Los únicos sonidos eran los chirridos de los zapatos sobre el duro suelo de hormigón y los esporádicos murmullos de los clarianos. Thomas sentía cada latido de su corazón mientras marchaban por el interminable túnel de oscuridad. No podía evitar acordarse de la Caja, el cubo sin luz de aire viciado que le había llevado hasta el Claro; era un poco como aquello. Al menos ahora tenía una parte de memoria sólida, tenía amigos y sabía quiénes eran. Al menos ahora entendía lo que estaba en juego: necesitaban una cura y probablemente pasarían por cosas horribles para conseguirla.
Un repentino estallido de intensos murmullos inundó el túnel; parecía venir de arriba. Thomas se paró en seco. No había sido ninguno de los clarianos, de eso estaba seguro.
Desde delante, Minho le gritó al resto que se detuvieran y luego dijo:
—Tíos, ¿habéis oído eso?
Cuando varios clarianos murmuraron que sí y empezaron a hacer preguntas, Thomas inclinó el oído hacia el techo y se esforzó por oír algo más allá de esas voces. Los susurros fueron tan sólo un instante, unas breves palabras que habían sonado como si vinieran de un hombre muy viejo y enfermo. Pero el mensaje había sido totalmente indescifrable.
Minho mandó callar de nuevo a todos y les ordenó que escucharan.
Aunque estaba a oscuras y, por lo tanto, no tenía sentido, Thomas cerró los ojos para concentrarse en su sentido del oído. Si volvía la voz, quería captar lo que decía.
Pasó menos de un minuto antes de que la misma voz anciana susurrara de nuevo con aspereza y resonara por el aire como si unos enormes altavoces estuvieran instalados en el techo. Thomas oyó a varios chicos dar un grito ahogado como si esta vez lo hubieran entendido y estuvieran impresionados por lo que habían oído; pero él seguía sin ser capaz de aislar ni tan siquiera una o dos palabras. Volvió a abrir los ojos, aunque nada cambió ante él. Completa oscuridad. Todo negro.
—¿Alguien ha entendido lo que ha dicho? —dijo Newt.
—Un par de palabras —respondió Winston—. Sonaba como «volved» justo a la mitad.
—Sí —asintió alguien.
Thomas pensó en lo que había oído y, en retrospectiva, sí parecía como si esa palabra hubiera estado allí, en algún sitio. «Volved».
—Que todo el mundo se calle y escuche con atención esta vez —ordenó Minho, y el oscuro pasillo quedó en silencio.
La próxima vez que se oyó la voz, Thomas entendió cada una de las sílabas:
—Es vuestra única oportunidad. Volved ahora y no os cortarán en rodajas.
A juzgar por las reacciones frente a él, esta vez todos lo habían oído.
—¿«No os cortarán en rodajas»?
—¿Qué se supone que significa eso?
—¡Ha dicho que podemos volver!
—No podemos fiarnos de un pingajo al azar que suspira en la oscuridad.
Thomas intentó no pensar en lo mal que sonaban aquellas últimas palabras. «No os cortarán en rodajas». Sonaba fatal. Y el hecho de no poder ver nada era aún peor. Se estaba poniendo muy nervioso.
—¡Seguid caminando! —le gritó a Minho—. No voy a poder aguantar mucho más. ¡Seguid adelante!
—Espera un momento —dijo Fritanga—. La voz ha dicho que esta sería nuestra única oportunidad. Al menos tenemos que pensarlo.
—Sí —añadió alguien—, quizá deberíamos volver.
Thomas negó con la cabeza aunque sabía que nadie podía verle.
—Ni hablar. Recordad lo que nos dijo el tipo del escritorio, que todos tendríamos una muerte horrible si regresábamos.
Fritanga insistió:
—Bueno, ¿y acaso es eso peor que lo que susurra este tío? ¿A quién se supone que tenemos que escuchar y a quién tenemos que ignorar?
Thomas sabía que era una buena pregunta, pero volver no le parecía bien.
—Me juego lo que sea a que la voz no es más que una prueba. Tenemos que seguir adelante.
—Tiene razón —dijo Minho desde el frente de la fila—. Venga, vamos.
Apenas había dicho la última palabra cuando la voz susurrante sonó por el aire de nuevo, esta vez marcada con un odio casi infantil:
—Estáis todos muertos. Os van a cortar a todos en rodajas. Muertos y en rodajas.
A Thomas se le erizó todo el pelo de la nuca y un escalofrío le recorrió la espalda. Esperaba que los chicos insistieran en que tenían que regresar, pero, una vez más, los clarianos le sorprendieron.
Nadie dijo nada y no tardaron en continuar avanzando. Minho había tenido razón al decir que habían eliminado a todos los pusilánimes.
Se adentraron más en la oscuridad. El aire se calentó un poco y pareció estar más cargado de polvo. Thomas tosió varias veces; se moría por echar un trago, pero no quería arriesgarse a desatar la bolsa de agua sin poder verla. Era lo que le faltaba, verterla toda al suelo.
Adelante.
Más caliente.
Sediento.
Oscuridad.
Caminando. El tiempo pasaba muy despacio.
Thomas no tenía ni idea de cómo ese pasillo podía siquiera existir. Tenían que llevar al menos tres o cuatro kilómetros recorridos desde la última vez que habían oído el espeluznante susurro de advertencia. ¿Dónde estaban? ¿Bajo tierra? ¿En el interior de algún edificio enorme? El Hombre Rata había dicho que tenían que encontrar la salida al exterior, pero ¿cómo…?
Un chico gritó a unos metros por delante. Empezó como un chillido repentino, como una simple sorpresa, pero entonces se intensificó hasta convertirse en puro terror. No sabía quién era, pero ahora el chaval estaba dejándose la garganta, dando alaridos, chillando como un animal de la antigua Casa de la Sangre en el Claro. Thomas oyó el sonido de un cuerpo golpeando el suelo.
Por instinto, salió corriendo hacia delante y empujó a varios clarianos, que por lo visto se habían quedado paralizados por el miedo, para abrirse paso hacia los sonidos inhumanos. No sabía por qué pensaba que sería capaz de ayudar más que nadie, pero no vaciló, ni siquiera se preocupó de dónde pisaba mientras corría en la oscuridad. Tras la larga locura de caminar a ciegas durante tanto tiempo, era como si su cuerpo tuviera ganas de acción.
Lo consiguió; notaba que el chico ahora estaba tumbado justo enfrente de él, mientras golpeaba con los brazos y las piernas el suelo de cemento para luchar contra quién sabía qué. Thomas dejó a un lado su bolsa de agua y el fardo que llevaba al hombro y entonces, tímidamente, extendió el brazo para intentar agarrarle una de las extremidades. Notó que los otros clarianos se reunían detrás de él y, al oír preguntas y gritos fuertes y caóticos, se obligó a ignorarlos.
—¡Eh! —gritó Thomas al chico que se retorcía—. ¿Qué te pasa?
Sus dedos rozaron los vaqueros del muchacho, luego su camisa, pero el cuerpo del chico se convulsionaba por todos sitios, imposible de sujetar, y sus gritos continuaban atravesando el aire.
Al final, Thomas se lo jugó todo. Se tiró hacia delante para echarse por completo encima del cuerpo del joven que no paraba de sacudirse. Con un golpe que le quitó la respiración, aterrizó sobre el torso que se retorcía; un codo se le clavó en las costillas y después una mano le abofeteó la cara. Levantó una rodilla y casi le dio justo en la entrepierna.
—¡Para! —gritó Thomas—. ¿Qué te pasa?
Los gritos gorjearon hasta cesar, casi como si hubieran hundido a un chico en el agua. Pero las convulsiones no disminuyeron lo más mínimo.
Thomas puso el codo y el antebrazo en el pecho del clariano para sujetarlo y alzó la mano para agarrarle del pelo o de la cara. Pero, cuando sus manos se deslizaron por lo que estaba allí, la confusión le consumió.
No había cabeza. No había pelo ni cara. Ni siquiera cuello. Nada de lo que debería haber estado allí.
En su lugar, Thomas tocó una gran bola de frío metal, perfectamente lisa.
Los siguientes segundos fueron de lo más raros. En cuanto la mano de Thomas entró en contacto con la extraña bola de metal, el chico dejó de moverse. Los brazos y las piernas se le calmaron y la rigidez de su torso en movimiento desapareció en un instante. Thomas notó mojada la dura esfera, que rezumaba por donde debería haber estado el cuello del muchacho. Sabía que era sangre; percibía su olor cobrizo.
Entonces la bola se le resbaló de los dedos y salió rodando, emitiendo un sonido hueco y chirriante hasta que chocó con la pared más cercana y se detuvo. El chico que tenía debajo no se movió ni emitió ningún sonido. Los demás clarianos continuaron gritando preguntas en la oscuridad, pero Thomas los ignoró.
El terror inundó su pecho mientras se imaginaba al chico, el aspecto que debía de tener. Nada tenía sentido, pero era evidente que el joven estaba muerto, le habían cortado la cabeza de algún modo. O… ¿se había convertido en metal? ¿Qué demonios había ocurrido? A Thomas le dio vueltas la cabeza y tardó unos instantes en darse cuenta de que un fluido caliente brotaba de la mano que había presionado contra el suelo cuando la bola se escapó de sus dedos. Se asustó.
Se apartó enseguida del cuerpo, se limpió la mano en los pantalones y gritó, pero no fue capaz de formar palabras. Un par de clarianos le agarró por detrás para ayudarle a ponerse de pie. Los apartó y se dio contra la pared. Alguien le cogió del hombro de la camisa y tiró de él para acercárselo.
—¡Thomas! —gritó Minho—. ¡Thomas! ¿Qué ha pasado?
Thomas intentó calmarse para afrontar la situación. El estómago se le revolvió y su pecho se tensó.
—No… no sé. ¿Quién era? ¿Quién estaba ahí abajo gritando?
Winston contestó con una voz temblorosa:
—Creo que era Frankie. Estaba justo a mi lado, haciendo bromas, y luego fue como si algo tirase de él. Sí, era él. Estoy segurísimo.
—¿Qué ha pasado? —repitió Minho.
Thomas se percató de que aún estaba limpiándose las manos en los pantalones.
—Mira —dijo antes de respirar hondo. Hacer todo aquello en la oscuridad era exasperante—, le oí gritar y corrí hasta aquí para ayudarle. Salté sobre él, traté de sujetarle los brazos y averiguar lo que sucedía. Entonces busqué con las manos su cabeza para agarrarle de las mejillas (ni si quiera sé por qué) y lo único que noté fue…
No podía decirlo. Nada podía ser más absurdo que la verdad.
—¿Qué? —gritó Minho.
Thomas rezongó y después lo dijo:
—Su cabeza no era su cabeza. Era como una… una gran… bola de metal. No lo sé, macho, pero eso fue lo que noté. Como si su fuca cabeza hubiera sido absorbida por… ¡por una gran bola de metal!
—¿De qué estás hablando? —preguntó Minho.
Thomas no sabía cómo podría convencerle a él o a cualquier otro.
—¿No la oíste rodar justo cuando dejó de gritar? Sé que…
—¡Está aquí! —exclamó alguien. Newt. Thomas volvió a oír un fuerte chirrido y luego a Newt, que resoplaba por el esfuerzo—. La he oído rodar por ahí. Y está toda mojada y pegajosa… parece sangre.
—¡Qué clonc! —medio susurró Minho—. ¿Cómo es de grande?
Los demás clarianos se unieron con un coro de preguntas.
—¡Que todo el mundo se calle! —gritó Newt. Cuando se quedaron en silencio, dijo—: No lo sé —Thomas oyó que cogía la bola con cuidado para palparla—. Es más grande que una puñetera cabeza, eso seguro. Es totalmente redonda, una esfera perfecta.
Thomas estaba desconcertado, indignado, pero en lo que único que podía pensar era en salir de aquel sitio. De aquella oscuridad.
—Tenemos que correr —dijo—. Tenemos que marcharnos. Ya.
—Quizá deberíamos retroceder —Thomas no reconoció la voz—. Sea lo que sea esa cosa redonda, le ha cortado la cabeza a Frankie, tal y como nos advirtió el pingajo anciano.
—Ni hablar —respondió Minho, enfadado—. Ni hablar. Thomas tiene razón. Basta de distracciones. Separaos unos centímetros los unos de los otros y echad a correr. Agachaos y, si algo se acerca a vuestras cabezas, quitaos de encima esa mierda.
Nadie se opuso. Thomas enseguida encontró su agua y su comida; entonces una comunicación tácita invadió al grupo y empezaron a correr lo bastante separados para no tropezar unos con otros. Thomas ya no estaba atrás del todo, no quería perder tiempo en volver a su sitio. Corrió, corrió tan rápido como no recordaba haberlo hecho en el Laberinto.
Olía a sudor. Respiró polvo y aire caliente. Sus manos se humedecieron; estaban cada vez más pegajosas por la sangre. La oscuridad era total.
Corrió y no se detuvo.
• • •
Una bola mortal alcanzó a otro más. Esta vez ocurrió cerca de donde estaba Thomas; le pasó a un chico con el que nunca había cruzado una palabra. Thomas oyó el sonido del metal deslizándose por el metal y un par de clics. Después, los gritos ahogaron el resto.
Nadie se detuvo. Algo terrible, quizás. Probablemente. Pero nadie se detuvo.
Cuando los gritos por fin cesaron con un gorjeo, Thomas oyó un fuerte ruido hueco al caer la bola de metal al suelo. La oyó rodar, repiquetear contra la pared y rodar un poco más.
Continuó corriendo. No disminuyó la velocidad.
Su corazón latía con fuerza; el pecho le dolía de las respiraciones profundas e irregulares mientras engullía desesperado el aire polvoriento. Perdió la noción del tiempo, no tenía ni idea de lo lejos que habían llegado. Pero cuando Minho les dijo a todos que se pararan, el alivio fue casi abrumador. El agotamiento había vencido al terror por lo que había matado a dos chicos.
Los sonidos de los jadeos inundaban el pequeño espacio y olía a mal aliento. Fritanga fue el primero en recuperarse lo suficiente para hablar: