—Bueno, será como tú quieras —dijo Igraine, atribulada—. Tal vez puedas alojarte con mi hermana, la reina de Orkney. ¿Te acuerdas de Morgause?
—Será un gusto tener conmigo a mi sobrina Morgana —dijo una voz suave.
Al levantar la vista, la joven se encontró con la viva imagen de su madre, tal como la recordaba: majestuosa, ricamente vestida y enjoyada, con el cabello trenzado en una brillante diadema sobre la frente.
—¡Vaya, la pequeña ha crecido y es sacerdotisa! —La envolvió en un cálido y perfumado abrazo—. Bienvenida, sobrina. Ven a sentarte a mi lado. ¿Cómo está mi hermana Viviana? Se dice que es la fuerza impulsora de todos los grandes acontecimientos que han puesto en el trono al hijo de Igraine. El mismo Lot no pudo contra el apoyo de Merlín, el pueblo de las hadas, todas las Tribus y todos los romanos. ¡Así que tu hermano va a ser rey! ¿Vendrás a la corte para asesorarlo, Morgana? Uther habría hecho bien en contar con la Dama de Avalón.
La joven se echó a reír, relajándose en el abrazo de Morgause.
—Un rey ha de hacer lo que le parezca oportuno; ésa es la primera lección que tienen que aprender cuantos se le acerquen. Supongo que Arturo, tan parecido a Uther, lo aprenderá sin mucha dificultad.
—Sí, ya no cabe duda de quién fue su padre, pese a todo lo que se murmuró en aquellos tiempos —dijo su tía. De inmediato hizo un gesto de arrepentimiento—. No, Igraine, no vuelvas a llorar. Tendrías que alegrarte de que tu hijo se parezca tanto a su padre y sea aceptado por todo Britania.
Igraine parpadeó: al parecer había llorado excesivamente en los últimos días.
—Me alegro por Arturo —dijo. Pero se le ahogó la voz y no pudo seguir hablando.
Morgana le acarició el brazo, pero se sentía impaciente; desde que tenía memoria, su madre no había pensado nunca en sus hijos: sólo en Uther. Aun ahora que él estaba enterrado, Arturo y ella desaparecían ante el recuerdo del hombre que había amado tanto. Fue un alivio volverse nuevamente hacia Morgause.
—Viviana me dijo que tenías hijos varones.
—Cierto, aunque casi todos son todavía pequeños. Pero el mayor ha venido a jurar lealtad al rey. Si Arturo muriera en combate (y ni el mismo Uther fue inmune a ese destino), mi Gawaine es su pariente más próximo… A menos que tú tengas un hijo varón, Morgana. ¿Verdad? ¿Acaso las sacerdotisas de Avalón también han adoptado la castidad? ¿O has perdido a tus hijos al nacer, como tu madre? Perdona, Igraine; no era mi intención recordártelo.
Igraine parpadeó para alejar las lágrimas.
—No tendría que llorar por la voluntad de Dios. Tengo más que muchas mujeres: una hija que sirve a la Diosa y un hijo que va a heredar la corona de su padre. Mis otros hijos están en el seno de Cristo.
«¡Qué manera de pensar en un Dios —pensó Morgana—, con todas las generaciones de muertos aferradas a él!» Entonces recordó que Morgause le había hecho una pregunta.
—No, no he tenido hijos. Hasta Beltane de este año se me conservó virgen para la Diosa.
Se interrumpió abruptamente; no debía decir más. Igraine era ahora más cristiana de lo que ella pensaba y se habría horrorizado al pensar en el rito. Y de inmediato la invadió un segundo horror, al que siguió un acceso de náuseas. Aquello había sucedido en la luna llena, la luna había menguado ya dos veces sin que ella sangrara durante el novilunio. Un rito para la renovación y la fertilidad de los sembrados, de la tierra y de los vientres de las mujeres de la tribu. Había visto a otras sacerdotisas jóvenes enfermar y palidecer después de las hogueras de Beltane, hasta que empezaba a madurar su fruto; había visto nacer a los niños, ayudando con sus manos adiestradas. Y ni una sola vez, en su estúpida ceguera, se le había pasado por la mente que ella también podía salir del rito con el vientre grávido.
Viendo que Morgause le clavaba una mirada penetrante, bostezó largamente para disimular el silencio.
—He estado viajando desde el amanecer y no he desayunado —dijo—. Tengo hambre.
Igraine, tras disculparse, mandó por pan y cerveza de cebada que Morgana se obligó a comer, aunque la comida no le sentaba bien; ahora sabía por qué.
«¡Diosa! ¡Madre Diosa! ¡Viviana sabía que podía suceder esto, pero no me protegió!» Sabía lo que era preciso hacer. Aunque la acobardaran la violencia y la enfermedad, tenía que hacerlo sin demora; de lo contrario, hacia Navidad tendría un hijo de su hermano. Además, Igraine no tenía que enterarse; para ella sería un pecado inimaginable. Morgana se obligó a comer, a hablar de naderías, a chismorrear como todas las mujeres.
Pero mientras parloteaba su mente no descansaba. Sí, el fino hilo que lucía había sido tejido en Avalón; no había otro igual. Y en el fondo pensaba: «Que Arturo no lo sepa; demasiado tiene ya con esta coronación: si puedo soportar esta carga en silencio para darle calma, lo haré.» Sí, le habían enseñado a tocar la lira… Oh, qué tontería, madre, creer impropio de una mujer hacer música, aunque alguna de las Escrituras les ordene guardar silencio en la iglesia. ¿Acaso la Madre de Dios no había elevado su voz para cantar alabanzas al saber que iba a tener un hijo del Espíritu Santo? Morgana cogió la lira y cantó para su madre, pero tras el estribillo había desesperación; sería la siguiente Dama de Avalón y tenía que dar a la Diosa al menos una hija. Era impío deshacerse de un hijo concebido en el Gran Matrimonio. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba habituada a vivir en dos planos al mismo tiempo, pero aun así el esfuerzo la hizo palidecer. Se alegró de que Morgause la interrumpiera.
—Tienes una voz encantadora, Morgana, y me gustaría oírla en mi corte. También a ti, Igraine, espero verte muchas veces antes de que terminen estas festividades. Pero ahora tengo que ir a ver si están atendiendo bien a mi hijo. Y Morgana parece cansada por el viaje. Creo que la llevaré a mi campamento para que se acueste. Así por la mañana estará descansada para presenciar la coronación.
Igraine no se molestó en disimular su alivio.
—Sí. Yo tendría que estar ya en el oficio de mediodía —dijo—. Como sabéis, después de la coronación viviré en el monasterio de Tintagel. Arturo me ha pedido que me quede a su lado, pero espero que pronto tenga su reina y ya no me necesite.
Sí, todos insistirían en casar a Arturo cuanto antes. Morgana se preguntó cuál de aquellos reyezuelos obtendría el honor de ser el suegro del rey. «Y mi hijo podría ser el heredero de la corona… No, no, no quiero siquiera pensar en eso.»
Una vez más la invadió un amargo enfado; ¿por qué Viviana le había hecho aquello? Igraine besó y abrazó a ambas, prometiendo verlas más tarde. Mientras se alejaban hacia el colorido grupo de pabellones, Morgause comentó:
—Tu madre está tan cambiada que me cuesta reconocerla. ¿Quién habría pensado que se tornaría tan piadosa? Seguramente acabará siendo el terror de toda una hermandad de monjas. Aunque me duela decirlo, me alegra no ser una de ellas. No tengo vocación para el convento.
Morgana se obligó a sonreír.
—No, supongo que no. El matrimonio y la maternidad parecen haberte sentado bien. Floreces como las rosas silvestres, tía.
La otra sonrió perezosamente.
—Mi esposo me trata bien y me gusta ser reina —dijo—. Es nórdico; por eso no le parece incorrecto aceptar el consejo de una mujer, como a esos necios de los romanos. Espero que esa familia romana no haya echado a perder a Arturo; aunque hayan hecho de él un gran guerrero, si desprecia a las Tribus no podrá gobernar. Incluso Uther tuvo la prudencia de hacerse coronar en la isla del Dragón.
—También Arturo —aseguró Morgana. No podía decir nada más.
—Cierto. Oí algo de eso y me parece que hizo bien. Por mi parte, soy ambiciosa. Lot me pide consejo y en nuestro territorio todo marcha bien. Los curas me critican mucho, diciendo que no sé guardar mi lugar de mujer. Sin duda me creen bruja o hechicera, porque no me dedico pudorosamente a la rueca y el telar. Pero Lot no da ninguna importancia a los curas, aunque su pueblo es muy cristiano. A decir verdad, a la mayoría le importa muy poco quién sea el Dios de esta tierra, siempre que haya cosechas abundantes y panzas llenas. Mejor así: un país gobernado por sacerdotes es un país de tiranos en la Tierra y en el Cielo. Creo que en los últimos años Uther se había inclinado mucho en esa dirección. Quiera la Diosa que Arturo tenga más tino.
—Juró tratar con justicia a los Dioses de Avalón, antes de que Viviana le diera la espada de los druidas.
—¿Se la dio? —se extrañó Morgause—. ¿De dónde sacó esa idea? Pero basta ya de dioses, reyes y todo eso, Morgana. Cuéntame tu problema. —Como la joven no respondiera, continuó—: ¿Crees que no sé reconocer un embarazo? Igraine no se dio cuenta porque sólo tiene ojos para su dolor.
Morgana se obligó a decir con liviandad:
—Bueno, podría ser. En Beltane participé de los ritos.
Su tía rió entre dientes.
—Si ésa fue la primera vez, quizá no lo sepas durante una o dos lunas. Pero te deseo buena suerte. Ya has dejado atrás los mejores años para dar a luz; a tu edad yo tenía tres hijos. No te aconsejo que se lo digas a Igraine; se ha vuelto demasiado cristiana para aceptar a un hijo de la Diosa. Oh, bueno, supongo que todas envejecemos, tarde o temprano. También Viviana debe de estar entrada en años. No la he visto desde que nació Gawaine.
—Yo la veo más o menos como siempre —dijo Morgana.
—Y no ha venido a la coronación de Arturo. Bueno, podemos arreglarnos sin ella. Pero no creo que se conforme con permanecer en segundo plano. No dudo que algún día impondrá su voluntad y veremos el caldero de la Diosa reemplazar al cáliz del amor cristiano en el altar de la corte. Y no lamentaré que llegue ese día.
Morgana sintió un escalofrío profético. En su mente vio a un sacerdote con sotana elevando el cáliz de los Misterios ante el altar del Cristo. Y luego visualizó claramente a Lanzarote arrodillado, con la cara iluminada como nunca… Negó con la cabeza para borrar la videncia no deseada.
El día de la coronación de Arturo amaneció luminoso y despejado. Durante toda la noche habían estado llegando gentes de todos los rincones de Britania para ver la entronización del gran rey en la isla de los Sacerdotes. Menudos y morenos: pelirrojo del norte, altos y barbados: romanos de las tierras civilizadas: rubios y corpulentos, anglos y sajones de las tribus del tratado, establecidas en Kent, que llegaban para renovar la alianza truncada. Las laderas estaban a rebosar. Morgana, que no había visto tanta gente reunida ni aun en las fiestas de Beltane, sintió miedo.
Estaba en un sitio privilegiado, con Igraine, la familia de Morgause y la de Héctor. El rey Lot, esbelto, moreno y encantador, le besó la mano, la abrazó y se esmeró en llamarla «parienta» o «sobrina», pero bajo la sonrisa superficial había amargura. Lot había conspirado e intrigado para impedir la llegada de aquel día. Ahora su hijo Gawaine sería el heredero más cercano de Arturo: ¿satisfacería aquello su ambición? Morgana lo miró con ojos entornados y descubrió que él no le gustaba en absoluto.
Sonaron las campanas de la iglesia y un grito se elevó desde todas las laderas; del templo salió un joven esbelto, con el pelo refulgente de sol. El sacerdote le puso en la cabeza la delgada diadema de oro. Arturo alzó la espada y dijo algo que ella no pudo oír. Pero le llegó repetido de boca en boca, inspirándole la misma emoción que había sentido al verlo regresar triunfalmente, tras vencer al Macho rey.
«Para todos los pueblos de Britania —había dicho—. mi espada para vuestra protección y mi mano para la justicia.»
Merlín se adelantó, vestido con túnicas blancas, reposado y cordial junto al venerable obispo de Glastonbury. Arturo les hizo una breve reverencia y los cogió de la mano. «Eso te lo inspiró la Diosa», pensó Morgana. Y un momento después Lot dijo algo muy parecido.
—Muy astuto, poner a Merlín y al obispo juntos, como señal de que pedirá consejo a ambos.
Morgause comentó:
—No sé quién se encargó de educarlo, pero el hijo de Uther no es estúpido, creedme.
—Nos toca a nosotros —dijo Lot. Y se puso de pie, ofreciendo una mano a su esposa—. Venid, señora, y que no os preocupe ese montón de ancianos barbudos. No me avergüenza reconocer que os considero mi igual en todo. No como el necio de Uther, que no hizo lo mismo con vuestra hermana.
Morgause esbozó una sonrisa irónica.
—Y quizá fue una suerte para nosotros que Igraine no tuviera fuerza de voluntad para insistir.
Morgana se puso de pie para acompañarlos llevada por un súbito impulso. La pareja le hizo una cortés indicación para que les precediera. Ella no se arrodilló, pero inclinó levemente la cabeza.
—Os traigo el homenaje de Avalón, mi señor Arturo, y de quienes servimos a la Diosa.
Detrás de ella se oyó el murmullo de los sacerdotes. Igraine, entre las monjas del convento, dijo: «Audaz, temeraria y terca como cuando era niña.» Se obligó a no escuchar. No era una de esas gallinas encerradas, sino una sacerdotisa de Avalón.
—Os doy la bienvenida, a vos y a Avalón, Morgana. —Arturo le cogió la mano y la hizo sentar a poca distancia—. Os honro por ser mi única hermana por parte de madre y duquesa de Cornualles por derecho propio.
Cuando le soltó la mano, Morgana inclinó la cabeza para no desmayarse, pues se le había empañado la vista. «¿Por qué tengo que sentirme así en este momento? Es obra de Arturo. No, de él no: de la Diosa. Es su voluntad.»
Lot se adelantó para arrodillarse ante Arturo y éste lo hizo levantar.
—Bienvenido, querido tío.
«Si no me equivoco —pensó Morgana—, ese querido tío se habría alegrado de verle morir cuando era pequeño.»
—Lot de Orkney, ¿defenderéis vuestras costas contra los nórdicos y acudiréis en mi ayuda si algo amenaza las costas de Britania?
—Lo haré, señor, lo juro.
—En ese caso, os ordeno que conservéis en paz el trono de Orkney y Lothian; jamás lo reclamaré ni combatiré contra vos por él. —Arturo se inclinó para besarle en la mejilla—. Que vos y vuestra señora gobernéis por mucho tiempo en el norte, tío.
Lot se levantó.
—Os pido autorización para ofreceros a un caballero a vuestro servicio. Tened a bien hacer de él uno de vuestros compañeros, señor Arturo. Mi hijo Gawaine.
Gawaine era alto, corpulento y de complexión fuerte, casi la versión masculina de Igraine y la misma Morgause. Tenía la cabeza coronada de rizos rojos y, aunque algo menor que Arturo, era ya un joven gigante de dos varas de estatura. Se arrodilló ante su primo, que lo hizo levantar para abrazarlo.