Impaciente, Viviana pasó la mano por la superficie del agua. No podía perder el tiempo allí, buscando consejo en visiones que parecían no tener sentido, por el momento. Bajó rápidamente la colina hacia su morada y convocó a las sacerdotisas que la asistían.
—Vestidme —dijo secamente—. Y mandad llamar a Merlín. Tiene que partir hacia Caerleon y traerme al joven Arturo antes de que la luna tenga más de un día. No hay tiempo que perder.
P
ero Arturo no llegó a Avalón con la luna nueva.
Morgana, en la Casa de las doncellas, vio nacer la luna, pero no quebró su ayuno. Se encontraba mal y no quería vomitar, como le sucedía a veces cuando estaba a punto de menstruar; más tarde se encontraría mejor. Y en verdad fue así; bebió un poco de leche y comió algo de pan. Por la tarde Viviana mandó por ella.
—Uther ha muerto en Caerleon —dijo—. Si consideras que tienes que acompañar a tu madre…
Morgana lo pensó por un rato, pero al fin negó con la cabeza.
—Yo no amaba a Uther —dijo—; Igraine lo sabe bien. Alguno de sus curas consejeros la consolará mejor que yo.
Viviana suspiró. Parecía cansada y vencida: Morgana se preguntó si también ella sufriría las tensiones de la luna nueva.
—Lamento decirlo, pero creo que tienes razón. Ya habrá tiempo para que vuelvas a Avalón, antes de… —se interrumpió—. Sabes que Uther, en vida, tuvo a raya a los sajones, aunque a costa de batallas constantes; en el mejor de los tiempos sólo hemos tenido unas cuantas lunas de paz. Temo que ahora será peor; es posible que lleguen hasta las puertas de Avalón. Ya eres toda una sacerdotisa, Morgana, y has visto las armas sagradas.
Morgana respondió con un signo. Su tía asintió con la cabeza.
—Quizá llegue un día en que la espada tenga que ser usada en defensa de Avalón y de toda Britania.
«¿Por qué me dice esto? —pensó Morgana—. No soy guerrera, sino sacerdotisa. No puedo coger la espada en defensa de la isla.»
—¿Recuerdas la espada?
«Descalza, con frío, recorriendo el círculo con el peso de la espada en la mano, oyendo el terrorífico grito de Cuervo…»
—La recuerdo.
—Entonces tengo una misión para ti —dijo Viviana— Cuando esa espada sea llevada a la batalla, tiene que ser rodeada con toda nuestra magia. Tienes que hacerle una vaina, Morgana, y poner en ella todos los hechizos que conozcas, para que quien la lleve no pierda una gota de sangre. ¿Podrás hacerlo?
«Olvidaba que no sólo el guerrero, sino también la sacerdotisa puede tener una misión que cumplir.»
Y Viviana, con su habilidad para adivinar el pensamiento, dijo:
—Tú también tendrás parte en la batalla por la defensa de nuestro país.
—Así sea —dijo Morgana. Se preguntaba por qué la suma sacerdotisa de Avalón no asumía aquella tarea por sí misma. Su tía no le dio respuesta, pero dijo:
—Para esto tienes que trabajar en presencia de la espada. Ven. Cuervo te ayudará con el silencio de la magia.
Morgana, exaltada, se dejó conducir hasta el sitio secreto donde se realizaban aquellos trabajos. La rodeaban las sacerdotisas que se anticiparían a cualquier necesidad que tuviera, a fin de que no quebrara el silencio necesario para acumular el poder. Tenía la espada ante sí, sobre un lienzo de lino; a un lado, el cáliz de plata con borde de oro, lleno de agua del pozo sagrado. No era para beber (la comida y el agua le estaban prohibidas), sino para que viera en su interior lo que precisara para el trabajo.
El primer día cortó, usando la espada, un forro de fino ante. Era la primera vez que disponía de tan buenos útiles para trabajar, y estaba tan orgullosa de sus puntadas que, aun cuando se pinchó un par de veces, ni siquiera lanzó una exclamación. En cambio, no pudo contener un pequeño suspiro de placer cuando le enseñaron el costosísimo terciopelo carmesí que cubriría la piel de cierva. Allí tendría que bordar, con hilos de seda y oro, los hechizos mágicos y sus símbolos.
En cortar la vaina se le fue el primer día. Antes de dormir, sumida en la meditación, casi en trance, se hizo un pequeño corte en el brazo y manchó la piel de gacela con su sangre.
«¡Diosa! ¡Gran Cuervo! Se ha derramado sangre sobre esta vaina. Ya no hará falta que reciba ninguna más cuando se la lleve al combate.»
Durmió mal, soñando que estaba en una alta colina, contemplando toda Britania y bordando hechizos en la trama de la misma tierra. Más abajo corría el Macho rey: un hombre subía a grandes pasos hacia ella y cogía la espada de su mano…
Despertó con sobresalto, pensando: «¡Arturo! Es Arturo quien portará la espada. Es el hijo del Pendragón.» Y pensó que por eso Viviana le había encargado a ella hacer la vaina mágica para la espada que él portaría, como símbolo de todo su pueblo. Era Arturo quien había derramado la sangre de su virginidad; sería ella, también de la estirpe sagrada de Avalón, quien forjaría los hechizos protectores que tenían que proteger la sangre real.
Todo aquel día trabajó en silencio, mirando en el interior del cáliz, dejando que se elevaran las imágenes. Bordó los cuernos de la luna, para que la Diosa montara guardia sobre la espada; parecía a veces como si una luz invisible siguiera los dedos de Morgana cuando bordaba la luna nueva, la luna llena y el cuarto menguante, pues todas las cosas tienen que seguir su tiempo. Después, el símbolo de la amistad entre cristianos y druidas: la cruz dentro de los tres círculos alados. Y los símbolos de los elementos mágicos, y el cáliz que tenía ante ella. Trabajó tres días, durmiendo poco, comiendo sólo algunos frutos secos, bebiendo sólo agua del Pozo.
Hacia el anochecer del tercer día el trabajo estaba terminado: cada palmo de la vaina estaba cubierto de símbolos enlazados, algunos de los cuales ella misma no reconocía. Sin duda habían llegado directamente de manos de la Diosa, a través de las suyas. Introdujo la espada en ella y la sopesó: luego dijo en voz alta, quebrando el silencio ritual:
—Está hecho.
Al desaparecer la tensión se dio cuenta de que estaba exhausta, débil y descompuesta. Tal solía ser el efecto del uso ritual prolongado de la videncia; sin duda había interrumpido también sus ciclos, que habitualmente se presentaban durante la conjunción entre la luna y el sol. Esto se consideraba afortunado, pues en aquellos días las sacerdotisas se apartaban para proteger su poder, coincidiendo con la reclusión ritual de la luna nueva, cuando la misma Diosa se encerraba para salvaguardar la fuente de sus poderes.
Viviana, al coger la vaina, no pudo contener una exclamación de asombro. En verdad, a la propia Morgana le parecía una obra superior al trabajo humano, preñada de magia. Su tía, tocándola levemente, la envolvió en un largo paño de seda blanca.
—Lo has hecho bien —dijo.
Y Morgana pensó, con la mente hecha un torbellino: «¿Cómo se atreve a juzgarme? Yo también soy sacerdotisa y he ido más allá de sus enseñanzas»… y se escandalizó de su pensamiento.
Viviana le tocó delicadamente la mejilla.
—Ve a dormir, queridísima; esta gran obra te ha agotado.
Durmió larga y profundamente, sin soñar. Pero después de medianoche la despertó súbitamente un salvaje clamor de las campanas tocando a rebato, campanas de alarma, campanas de iglesia, un terror surgido de su infancia: «¡Nos atacan los sajones! ¡Despertad y armaos!»
Creyó despertar con sobresalto. No estaba en la Casa de las doncellas, sino en una iglesia; en la piedra del altar descansaba un juego de armas; en una mesa de caballete, a poca distancia, había un hombre con armadura, cubierto por un paño mortuorio. Sobre su cabeza el toque a rebato continuaba sonando, como para despertar a un muerto… No, puesto que el caballero muerto no se movía. Y de súbito, pidiendo perdón con una plegaria, ella arrebató la espada… Esta vez despertó del todo a la luz y el silencio de su habitación. Ni siquiera las campanadas de la otra isla podían llegar a la quietud de su alcoba de piedra. Las campanas, el caballero muerto y la capilla con las velas encendidas, las armas en el altar, la espada, todo había sido un sueño. «¿Cómo pude verlo? La videncia nunca se presenta sin que se la invoque. ¿Fue, entonces, sólo un sueño?»
Algo más tarde la mandaron llamar; su conciencia recordaba algunas de las visiones que habían flotado en su mente mientras bordaba la vaina, con la espada ante sí. La caída de un meteoro, un estrépito de truenos, un gran estallido de luz; extraída, aún humeante, para que la forjaran los pequeños herreros atezados que vivían en la tierra caliza, antes de que se levantara el círculo de piedras: un arma poderosa, digna de un rey, quebrada y vuelta a forjar, templada a sangre y fuego, endurecida… Una espada forjada tres veces, doblemente sagrada por no haber sido arrancada del vientre de la tierra…
Le habían dicho su nombre:
Escalibur
, que significa
«la que corta el acero»
. Las espadas de hierro de meteorito eran raras y preciosas; ésta bien podía valer un reino.
Viviana le indicó que se cubriera con el velo para acompañarla. Mientras descendían lentamente la colina, vio la alta figura de Taliesin Merlín, acompañado por Kevin, el bardo, que se movía con su andar vacilante y grotesco; parecía más torpe y feo que nunca, tan fuera de lugar como una bola de sebo adherida a una palmatoria de plata labrada. Y con ellos… Morgana quedó petrificada al reconocer el cuerpo esbelto y musculoso, la brillante melena dorada.
Arturo. Si la espada le estaba destinada, ¿no era natural que viniera a recibirla?
«Es un guerrero, un rey, el hermano que tuve en mi regazo». Le parecía irreal. Pero a través de aquel Arturo, del muchacho solemne que caminaba entre los dos druidas, vio al joven que se había puesto la cornamenta del Dios Astado: no ya niño, sino hombre, guerrero y rey.
A un susurro de Merlín, Arturo se arrodilló con reverencia ante la Dama del Lago. Luego vio a Morgana y se inclinó también ante ella, murmurando su nombre.
Ésta le respondió con una inclinación de cabeza: la había reconocido a pesar del velo. Se preguntó si tenía que arrodillarse ante el rey. Pero una Dama de Avalón no dobla la rodilla ante ningún poder humano. Y Morgana ya no volvería a hincarse.
La Dama del Lago alargó la mano hacia el joven para que se levantara.
—Habéis hecho un viaje largo —dijo—, y estáis fatigado. Morgana, llévalo a mi casa y dale algo de comer antes de continuar.
Entonces él sonrió, no como un futuro rey, no como un Elegido, sino como un simple muchacho hambriento.
—Os lo agradezco, señora.
Ya en la casa de Viviana, dio las gracias a la sacerdotisa que le llevó la comida y se lanzó sobre el plato. Algo más satisfecho, preguntó a Morgana:
—¿También vives aquí?
—La Dama vive sola, pero atendida por las sacerdotisas que se turnan para servirla. Habité aquí cuando me tocó servirla.
—¡Servir tú, la hija de una reina!
Morgana dijo adustamente:
—Es preciso servir antes de mandar. Viviana también sirvió en su juventud. Y en ella sirvo a la Diosa.
Arturo quedó pensativo.
—No conozco a esa gran Diosa —dijo al fin—. Merlín me dijo que la Dama era pariente tuya…, nuestra.
—Es hermana de Igraine, nuestra madre.
—Vaya, entonces es mi tía —comentó Arturo, como probando palabras que no acababan de encajar—. Esto es muy extraño para mí. Siempre intenté creer que mis padres eran Héctor y Flavila. No ignoraba que había algún secreto, desde luego.
Y como Héctor no hablaba de ello, suponía que era algo vergonzoso, que era hijo bastardo o algo peor. No recuerdo a Uther, mi padre. Ni a mi madre, aunque a veces, cuando Flavila me castigaba, solía soñar que vivía en otro sitio, con una mujer que me llenaba de mimos para luego apartarme de sí. Igraine, nuestra madre, ¿se parece mucho a ti?
—No. Es alta y pelirroja.
Arturo suspiró.
—Entonces supongo que no la recuerdo en absoluto. La que veía en mis sueños era como tú. Eras tú…
Se interrumpió; le temblaba la voz. «Terreno peligroso —pensó Morgana—; no nos atrevemos a hablar de eso.» Y dijo tranquilamente:
—Come otra manzana. Se cultivan en la isla.
—Gracias. —Cogió otra y le dio un mordisco—. Todo es tan nuevo y extraño, me han sucedido tantas cosas desde que… desde que… —Le falló la voz—. Pienso en ti constantemente. No puedo evitarlo. Lo que dije era verdad, Morgana: que te recordaría siempre por haber sido la primera. Siempre pensaré en ti con amor.
Ella comprendió que tenía que decir algo duro e hiriente. En cambio dio a sus palabras un tono amable, aunque distante.
—No tienes que pensar en mí de ese modo. Para ti no soy una mujer, sino una representante de la Diosa que vino a ti. Es una blasfemia recordarme como si fuera sólo una mortal. Olvídate de mí y recuerda a la Diosa.
—Lo he intentado —dijo con aire grave—: tienes razón. Es la manera de recordarlo, como una más entre las cosas extrañas que han sucedido desde que me sacaron de la casa de Héctor. Cosas misteriosas y mágicas. Como la batalla con los sajones. —Alargó el brazo y se arremangó para enseñar un vendaje, densamente cubierto con resina de pino ya ennegrecida—. Allí fui herido. Pero fue como un sueño, mi primera batalla. El rey Uther… —Tragó saliva, con los ojos gachos—. Llegué demasiado tarde para conocerlo. Su cuerpo yacía en la capilla, con sus armas en el altar; me dijeron que era la costumbre: cuando muere un bravo caballero se lo vela junto con sus armas. Y de pronto, mientras el sacerdote cantaba el Nunc Dimittis, las campanas tocaron a rebato. Era un ataque sajón. Los vigías entraron directamente en la iglesia, arrebataron las cuerdas al monje que estaba tocando a difuntos y dieron la alarma. Todos los hombres del rey tomaron sus armas y salieron corriendo. Yo sólo tenía mi puñal, pero arrebaté una lanza a uno de los soldados. «Mi primera batalla», pensaba. Pero entonces Cay, mi hermano de leche, el hijo de Héctor, dijo que había olvidado su espada en el alojamiento y me ordenó que fuera a traerla. Comprendí que lo hacía sólo para alejarme de la batalla, pues él y mi tutor decían que no estaba listo para el bautismo de sangre. En vez de correr a buscarla, entré en la iglesia y cogí la espada del rey, que estaba en el catafalco de piedra. Entonces vi a Merlín, que me dijo con la voz más potente que haya oído en mi vida: «¿De dónde sacaste esa espada, muchacho?»
»Me ofendió que me llamara muchacho, después de todo lo que había hecho en la isla del Dragón. Le dije que la espada del rey era para combatir a los sajones, no para permanecer inútil en una piedra vieja. En aquel momento se acercó Héctor y, al verme con la espada en la mano, ¡él y Cay se arrodillaron ante mí! Me pareció muy extraño. "Padre, ¿por qué os arrodilláis? Oh, levantaos, esto es terrible." Y Merlín clamó, con esa voz tremenda: "Es el rey, justo es que tenga la espada".