. Thomas estaba ansioso por saber cómo lo llamaron al nacer, qué nombre estaba grabado en la memoria de sus padres, fueran quienes fueran. Estuvieran donde estuvieran.
Los vagos recuerdos que recuperó al pasar por el Cambio le habían hecho pensar que no tenía padres que le quisieran. Que fueran quienes fueran, no le querían. Que le habían sacado de unas horribles circunstancias. Pero ahora se negaba a creerlo, sobre todo después de haber soñado con su madre durante la noche.
Minho chasqueó los dedos delante de los ojos de Thomas.
—¿Hola? Llamando a Thomas. No es buen momento para soñar despierto. Hay un montón de cadáveres y huele como los peores comistrajos de Fritanga. Espabila.
Thomas se volvió hacia él.
—Perdona. Tan sólo pensaba que es extraño que el apellido de Teresa sea Agnes.
Minho chasqueó la lengua.
—¿Y a quién le importa esa chorrada? ¿Qué querrán decir con que es la traidora?
—¿Y qué significa «Grupo A, Sujeto A-l»? —preguntó Newt, quien le pasó el extintor a Thomas—. Bueno, te toca a ti romper el puñetero pomo.
Thomas lo cogió y de repente se enfadó consigo mismo por malgastar unos pocos segundos pensando en la estúpida etiqueta. Teresa estaba allí dentro y necesitaba su ayuda. Intentó no preocuparse por la palabra «traidora», cogió el cilindro y golpeó el pomo de latón. Una sacudida subió por sus brazos cuando el metal repiqueteó contra el metal y el sonido se elevó por el aire. Notó que cedía un poco; dos martilleos más tarde, se cayó y la puerta se abrió de golpe un par de centímetros.
Thomas tiró el extintor a un lado y agarró la puerta para abrirla del todo. Una irritante anticipación se mezcló con el terror de lo que pudiera encontrar. Fue el primero en entrar en la habitación iluminada.
Era una versión más pequeña del dormitorio de los chicos; tan sólo había cuatro literas, dos cómodas y una puerta cerrada que debía de dar a otro cuarto de baño. Todas las camas estaban hechas, excepto una cuyas mantas se hallaban retiradas hacia un lado, la almohada colgaba por el borde y la sábana estaba arrugada. Pero no había ni rastro de Teresa.
—¡Teresa! —la llamó, con la garganta crispada por el pánico.
Se oyó el sonido zumbante y giratorio de la cisterna del váter que había al otro lado de la puerta cerrada y al instante el alivio inundó a Thomas. Fue tan fuerte que casi tuvo que sentarse. Estaba allí, estaba a salvo. Se tranquilizó y empezó a caminar hacia el lavabo, pero Newt le agarró del brazo.
—Estás acostumbrado a vivir con un puñado de chicos —dijo Newt—. No creo que sea cortés irrumpir en el maldito baño de mujeres. Espera a que salga.
—Entonces meteremos a todos aquí y tendremos una Reunión —añadió Minho—. En esta habitación no huele mal y no hay ventanas por las que puedan gritarnos esos raros.
Thomas no se había percatado de la falta de ventanas hasta aquel momento, aunque debería haber sido lo más evidente, considerando el caos de su propio dormitorio. Los raros. Casi se había olvidado de ellos.
—Ojalá se dé prisa —murmuró.
—Los traeré a todos —se ofreció Minho, que se dio la vuelta para regresar a la zona común.
Thomas se quedó con la vista clavada en la puerta del lavabo. Newt, Fritanga y unos cuantos clarianos entraron en la habitación y se sentaron en las camas inclinados hacia delante, con los codos sobre las rodillas, restregándose las manos distraídamente, con la ansiedad y la preocupación manifiestas en sus gestos.
¿Teresa?
—dijo Thomas en su mente—.
¿Puedes oírme? Te estamos esperando aquí fuera.
No hubo respuesta. Y todavía sentía esa burbuja de vacío, como si le hubieran arrebatado su presencia permanentemente.
Se oyó un clic. El pomo de la puerta del cuarto de baño se giró; luego la puerta se abrió hacia Thomas. Él dio un paso adelante, dispuesto a abrazar a Teresa, sin importarle quién estuviese allí para verlo. Pero la persona que entró en la habitación no era Teresa. Thomas se detuvo a media zancada y casi tropezó. Todo en su interior pareció derrumbarse.
Era un chico.
Llevaba el mismo tipo de ropa que les habían dado a todos la noche anterior: un pijama limpio con una camisa abotonada y unos pantalones de franela azul claro. Tenía la piel aceitunada y el pelo, oscuro, bastante corto. El aire de sorpresa inocente en su rostro fue la única cosa que impidió que Thomas agarrara a aquel pingajo por el cuello y lo zarandeara hasta conseguir sonsacarle algunas respuestas.
—¿Quién eres? —le preguntó Thomas, sin preocuparse de si aquellas palabras sonaban muy duras.
—¿Que quién soy? —respondió el chico con algo de sarcasmo—. ¿Quién eres tú?
Newt se había vuelto a poner de pie; en realidad, estaba más cerca del chico nuevo que Thomas.
—No nos fastidies. Nosotros somos muchos más que tú. Dinos quién eres.
El chico se cruzó de brazos y su cuerpo adoptó una actitud desafiante.
—Muy bien. Me llamo Aris. ¿Qué más queréis saber?
Thomas quería darle un puñetazo al chico. Le molestaba verle tan altivo y prepotente mientras Teresa estaba desaparecida.
—¿Cómo has llegado aquí? ¿Dónde está la chica que durmió aquí esta noche?
—¿Chica? ¿Qué chica? Yo soy el único que está aquí y así ha sido desde que me pusieron en esta habitación ayer por la noche.
Thomas se volvió para señalar en dirección a la puerta de la zona común.
—Allí fuera hay un cartel que dice que esta es su habitación. Teresa… Agnes. No menciona a ningún pingajo llamado Aris.
Algo en su tono de voz debió de hacer que el chico comprendiera que no se trataba de una broma. Extendió las manos en un gesto conciliador.
—Mira, tío, no sé de qué estás hablando. Ayer por la noche me metieron aquí y dormí en esa cama —señaló a la que tenía las sábanas arrugadas y la manta—. Me he despertado hace unos cinco minutos y he ido a hacer un pis. No he oído en mi vida el nombre de Teresa Agnes. Lo siento.
El breve instante de alivio que Thomas había sentido al oír el ruido de la cisterna se había roto. Intercambió una mirada con Newt, sin saber qué más preguntar.
Newt se encogió de hombros ligeramente y luego se volvió hacia Aris.
—¿Quién te metió aquí ayer por la noche?
Aris levantó los brazos al aire, después los dejó caer y se dio una palmada en los costados.
—No tengo ni idea, tío. Un grupo de gente con pistolas que nos rescató dijo que a partir de ahora todo iría bien.
—¿De qué os rescataron? —preguntó Thomas. Aquello estaba resultando muy raro. Muy, muy raro.
Aris bajó la mirada al suelo y dejó caer los hombros. Era como si una ola de terribles recuerdos le hubiera embargado. Entonces por fin suspiró, levantó la vista para mirar a Thomas y contestó: —Del Laberinto, tío. Del Laberinto.
Thomas se ablandó. Aquel chaval no estaba mintiendo, lo sabía. La mirada de terror que se había apoderado de Aris la conocía muy bien. Thomas también la había sentido y la había visto en muchas otras caras. Sabía exactamente qué tipo de terribles recuerdos hacía que alguien tuviera aquella expresión. También sabía que Aris no tenía ni idea de lo que le había pasado a Teresa.
—Quizá deberías sentarte —dijo Thomas—. Creo que tenemos mucho de que hablar.
—¿A qué te refieres? —preguntó Aris—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿De dónde habéis venido?
Thomas dejó escapar una risita.
—El Laberinto. Los laceradores. CRUEL. De todo.
Habían pasado tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Por no mencionar que su preocupación por Teresa hacía que la cabeza le diera vueltas. Deseaba salir de la habitación para buscarla de inmediato, pero se quedó.
—Estás mintiendo —dijo Aris con una voz que se había convertido en un susurro y la cara aún más pálida.
—No —respondió Newt—, Tommy tiene razón. Tenemos que hablar. Por lo visto, venimos de sitios similares.
—¿Quién es ese tío?
Thomas se dio la vuelta y advirtió que Minho había vuelto y un grupo de clarianos estaba detrás de él, al otro lado de la puerta. Tenían las caras arrugadas por el hedor de fuera y sus ojos aún reflejaban el terror por lo que llenaba la sala que había justo a sus espaldas.
—Minho, este es Aris —contestó Thomas, que se apartó e hizo un gesto hacia el otro chico—. Aris, este es Minho.
Minho tartamudeó un par de palabras ininteligibles, como si no supiera por dónde empezar.
—Mira —dijo Newt—, bajemos estas dos puñeteras camas y movámoslas por la habitación. Entonces podremos sentarnos todos y averiguar qué es lo que está pasando.
Thomas negó con la cabeza.
—No. Antes tenemos que encontrar a Teresa. Tiene que estar en otra habitación.
—No hay más —repuso Minho.
—¿Qué quieres decir?
—He mirado por todas partes. Está la gran zona común. Esta habitación, nuestro dormitorio y algunas fucas puertas que llevan afuera, por donde entramos después de bajarnos del autobús ayer. Están cerradas con llave y cadenas desde el interior. No tiene sentido, pero no veo ninguna otra puerta o salida.
Thomas negó con la cabeza, confundido. Era como si millones de arañas hubieran tejido telarañas por todo su cerebro.
—Pero… ¿y ayer por la noche? ¿De dónde vino la comida? ¿Nadie vio otra habitación, una cocina, algo?
Miró a su alrededor, esperando una respuesta, pero nadie pronunció palabra.
—A lo mejor hay una puerta oculta —dijo al final Newt—. Mira, sólo podemos hacer una cosa a la vez. Tenemos que…
—¡No! —gritó Thomas—. Tenemos todo el día para hablar con este tal Aris. La etiqueta de la puerta dice que Teresa debería estar aquí, en algún sitio. ¡Tenemos que encontrarla!
Sin esperar una respuesta, se dirigió hacia la puerta de vuelta a la zona común y se abrió paso entre los chicos hasta que estuvo al otro lado. El olor le llegó enseguida como si le hubieran tirado un cubo de aguas residuales sobre la cabeza. Los cuerpos morados e hinchados colgaban como animales muertos colocados así por los cazadores para que se secaran. Aquellos ojos sin vida le miraban fijamente.
Una familiar y escalofriante sensación de repugnancia inundó su estómago y le provocó arcadas. Cerró los ojos un segundo y deseó que las tripas se le asentaran. Cuando por fin lo hicieron, empezó a buscar alguna señal de Teresa, esforzándose para no mirar a los muertos.
Pero entonces un terrible pensamiento le vino a la cabeza. ¿Y si…?