Las palabras y las cosas (19 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Y si es necesario llegar, por debajo de las sílabas, hasta las letras mismas, se recogerán allí los valores de una denominación rudimentaria. A esto se entregó maravillosamente Court de Gébelin, para su mayor y más perecedera gloria; "el toque labial, el más fácil de poner en juego, el más dulce, el más gracioso, sirve para designar los primeros seres que el hombre conoce, aquellos que lo rodean y a los que debe todo" (papá, mamá, beso). En cambio, "los dientes son tan duros como móviles y flexibles los labios; las entonaciones que de ellos proceden son fuertes, sonoras, ruidosas… Gracias al toque dental
truena, retiñe, tiembla
; por medio de él se designan los
tambores
, los
timbales
, las
trompetas"
. A su vez, las vocales, aisladas, pueden desplegar el secreto de los nombres milenarios en los que el uso las ha encerrado: A por la posesión (haber),
E
por la existencia,
I
por el poderío, O por el asombro (los ojos se redondean), U por la humedad y, por ello, el humor.
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Y quizá, en la cavidad más antigua de nuestra historia, consonantes y vocales, distinguidas únicamente de acuerdo con dos grupos confusos, formaban algo así como los dos únicos nombres articulados por el lenguaje humano: las vocales cantantes hablaban de las pasiones; las rudas consonantes de las necesidades.
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Se puede distinguir aún entre el habla áspera del norte —bosque de las guturales, del hambre y del frío— y las lenguas meridionales, hechas todas de vocales, nacidas del encuentro matinal de los pastores, cuando "surgían del puro cristal de las fuentes los primeros fuegos del amor".

En todo su espesor y hasta los sonidos más arcaicos que por primera vez lo arrancaron del grito, el lenguaje conserva su función representativa; en cada una de sus articulaciones, desde el principio de los tiempos, ha
nombrado
. En sí mismo no es más que un inmenso rumor de denominaciones que se cubren, se encierran, se ocultan y, sin embargo, se mantienen para permitir analizar o componer las representaciones más complejas. En el interior de las frases, justo allí donde la significación parece tomar un apoyo mudo sobre sílabas insignificantes, hay siempre una denominación dormida, una forma que tiene encerrada entre sus paredes sonoras el reflejo de una representación invisible y, por ello, imborrable. Para la filología del siglo xix, tales análisis son, en el sentido estricto del término, "letra muerta". Pero no ocurrió lo mismo con respecto a toda una experiencia del lenguaje —primero esotérica y mística, en la época de Saint-Marc, de Reveroni, de Fabre d'Olivet, de Oegger, más adelante literaria una vez que resurge el enigma de la palabra en su ser macizo, con Mallarmé, Roussel, Leiris o Ponge. La idea de que, al destruir las palabras, éstas no son ni ruidos ni puros elementos arbitrarios, sino que lo que se encuentra son otras palabras que, pulverizadas a su vez, liberan otras —esta idea es a la vez el negativo de toda la ciencia moderna de las lenguas y el mito en el que transcribimos los poderes más oscuros del lenguaje y los más reales. Se debe, sin duda, a que es arbitrario y a que se puede definir en qué condición es significativo, el que el lenguaje pueda convertirse en objeto de la ciencia. Pero, se debe a que no ha dejado de hablar más allá de sí mismo, a que lo penetran valores inagotables tan lejos como pueda llegarse, el que podamos hablar en él en ese murmullo infinito en el que se anuda la literatura. Mas en la época clásica, la relación no era la misma; las dos figuras se recubrían exactamente: a fin de que el lenguaje fuera comprendido por entero en la forma general de la proposición, era necesario que cada palabra, en la más pequeña de sus partes, fuera una denominación meticulosa.

5. LA DESIGNACIÓN

Y, sin embargo, la teoría de la "denominación generalizada" descubre en un cabo del lenguaje una cierta relación con las cosas que tiene una naturaleza del todo distinta a la de la forma preposicional. Si, en el fondo de si mismo, el lenguaje tiene por función el nombrar, es decir, el hacer surgir una representación o mostrarla como con el dedo, es una indicación y no un juicio. Se liga a las cosas por una marca, una nota, una figura asociada, un gesto que designa: nada que sea reductible a una relación de predicación. El principio de la denominación primera y del origen de las palabras se equilibra con la primacía formal del juicio. Es como si, de una y otra parte, del lenguaje desplegado en todas sus articulaciones, estuviera el ser en su papel verbal de atribución y el origen en su papel de primera designación. Ésta permite sustituir por un signo lo que se indica, aquella ligar un contenido con otro. Y volvemos a encontrar, así, en su oposición, pero también en su pertenencia mutua, las dos funciones de lazo y de sustitución que han sido dadas al signo en general con su poder de analizar la representación.

El volver a sacar a luz el origen del lenguaje es encontrar el momento primitivo en que era pura designación. Y, por ello, debe explicarse, a la vez, su arbitrariedad (ya que lo que designa puede ser tan diferente de lo que muestra, como un gesto del objeto al que tiende) y su profunda relación con lo que nombra (ya que tal sílaba o tal palabra se han elegido siempre para designar tal cosa). El análisis del lenguaje de acción responde a la primera exigencia y el estudio de las raíces a la segunda. Pero no se oponen entre sí, como en el
Cratilo
la explicación por la "naturaleza" y la explicación por la "ley"; por el contrario, son absolutamente indispensables una a otra, ya que la primera da cuenta de la sustitución de lo designado por el signo y la segunda justifica el poder permanente de designación de este signo.

El lenguaje de la acción es hablado por el cuerpo; y, sin embargo, no se da desde el principio del juego. Lo único que la naturaleza permite es que, en las diversas situaciones en las que se encuentra, el hombre haga gestos; su rostro es agitado por movimientos, lanza gritos inarticulados —es decir, que no son "acuñados ni con la lengua ni con los labios".
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Todo esto no es aún lenguaje y ni siquiera signo, sino efecto y consecuencia de nuestra animalidad. Esta agitación manifiesta tiene, sin embargo, a su favor el ser universal, ya que no depende más que de la conformación de nuestros órganos. De allí la posibilidad que tiene el hombre de advertir la identidad entre él mismo y sus compañeros. Puede, así, asociar el grito de otro que él oye, el gesto que percibe en su rostro con las mismas representaciones que, muchas veces, han duplicado sus propios gritos y sus propios movimientos. Puede recibir esta mímica como la marca y sustituto del pensamiento del otro. Como un signo. Empieza la comprehensión. En cambio, puede utilizar esta mímica, convertida en signo, para suscitar en sus compañeros la idea que él mismo experimenta, las sensaciones, las necesidades, las penas que se asocian, por lo común, a tales gestos y a tales sonidos: grito lanzado intencional- mente a la cara de otro y en dirección a un objeto, interjección pura.
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Con este uso concertado del signo (que ya es expresión) está en vías de nacer algo así como un lenguaje.

Vemos, por estos análisis comunes tanto a Condillac como a Destutt, que el lenguaje de la acción liga, por una génesis, el lenguaje con la naturaleza. Pero a fin de separarlo más que de enraizarlo. A fin de señalar su diferencia imborrable con el grito y fundamentar lo que constituye su artificio. En tanto que es una simple prolongación del cuerpo, la acción no tiene ningún poder de hablar: no es lenguaje. Se convierte en ello, pero sólo al final de operaciones definidas y complejas: anotación de una analogía de relaciones (el grito del otro es con respecto a lo que él experimenta —lo desconocido— lo que el mío con respecto a mi apetito o a mi miedo); inversión del tiempo y uso voluntario del signo antes de la representación que designa (antes de experimentar una sensación de hambre lo suficientemente fuerte para hacerme gritar, doy el grito con el que está asociada); por último, intención de hacer surgir en el otro la representación correspondiente al grito o al gesto (con esta particularidad, sin embargo, que al dar un grito yo no hago surgir, y no creo hacerlo, la sensación del hambre, sino la representación de la relación entre este signo y mi propio deseo de comer). El lenguaje sólo es posible sobre el fondo de este entrelazamiento. No reposa en un movimiento natural de comprehensión o de expresión, sino en las relaciones reversibles y analizables de los signos y de las representaciones. No existe el lenguaje desde que la representación se exterioriza, sino desde que, de manera concertada, separa un signo de sí y se hace representar por él. El hombre descubre en torno a él signos que serán como otras tantas palabras mudas por descifrar y por hacer audibles de nuevo, no a título de sujeto parlante ni en el interior de un lenguaje ya hecho; sino que, debido a que la representación se da signos, pueden nacer las palabras y, con ellas, todo un lenguaje que no es más que la organización ulterior de los signos sonoros. A pesar de su nombre, el "lenguaje de la acción" hace surgir la red irreductible de los signos que separa al lenguaje de la acción.

Y con ello, fundamenta su artificio en la naturaleza. Los elementos de los que se compone este lenguaje de la acción (sonidos, gestos, muecas) son propuestos sucesivamente por la naturaleza y, sin embargo, en su mayoría no tienen ninguna identidad de contenido con lo que designan, sino sobre todo relaciones de simultaneidad o de sucesión. El grito no se asemeja al miedo, ni la mano extendida al hambre. Una vez concertados, estos signos quedarán sin "fantasía y sin capricho",
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dado que han sido instaurados, de una vez por todas, por la naturaleza; pero no expresan la naturaleza de lo que designan, porque no son a su imagen. Y, a partir de allí, los hombres podrán establecer un lenguaje convencional: disponen ahora de suficientes signos que señalan las cosas para fijar otros nuevos que analicen y combinen los primeros. En el
Discours sur l'origine de l'inégalité
,
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Rousseau da valor a la tesis de que ninguna lengua puede descansar en un acuerdo entre los hombres, ya que éste supone un lenguaje ya establecido, reconocido y practicado; así, pues, hay que imaginarlo como algo recibido y no construido por los hombres. De hecho, el lenguaje de la acción confirma esta necesidad y hace inútil esta hipótesis. El hombre recibe de la naturaleza con qué hacer los signos y estos signos le sirven, en primer lugar, para entenderse con los otros hombres y elegir los que han de retenerse, los valores que les reconocerán, las reglas de su uso; y después servirán para formar nuevos signos según el modelo de los primeros. La primera forma del acuerdo consiste en elegir los signos sonoros (los más fáciles de reconocer de lejos y los únicos que pueden utilizarse por la noche), la segunda en componer sonidos cercanos a los que indican representaciones vecinas para designar a las representaciones aún no marcadas. Así se constituye el lenguaje propiamente dicho, por una serie de analogías que prolongan lateralmente el lenguaje de la acción o, cuando menos, su parte sonora: se le asemeja y "es esta semejanza la que facilitará su inteligencia. Se la llama analogía… Veréis que la analogía que nos da la ley no nos permite elegir los signos al azar o arbitrariamente".
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La génesis del lenguaje a partir del lenguaje de la acción escapa por completo a la alternativa entre la imitación natural y la convención arbitraria. Allí donde hay algo natural —en los signos que nacen espontáneamente a través de nuestro cuerpo— no hay ninguna semejanza; y allí donde se utilizan las semejanzas, es una vez establecido el acuerdo voluntario entre los hombres. La naturaleza yuxtapone las diferencias y las liga por fuerza; la reflexión descubre las semejanzas, las analiza y las desarrolla. El primer tiempo permite el artificio, pero con un material impuesto en forma idéntica a todos los hombres; el segundo excluye lo arbitrario, pero abre vías al análisis que no serán exactamente superponibles en todos los hombres y en todos los pueblos. La ley de la naturaleza es la diferencia de las palabras y las cosas —la partición vertical entre el lenguaje y aquello que por debajo de él está encargado de designarlo; la regla de las convenciones es la semejanza de las palabras entre sí, la gran red horizontal que forma las palabras unas a partir de otras y las propaga hasta el infinito.

Comprendemos ahora por qué la teoría de las raíces no contradice en forma alguna el análisis del lenguaje de la acción, sino que viene a alojarse en él con toda exactitud. Las raíces son palabras rudimentarias que podemos encontrar, idénticas, en muchas lenguas —quizá en todas; han sido impuestas por la naturaleza como gritos involuntarios y son utilizadas espontáneamente por el lenguaje de la acción. Allí las fueron a buscar los hombres para hacerlas figurar en los lenguajes convencionales. Y si todos los pueblos, en todo los climas, han elegido, de entre el material del lenguaje de la acción, estas sonoridades elementales es porque descubrieron, aunque de una manera secundaria y reflexionada, una semejanza con el objeto que designaban o la posibilidad de aplicarlas a un objeto análogo. La semejanza de la raíz con lo que nombra no toma su valor del signo verbal, a no ser por la convención que ha unido a los hombres y regulado en una lengua su lenguaje de la acción. Así, a partir del interior de la representación, los signos alcanzan la naturaleza misma de lo que designan y que se impone, de manera idéntica, en todas las lenguas, el tesoro primitivo de los vocablos.

Las raíces pueden formarse de muchos modos. Por onomatopeya que, con certeza, no es una expresión espontánea, sino la articulación voluntaria de un signo semejante: "hacer con la voz el mismo ruido que el objeto que se quiere nombrar".
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Por utilización de una semejanza experimentada en las sensaciones: "la impresión del color rojo, que es viva, rápida, difícil para la vista, se nos entregará bien por medio del sonido R que hace una impresión análoga al oído".
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Al imponer a los órganos de la voz movimientos análogos a los que se intenta significar: "de suerte que el sonido que resulta de la forma y del movimiento natural del órgano puesto en tal estado se convierta en el nombre del objeto": la garganta raspa a fin de designar el frotamiento de un cuerpo contra otro, se ahueca interiormente para indicar una superficie cóncava.
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Por último, utilizando para designar un órgano los sonidos que éste produce naturalmente: la articulación
ghen
ha dado su nombre a la garganta, de la que proviene, y se usan las dentales (
d y t
) para designar los dientes." Con estas articulaciones convencionales de la semejanza, cada lengua puede darse un juego de raíces primitivas. Juego restringido, ya que casi todas son monosilábicas y existe sólo un número pequeño de ellas —doscientas para la lengua hebrea según los cálculos estimativos de Bergier;
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aún más restringidas si se piensa que son comunes (a causa de estas relaciones de semejanza que instituyen) a la mayor parte de las lenguas: De Brosses considera que, por lo que respecta a todos los dialectos de Europa y del Oriente, no llenan todas juntas "una hoja de papel de escribir". Pero a partir de ellas se ha formado cada lengua en su particularidad: "su desarrollo es prodigioso. Lo mismo que una semilla de olmo produce un gran árbol que dando nuevos retoños de cada raíz produce a la larga un verdadero bosque".
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