Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Por lo que respecta a la segunda consecuencia, no menos decisiva, ésta concierne a la noción de escasez. Para el análisis clásico, la escasez se definía en relación con la necesidad: se admitía que la escasez se acentuaba o se desplazaba a medida que las necesidades aumentaban o tomaban nuevas formas; para quienes tienen hambre, escasez de trigo; pero para los ricos que frecuentan el gran mundo, escasez de brillantes. Los economistas del siglo XVIII —fuesen o no Fisiócratas— pensaban que esta escasez podía ser superada por la tierra o por el trabajo de la tierra, cuando menos en parte: pues la tierra tiene la maravillosa propiedad de poder cubrir necesidades mucho mayores que las de los hombres que la cultivan. En el pensamiento clásico, existe la escasez porque los hombres se representan objetos que no tienen; pero hay riqueza porque la tierra produce con cierta abundancia objetos que no son consumidos de inmediato y que pueden, por tanto, representar otros en los cambios y en la circulación. Ricardo invierte los términos de este análisis: la aparente generosidad de la tierra no se debe más que a su avaricia creciente; y lo primero no es la necesidad y la representación de la necesidad en el espíritu de los hombres, sino pura y simplemente una carencia originaria.
En efecto, el trabajo —es decir, la actividad económica— sólo apareció en la historia del mundo el día que los hombres fueron demasiado numerosos para poder alimentarse con los frutos espontáneos de la tierra. Al no tener con qué subsistir, algunos murieron y muchos otros hubieran muerto de no haberse puesto a trabajar la tierra. Y, a medida que la población se multiplicaba, nuevas franjas de bosque tuvieron que ser taladas, desbrozadas y cultivadas. En cada momento de su historia, la humanidad sólo trabaja bajo la amenaza de la muerte: toda población, en caso de no encontrar recursos nuevos, está destinada a extinguirse; y, a la inversa, a medida que los hombres se multiplican emprenden trabajos más numerosos, más lejanos, más difíciles, menos fecundos de inmediato. El desplome de la muerte se hizo más temible en la proporción en que las subsistencias necesarias se hicieron más inaccesibles; a la inversa, el trabajo debió de aumentar en intensidad y utilizar todos los medios para ser más prolífico. Así, pues, lo que hace posible, y necesaria, la economía es una situación perpetua y fundamental de escasez: frente a una naturaleza que, en sí misma, es inerte y, a no ser por una parte minúscula, estéril, el hombre arriesga su vida. La economía no encuentra ya su principio en los juegos de la representación, sino por el lado de esta región peligrosa en la que la vida se enfrenta a la muerte. Remite, pues, a ese orden de consideraciones muy ambiguas a las que puede darse el nombre de antropológicas: se relaciona en efecto con las propiedades biológicas de una especie humana, de la que Malthus mostró, por la misma época de Ricardo, que tiende siempre a crecer si no se pone un remedio o constricción; se relaciona también con la situación de estos seres vivos que se arriesgan a no encontrar en la naturaleza que los rodea con qué asegurar su existencia; señala, por último, en el trabajo, y en la duración misma de este trabajo, el único medio de negar la carencia fundamental y de triunfar por un instante sobre la muerte. La positividad de la economía se aloja en este hueco antropológico. El
homo oeconomicus
no es aquel que se representa sus propias necesidades y los objetos capaces de satisfacerlas; es el que pasa, usa y pierde su vida tratando de escapar a la inminencia de la muerte. Es un ser finito: y así como a partir de Kant la cuestión de la finitud se hizo más fundamental que el análisis de las representaciones (éste sólo podía ser derivado en relación a aquélla), a partir de Ricardo, la economía descansa, de manera más o menos explícita, en una antropología que tiende a señalar formas concretas a la finitud. La economía del siglo XVIII estaba relacionada con una
mathesis
como ciencia general de todos los órdenes posibles; la del siglo XIX se remite a una antropología como discurso sobre la finitud natural del hombre. Por este hecho mismo, la necesidad, el deseo se retiran hacia la esfera subjetiva —hacia esa región que, por esa misma época, está en vías de convertirse en el objeto de la psicología. Precisamente allí irán los marginalistas a buscar, en la segunda mitad del siglo XIX, la noción de utilidad. Se creerá entonces que Condillac, Graslin o Fortbonnais eran "ya" "psicologistas", dado que analizaron el valor a partir de la necesidad; y se creerá asimismo que los Fisiócratas fueron los antepasados más remotos de una economía que, desde Ricardo, analiza el valor a partir de los costos de producción. De hecho, lo que sucede es que se ha salido de la configuración que hacía simultáneamente posibles a Quesnay y a Condillac; se ha escapado al reino de esta
episteme
que fundaba el conocimiento sobre el orden de las representaciones; y se ha entrado en una disposición epistemológica distinta, la que distingue —no sin referirlas una a otra— entre una psicología de las necesidades representadas y una antropología de la finitud natural.
Finalmente, la última consecuencia concierne a la evolución de la economía. Ricardo muestra que no hay que interpretar como fecundidad de la naturaleza lo que señala, y de manera cada vez más insistente, su avaricia esencial. La renta de la tierra en la que todos los economistas —hasta Adam Smith mismo—
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veían el signo de una fecundidad propia de la tierra, no existe sino en la medida exacta en la que el trabajo agrícola se va haciendo más y más duro, menos y menos "redituable". A medida que se ve uno constreñido por el crecimiento ininterrumpido de la población a desbrozar tierras menos fecundas, la cosecha de estas nuevas unidades de trigo exige más trabajo: sea que las labores deban ser más profundas, sea que la superficie sembrada deba ser mayor, sea que haga falta más abono; el costo de la producción es, pues, mucho más elevado con respecto a estas últimas cosechas que con respecto a las primeras que se obtuvieron originalmente en tierras ricas y fecundas. Ahora bien, estos bienes, tan difíciles de obtener, no son menos indispensables que los otros, a menos que se quiera que una cierta parte de la humanidad muera de hambre. Es, pues, el costo de producción del trigo en las tierras más estériles el que determinará el precio del trigo en general, aun si ha sido obtenido con dos o tres veces menos trabajo. De allí surge un beneficio mayor para las tierras de fácil cultivo, que permite a sus propietarios alquilarlas descontando un fuerte arriendo. En efecto, la renta de la tierra es el resultado no de una naturaleza prolífica, sino de una tierra avara. Ahora bien, esta avaricia no deja de volverse cada día más perceptible: en efecto, la población se desarrolla; se empiezan a trabajar tierras más y más pobres; los costos de producción aumentan, los precios agrícolas aumentan y, con ellos, la renta de la tierra. Bajo esta presión, es posible —necesario— que el salario nominal de los obreros empiece también a subir, a fin de cubrir los gastos mínimos de subsistencia; pero, por esta misma razón, el salario real no podrá elevarse prácticamente por encima de lo indispensable para que el obrero se vista, se aloje, se alimente. Y, por último, el beneficio de los empresarios bajará en la medida misma en que aumente la renta de la tierra y en que la retribución al obrero quede fija. Aun bajaría indefinidamente al punto de desaparecer, si no se dirigiera a un límite; en efecto, a partir de un determinado momento, los beneficios industriales serán demasiado bajos para dar trabajo a nuevos obreros; falta de salarios complementarios, la mano de obra no podrá crecer más, la población se estancará; no será ya necesario desbrozar nuevas tierras aún más infecundas que las precedentes: la renta de la tierra llegará al máximo y no ejercerá ya su presión acostumbrada sobre los beneficios industriales que podrán estabilizarse en consecuencia. Por último, la Historia se detendrá. La
finitud
del hombre se
definirá
de una vez por todas, es decir, por un tiempo
indefinido.
Paradójicamente, lo que permite pensar esta inmovilización de la Historia es la historicidad introducida por Ricardo en la economía. El pensamiento clásico, por su parte, concebía un futuro siempre abierto y siempre cambiante con respecto a la economía; pero de hecho se trataba de una modificación de tipo espacial: el cuadro que, según se suponía, formaban las riquezas al desplegarse, cambiarse y ordenarse, podía muy bien agrandarse; seguiría siendo el mismo cuadro, cada elemento perdería algo de su superficie relativa, pero entraría en relación con elementos nuevos. En cambio, el tiempo acumulativo de la producción y de la población, la historia ininterrumpida de la escasez es lo que permite pensar, a partir del siglo XIX, el empobrecimiento de la Historia, su inercia progresiva, su petrificación y, muy pronto, su inmovilidad de roca. Vemos el papel que desempeñan la Historia y la antropología, una en relación con otra. No hay historia (trabajo, producción, acumulación y aumento de los costos reales) sino en la medida en que el hombre, en cuanto ser natural, es finito: finitud que se prolonga mucho más allá de los límites primitivos de la especie y de las necesidades inmediatas del cuerpo, pero que no deja de acompañar, cuando menos en sordina, todo el desarrollo de las civilizaciones. Mientras más se instale el hombre en el corazón del mundo, mientras más avance en la posesión de la naturaleza, más fuertemente también lo presiona la finitud, más se acerca a su propia muerte. La Historia no permite al hombre evadir sus límites iniciales —a no ser en apariencia, y si se da a "límite" el sentido más superficial; pero si se considera la finitud fundamental del hombre, se percibe que su situación antropológica nunca deja de dramatizar más aún su Historia, de hacerla más peligrosa y de acercarla, por así decirlo, a su propia imposibilidad. En el momento en que toca tales confines, la Historia sólo puede detenerse, vibrar un instante sobre su eje e inmovilizarse para siempre. Pero esto puede producirse de dos modos diversos: sea que alcance progresivamente y con una lentitud siempre más marcada un estado de estabilidad que sanciona, en lo indefinido del tiempo, aquello hacia lo cual ha marchado siempre, aquello que en el fondo no ha dejado de ser desde su inicio; sea, por el contrario, que llegue a un punto de retorno en el que no se fija sino en la medida en que suprime lo que había sido continuamente hasta entonces.
En la primera solución (representada por el "pesimismo" de Ricardo), la Historia funciona, frente a las determinaciones antropológicas, como una especie de gran mecanismo compensador; es verdad que se aloja en la finitud humana, pero aparece allí a la manera de una figura positiva y en relieve; permite al hombre superar la escasez a la que está destinado. Dado que esta carencia se hace cada día más rigurosa, el trabajo se hace cada vez más intenso; la producción aumenta en cifras absolutas, pero a la vez y por el mismo movimiento, aumentan los costos de producción —es decir, las cantidades de trabajo necesarias para producir un mismo objeto. De modo que inevitablemente debe llegar un momento en el que el trabajo no esté ya sustentado por la mercancía que produce (esto sin contar más que con la alimentación del obrero). La producción no puede ya satisfacer la carencia. Así, pues, la escasez va a limitarse a sí misma (por una estabilización demográfica) y el trabajo va a ajustarse exactamente a las necesidades (por un reparto determinado de las riquezas). De ahora en adelante, la finitud y la producción van a superponerse exactamente en una figura única. Toda labor complementaria será inútil; todo excedente de la población perecerá. La vida y la muerte quedan así puestas exactamente una frente a otra, superficie contra superficie, inmovilizadas y como reforzadas ambas por su presión antagonista. La Historia habrá conducido la finitud humana justo hasta este punto-límite en que aparecerá por fin en su pureza; no tendrá ya margen que le permita escapar a sí misma, ni podrá hacer un esfuerzo para lograr un porvenir, más tierras abiertas para hombres futuros; bajo la gran erosión de la Historia, el hombre será despojado poco a poco de todo lo que puede ocultarlo a sus propios ojos; habrá agotado todos estos posibles que enturbian un poco y esquivan —bajo las promesas del tiempo— su desnudez antropológica; la Historia, siguiendo largos pero inevitables y constrictivos caminos, habrá llevado al hombre justo hasta esta verdad que lo detiene sobre sí mismo.
En la segunda solución (representada por Marx), la relación entre la Historia y la finitud antropológica se descifra de acuerdo con la dirección/inversa. Así, pues, la Historia desempeña un papel negativo: en erecto, es ella la que acentúa las presiones de la necesidad, la que aumenta las carencias, obligando a los hombres a trabajar y a producir siempre más, sin recibir a cambio más que lo indispensable para vivir y, en ocasiones, algo menos. Con el tiempo, el producto del trabajo se acumula y escapa sin descanso a quienes lo realizan: éstos producen infinitamente más que esa parte del valor que vuelve a ellos en forma de salario y dan así al capital la posibilidad de comprar trabajo de nuevo. De este modo crece sin cesar el número de aquellos a quienes la Historia mantiene en el límite de sus condiciones de vida; y por ello mismo estas condiciones van siendo cada vez más precarias y se acercan sin cesar a lo que hará que aun la existencia misma sea imposible; la acumulación de capital, el crecimiento de las empresas y de su capacidad, la presión constante sobre los salarios, el exceso de producción, reducen el mercado del trabajo, disminuyendo su retribución y aumentando la desocupación. Repelida por la miseria hasta los confines de la muerte, toda una clase de hombres tiene la experiencia, como al desnudo, de lo que son la necesidad, el hambre y el trabajo. Lo que los otros atribuyen a la naturaleza o al orden espontáneo de las cosas, saben reconocerlo ellos como resultado de una historia y de la enajenación de una finitud que no tiene esta forma. Por esta razón, pueden volver a asir esta verdad de la esencia humana —y son los únicos que pueden hacerlo— a fin de restaurarla. Lo que no podrá obtenerse más que por la supresión o cuando menos por la inversión de la Historia tal como se ha desarrollado hasta el presente: sólo entonces se iniciará un tiempo que no tendrá ya ni la misma forma, ni las mismas leyes, ni la misma manera de transcurrir.
Pero poco importa sin duda la alternativa entre el "pesimismo" de Ricardo y la promesa revolucionaria de Marx. Tal sistema de opciones no representa sino las dos maneras posibles de recorrer las relaciones de la antropología y de la Historia, tal como las instaura la economía a través de las nociones de escasez y de trabajo. Para Ricardo, la Historia llena el hueco creado por la finitud antropológica y manifiesto en una carencia perpetua, hasta el momento en que se alcanza el punto de una estabilización definitiva; de acuerdo con la lectura marxista, la Historia, al despojar al hombre de su trabajo, hace surgir en relieve la forma positiva de su finitud —su verdad material liberada al fin. Es verdad que se comprende sin dificultad cómo, al nivel de la opinión, las elecciones reales se han distribuido, por qué algunos han optado por el primer tipo de análisis y otros por el segundo. Pero éstas no son más que diferencias derivadas que dispensan en todo y por todo de una investigación y de un tratamiento doxológico. En el nivel profundo del saber occidental, el marxismo no ha introducido ningún corte real; se aloja sin dificultad, como una figura plena, tranquila, cómoda y ¡a fe mía! satisfactoria por un tiempo (el suyo), en el interior de una disposición epistemológica que la acogió favorablemente (dado que es justo la que le dio lugar) y que no tenía a su vez el propósito de dar molestias ni, sobre todo, el poder de alterar en lo más mínimo ya que reposaba enteramente sobre ella. El marxismo se encuentra en el pensamiento del siglo XIX como el pez en el agua, es decir, que en cualquier otra parte deja de respirar. Si se opone a las teorías "burguesas" de la economía y si en esta oposición proyecta contra ellas un viraje radical de la Historia, este conflicto y este proyecto tienen como condición de posibilidad no la retorna de toda la Historia, sino un acontecimiento que cualquier arqueología puede situar con precisión y que prescribe simultáneamente, sobre el mismo modo, la economía burguesa y la economía revolucionaria del siglo XIX. Sus debates han producido algunas olas y ha. dibujado ondas en la superficie: son sólo tempestades en un vaso de agua.