Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Puede señalarse que los cuatro segmentos teóricos que acaban de ser analizados, por constituir sin duda alguna el suelo arqueológico de la filología, corresponden término por término y se oponen a Tos que permitieron definir la gramática general.
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Al remontarnos del último al primero de estos cuatro segmentos, vemos que la teoría del
parentesco
entre las lenguas (discontinuidad entre las grandes familias y analogías internas en el régimen de cambios) se enfrenta a la teoría de la
derivación
que suponía incesantes factores de usura y de mezcla, actuando de la misma manera sobre todas las lenguas, sean las que fueren, a partir de un principio externo y con efectos ilimitados. La teoría de la
radical
se opone a la de la
designación
: pues la radical es una individualidad lingüística aislable, interior con respecto a un grupo de lenguas y que sirve antes que nada de núcleo a las formas verbales; en tanto que la raíz, franqueando el lenguaje por el lado de la naturaleza y del grito, se agotaba hasta no ser más que una sonoridad indefinidamente transformable, cuya función era un primer recorte nominal de las cosas. El estudio de las
variaciones interiores
de la lengua se opone también a la teoría de la
articulación
representativa: ésta definía las palabras y las individualizaba unas frente a otras al relacionarlas con el contenido que podían significar; la articulación del lenguaje era el análisis visible de la representación; ahora las palabras se caracterizan primero por su morfología y el conjunto de las mutaciones que cada una de sus sonoridades puede sufrir eventualmente. Por último y sobre todo,
el análisis interior
de la lengua se enfrenta al primado que el pensamiento clásico acordó al verbo
ser
: éste reinaba en los límites del lenguaje, por ser a la vez el primer lazo de las palabras y porque detentaba el poder fundamental de la afirmación; marcaba el umbral del lenguaje, indicaba su especificidad y lo remitía, de una forma que no podía ser borrada, a las formas del pensamiento. El análisis independiente de las estructuras gramaticales, tal como se lo practica a partir del siglo XIX, aisla por el contrario el lenguaje, lo trata como una organización autónoma, rompe sus ligas con los juicios, la atribución y la afirmación. El paso ontológico que el verbo
ser
aseguraba entre el hablar y el pensar se ha roto; de golpe, el lenguaje adquiere un ser propio. Y es este ser el que detenta las leyes que lo rigen.
El orden clásico del lenguaje se ha cerrado ahora sobre sí mismo. Ha perdido su transparencia y su función mayor en el dominio del saber. En los siglos XVII y XVIII era el desarrollo inmediato y espontáneo de las representaciones; en él recibían éstas de inmediato sus primeros signos, donde recortaban y reagrupaban sus trazos comunes, donde instauraban las relaciones de identidad o de atribución; el lenguaje era un conocimiento y el conocimiento era, con pleno derecho, un discurso. Con respecto a todo conocimiento, se encontraba pues en una situación fundamental: sólo se podía conocer las cosas del mundo pasando por él. No porque formara parte del mundo en un enmarañamiento ontológico (como en el Renacimiento), sino porque era el primer esbozo de un orden en las representaciones del mundo; porque era la manera inicial, inevitable, de representar las representaciones. En él se formaba cualquier generalidad. El conocimiento clásico era profundamente nominalista. A partir del siglo XIX, el lenguaje se repliega sobre sí mismo, adquiere su espesor propio, despliega una historia, leyes y una objetividad que sólo a él le pertenecen. Se ha convertido en un objeto de conocimiento entre otros muchos: al lado de los seres vivos, al lado de las riquezas y del valor, al lado de la historia de los acontecimientos y de los hombres. Muestra, quizá, conceptos propios, pero los análisis que tratan de él están enraizados en el mismo nivel de todos aquellos que conciernen a los conocimientos empíricos. Este alzamiento que permite a la
gramática general
ser al mismo tiempo Lógica y entrecruzarse con ella, queda ahora nivelado. Conocer el lenguaje no es ya acercarse lo más posible al conocimiento mismo, es sólo aplicar los métodos del saber en general a un dominio particular de la objetividad.
Este nivelamiento del lenguaje que lo devuelve al
status
puro de objeto se encuentra compensado, sin embargo, de tres maneras. Primero, por el hecho de que es una mediación necesaria para todo conocimiento científico que quiere manifestarse como discurso. Fue en vano que se le dispusiera, desplegara y analizara bajo la mirada de la ciencia, siempre resurgió del lado del sujeto cognoscente —puesto que se trata, para él, de enunciar lo que sabe. De allí, dos preocupaciones que fueron constantes en el siglo XIX. Una consiste en querer neutralizar y como pulir el lenguaje científico, a tal punto que, despojado de toda singularidad propia, purificado de sus accidentes y de sus impropiedades —como si no pertenecieran a su esencia—, pudiera convertirse en el reflejo exacto, el doble meticuloso, el espejo límpido de un conocimiento que no es verbal. Es el sueño positivista de un lenguaje que sería mantenido al ras de lo que se sabe: un lenguaje-cuadro, como aquel que sin duda soñaba Cuvier, cuando propuso a la ciencia el proyecto de ser una "copia" de la naturaleza; frente a las cosas, el discurso científico sería el "cuadro"; pero cuadro tiene aquí un sentido fundamentalmente diferente al que tenía en el siglo XVIII; entonces se trataba de repartir la naturaleza en un cuadro constante de identidades y de diferencias, para el cual el lenguaje proporcionaba una
reja
primera, aproximativa y rectificable; ahora el lenguaje es un cuadro, pero en el sentido de que, separado de esa intrincación que le da un papel inmediatamente clasificador, se mantiene a una cierta distancia de la naturaleza para encantarla por su propia docilidad y recoger finalmente su retrato fiel.
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La otra preocupación —enteramente diferente de la primera, si bien le es correlativa— consistió en buscar una lógica independiente de las gramáticas, de los vocabularios, de las formas sintéticas, de las palabras: una lógica que pudiera sacar a luz y utilizar las implicaciones universales del pensamiento manteniéndolas al abrigo de las singularidades de un lenguaje constituido que podría enmascararlas. Era necesario que naciera una lógica simbólica, con Boole, en la época misma en que los lenguajes se convertían en objetos de la filología: a pesar de las semejanzas superficiales y de algunas analogías técnicas, no se trataba de constituir un lenguaje universal como en la época clásica, sino de representar las formas y los encadenamientos del pensamiento fuera de todo lenguaje; dado que éste se convertía en objeto de las ciencias, era necesario inventar una lengua que fuera más bien simbolismo que lenguaje y que, por ello mismo, fuera transparente al pensamiento en el movimiento mismo que le permite conocer. Se podría decir que en un sentido el
álgebra lógica
y las
lenguas indoeuropeas
son dos productos de la disociación de la
gramática general
: éstas muestran el deslizamiento del lenguaje por el lado del objeto conocido, aquélla, el movimiento que lo hace oscilar del lado del acto cognoscitivo, al despojarlo, pues, de toda forma ya constituida. Pero sería insuficiente el enunciar el hecho bajo esta forma puramente negativa: en el nivel arqueológico, las condiciones de posibilidad de una lógica no verbal y la de una gramática histórica son las mismas. Su suelo de positividad es idéntico.
La segunda compensación al nivelamiento del lenguaje es el valor crítico que se ha prestado a su estudio. Convertido en realidad histórica espesa y consistente, el lenguaje forma el lugar de las tradiciones, de las costumbres mudas del pensamiento, del espíritu oscuro de los pueblos; acumula una memoria fatal que ni siquiera se conoce como memoria. Los hombres que creen, al expresar sus pensamientos en palabras de las que no son dueños, alojándolos en formas verbales cuyas dimensiones históricas se les escapan, que su proposito les obedece, no saben que se someten a sus exigencias. Las disposiciones gramaticales de una lengua son el
apriori
de lo que puede enunciarse en ella. La verdad del discurso está atrapada por la filología. De allí, esta necesidad de remontar las opiniones, las filosofías y, quizá, aun las ciencias, hasta las palabras que las han hecho posibles y, por ello, hasta un pensamiento cuya vivacidad no estaría apresada aún por la red de las gramáticas. Se comprende así también la renovación, muy marcada en el siglo XIX, de todas las técnicas de la exégesis. Esta reaparición se debe al hecho de que el lenguaje ha retomado la densidad enigmática que fue suya durante el Renacimiento. Pero ahora no se tratará de reencontrar una palabra primera que se hubiera escapado, sino de inquietar las palabras que decimos, de denunciar el pliegue gramatical de nuestras ideas, de disipar los mitos que animan nuestras palabras, de volver a hacer brillante y audible la parte de silencio que todo discurso lleva consigo al enunciarse. El primer libro de El
capital
es una "exégesis" del valor; todo Nietzsche, una exégesis de algunas palabras griegas; Freud, la exégesis de todas esas frases mudas que sostienen y cruzan a la vez nuestro discurso evidente, nuestros fantasmas, nuestros sueños, nuestro cuerpo. La filología como análisis de lo que se dice en la profundidad del discurso se ha convertido en la forma moderna de la crítica. Allí donde, a fines del siglo XVIII, se trataba de fijar los límites del conocimiento, se tratará ahora de devolver las palabras al lado de todo aquello que se dice a través de ellas y a pesar de ellas. Dios es quizá menos un más allá del saber que un cierto más acá de nuestras frases; y si el hombre occidental es inseparable de él, no es por una propensión invencible a traspasar las fronteras de la experiencia, sino porque su lenguaje lo fomenta sin cesar en la sombra de sus leyes: "Temo que no nos desembarazaremos de Dios nunca, pues aún creemos en la gramática".
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La interpretación, en el siglo XVI, iba del mundo (cosas y textos a la vez) a la Palabra divina que se descifraba en él; la nuestra, en todo caso la que se formó en el siglo XIX, va de los hombres, de Dios, de los conocimientos o de las quimeras a las palabras que los hacen posibles; y lo que descubre no es la soberanía de un discurso primero, es el hecho de que nosotros estamos, antes aun de la menor palabra nuestra, dominados y transidos ya por el lenguaje. Extraño comentario aquel al que se consagra la critica moderna: pues no va de la comprobación de que hay un lenguaje al descubrimiento de lo que quiere decir, sino del despliegue del discurso manifiesto a la puesta al día del lenguaje en su ser en bruto.
Los métodos de interpretación se enfrentan, pues, en el pensamiento moderno, a las técnicas de formalización: los primeros con la pretensión de hacer hablar al lenguaje por debajo de él mismo y lo más cerca posible de lo que se dice en él, sin él; las segundas, con la pretensión de controlar todo lenguaje eventual y de dominarlo por la ley de lo que es posible decir. Interpretar y formalizar se han convertido en las dos grandes formas de análisis de nuestra época: a decir verdad, no conocemos otras. Pero ¿conocemos las relaciones de la exégesis y de la fonalización, somos capaces de controlarlas y de dominarlas? Pues si la exégesis nos lleva menos a un discurso primero que a la existencia desnuda de algo así como un lenguaje, ¿no va a quedar acaso constreñida a decir solamente las formas puras del lenguaje antes aun de que haya tomado un sentido? Pero para formalizar lo que se supone que es un lenguaje, ¿acaso no es necesario haber practicado un mínimo de exégesis e interpretado cuando menos todas estas figuras mudas como queriendo decir alguna cosa? La separación entre la interpretación y la fonnalización, la verdad es que nos presiona actualmente y nos domina. Pero no es tan rigurosa, la horquilla que dibuja no se hunde demasiado lejos en nuestra cultura, sus dos brazos son demasiado contemporáneos para que podamos decir solamente que prescribe una elección simple o que nos invita a optar entre el pasado que creía en el sentido y el presente (el futuro) que ha descubierto el significante. Se trata, de hecho, de dos técnicas correlativas cuyo suelo común de posibilidad está formado por el ser del lenguaje, tal como se constituyó en el umbral de la época moderna. La elevación crítica del lenguaje, que compensaba su nivelación en el objeto, implicaba que éste fuera cercado a la vez por un acto de conocimiento puro de toda palabra y de aquello que no se conoce en ninguno de nuestros discursos. Era necesario o hacerlo transparente a las formas del conocimiento o hundirlo en los contenidos del inconsciente. Lo que explica muy bien el doble camino del siglo XIX hacia el formalismo del pensamiento y hacia el descubrimiento del inconsciente —hacia Russell y hacia Freud. Y lo que explica también las tentaciones de doblar una hacia otra a las dos direcciones y por entrecruzarlas: tentativa de poner al día, por ejemplo, las formas puras que se imponen, antes de todo contenido, a nuestro inconsciente; o aun esfuerzo por hacer llegar hasta nuestro discurso el suelo de la experiencia, el sentido de ser, el horizonte vivido de todos nuestros conocimientos. El estructuralismo y la fenomenología encuentran aquí, con su disposición propia, el espacio general que define su
lugar común.
Por último, la compensación final a la nivelación del lenguaje, la más importante, la más desatendida también, es la aparición de la literatura. De la literatura como tal, pues desde Dante, desde Hornero, había existido en el mundo occidental una forma de lenguaje que ahora llamamos "literatura". Pero la palabra es de fecha reciente, como también es reciente en nuestra cultura el aislamiento de un lenguaje particular cuya modalidad propia es ser 'literario". A principios del siglo XIX, en la época en la que el lenguaje se hundía en su espesor de objeto y se dejaba, de un cabo a otro, atravesar por un saber, se reconstituyó por lo demás, bajo una forma independiente, de difícil acceso, replegada sobre el enigma de su nacimiento y referida por completo al acto puro de escribir. La literatura es la impugnación de la filología (de la cual es, sin embargo, la figura gemela): remite el lenguaje de la gramática al poder desnudo de hablar y ahí encuentra el ser salvaje e imperioso de las palabras. Desde la rebelión romántica contra un discurso inmovilizado en su ceremonia, hasta el descubrimiento de Mallarmé de la palabra en su poder impotente, puede verse muy bien cuál fue la función de la literatura, en el siglo XIX, en relación con el modo de ser moderno del lenguaje. Sobre el fondo de este juego esencial, el resto es efecto: la literatura se distingue cada vez más del discurso de ideas y se encierra en una intransitividad radical; se separa de todos los valores que pudieron hacerla circular en la época clásica (el gusto, el placer, lo natural, lo verdadero) y hace nacer en su propio espacio todo aquello que puede asegurarle la denegación lúdica (lo escandaloso, lo feo, lo imposible); rompe con toda definición de "géneros" como formas ajustadas a un orden de representaciones y se convierte en pura y simple manifestación de un lenguaje que no tiene otra ley que afirmar —en contra de los otros discursos— su existencia escarpada; ahora no tiene otra cosa que hacer que recurvarse en un perpetuo regreso sobre sí misma, como si su discurso no pudiera tener como contenido más que decir su propia forma: se dirige a sí misma como subjetividad escribiente donde trata de recoger, en el movimiento que la hace nacer, la esencia de toda literatura; y así todos sus hilos convergen hacia el extremo más fino —particular, instantáneo y, sin embargo, absolutamente universal—, hacia el simple acto de escribir. En el momento en el que el lenguaje, como palabra esparcida, se convierte en objeto de conocimiento, he aquí que reaparece bajo una modalidad estrictamente opuesta: silenciosa, cauta deposición de la palabra sobre la blancura de un papel en el que no puede tener ni sonoridad ni interlocutor, donde no hay otra cosa qué decir que no sea ella misma, no hay otra cosa qué hacer que centellear en el fulgor de su ser.