Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Así, pues, ahora se introduce la historicidad en la naturaleza —o, mejor dicho, en lo vivo—; pero es ahí mucho más que una forma probable de sucesión; constituye algo así como un modo del ser fundamental. Sin duda alguna, en la época de Cuvier no existe aún una historia de lo vivo como la que describirá el evolucionismo; pero se piensa lo vivo desde un principio con condiciones que le permitirán tener una historia. De la misma manera que las riquezas recibieron en la época de Ricardo un
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de historicidad que él mismo no se formuló aún como historia económica. La estabilidad próxima de los ingresos industriales, de la población y de la renta, tal como la previo Ricardo, la fijeza de las especies afirmada por Cuvier pueden ser consideradas como un rechazo de la historia por un examen superficial; de hecho, Ricardo y Cuvier no recusaban sino las modalidades de la sucesión cronológica, tal como habían sido pensadas en el siglo XVIII; desataban la pertenencia del tiempo al orden jerárquico o clasificador de las representaciones. En cambio, esta inmovilidad actual o futura que describían o anunciaban, sólo podían concebirla a partir de la posibilidad de una historia; y ésta les era dada sea por las condiciones de existencia de lo vivo, sea por las condiciones de producción del valor. Paradójicamente, el pesimismo de Ricardo, el fijismo de Cuvier sólo aparecen sobre un fondo histórico: definen la estabilidad de los seres que, de ahora en adelante, tienen derecho a tener una historia en el nivel de su modalidad profunda; la idea clásica de que las riquezas podían crecer según un progreso continuo o de que las especies podían transformarse unas en otras con el tiempo, definía, por el contrario, la movilidad de los seres que, antes aun de cualquier historia, obedecían ya a un sistema de variables, de identidades o de equivalencias. Fue necesaria la suspensión y como la puesta en paréntesis de esta historia para que los seres de la naturaleza y los productos del trabajo recibieran una historicidad que permite al pensamiento moderno hacer presa de ellos y desplegar después la ciencia discursiva de su sucesión. Para el pensamiento del siglo XVIII, las sucesiones cronológicas sólo son una propiedad y una manifestación más o menos embrollada del orden de los seres; a partir del siglo XIX, expresan, de manera más o menos directa y justo en su interrupción, el modo de ser profundamente histórico de las cosas y de los hombres.
En todo caso, esta constitución de una historicidad viva tuvo grandes consecuencias para el pensamiento europeo. Tan grandes, sin duda, como las que entrañaba la formación de una historicidad económica. En el nivel superficial de los grandes valores imaginarios, la vida, desde entonces consagrada a la historia, se dibuja bajo la forma de la animalidad. La bestia, cuya gran amenaza o extrañeza radical quedaron suspendidas y como desarmadas a fines de la Edad Media o cuando menos al terminar el Renacimiento, encuentra en el siglo XIX nuevos poderes fantásticos. Entre tanto, la naturaleza clásica había otorgado privilegios a los valores vegetales —la planta lleva sobre su blasón visible la marca sin reticencia de cada orden eventual—; con todas sus figuras desplegadas del tallo al grano, de la raíz a la fruta, el vegetal formaba, para un pensamiento en cuadro, un objeto puro trasparente a los secretos generosamente devueltos. A partir del momento en el que los caracteres y las estructuras se escalonan en profundidad hacia la vida —este punto de huida soberano, indefinidamente alejado, pero constituyente—, es el animal el que se convierte en figura privilegiada, con sus osamentas ocultas, sus órganos cubiertos, tantas funciones invisibles y esta fuerza lejana, en el fondo de todo, que lo mantiene con vida. Si lo vivo es una clase de seres, la hierba es la que enuncia mejor su límpida esencia; pero si lo vivo es una manifestación de la vida, es el animal el que deja percibir mejor lo que es su enigma. Más que una imagen en calma de los caracteres, muestra el paso incesante de lo inorgánico a lo orgánico por la respiración o la alimentación y la transformación inversa, bajo el efecto de la muerte, de las grandes arquitecturas funcionales en polvo sin vida: "Las sustancias muertas son llevadas hacia los cuerpos vivos —decía Cuvier—, para ocupar un lugar en ellos y ejercer ahí una acción, determinados ambos por la naturaleza de las combinaciones en las que han entrado, y para escapar de ellas un día a fin de volver a entrar bajo las leyes de la naturaleza muerta".
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La planta reinaba en los confines del movimiento y de la inmovilidad, de lo sensible y lo insensible; el animal, en cambio, se mantiene en los confines entre la vida y la muerte. Ésta lo asecha por todas partes; es más, lo amenaza también desde el interior, pues sólo el organismo puede morir y la muerte sorprende a los vivientes desde el fondo de su vida. De ahí, sin duda, los valores ambiguos que tomó la animalidad hacia fines del siglo XVIII: la bestia aparece como portadora de esta muerte a la cual está, a la vez, sometida; hay en ella un devorar perpetuo de la vida por ella misma. Sólo pertenece a la naturaleza por encerrar en sí un núcleo de contranaturaleza. Al devolver su esencia más profunda del vegetal al animal, la vida borra el espacio del orden y vuelve a ser salvaje. Se revela como mortífera en el movimiento mismo que la consagra a la muerte. Mata porque vive. La naturaleza no sabe ya ser buena. Sade anunciaba al siglo XVIII, cuyo lenguaje agotó, y a la época moderna que por mucho tiempo quiso condenarlo al mutismo, que la vida no puede separarse de la muerte, la naturaleza del mal, ni los deseos de la contranaturaleza. Discúlpese la insolencia (¿para quién?):
Les 120 Journées
son el envés aterciopelado, maravilloso de las
Leçons d'anatomie comparée
. En todo caso, en el calendario de nuestra arqueología, tienen la misma edad. Pero este
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imaginario de la animalidad cargada de poderes inquietantes y nocturnos nos remite más profundamente a las funciones múltiples y simultáneas de la vida en el pensamiento del siglo XIX. Quizá por primera vez en la cultura occidental, la vida se escapa a las leyes generales del ser, tal como se da y se analiza en la representación. Del otro lado de las cosas que están en este lado mismo de las que podrían ser, sosteniéndolas para hacerlas aparecer y destruyéndolas sin cesar por la violencia de la muerte, la vida se convierte en una fuerza fundamental que se opone al ser como el movimiento a la inmovilidad, el tiempo al espacio, el querer secreto a la manifestación visible. La vida es la raíz de toda existencia y lo no vivo, la naturaleza inerte, no son más que vida recaída; el ser puro y simple es el no ser de la vida. Pues ésta, y por ello tiene un valor radical en el pensamiento del siglo XIX, es a la vez el núcleo del ser y del no ser: sólo hay ser porque hay vida y en este movimiento fundamental que los consagra a la muerte, los seres dispersos y estables en un instante se forman, se detienen, la congelan —y,
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cierto sentido, la matan—, pero son destruidos a su vez por esta fuerza inextinguible. La experiencia de la vida se da, pues, como la ley más general de los seres, la aparición de esta fuerza primitiva a partir de la cual son; funciona como una ontología salvaje que trataría de decir el ser y el no ser indisociables de todos los seres. Pero esta ontología devela menos lo que fundamenta los seres que lo que los lleva por un instante a una forma precaria y los mina ya secretamente desde el interior para destruirlos. En relación con la vida, los seres no son más que figuras transitorias y el ser que ellos mantienen, durante el episodio de su existencia, no es más que su presunción, su voluntad de subsistir. A tal grado que, para el conocimiento, el ser de las cosas es ilusión, velo que hay que rasgar para volver a encontrar la violencia muda e invisible que las devora en la noche. La ontología del anonadamiento de los seres vale pues como critica del conocimiento; pero no se trata tanto de fundamentar el fenómeno, de decir a la vez su límite y su ley, de relacionarlo con la finitud que lo hace posible, cuanto de disiparlo y de destruirlo como la vida misma destruye los seres: porque todo su ser no es más que apariencia.
Vemos constituirse así un pensamiento que se opone, casi en cada uno de sus términos, al que estaba ligado a la formación de una historicidad económica. Esta última tomó apoyo, según vimos, sobre una triple teoría de las necesidades irreductibles, la objetividad del trabajo y el fin de la historia. Aquí, por el contrario, vemos desarrollarse un pensamiento en el que la individualidad, con sus formas, sus límites y sus necesidades, no es más que un momento precario, destinado a la destrucción, que forma en todo y por todo un simple obstáculo que se trata de descartar en el camino de este anonadamiento; un pensamiento en el que la objetividad de las cosas no es más que apariencia, quimera de la percepción, ilusión que es menester disipar y restituir a la pura voluntad sin fenómeno que los ha hecho nacer y que los sustenta por un instante; en fin, un pensamiento para el cual el recomienzo de la vida, sus repeticiones incesantes, su obstinación excluyen el que se le ponga un límite en la duración, tanto más cuanto que el tiempo mismo, con sus divisiones cronológicas y su calendario casi espacial, no es, sin duda, más que una ilusión del conocimiento. Cuando un pensamiento prevé el fin de la historia, otro anuncia el infinito de la vida; cuando uno reconoce la producción real de las cosas por el trabajo, el otro disipa las quimeras de la conciencia; cuando uno afirma las exigencias de la vida del individuo junto con sus límites, otro las borra en el murmullo de la muerte. ¿Acaso esta oposición es en sí misma el signo de que a partir del siglo XIX el campo del saber no puede ya dar lugar a una reflexión homogénea y uniforme en todos sus puntos? ¿Será necesario admitir que, a partir de ahora, cada forma de la positividad tiene la "filosofía" que le conviene: la economía la de un trabajo marcado por el signo de la necesidad, pero prometido finalmente a la gran recompensa del tiempo; la biología, la de una vida marcada por esa continuidad que sólo forma los seres para desatarlos y que se encuentra liberada por ello mismo de todos los límites de la Historia; y las ciencias del lenguaje, una filosofía de las culturas, de su relatividad y de su poder singular de manifestación?
"Sin embargo, el punto decisivo que aclarará todo es la estructura interna de las lenguas o la gramática comparada, la cual nos dará las soluciones completamente nuevas sobre la genealogía de las lenguas, de la misma manera que la anatomía comparada ha esparcido una gran luz sobre la historia natural."
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Schlegel lo sabía muy bien: la constitución de la historicidad en el orden de la gramática se hizo de acuerdo con el mismo modelo que en la ciencia de lo vivo. Y, a decir verdad, no hay en ello nada de sorprendente ya que, todo a lo largo de la época clásica, las palabras de las que se pensaba que estaban compuestas las lenguas y los caracteres por medio de los cuales se trataba de constituir un orden natural recibieron exactamente el mismo status: sólo existían por el valor representativo que sustentaban y el poder de análisis, de duplicación, de composición y de ordenamiento que se les reconocía con respecto a las cosas representadas. Con Jussieu y Lamarck primero y, después, con Cuvier, el carácter perdió su función representativa o, mejor dicho, si podía aún "representar" y permitir el establecimiento de relaciones de vecindad o de parentesco, no se debía a la virtud propia de su estructura visible ni a los elementos descriptibles de los que estaba compuesto, sino a que desde el principio se le había relacionado con una organización de conjunto y con una función a la que asegura de manera directa o indirecta, mayor o colateral, "primaria" o "secundaria". En el dominio del lenguaje la palabra sufrió, más o menos por la misma época, una transformación análoga: con certeza, no deja de tener un sentido y de "representar" algo en el espíritu de quien la utiliza o la oye; pero este papel no es ya constitutivo de la palabra en su ser mismo, en su arquitectura esencial, en aquello que le permite tomar un lugar en el interior de una frase y ligarse allí con palabras más o menos diferentes. Si la palabra puede figurar en un discurso en el que quiere decir algo no será en virtud de una discursividad inmediata que detentaría de suyo y por derecho de nacimiento, sino porque en su forma misma, en las sonoridades que la componen, en los cambios que sufre de acuerdo con la función gramatical que cumple, de las modificaciones en fin a las que se encuentra sometida a través del tiempo, obedece a un cierto número de leyes estrictas que rigen de manera semejante todos los demás elementos de la misma lengua; tanto que la palabra no está ya vinculada a una representación sino en la medida en que forma parte de antemano de la organización gramatical por medio de la cual define y asegura su coherencia propia la lengua. Para que la palabra pueda decir lo que dice, es necesario que pertenezca a una totalidad gramatical que, en relación con ella, es primera, fundamental y determinante.
Este desplazamiento de la palabra, esta especie de salto atrás fuera de las funciones representativas, fue sin duda alguna uno de los acontecimientos importantes de la cultura occidental a fines del siglo XVIII. Y también uno de aquellos que pasaron más desapercibidos. Se presta de buen grado atención a los primeros momentos de la economía política, al análisis de Ricardo sobre la renta de la tierra y el costo de producción: se reconoce aquí que el acontecimiento ha tenido grandes dimensiones ya que no sólo permitió cada vez más el desarrollo de una ciencia, sino que también entrañó un cierto número de mutaciones económicas y políticas. Tampoco se descuidan las formas nuevas tomadas por las ciencias de la naturaleza; y si es verdad que por una ilusión retrospectiva se valora a Lamarck a expensas de Cuvier, si es verdad que no se da uno plena cuenta de que la "vida" alcanza por primera vez su umbral de positividad con las Leçons
d'anatomie comparée
, se tiene cuando menos la conciencia difusa de que la cultura occidental lanzó, en este momento, una nueva mirada sobre el mundo de lo vivo. En cambio, el aislamiento de las lenguas indoeuropeas, la constitución de una gramática comparada, el estudio de las flexiones, la formulación de leyes de alternancia vocálica y de mutación consonantica, en breve, toda la obra filológica de Grimm, Schlegel, Rask y Bopp, permanece en las márgenes de nuestra conciencia histórica, como si sólo hubiera fundado una disciplina un tanto lateral y esotérica —como si, de hecho, no hubiera sido todo el modo de ser del lenguaje (y del nuestro) el que se modificó a través de ellos. Sin duda alguna, no es necesario tratar de justificar tal olvido a despecho de la importancia del cambio, sino por el contrario, partir de él y de la ciega proximidad que este acontecimiento ha conservado siempre para nuestros ojos, mal separados aún de sus luces acostumbradas. Por la época misma en que se produjo, este acontecimiento está ya envuelto si no en un secreto, sí cuando menos en una cierta discreción. Puede ser que los cambios en el modo de ser del lenguaje sean como las alteraciones que afectan la pronunciación, la gramática y la semántica: que sean tan rápidos que no son nunca claramente apresados por aquellos que hablan y cuyo lenguaje sin embargo lleva ya estas mutaciones; sólo se toma conciencia de ellos de manera oblicua, por momentos; y después la decisión no se indica finalmente sino de modo negativo: por el desuso radical e inmediatamente perceptible del lenguaje que se empleaba hasta entonces. Sin duda no es posible que una cultura tome conciencia de manera tematica y positiva de que su lenguaje deja de ser transparente con respecto a sus representaciones para espesarse y recibir una pesantez propia. Cuando se sigue discurriendo, ¿cómo saber —de no ser a través de algunos indicios oscuros que apenas se interpretan y mal— que el lenguaje (justo aquel del que uno se sirve) está en vías de adquirir una dimensión irreductible a la discursividad pura? Sin duda alguna, por todas estas razones el nacimiento de la filología quedó dentro de la conciencia occidental de manera más discreta que el de la biología y el de la economía política. Si bien formaba parte del mismo trastorno arqueológico. Si bien sus consecuencias se han extendido quizá mucho más lejos dentro de nuestra cultura, cuando menos hasta las capas subterráneas que la recorren y la sostienen.