Las palabras y las cosas (44 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Ahora este espacio se disocia y queda como abierto en su espesor. En lugar de un campo unitario de visibilidad y de orden, cuyos elementos tienen un valor distintivo unos en relación con los otros, se tiene una serie de oposiciones, cuyos dos términos no tienen el mismo nivel: de un lado están los órganos secundarios, que son visibles en la superficie del cuerpo y se dan sin intervención a la percepción inmediata, y los órganos primarios que son esenciales, centrales, ocultos y a los que sólo puede llegarse por la disección, es decir, borrando materialmente la envoltura coloreada de los órganos secundarios. Existe, más profundamente también, la oposición entre los órganos en general que son espaciales, sólidos, directa o indirectamente visibles, y las funciones que no se ofrecen a la percepción, sino que prescriben, como por debajo de ella, la disposición de lo que se percibe. Existe, en último término, la oposición entre las identidades y las diferencias: no son ya de la misma vena, ya no se establecen unas en relación con las otras sobre un plan homogéneo; sino que las diferencias proliferan en la superficie, mientras que en la profundidad se borran, se confunden, se anudan unas a otras y se acercan a la unidad focal, grande, misteriosa e invisible, de la que lo múltiple parece derivarse como por una dispersión incesante. La vida no es ya lo que puede distinguirse de manera más o menos segura de lo mecánico; es aquello en lo que se fundan todas las distinciones posibles entre los vivientes. Este paso de la noción taxinómica a la noción sintética de la vida se señala, en la cronología de las ideas y de las ciencias, por el resurgimiento, a principios del siglo XIX, de los temas vitalistas. Desde el punto de vista de la arqueología, lo que se instaura en ese momento son las condiciones de posibilidad de una
biología.

En todo caso, esta serie de oposiciones, al disociar el espacio de la historia natural, tuvo consecuencias de gran peso. Por lo que respecta a la práctica, aparecieron dos técnicas correlativas que se apoyan y se relacionan una a otra. La primera de ellas está constituida por la anatomía comparada: ésta hace surgir un espacio interior, limitado por un lado por la capa superficial de los tegumentos y de las conchas y, por el otro, por la casi invisibilidad de lo infinitamente pequeño. Pues la anatomía comparada no es la profundizatión puta y simple de las técnicas descriptivas que se usaban en la época clasica; no se contenta con tratar de ver por debajo, mejor y de más cerca; instaura un espacio que no es el de los caracteres visibles ni tampoco el de los elementos microscópicos.
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Allí, hace aparecer la disposición recíproca de los órganos, su correlación, la manera en que se descomponen, se espacializan, se ordenan unos a otros los momentos principales de una función. Y así, por oposición a la simple vista, que al recorrer los organismos íntegros ve desplegarse ante ella la abundancia de las diferencias, la anatomía, al cortar realmente los cuerpos, al fraccionarlos en partes distintas, al partirlos en el espacio, hace surgir las grandes semejanzas que habrían permanecido invisibles; reconstituye las unidades subyacentes a las grandes dispersiones visibles. La formación de vastas unidades taxinómicas (clases y órdenes) fue, durante los siglos XVII y XVIII, un problema de
recorte lingüístico
: había que encontrar un nombre general y fundado; ahora dispensa de una
desarticulación anatómica
; es necesario aislar el sistema funcional mayor; son las particiones reales de la anatomía las que permitirán anudar las grandes familias de lo vivo.

La segunda técnica descansa en la anatomía (pues es su resultado), pero se le opone (ya que permite prescindir de ella); consiste en establecer relaciones de indicación entre los elementos superficiales, visibles por lo tanto, y otros que están encubiertos en la profundidad del cuerpo. Pues, por la ley de solidaridad del organismo, puede saberse que tal órgano periférico y accesorio implica tal estructura en un órgano más esencial; así, es posible "establecer la correspondencia de las formas exteriores e interiores, que forman parte integrante, unas y otras, de la esencia del animal".
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Entre los insectos, por ejemplo, la disposición de las antenas no tiene un valor distintivo, porque no está correlacionada con ninguna de las grandes organizaciones internas; en cambio, la forma de la mandíbula inferior puede desempeñar un papel importante para distribuirlas de acuerdo con sus semejanzas y sus diferencias; pues está ligada a la aumentación, a la digestión y, por ello, a las funciones esenciales del animal: "los órganos de la masticación deberán estar relacionados con los de la alimentación y, en consecuencia, con todo el género de vida y, por ello, con toda la organización".
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A decir verdad, esta técnica de los indicios no va necesariamente de la periferia visible a las formas grises de la interioridad orgánica: puede establecer redes de necesidad que vayan de un punto cualquiera del cuerpo a otro cualquiera: de tal suerte que un solo elemento puede bastar, en ciertos casos, para sugerir la arquitectura general de un organismo; se podrá reconocer un animal entero "por un solo hueso, por una sola cara de un hueso: método que ha dado tan curiosos resultados con respecto a los animales fósiles".
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En tanto que, para el pensamiento del siglo XVIII, el fósil era una prefiguración de las formas actuales e indicaba así la gran continuidad del tiempo, de ahora en adelante será la indicación de la figura a la que realmente perteneció. La anatomía no sólo ha quebrado el espacio tabular y homogéneo de las identidades; ha roto la supuesta continuidad del tiempo.

Desde el punto de vista teórico, los análisis de Cuvier recomponen por completo el régimen de las continuidades y de las discontinuidades naturales. La anatomía comparada permite, en efecto, establecer dos formas de continuidad perfectamente distintas en el mundo vivo. La primera concierne a las grandes funciones que se encuentran en la mayor parte de las especies (la respiración, la digestión, la circulación, la reproducción, el movimiento…); establece en todo lo vivo una amplia semejanza que se puede distribuir de acuerdo con una escala de complejidad decreciente que va desde el hombre hasta el zoofito; en las especies superiores están presentes todas las funciones, después se las ve desaparecer unas tras otras y, por último, en el zoófito ya no hay "centro de circulación, ni nervios, ni centro de sensación; cada punto parece nutrirse por succión".
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Pero esta continuidad es débil, relativamente laxa y forma, por el número restringido de las funciones esenciales, un simple cuadro de presencias y de ausencias. La otra continuidad
es
mucho más cerrada: concierne a la mayor o menor perfección de los órganos. Pero a partir de allí sólo se pueden establecer series limitadas, continuidades regionales muy pronto interrumpidas y que, por lo demás, se embrollan unas a otras en direcciones diferentes; pues en las diversas especies "los órganos no siguen todos el mismo orden de degradación: éste alcanza su mayor grado de perfección en su especie; otro lo alcanza en una especie diferente".
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Se tiene, pues, lo que podría llamarse "microseries" limitadas y parciales, que se refieren menos a las especies que a tal o cual órgano; y en el otro extremo una "macroserie" discontinua, relajada y que se refiere menos a los organismos mismos que al gran registro fundamental de las funciones.

Entre estas dos continuidades, que no se superponen ni se ajustan, vemos repartirse grandes masas discontinuas. Obedecen a planes de organización diferentes, las mismas funciones se encuentran ordenadas de acuerdo con jerarquías variadas y realizadas por órganos de tipo diverso. Por ejemplo, es fácil encontrar en el pulpo "todas las funciones que se realizan en los peces y, sin embargo, no existe ninguna semejanza, ninguna analogía en la disposición".
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Es, pues, necesario analizar cada uno de estos grupos en sí mismo, considerar no el delgado hilo de las semejanzas que puede relacionarlo con otro, sino la fuerte cohesión que lo cierra en sí mismo; no se tratará de saber si los animales de sangre roja son de la misma línea que los animales de sangre blanca, sólo que con perfecciones complementarias; se establecerá que todo animal de sangre roja —y allí se destaca un plan autónomo— posee siempre una cabeza ósea, una columna vertebral, miembros (con excepción de las serpientes), arterías y venas, un hígado, un páncreas, un bazo y ríñones.
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Vertebrados e invertebrados forman dominios perfectamente aislados, entre los cuales no pueden encontrarse formas intermedias que aseguraran el paso en un sentido o en otro: "Sea cual fuere el arreglo que se dé a los animales con vértebras y a los que no las tienen, nunca se llegará a encontrar al final de una de estas grandes clases ni al principio de la otra dos animales que se asemejan lo bastante para servir de enlace entre ellas".
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Vemos, pues, que la teoría de las ramificaciones no añade un marco taxinómico complementario a las clasificaciones tradicionales; está ligada a la constitución de un nuevo espacio de las identidades y las diferencias. Espacio sin continuidad esencial, espacio que, por principio de juego, se da en la forma de partición. Espacio atravesado por líneas que algunas veces divergen y otras se cortan. Para dibujar su forma general, es necesario sustituir la imagen de la escala continua que fuera tradicional en el siglo XVIII, de Bonnet a Lamarck, por la de una irradiación o, más bien, de un conjunto de centros a partir de los cuales se despliega una multiplicidad de rayos; se podría así reponer cada ser "en esta red inmensa que constituye la naturaleza organizada… pero diez o veinte rayos no bastarían para expresar esas relaciones innumerables".
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Es, pues, toda la experiencia clásica de la diferencia la que oscila y con ella la relación del ser y de la naturaleza. En los siglos XVII y XVIII la función de la diferencia era unir las especies entre sí y llenar de este modo la distancia entre las extremidades del ser; desempeña un papel "catenario": era lo más limitada, lo mas pequeña posible; se alojaba en la cuadrícula más estrecha; era siempre divisible y hasta podía caer por debajo del umbral de la percepción. Por el contrario, a partir de Cuvier, se multiplica a sí misma, suma diversas formas, difusa y contenida a través del organismo, aislándolo de todos los demás de diversas maneras simultáneas; porque ya no se aloja en el intersticio de los seres para ligarlos entre sí; funciona en relación con el organismo, para que pueda "hacer un cuerpo" con él y mantenerse en vida; no llena ya las separaciones de los seres por medio de tenuidades sucesivas; lo ahueca profundizándose a sí misma, para definir en su aislamiento los grandes tipos de compatibilidad. La naturaleza del siglo XIX es discontinua en la medida misma en que es viviente.

Midamos la importancia del cambio; en la época clásica, los seres naturales formaban un conjunto continuo porque eran seres y no había razón alguna para la interrupción de su despliegue. No era posible representar lo que separaba al ser de sí mismo; el continuo de la representación (los signos y los caracteres) y el continuo de los seres (la proximidad extrema de las estructuras) eran, pues, correlativos. Es esta trama, ontológica y representativa a la vez, la que se desgarra definitivamente con Cuvier: los seres vivos, por vivir, no pueden formar ya un tejido de diferencias progresivas y graduadas; deben apretarse en torno a núcleos de coherencia perfectamente distintos unos de otros y que son como otros tantos planos diferentes para mantener la vida. El ser clásico no tenía defectos; la vida carecía de franja y no estaba degradada. El ser se derramaba en un inmenso cuadro: la vida aislada de las formas que se anudan en sí mismas. El ser se daba en el espacio siempre analizable de la representación; la vida se retira en el enigma de una fuerza inaccesible en su esencia, sólo apresable en los esfuerzos que hace por aquí y por allá a fin de manifestarse y mantenerse. En breve, todo a lo largo de la época clásica, la vida dependía de una ontología que concernía de la misma manera a todos los seres materiales, sometidos a la extensión, a la pesantez, al movimiento; en este sentido, todas las ciencias de la naturaleza y, en particular, la de lo vivo, tenían una profunda vocación mecanicista; a partir de Cuvier, lo vivo escapa, cuando menos en primera instancia, a las leyes generales del ser extenso; el ser biológico se regionaliza y se autonomiza; la vida es, en los confínes del ser, lo que le es exterior y que, sin embargo, se manifiesta en él. Y si se plantea la cuestión de sus relaciones con lo no vivo o la de sus determinaciones fisicoquímicas, no es siempre en la línea de un "mecanicismo" que se obstinara en sus modalidades clásicas, es, de manera completamente nueva, con el fin de articular una sobre otra las dos naturalezas.

Pero, dado que las discontinuidades deben ser explicadas por conservación de la vida y por sus condiciones, vemos esbozarse una continuidad imprevista —o, cuando menos, un juego de interacciones aún no analizadas— entre el organismo y lo que le permite vivir. Si los rumiantes se distinguen de los roedores por todo un sistema de diferencias macizas que no se trata de atenuar, se debe a que tienen otra dentadura, otro aparato digestivo, otra disposición de los dedos y de las uñas; se debe a que no pueden capturar el mismo alimento, a que no pueden tratarlo de la misma manera; se debe a que no tienen que digerir el mismo tipo de alimentos. Lo vivo no debe ser comprendido ya sólo como una cierta combinación de moléculas que llevan caracteres definidos; dibuja una organización que mantiene relaciones ininterrumpidas con los elementos exteriores que utiliza (por medio de la respiración, de la alimentación) para mantener o desarrollar su propia estructura. En tomo a lo vivo o, más bien, a través de él y por el filtro de su superficie, se efectúa una "circulación continua de afuera adentro, de adentro afuera, mantenida en forma constante y sin embargo fijada en ciertos límites. Así, los cuerpos vivos deben ser considerados como especies de centros a los que son llevadas sucesivamente las sustancias muertas para combinarse entre sí de diversas maneras".
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Lo vivo, por el juego y la soberanía de esta misma fuerza que lo mantiene en discontinuidad consigo mismo, se encuentra sometido a una relación continua con lo que lo rodea. Para que lo vivo pueda vivir, es necesario que haya numerosas organizaciones irreductibles unas a otras y, también, un movimiento ininterrumpido entre cada una y el aire que respira, el agua que bebe, el alimento que absorbe. Al romper la antigua continuidad clásica entre el ser y la naturaleza, la fuerza dividida de la vida va a hacer surgir formas dispersas, aunque ligadas todas ellas a las condiciones de existencia. En algunos años, entre el siglo XVIII y el XIX, la cultura europea modificó por completo la espacialización fundamental de lo vivo: para la experiencia clásica, lo vivo era una casilla o una serie de casillas en la
taxinomia
universal del ser; y si su localización geográfica desempeñaba un papel (como en Buffon) era para hacer aparecer las variaciones que ya eran posibles. A partir de Cuvier, lo vivo se envuelve en sí mismo, rompe sus vecindades taxinómicas, se arranca al vasto plan constrictor de las continuidades y se constituye un nuevo espacio: espacio doble a decir verdad —ya que es el espacio interior de las coherencias anatómicas y las compatibilidades fisiológicas, y el exterior de los elementos en los que reside para hacer de ellos su propio cuerpo. Pero estos dos espacios tienen un encargo unitario: no es ya el de las posibilidades del ser, sino el de las condiciones de vida. Todo el
apriori
histórico de una ciencia de los vivientes se encuentra así trastrocado y renovado. Vista en su profundidad arqueológica y no al nivel más manifiesto de los descubrimientos, de las discusiones, teorías u opciones filosóficas, la obra de Cuvier sobrepasa con mucho lo que habría de ser el porvenir de la biología. Con frecuencia se oponen las intuiciones "transformadoras" de Lamarck que parecen "prefigurar" lo que será el evolucionismo y el viejo fijismo, impregnado de prejuicios tradicionales y de postulados teológicos, en el que se obstinaba Cuvier. Y por medio de todo un juego de amalgamas, de metáforas, de analogías mal controladas, se dibuja el perfil de un pensamiento "reaccionario" que tiende con apasionamiento a la inmovilidad de las cosas para garantizar el orden precario del hombre; tal sería la filosofía de Cuvier, hombre de todos los poderes; frente a ella, se retraza el destino difícil de un pensamiento progresista que cree en la fuerza del movimiento, en la novedad incesante, en la vivacidad de las adaptaciones: allí estaría Lamarck, el revolucionario. Se da así, con el pretexto de hacer la historia de las ideas en un sentido rigurosamente histórico, un buen ejemplo de ingenuidad. Pues en la historicidad del saber lo que cuenta no son las opiniones, ni las semejanzas que a través del tiempo puedan establecerse entre ellas (en efecto, hay una semejanza entre Lamarck y un cierto evolucionismo, como entre éste y las ideas de Diderot, de Robinet o de Benoít de Maillet); lo importante, lo que permite articular la historia del pensamiento en sí misma son sus condiciones internas de posibilidad. Ahora bien, basta con intentar un análisis para darnos pronto cuenta de que Lamarck sólo pensaba las transformaciones de las especies a partir de la continuidad ontológica que era la misma de la historia natural de los clásicos. Suponía una gradación progresiva, un perfeccionamiento ininterrumpido, una gran capa incesante de seres que podrían formarse los unos a partir de los otros. Lo que posibilita el pensamiento de Lamarck no es la aprehensión lejana de un evolucionismo por venir, es la continuidad de los seres, tal como la descubrirían y la supondrían los "métodos naturales". Lamarck es contemporáneo de A. L. de Jussieu, no de Cuvier. Éste introdujo en la escala clásica de los seres una discontinuidad radical; y por este hecho mismo, hizo surgir nociones como las de incompatibilidad biológica, de relaciones con los elementos exteriores, de condiciones de existencia; hizo surgir también una cierta fuerza que debe de mantener la vida y una cierta amenaza que la condena a muerte; ahí se reúnen varias de las condiciones que hacen posible algo así como el pensamiento de la evolución. La discontinuidad de las formas vivas permitió concebir una gran deriva temporal que no autorizaba, a pesar de las analogías superficiales, la continuidad de las estructuras y de los caracteres. Se pudo sustituir la historia natural por una "historia" de la naturaleza gracias al discontinuo espacial, gracias a la ruptura del cuadro, gracias al fraccionamiento de esta capa en la que todos los seres naturales encontraban su lugar ordenadamente. Es verdad que, como vimos, el espacio clásico no excluía la posibilidad de un devenir, pero tal devenir no hacía otra cosa que asegurar un recorrido sobre el cuadro discretamente anterior de las variaciones posibles. La ruptura de este espacio permitió descubrir una historicidad propia de la vida: la de su mantenimiento en sus condiciones de existencia. El "fijismo" de Cuvier, como análisis de tal mantenimiento, fue la manera inicial de reflexionar sobre esta historicidad, en el momento en que afloraba, por vez primera, en el saber occidental.

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