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Authors: Michel Foucault
Ahora puede desplegarse el lenguaje según su genealogía. Es esto lo que De Brosses quería exponer en un espacio de filiaciones continuas al que llamaba el "Arqueólogo universal".
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En lo alto de este espacio se escribirían las raíces —muy poco numerosas— que utilizan las lenguas de Europa y del Oriente; debajo de cada una de ellas se colocarían palabras más complicadas derivadas de ellas, pero poniendo cuidado en colocar primero las más próximas y en seguir un orden lo bastante cerrado para que haya entre las palabras sucesivas la menor distancia posible. Se constituirían así series perfectas y exhaustivas, cadenas absolutamente continuas en las que las rupturas, en caso de existir, indicarían incidentalmente el lugar de una palabra, de un dialecto o de una lengua hoy en día desaparecida.
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Una vez constituida esta gran capa, se tendría un espacio de dos dimensiones que se podría recorrer en abscisas o en ordenadas: en la vertical se tendría la filiación completa de cada raíz, en la horizontal, las palabras utilizadas por una lengua dada; mientras más se alejara uno de las raíces primitivas, más complicadas y, sin duda, más recientes serían las lenguas definidas por una línea transversal, pero al mismo tiempo las palabras tendrían más eficacia y finura para el análisis de las representaciones. Así, en el espacio histórico y el cuadriculado del pensamiento se superpondrían con toda exactitud.
Esta búsqueda de las raíces bien puede aparecer como una vuelta a la historia y a la teoría de las lenguas madre que el clasicismo pareció dejar en suspenso durante un instante. En realidad, el análisis de las raíces no vuelve a colocar el lenguaje en una historia que sería como su medio de nacimiento y de transformación. Hace más bien de la historia el recorrido, por etapas sucesivas, del corte simultáneo de la representación y de las palabras. En la época clásica, el lenguaje no es fragmento de historia que autorice, en tal o cual momento, un modo definido de pensamiento y de reflexión; es un espacio de análisis sobre el cual desarrollan su recorrido el tiempo y el saber de los hombres. Y se encontrará muy fácilmente la prueba de que el lenguaje no se convirtió —o reconvirtió— por medio de la teoría de las raíces en un ser histórico, en la manera en que, durante el siglo xviii, se investigaron las etimologías. El hilo conductor no era el estudio de las transformaciones materiales de la palabra, sino la constancia de las significaciones.
Esta investigación tenía dos aspectos: definición de la raíz, aislamiento de las desinencias y de los prefijos. Definir la raíz es hacer una etimología. Arte que tiene sus reglas codificadas;
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es necesario despojar a la palabra de todos los rasgos que hayan podido depositar en ella las combinaciones y las flexiones; llegar a un elemento monosilábico; seguir este elemento en todo el pasado de la lengua, a través de las antiguas "cartas y glosarios"; remontarse a otras lenguas más primitivas. Y todo a lo largo de esta hilera hay que admitir que el monosílabo se transforma: todas las vocales pueden sustituirse unas a otras en la historia de una raíz, pues las vocales son la voz misma, que no tiene discontinuidad ni ruptura; en cambio, las consonantes se modifican de acuerdo con vías privilegiadas: guturales, linguales, palatales, dentales, labiales, nasales, forman familias de consonantes homofónicas en el interior de las cuales se efectúan, de preferencia pero sin ninguna obligación, los cambios de pronuncia- ción.
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La única constante imborrable que asegura la continuidad de la raíz a lo largo de su historia es la unidad de sentido: el terreno representativo que persiste indefinidamente. Porque "nada puede quizá limitar las inducciones y todo puede servir de fundamento, desde la semejanza total hasta las más ligeras semejanzas": el sentido de las palabras es "la luz más segura que pueda consultarse".
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¿A qué se debe que las palabras que, en su esencia primera, son nombres y designaciones y que se articulan de acuerdo con el análisis de la representación misma, puedan alejarse irresistiblemente de su significación original, adquirir un sentido cercano, más amplio o más limitado? ¿Cambiar no sólo de forma, sino también de extensión? ¿Adquirir nuevas sonoridades y también nuevos contenidos, tanto que de un equipo probablemente idéntico de raíces, las diversas lenguas han formado sonoridades diferentes y además palabras cuyo sentido no se recupera ya?
Las modificaciones de forma carecen de regla, son más o menos indefinidas y jamás estables. Todas sus causas son externas: facilidad de pronunciación, modos, costumbres, clima —el frío favorece "el silbido labial", el calor "las aspiraciones guturales".
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En cambio, las alteraciones de sentido, dado que están limitadas al grado de permitir una ciencia etimológica si no absolutamente cierta, cuando menos "probable",
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obedecen a principios asignables. Estos principios, que fomentan la historia interna de las lenguas, son todos de orden especial. Los unos conciernen a la semejanza visible o la vecindad de las cosas entre sí; los otros conciernen al lazo con el que se unen el lenguaje y la forma según la cual se conserva. Las figuras y la escritura.
Se conocen dos grandes tipos de escritura: la que retraza el sentido de las palabras y la que analiza y restituye los sonidos. Entre ambas hay una partición rigurosa, ya sea que se admita que la segunda ha tomado, entre ciertos pueblos, la primacía sobre la primera a continuación de un verdadero "golpe genial",
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ya sea que se admita que si bien son diferentes una de la otra, aparecieron casi simultáneamente, la primera entre los pueblos dibujantes y la segunda entre los pueblos cantores.
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Representar gráficamente el sentido de las palabras es, en su origen, dibujar con exactitud la cosa que designa: a decir verdad, apenas es una escritura, cuando más una reproducción pictórica gracias a la cual sólo se pueden transcribir los relatos más concretos. Según Warburton, los mexicanos apenas conocían este procedimiento.
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La verdadera escritura comienza cuando se trata de representar no la cosa misma, sino uno de los elementos que la constituyen, una de las circunstancias que la señalan o cualquier otra cosa a la que se asemeje. De allí que haya tres técnicas: la escritura curiológica de los egipcios, la más basta, que utiliza "la circunstancia principal de un tema para dar cuenta de todo" (un arco por una batalla, una escala por el sitio de una ciudad); después los jeroglíficos "trópicos" un poco más perfeccionados, que utilizan una circunstancia notable (dado que Dios es omnipotente, lo sabe todo y puede vigilar a los hombres, se le representará por medio de un ojo); por último, la escritura simbólica que se sirve de semejanzas más o menos escondidas (el sol que se levanta es figurado por la cabeza de un cocodrilo cuyos redondos ojos afloran justo en la superficie del agua).
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Se reconocen allí las tres grandes figuras de la retórica: sinécdoque, metonimia y catacresis. Y siguiendo la nervatura que prescriben, han podido evolucionar esos lenguajes duplicados por una escritura simbólica. Poco a poco van cargándose de poderes poéticos; las primeras denominaciones se convierten en el punto de partida de largas metáforas: éstas se complican progresivamente y muy pronto están tan lejos de su punto de origen que éste se hace muy difícil de volver a encontrar. Así nacen las supersticiones que hacen creer que el sol es un cocodrilo o Dios un ojo enorme que vigila el mundo; así nacen también los saberes esotéricos entre quienes (los sacerdotes) se trasmiten de generación en generación las metáforas; así nacen las alegorías del discurso (tan frecuentes en las literaturas más antiguas) y también esta ilusión de que el saber consiste en conocer las semejanzas.
Sin embargo, la historia del lenguaje dotado de una escritura figurada se detiene pronto. Pues apenas le es posible lograr progresos. Los signos no se multiplican con el análisis meticuloso de las representaciones, sino con las analogías más lejanas: de suerte que la imaginación de los pueblos es la que resulta favorecida y no su reflexión. La credulidad y no la ciencia. Además, el conocimiento necesita dos aprendizajes: primero el de las palabras (como en el caso de todos los lenguajes), después el de las siglas que no tienen relación con la pronunciación de las palabras; una vida humana no resulta demasiado larga para esta doble educación; y si se ha tenido, por añadidura, el ocio para hacer un descubrimiento, no se dispone de signos para trasmitirlo. A la inversa, un signo trasmitido, dado que no tiene una relación intrínseca con la palabra que figura, permanece siempre dudoso: de una a otra época nunca se puede estar seguro de que el mismo sonido habite en la misma figura. Así, pues, las novedades son imposibles y las tradiciones están comprometidas. Tanto que el único cuidado de los sabios es guardar "un respeto supersticioso" por las luces recibidas de los antepasados y por las instituciones que guardan la herencia: "piensan que todo cambio en las costumbres se refleja en la lengua y que todo cambio en la lengua confunde y aniquila toda su ciencia".
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Cuando un pueblo no
posee
más que una escritura figurada, su política debe excluir la historia o, cuando menos, cualquier historia que no sea pura y simple conservación. Allí, en esa relación del espacio con el lenguaje, se sitúa, según Volney,
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la diferencia esencial entre Oriente y Occidente. Es como si la disposición espacial del lenguaje prescribiera la ley del tiempo; como si su lenguaje no llegara a los hombres a través de la historia, sino que, a la inversa, no llegaran a la historia más que a través del sistema de sus signos. En este nudo de la representación, de las palabras y del espacio (las palabras representan el espacio de la representación y se representan, a su vez, en el tiempo) se forma, silenciosamente, el destino de los pueblos.
En efecto, con la escritura alfabética la historia de los hombres cambia por completo. Transcriben en el espacio ya no sus ideas, sino los sonidos y de éstos extraen los elementos comunes para formar un pequeño número de signos únicos, cuya combinación permitirá formar todas las sílabas y todas las palabras posibles. En tanto que la escritura simbólica, al querer espacializar las representaciones mismas, sigue la confusa ley de las similitudes y hace que el lenguaje se deslice fuera de las formas del pensamiento reflexivo, la escritura alfabética, al renunciar a dibujar la representación, traspone en el análisis de los sonidos las reglas válidas para la razón misma. Tanto que si bien las letras no pueden representar las ideas se combinan entre sí como las ideas y éstas se atan y desatan como las letras del alfabeto.
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La ruptura del paralelismo exacto entre representación y grafismo permite alojar la totalidad del lenguaje, aun el escrito, en el dominio general del análisis y de apoyar uno en otro el progreso de la escritura y el del pensamiento.
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Los mismos signos gráficos podrán descomponer todas las palabras nuevas y trasmitir, sin temor a olvido, cada descubrimiento, desde que se haga; un mismo alfabeto servirá para transcribir diferentes lenguas y hacer pasar así las ideas de un pueblo a otro. El aprendizaje de este alfabeto resulta muy fácil a causa del pequeño número de sus elementos y así cada uno podrá consagrar a la reflexión y al análisis de las ideas el tiempo que los otros pueblos despilfarran en aprender las letras. De este modo, en el interior del lenguaje, más exactamente en este pliegue de las palabras en el que se reúnen el análisis y el espacio, nace la posibilidad primera, aunque indefinida, del progreso. En su raíz, el progreso, tal como fue definido en el siglo xviii, no es un movimiento interior de la historia, sino el resultado de una relación fundamental entre el espacio y el lenguaje: "los signos arbitrarios del lenguaje y de la escritura dan a los hombres el medio de asegurarse la posesión de sus ideas y de comunicarlas a los otros, lo mismo que una herencia siempre en aumento de los descubrimientos de cada siglo; y el género humano considerado según su origen se presenta a los ojos de un filósofo como un todo inmenso que, lo mismo que cada individuo, tiene su infancia y su progreso".
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El lenguaje da a la perpetua ruptura del tiempo la continuidad del espacio y, en la medida en que analiza, articula y recorta la representación, tiene el poder de ligar a través del tiempo el conocimiento de las cosas. Con el lenguaje, la monotonía confusa del espacio se fragmenta, en tanto que se unifica la diversidad de las sucesiones.
Queda, sin embargo, un último problema. Pues la escritura es el soporte y el guardián siempre alerta de estos análisis progresivamente más finos. No es su principio, ni su primer movimiento. Éste es un deslizamiento común de la atención, los signos y las palabras. En una representación, el espíritu puede vincularse y vincular un signo verbal a un elemento del que forma parte, a una circunstancia que lo acompaña, a otra cosa, ausente, que le es semejante y por ella le viene a la memoria.
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Así se ha desarrollado el lenguaje y, poco a poco, ha seguido su camino a partir de las primeras designaciones. En el origen, todo tenía un nombre —nombre propio o singular. Después el nombre se vinculó a un solo elemento de esta cosa y se aplicó a todos los otros individuos que también le contenían: ya no es ral encina la que se nombra
árbol
, sino todo aquello que tiene, cuando menos, tronco y ramas. El nombre se vinculó también a una circunstancia señalada: la
noche
designa no el fin de este día, sino el lapso de oscuridad que separa todas las puestas de sol de todas las auroras. Por último, se vinculó a las analogías: se llamó
hoja
a todo aquello que es pequeño y liso como una hoja de árbol.
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Él análisis progresivo y la articulación más adelantada del lenguaje que permiten dar un solo nombre a muchas cosas se hacen siguiendo el hilo de estas figuras fundamentales que la retórica conoce tan bien: sinécdoque, metonimia y catacresis (o metáfora, si la analogía es menos inmediatamente sensible). En efecto, no son el resultado de un refinamiento del estilo; por el contrario, traicionan la movilidad propia de todo lenguaje cuando es espontáneo: "se hacen más figuras en un día de mercado en la plaza que en muchos días de asambleas acadé- micas".
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Es muy probable que esta movilidad haya sido mucho mayor en su origen que ahora: en nuestros días, el análisis es tan fino, el cuadriculado tan cerrado, las relaciones de coordinación y de subordinación están tan bien establecidas, que las palabras apenas tienen ocasión de cambiar su lugar. Pero en los comienzos de la humanidad, cuando las palabras eran raras, cuando las representaciones eran aún confusas y mal analizadas, cuando las pasiones las modificaban o las fundamentaban, las palabras tenían una gran capacidad de desplazamiento. Hasta se puede decir que las palabras han sido figuradas antes de ser propias: es decir, que tenían apenas la categoría de nombres singulares cuando se extendieron ya sobre las representaciones por la fuerza de una retórica espontánea. Como dice Rousseau, se habló sin duda de gigantes antes de designar a los hombres.
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Primero se designó a los barcos por sus velas y el alma, la
psyche
, recibió primitivamente la figura de una mariposa.
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