Uriens la observó; el vestido oscuro hacía más clara su tez.
—Vuestra hermana es muy hermosa. Cualquier hombre se consideraría afortunado por desposarla.
Mientras volvía a su asiento, Arturo comentó:
—Lleva mucho tiempo soltera. Sin duda desea tener un hogar propio en vez de servir a otra. Y es demasiado culta para la mayoría de los jóvenes. Sólo lamento que sea tan viejo.
—Creo que será más feliz con un hombre maduro —dijo Ginebra—. No es una niña alocada.
Morgana se acercó y les hizo una reverencia. En público estaba siempre sonriente e impasible; por una vez la reina se alegró de tal actitud.
—Hermana —dijo Arturo—, he recibido una propuesta matrimonial para ti. Y después de lo sucedido esta mañana creo que tendrías que pasar un tiempo lejos de la corte.
—En verdad me alegraría alejarme de aquí, hermano.
—Bien, pues. ¿Te gustaría vivir en Gales del norte? Dicen que aquello es desolador, pero no más que Tintagel, supongo.
Para sorpresa de Ginebra, Morgana se ruborizó como una muchacha de quince años.
—No voy a fingirme sorprendida, hermano.
Arturo rió entre dientes.
—¡Vaya! El muy astuto no me dijo que había hablado contigo.
Morgana, arrebolada, jugaba con el extremo de una trenza.
Ginebra se dijo que parecía mucho más joven de lo que era.
—Podéis decirle que me hará feliz vivir en Gales del norte.
Arturo apuntó delicadamente:
—¿No te molesta la diferencia de edades?
—Si a él no le molesta, a mí tampoco.
—Sea. —Y Arturo llamó por señas a Uriens, quien se acercó radiante—. Mi hermana me ha dicho que le gustaría ser la reina de Gales del norte, amigo mío. No veo obstáculos para celebrar la boda con toda prontitud, quizás el domingo.
Y alzó la copa, anunciando a todos los presentes:
—Brindemos por una alianza, amigos. Una boda entre la señora Morgana de Cornualles, mi querida hermana, y mi buen amigo el rey Uriens, de Gales del norte.
Por fin aquello empezaba a parecer un festín de Pentecostés. Se alzó una tempestad de aplausos, gritos de congratulación y aclamaciones. Morgana permanecía quieta como una piedra.
«Ha accedido; dijo que él le había hablado», pensó Ginebra. Y entonces recordó al joven que había estado flirteando con Morgana. ¿No era hijo de Uriens? Accolon: así se llamaba. ¡Pero Morgana no podía suponer que le propondría matrimonio, siendo ella mayor! Y se preguntó si su cuñada armaría un escándalo.
De pronto, con otro acceso de odio, se dijo: «¡Ahora verá lo que es ser entregada en matrimonio a quien no se ama!»
—Conque serás reina, hermana —dijo, cogiéndola de la mano—. Y yo, tu dama de honor.
Pese a esas dulces palabras, Morgana la miró a los ojos. Y Ginebra supo que no se dejaba engañar.
«Sea. Al menos ya no será preciso que nos finjamos amistad.»
HABLA MORGANA…
Para ser un matrimonio destinado a terminar así, supongo que se inició muy bien. Ginebra me organizó una gran boda, teniendo en cuenta lo mucho que me odiaba: tuve seis damas de honor, de las cuales cuatro eran reinas. Arturo me dio gran parte de las joyas de mi madre y algunas del botín tomado a los sajones. Quise protestar, pero Ginebra me recordó que Uriens querría ver a su esposa bien vestida, como corresponde a una reina: con un encogimiento de hombros, me dejé ataviar como una muñeca. Una de las piezas era un collar de ámbar que recordaba haber visto en el cuello de Igraine cuando era muy niña. Ahora me pertenecía, junto con tantas otras cosas que me pareció imposible poder usarlas jamás.
Lo único que solicité, retrasar la boda para mandar a buscar a Morgause, mi única parienta viva, no se me concedió. Quizá temieron que recobrara el tino y revelara que, al aceptar la alianza con Gales del norte, no pensaba en el anciano rey sino en Accolon. Estoy segura de que al menos Ginebra lo sabía. Me pregunté qué pensaría el joven de mí: tras haberlo aceptado, prácticamente, terminaba la noche comprometida en público con su padre. Pero no tuve oportunidad de preguntárselo.
De cualquier modo, supongo que Accolon querría una novia de quince años. Una mujer de treinta y cuatro, según decían todos, tenía que contentarse con un viudo que la quisiera por sus vínculos familiares, por su belleza o sus posesiones o quizá como madre para sus hijos. Mis vínculos familiares no podían ser mejores. En cuanto al resto, tenía unas cuantas joyas, pero no me imaginaba madre de Accolon y de los otros vástagos del anciano. Abuela de sus nietos, tal vez. Y recordé, sorprendida, que la madre de Viviana había sido abuela antes de cumplir mi edad.
En los tres días transcurridos entre Pentecostés y la boda, sólo una vez charlé a solas con Uriens. Tal vez esperaba que él me rechazara al enterarse de todo, sabiendo que esos reyes cristianos daban tanta importancia a la virginidad de la esposa.
—Ya he dejado muy atrás los treinta años, Uriens —le dije—, y tampoco soy doncella. —No había manera elegante de decir algo así.
Él tocó la pequeña media luna azul tatuada entre mis cejas, ya descolorida.
—Fuisteis sacerdotisa de Avalón y os presentasteis doncella al Dios, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Continuó:
—En mi pueblo todavía hay quienes lo hacen y yo no me esfuerzo por prohibirlo. Los campesinos piensan que Cristo está bien para los nobles, pero prefieren a los antiguos. Accolon piensa igual, pero como los sacerdotes están asumiendo tanto poder es necesario no ofenderlos. A mí me importa poco qué Dios adore mi pueblo, siempre que haya paz, en mi reino, pero en otros tiempos usé la cornamenta. Juro que jamás os haré reproches, señora Morgana.
«Ah, Madre Diosa —pensé—, esto es grotesco.»
—Hay otra cosa que tenéis que saber: di un hijo al Astado.
—He dicho que no os reprocharé nada del pasado, señora.
—No comprendéis. Ese nacimiento fue tan difícil que no podré tener otro hijo.
Seguramente el rey querría una novia fértil tanto como su hijo. Me dio palmaditas en la mano. Creo que para consolarme.
—Tengo todos los hijos varones que necesito.
«Es un anciano necio pero amable —pensé—. Si estuviera loco de deseo por mí, me daría asco. Pero la amabilidad es soportable.»
—¿Os entristece la ausencia de vuestro hijo, Morgana? Si queréis podemos mandar a buscarlo y criarlo en mi corte, como corresponde al hijo de la duquesa de Cornualles y reina de Gales del norte.
Esa bondad me llenó los ojos de lágrimas.
—Sois muy gentil —dije—, pero está bien allá, en Avalón.
—Bueno, si cambiáis de opinión decídmelo. Ha de tener la edad de mi hijo menor, Uwaine.
—Suponía que vuestro hijo menor era Accolon, señor.
—No, no. Uwaine tiene sólo nueve años. Su madre murió al darle a luz. No creíais que un anciano como yo pudiera tener un hijo de nueve años, ¿verdad?
«Oh, sí que lo creo», pensé, con una sonrisa irónica; los hombres se enorgullecen mucho de su capacidad de engendrar hijos varones, como si no fuera algo que puede hacer cualquier gato de albañal. La mujer tiene algún motivo para ese orgullo, pues al menos tiene que llevar al niño en su cuerpo durante casi un año y sufrir el alumbramiento. Pero dije, tratando de convertirlo en broma:
—Recuerdo un dicho de mi país, señor: un esposo de cuarenta años puede no llegar a ser padre, pero un esposo de sesenta seguro que lo conseguirá.
Lo había dicho deliberadamente Si se hubiera ofendido Por lo escabroso de la frase, habría sabido cómo tratarlo en el futuro, siempre con pudor y discreción. Pero se echó a reír con ganas.
—Creo que vos y yo nos llevaremos muy bien, querida. Ya he tenido suficientes esposas jóvenes que no sabían reír. Mis hijos se ríen de mí porque volví a casarme tras el nacimiento de Uwaine, pero a decir verdad, señora Morgana, uno se habitúa a vivir en pareja; es cierto que deseaba aliarme por casamiento con vuestro hermano, pero también me siento solo. Y se me ocurre que a vos, soltera durante tanto tiempo, no os disgustará tener un hogar y un esposo, aunque no sea joven ni gallardo Espero no haceros demasiado infeliz.
Al menos no pretendía verme loca de entusiasmo por ese gran honor. Podría haberle dicho que eso no sería ningún cambio: nunca había sido realmente feliz lejos de Avalón y al menos estaría mejor sin la malevolencia de Ginebra. Me entristecía un poco no poder fingirme su leal cuñada, pues en otros tiempos habíamos sido verdaderas amigas y el cambio no estaba en mí. Nunca había querido robarle a Lanzarote, pero ¿cómo explicárselo? Nuestra primera cópula fue tal como esperaba. Me acarició y forcejeó sobre mí durante un rato, resoplando y jadeando; luego terminó súbitamente y se quedó dormido a un lado. No fue una desilusión, pues no esperaba nada mejor; tampoco me molestó acurrucarme en la curva de su brazo. A él le gustaba tenerme allí, aunque pasadas las primeras semanas rara vez me hacía el amor; a veces me retenía en sus brazos durante horas, charlando de distintas cosas; más aún, me escuchaba. A diferencia de los romanos del sur, los hombres de las Tribus nunca desdeñaban el consejo femenino. Por eso, al menos, cabía estarle agradecida.
Gales del norte era un bello país, con grandes colinas y montañas, fértil en árboles y flores; el suelo era rico y sus cosechas, abundantes. Uriens había construido su castillo en uno de los mejores valles. Su hijo Avalloch, así como su esposa y sus hijos, me lo consultaban todo. Uwaine, el hijo menor, me llamaba «madre». Así llegué a imaginar lo que significaba criar a un hijo, cuidarlo y corregirlo. Uwaine era la desesperación del cura que lo instruía, pero el orgullo del maestro de armas. Por alborotador que fuera, yo le tenía mucho cariño, como a un hijo propio. Él, que no había conocido a su madre, era siempre benévolo conmigo; solía atenderme durante la cena y se sentaba a escucharme tocar la lira. Los varones de esa edad no son fáciles de controlar, pero había momentos tiernos. Tras un día de salvajismo o malhumor, venía súbitamente a sentarse a mi lado y cantaba al compás de mi arpa, o me traía flores silvestres, una o dos veces, torpe y tímido como un polluelo de cigüeña, se inclinó para rozarme la mejilla con los labios. Yo lamentaba a menudo no tener hijos propios que criar, pues en esa corte tranquila, lejos de las guerras y de los problemas del sur, había muy poco quehacer. Y entonces, un año después de mi boda con Uriens, Accolon volvió a la corte.
E
l verano en las colinas. En el jardín de la reina, el huerto se cubrió de flores rosas y blancas. Morgana, que caminaba entre los árboles, sentía en la sangre una dolorosa nostalgia al recordar la primavera de Avalón. Se acercaba el solsticio de verano; al calcularlo, Morgana se dijo, melancólica, que los efectos de media existencia vivida en Avalón empezaban a esfumarse: las mareas ya no corrían por su sangre.
«¿Por qué engañarme? No es que lo haya olvidado, sino que ya no me permito experimentarlas.» Morgana se analizó desapasionadamente: túnica oscura y lujosa, las joyas de Igraine y las de su predecesora. A Uriens le gustaba verla ataviada como corresponde a una reina. «Algunos reyes matan a sus prisioneros políticos o los esclavizan en sus minas. Si al rey de Gales del norte le place cargar de alhajas a su cautiva y exhibirla a su lado bajo el título de reina, ¿por qué no?» Aun así, sentía en su plenitud el flujo del verano. Hacia abajo, en la ladera, un labriego azuzaba a su buey con exclamaciones. Era la víspera del solsticio.
El domingo un cura llevaría su procesión de antorchas alrededor de los sembrados, entonando salmos y bendiciones. Los aristócratas y los caballeros más ricos, todos cristianos, habían persuadido al pueblo de que, en un país cristiano, aquello era más decoroso que las costumbres antiguas de encender fogatas y convocar a la Diosa con el culto antiguo. No por primera vez, Morgana lamentó no ser sólo una de las sacerdotisas, sin la sangre real de Avalón.
«Aún estaría allá —pensó—, trabajando para la Dama, en vez de ser un náufrago perdido en tierra extraña…» De pronto se volvió para cruzar el jardín en flor, con la mirada baja para no ver los capullos de los manzanos.
«La primavera viene una y otra vez, y la sigue el verano con su fructificación. Pero yo sigo sola y estéril, como esas vírgenes cristianas encerradas entre los muros de los conventos.» Impuso su voluntad a las lágrimas, que últimamente parecían estar siempre a punto de aflorar, y entró. Detrás de ella, el sol poniente extendió su carmesí sobre los sembrados, pero se negó a mirarlo; allí todo era gris y yermo. «Tan gris y yermo como yo.»
Una de las mujeres la saludó diciendo:
—El rey ha vuelto, mi señora, y quiere veros en su alcoba.
—Sí, supongo que sí —dijo Morgana, más para sí misma que para la mujer. Un fuerte dolor de cabeza le oprimía la frente; durante un momento no pudo respirar ni caminar por la oscuridad interior del castillo que, durante todo el frío invierno, se había cerrado en torno a ella como una trampa. Reprochándose tales tonterías, apretó los dientes y entró en la alcoba de Uriens. Lo encontró a medio vestir, tendido en la cama, mientras su criado le frotaba la espalda.
—Has vuelto a fatigarte —dijo Morgana. Y evitó añadir: «Ya no tienes edad para recorrer tus tierras de ese modo.»
Uriens había ido a una población cercana, para mediar en una disputa de tierras. Ahora quería que ella se sentara a su lado y escuchara lo sucedido. Morgana ocupó una silla, prestándole atención sólo a medias.
—Puedes irte, Berec —dijo a su criado—. Mi señora me traerá la ropa. —Y cuando el hombre se fue pidió—: ¿Me frotas los pies, Morgana? Tienes mejores manos que él.
—Claro. Pero tendrás que sentarte en la silla.
Uriens tendió las manos para que su esposa lo ayudara a levantarse. Morgana le puso un escabel bajo los pies y se arrodilló a su lado para restregar los pies flacos y encallecidos, hasta que la sangre subió a la superficie, dándoles nuevamente un aspecto de vida. Luego le masajeó los dedos torcidos con aceites de hierbas.
—Tienes que encargar a tu criado que te haga botas nuevas —le dijo—. Las viejas, con ese desgarro, te harán una llaga aquí. ¿Ves la ampolla?
—Pero las viejas me van tan bien… Y las botas nuevas son siempre duras —protestó él.