Thomas se acercó a Minho, le quitó las manos de encima y retiró el cuello de la camisa.
—¡Hostia… está ahí! Es lo mismo, salvo por…
Thomas leyó las palabras para sus adentros:
Propiedad de CRUEL. Grupo A, Sujeto A-7.
El líder.
—¿Qué, tío? —le gritó Minho.
Casi todos los clarianos se habían agrupado muy pegados entre sí detrás de Thomas y se esforzaban por conseguir ver algo. Thomas enseguida leyó en voz alta las palabras tatuadas, sorprendido de hacerlo sin atrancarse.
—Me estás tomando el pelo, ¿no? —dijo Minho y se levantó. Se abrió camino entre la multitud de chicos y siguió a Aris hasta el lavabo.
Y entonces se desató la histeria. Thomas notó cómo le estiraban de la camisa y él bajó la de otros. Todos empezaron a hablar de todos los demás.
—En todos pone Grupo A.
—Propiedad de CRUEL, como en él.
—Tú eres el Sujeto A-13.
—El Sujeto A-19.
—A-3.
—A-10.
Thomas fue pasando despacio, en círculo, aturdido, mientras observaba cómo los clarianos se descubrían los tatuajes unos a otros. La mayoría no tenía designaciones adicionales como Aris y Minho, tan sólo la línea sobre la propiedad. Newt iba de chico en chico, buscándose a sí mismo, con el rostro impertérrito como si estuviera concentrándose en memorizar los nombres y los números. Entonces, por accidente, los dos se quedaron mirándose.
—¿Qué dice el mío? —preguntó Newt.
Thomas apartó el cuello de su camisa y se asomó para leer las palabras grabadas en su piel.
—Eres el Sujeto A-5 y te llaman el
Pegamento.
Newt le miró, sobresaltado.
—¿El
Pegamento?
Thomas le soltó la camisa y retrocedió un paso.
—Sí. Probablemente porque eres un poco como un pegamento y nos mantienes a todos unidos. No sé. Lee el mío.
—Ya lo he hecho…
Thomas advirtió la extraña expresión de Newt. Duda. O terror. Como si no quisiera decirle lo que ponía en su tatuaje.
—¿Y bien?
—Eres el Sujeto A-2—respondió Newt y luego bajó la mirada.
—¿Y? —insistió Thomas.
Newt vaciló y después contestó sin mirarle:
—No te llama nada. Tan sólo dice… «Debe matarlo el Grupo B».
A Thomas no le dio tiempo de procesar lo que Newt había dicho. De hecho, estaba intentando decidir si estaba más confundido o asustado cuando un timbre empezó a sonar por toda la habitación. Por instinto se echó las manos a los oídos y miró a los demás.
Advirtió el reconocimiento perplejo de sus rostros y entonces se dio cuenta. Era el mismo sonido que habían oído en el Laberinto justo antes de que Teresa apareciera en la Caja. Aquella había sido la única vez que lo había oído y, atrapado en los límites de un pequeño cuarto, era diferente, más fuerte, con ecos solapados. Aun así, estaba segurísimo de que era lo mismo. Era la alarma utilizada en el Claro para anunciar que un novato había llegado.
Y no paraba. Thomas ya estaba sintiendo que un dolor de cabeza se formaba detrás de sus ojos.
Los clarianos daban vueltas por la habitación a la vez que contemplaban boquiabiertos las paredes y el techo, como si intentaran averiguar la fuente de aquel ruido. Algunos se sentaron en las camas mientras presionaban los laterales de sus cabezas con las manos.
Thomas también trató de localizar la fuente de la alarma, pero no pudo ver nada. Era tan sólo un sonido que provenía de todos los sitios a la vez.
Newt le agarró del brazo y le gritó al oído:
—¡Es la maldita alarma de los novatos!
—¡Lo sé!
—¿Por qué suena ahora?
Thomas se encogió de hombros y esperó que su cara no reflejara lo molesto que estaba. ¿Cómo iba a saber él lo que estaba pasando?
Minho y Aris habían salido del lavabo, ambos restregándose la nuca distraídamente mientras buscaban respuestas en la habitación. No tardaron mucho en descubrir que los demás tenían tatuajes similares a los suyos. Fritanga se había acercado a la puerta que daba a la zona común y estaba a punto de tocar con la palma de la mano el sitio donde antes se hallaba el pomo roto.
—¡Espera! —gritó Thomas, llevado por un impulso.
Corrió hasta Fritanga y notó que Newt iba detrás de él.
—¿Por qué? —preguntó Fritanga, con la mano aún a pocos centímetros de la puerta.
—No lo sé —contestó Thomas, sin estar seguro de si le oirían con aquel estruendo—. Es una alarma. Quizás esté pasando algo muy malo.
—¡Sí! —gritó Fritanga—. ¡Y quizá tengamos que largarnos de aquí!
Sin esperar a ver lo que Thomas decía, empujó la puerta. No se movió y la empujó más fuerte. Al seguir sin moverse, se apoyó en ella con todo su peso.
Nada. Estaba tan cerrada como si la hubieran tapiado.
—¡Habéis roto el fuco pomo! —gritó Fritanga, y golpeó la puerta con la palma de la mano.
Thomas no quería gritar más; estaba cansado y le dolía la garganta. Se dio la vuelta y se apoyó en la pared, con los brazos cruzados. Casi todos los clarianos parecían tan agotados como él; estaban hartos de buscar respuestas o una salida. Todos se encontraban sentados en las camas o de pie con la mirada perdida.
Más por desesperación que por otra cosa, Thomas volvió a llamar a Teresa. Luego lo hizo varias veces más. Pero la chica no respondió y, de todos modos, en medio de aquel estruendo, Thomas no sabía si podría haberse concentrado lo suficiente para oírla. Todavía notaba su ausencia; era como despertarse un día sin dientes en la boca. No haría falta correr al espejo para saber que ya no los tenías.
Entonces la alarma se paró.
Nunca antes el silencio había parecido tener su propio sonido, como una colmena de abejas zumbantes, se estableció con ferocidad en el cuarto e hizo que Thomas levantara las manos y se metiera un dedo en cada oreja. Las respiraciones, los suspiros de la habitación, eran como una explosión comparados con la extraña nube de tranquilidad.
Newt fue el primero en hablar:
—No me digas que nos van a seguir mandando novatos caídos del cielo.
—¿Dónde está la Caja en este fuco sitio? —masculló Minho con sarcasmo.
Un ligero chirrido hizo que Thomas mirase de repente a la puerta que daba a la zona común. Se había abierto varios centímetros y un trozo de oscuridad marcaba ahora dónde estaba entornada. Alguien había apagado las luces al otro lado. Fritanga retrocedió un paso.
—Supongo que ahora quieren que salgamos ahí fuera —dijo Minho.
—Pues ve tú primero —sugirió Fritanga.
Minho ya había empezado a moverse.
—No hay problema. Puede que tengamos a un nuevo pingajo con el que meternos y al que darle patadas en el culo cuando no tengamos nada más que hacer —se acercó a la puerta y luego se detuvo para mirar de reojo a Thomas. Su voz se había vuelto sorprendentemente suave—. No nos vendría mal otro Chuck.
Thomas sabía que no debería haberse ofendido. En cualquier caso, Minho estaba intentando —a su manera— demostrar que echaba de menos a Chuck, al igual que todos los demás. Pero al recordarle a su amigo, y en aquel momento tan extraño, Thomas se enfadó. El instinto le dijo que lo ignorara. Ya tenía bastante con las cosas que le estaban pasando. Tenía que alejarse de sus sentimientos por un tiempo y avanzar. Paso a paso. Ir solucionándolo todo.
—Sí —dijo al final—. ¿Vas a pasar tú o quieres que vaya yo primero?
—¿Qué decía tu tatuaje? —respondió Minho en voz baja, ignorando la pregunta de Thomas.
—No importa. Salgamos de aquí.
Minho asintió, sin mirarle directamente. Entonces sonrió y fuera lo que fuera lo que le preocupaba tanto desapareció y fue sustituido por su habitual actitud relajada.
—Bien. Si algún zombi empieza a comerse mi pierna, sálvame.
—Hecho.
Thomas quería que se diera prisa y continuara. Sabía que estaban al borde de otro gran cambio en su ridículo viaje y no quería alargarlo más.
Minho empujó la puerta para abrirla. La simple franja de oscuridad se convirtió en una amplia banda; la zona común ahora estaba tan negra como lo había estado cuando salieron del dormitorio de los chicos. Minho cruzó el umbral y Thomas siguió sus pasos.
—Espera aquí —susurró Minho—. No hay necesidad de volver a jugar a los coches de choque con todos estos muertos. Deja que encuentre antes los interruptores de la luz.
—¿Por qué las habrán apagado? —preguntó Thomas—. Quiero decir, ¿quién las ha apagado?
Minho volvió la cabeza para mirarle; la luz del cuarto de Aris se extendió por su cara, iluminando la sonrisita que esbozaba.
—¿Por qué te molestas en hacer preguntas, tío? Nada ha tenido sentido desde el principio y probablemente nunca lo tenga. Así que corta el rollo y quédate quieto.
Minho enseguida fue engullido por la oscuridad. Thomas oyó sus suaves pasos sobre la alfombra y el sonido de su mano recorriendo la pared mientras caminaba.
—¡Aquí están! —gritó desde un sitio que parecía estar a la derecha de Thomas.
Sonaron unos cuantos clics y las luces brillaron por toda la sala. Durante una minúscula fracción de segundo, Thomas no se dio cuenta de lo que había de diferente en aquel lugar. Pero entonces le vino de lleno y, como si también se le hubieran despertado sus otros sentidos, se dio cuenta de que el horrible olor a cadáveres putrefactos había desaparecido.
Y ahora sabía por qué.
No había cuerpos y ni siquiera quedaba rastro de que hubieran estado allí.
Pasaron varios segundos antes de que Thomas se diera cuenta de que había dejado de respirar. Cogió una gran bocanada de aire y miró boquiabierto la sala que ahora estaba vacía. No había cuerpos hinchados y de piel morada. No había mal olor.
Newt le empujó ligeramente al pasar y avanzó con su leve cojera hasta que estuvo en el mismo centro del suelo enmoquetado de la sala.
—Esto es imposible —dijo y se dio la vuelta lentamente, mirando el techo de donde los cadáveres colgaban en cuerdas hacía tan sólo unos minutos—. No ha pasado bastante tiempo para que alguien los haya podido sacar. Y nadie más ha entrado en esta puñetera sala. ¡Los hubiéramos oído!
Thomas se apartó y se apoyó en la pared mientras los otros clarianos y Aris salían del pequeño dormitorio. Un silencioso sobrecogimiento se extendió por el grupo cuando, uno a uno, todos notaron que no estaban los muertos. En cuanto a Thomas, volvió una vez más a inundarle cierta insensibilidad, como si ya no fuera a sorprenderle nada.
—Tienes razón —le dijo Minho a Newt—. Estuvimos ahí con la puerta cerrada, ¿cuánto, veinte minutos? No hay forma de que alguien haya podido mover todos esos cuerpos tan rápido. Además, este sitio está cerrado desde dentro.
—Por no mencionar cómo han eliminado el olor —añadió Thomas.
Minho asintió.
—Bueno, vosotros sois dos pingajos muy listos —dijo Fritanga enfurruñado—, pero echad un vistazo a vuestro alrededor. Ya no están. Así que penséis lo que penséis, se han deshecho de ellos de algún modo.
A Thomas no le apetecía discutir ni quería siquiera hablar del tema. Los cadáveres habían desaparecido. Habían visto cosas más raras.
—Eh —dijo Winston—, esa gente loca ha dejado de gritar y chillar.
Thomas escuchó. Silencio.
—Creo que no podíamos oírlos desde el cuarto de Aris. Pero tienes razón, han parado.
No tardaron en echar a correr todos hacia el dormitorio más grande, al otro lado de la zona común. Thomas les siguió con una intensa curiosidad por mirar a través de las ventanas el mundo exterior. Antes, con los raros gritando y apretando sus caras contra los barrotes de hierro, había estado demasiado horrorizado para echar un vistazo.
—¡Ni de coña! —gritó Minho desde delante y, sin más explicaciones, desapareció dentro de la habitación.
Mientras Thomas avanzaba en esa dirección, advirtió que todos los chicos vacilaban un segundo, con los ojos abiertos como platos en el umbral de la puerta, después continuaban y pasaban al interior del dormitorio. Esperó a que los clarianos y Aris entraran y luego les siguió.
Sintió la misma impresión que los otros chicos. En conjunto, la habitación estaba más o menos como la habían dejado antes; pero había una diferencia monumental: en cada ventana, sin excepción, se había levantado una pared de ladrillos rojos, justo por detrás de los barrotes de hierro, que bloqueaba completamente el espacio abierto. La única luz de la habitación provenía de los paneles del techo.
—Aunque hubieran sido muy rápidos con los cadáveres —dijo Newt—, estoy segurísimo de que no tuvieron tiempo de construir estas malditas paredes de ladrillo. ¿Qué está pasando aquí?
Thomas se quedó observando mientras Minho se acercaba a una de las ventanas y sacaba la mano entre los barrotes para empujar los ladrillos rojos.
—Es sólida —dijo, y le dio unas palmaditas.
—Ni siquiera parece recién hecha —murmuró Thomas, que se acercó a una para tocarla. Estaba dura y fría—. La argamasa está seca. Nos han engañado de alguna manera, eso es todo.
—¿Nos han engañado? —preguntó Fritanga—. ¿Cómo?
Thomas se encogió de hombros y volvió a su indiferencia. Seguía deseando desesperadamente poder hablar con Teresa.
—No lo sé. ¿Te acuerdas del Precipicio? Saltamos al aire y atravesamos un agujero invisible. Quién sabe lo que puede hacer esta gente.
La siguiente media hora la pasaron aturdidos. Thomas deambulaba, como el resto, inspeccionando las paredes de ladrillos, buscando señales de alguna cosa más que hubiera cambiado. Encontró varias, cada una tan extraña como la anterior. Todas las camas del dormitorio de los clarianos estaban hechas y no había ni rastro de la ropa sucia que llevaban antes de ponerse el pijama que les dieron la noche antes. Habían cambiado las cómodas de sitio, aunque la diferencia era sutil y algunos no estaban de acuerdo con que las hubieran movido. Fuera como fuera, todos los chicos tenían ahora ropa limpia, zapatos y un nuevo reloj digital.
Pero el cambio más grande de todos —descubierto por Minho— fue el cartel que había fuera de la habitación donde habían encontrado a Aris. En vez de poner «Teresa Agnes. Grupo A, Sujeto A-l. La traidora», ahora se leía:
Aris Jones. Grupo B, Sujeto B-l.
El compañero.
Todos le echaron un vistazo al nuevo letrero y se alejaron, pero Thomas se encontró delante, incapaz de apartar los ojos de él. Para Thomas fue como si la nueva etiqueta lo hiciera oficial: le habían quitado a Teresa y la habían sustituido por Aris. Nada tenía sentido y tampoco ya importaba. Volvió al dormitorio de los chicos, encontró el catre en el que se había acostado la otra noche —o al menos en el que creía haberse acostado— y se puso la almohada encima de la cabeza, como si aquel gesto hiciera que todos desaparecieran.