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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (34 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Durante su tensa visita de despedida a Igraine pensó que Morgause se parecía más a la madre que recordaba. Igraine se había hecho vieja, severa y beata; separarse de ella fue un alivio. Al regresar a Avalón supo que volvía al hogar. Pero ¿y si no fuera así?

20

E
ra muy temprano cuando Morgana se escabulló de la Casa de las doncellas para ir al pantano. Rodeó el Tozal para llegar al bosque: con un poco de suerte hallaría lo que deseaba allí mismo, sin adentrarse en la bruma.

Necesitaba una raíz, la corteza de un arbusto y dos tipos de hierba. Podría haberlas cogido de las despensas, pero no quería verse obligada a explicar para qué las pedía. Y como no deseaba las bromas ni la compasión de las otras mujeres, prefería buscarlas ella misma.

Recorrió una distancia considerable antes de notar que aún no se había adentrado en las brumas. Al mirar a su alrededor cayó en la cuenta de que se encontraba en una zona desconocida para ella… y eso era una locura. Llevaba más de diez años viviendo en Avalón; conocía cada loma, cada camino, casi todos sus árboles. Era imposible que se hubiera perdido, pero así era. Caminaba por un bosque más denso, donde los árboles eran más viejos. Había arbustos y hierbas que nunca había visto.

¿Era posible que, de algún modo, hubiera penetrado entre las nieblas sin darse cuenta? ¿Estaría ya en las tierras que rodeaban el lago y la isla? No: quien traspasaba los límites de Avalón se encontraba forzosamente con las aguas del lago. Incluso Ginebra había aparecido, no en el bosque, sino en el pantano. No se encontraba, pues, en la isla de los Sacerdotes ni en tierra firme. Tampoco en ninguna parte de Avalón. Al levantar la vista para orientarse por el sol, no pudo verlo. Aunque ya era pleno día, la luz era como un suave resplandor que parecía brotar de todo el cielo.

Morgana empezaba a notar el sudor frío del miedo. No estaba en el mundo que conocía. ¿Acaso existía, dentro de la magia druídica que había retirado Avalón del mundo, otro país desconocido, más allá del suyo o superpuesto a él? Echó un vistazo a los gruesos árboles: vetustos robles y avellanos, sauces… Nunca los había visto. Había un roble retorcido tan viejo que no le hubiera pasado por alto en Avalón.

«¡Por la Diosa! ¿Dónde estoy?» Tenía que continuar caminando hasta hallar algún detalle que le fuera conocido o bien hasta encontrarse con la bruma, para regresar a través de ella.

Avanzó lentamente por el bosque, cada vez más denso. Más adelante parecía haber un claro, rodeado de avellanos que nunca habían sido tocados, ni siquiera por el cuchillo de los druidas: aquel no era el bosquecillo de avellanos de Avalón. Al llegar vio una pequeña mata de la hierba que buscaba. Se arrodilló, con la falda protegiéndole las rodillas, y comenzó a excavar en torno de la raíz.

En dos ocasiones tuvo la sensación de que la observaban, pero cuando alzaba la vista sólo quedaba una sombra de movimiento entre los árboles. La tercera vez trató de no levantar la cabeza, diciéndose que allí no había nadie. Cuando hubo arrancado la hierba, empezó a mondar la raíz, murmurando el encantamiento correspondiente: una oración a la Diosa para que diera vida a otras matas en el mismo lugar. Pero la sensación de ser observada se tornó más fuerte. Por fin Morgana alzó la vista. Casi invisible, a la sombra de los árboles, una mujer la observaba.

No era una de las sacerdotisas. Morgana no la había visto nunca. Vestía de color verde grisáceo, como las hojas de sauce a finales de verano, y una especie de capa oscura. Ceñido al cuello se vislumbraba un brillo de oro. Su porte era el de una sacerdotisa o una reina. Morgana no habría podido calcular su edad, pero las arrugas que le rodeaban los ojos hundidos indicaban que ya no era joven.

—¿Qué haces, Morgana de las Hadas?

Algo helado le corrió por la espalda. ¿Cómo podía saber su nombre? Pero disimuló su temor con habilidad de sacerdotisa.

—Si conocéis mi nombre, señora, sin duda sabéis lo que estoy haciendo.

Apartó con decisión los ojos de aquella mirada oscura y continuó mondando la raíz. Luego volvió a levantar la vista, con la esperanza de que la extraña mujer hubiera desaparecido. Pero aún estaba allí, observándola serenamente. Ahora contemplaba sus manos sucias, la uña que se había roto al arrancar la hierba.

—Sí, ya veo lo que estás haciendo y lo que piensas hacer. ¿Por qué?

—¿Qué importancia tiene para vos?

—Para mi pueblo la vida es preciosa —dijo la mujer—, aunque no gestamos ni morimos tan fácilmente como vosotros. Pero tú, Morgana, llevas la sangre real del pueblo antiguo y, por lo tanto, somos parientas lejanas. Por eso me extraña que quieras deshacerte del único hijo que tendrás.

Morgana tragó saliva con dificultad y se puso de pie, consciente de sus manos sucias, de las raíces a medio mondar, de la falda arrugada: parecía una pastora ante una suma sacerdotisa.

—¿Por qué lo decís? —la desafió—. Todavía soy joven. ¿Qué os hace pensar que, si me deshago de esta criatura, no tendré otras diez o doce?

—Había olvidado que, cuando la sangre del pueblo de las hadas se ha diluido, la videncia llega mutilada e incompleta —dijo la desconocida—. Basta decir que lo he visto. Piénsalo dos veces, Morgana, antes de rechazar lo que la Diosa te envió del Macho rey.

Súbitamente Morgana se echó a llorar.

—¡No lo quiero! —tartamudeó—. ¡No lo busqué! ¿Cómo pudo la Diosa hacerme esto? Si te envía ella, ¿puedes darme una explicación?

La extraña la miró con tristeza.

—Yo no soy la Diosa, Morgana, ni siquiera su emisaria. Mi pueblo no conoce dioses: sólo el pecho de la madre, la que tenemos bajo los pies y sobre la cabeza, de la que provenimos y a la que volvemos cuando acaba nuestro tiempo. Por lo tanto, protegemos la vida y nos duele verla malograda. —Se adelantó para coger la raíz que Morgana tenía en las manos y la dejó caer al suelo—. No la necesitas.

—¿Cómo os llamáis? —exclamó Morgana—. ¿Qué lugar es éste?

—En tu idioma no podrías pronunciar mi nombre —dijo la extraña. Y de pronto Morgana se preguntó en qué idioma estaban hablando—. En cuanto a este lugar, es el bosque de los avellanos y es lo que es. Conduce a mi tierra. Y aquel camino —señaló— te llevará a la tuya, a Avalón.

Morgana siguió con la mirada la dirección del dedo. Sí, allí había un sendero, aunque habría jurado que a su llegada no existía. La extraña continuaba de pie, a poca distancia. Olía de una manera extraña: no era la fetidez del cuerpo sin lavar, sino una fragancia curiosa e indefinible, como de alguna hierba desconocida, un olor fresco, casi amargo. De la misma manera que las hierbas rituales para la videncia, le dio la sensación de que hechizaba sus ojos, permitiéndole ver más que de costumbre, como si todo fuera límpido y nuevo.

La mujer dijo con voz grave e hipnótica:

—Puedes quedarte conmigo, si quieres; te haré dormir para que alumbres a tu hijo sin dolor. Lo ampararé porque la vida es muy fuerte en él, y aquí vivirá más tiempo que entre los de tu especie. Pues veo un destino para él en tu mundo: tratará de hacer el bien y, como la mayoría de los tuyos, sólo hará daño. Pero si permanece aquí, entre los míos, vivirá mucho tiempo (tú dirías que por siempre) y llegará a ser un mago o un hechicero; vivirá entre árboles y criaturas salvajes que nunca fueron domesticadas por el hombre. Quédate aquí, pequeña; dame al hijo que no quieres tener y podrás volver con los tuyos sabiendo que es feliz y está libre de todo mal.

Morgana tuvo de pronto un frío mortal. Sabía que aquella mujer no era del todo humana; ella misma tenía algo de aquella antigua sangre de duendes. Se apartó de la extraña y echó a correr. Corrió hacia el sendero que le había señalado, corrió con desesperación, como si la persiguiera un demonio. Detrás de ella la mujer alzó la voz:

—Deshazte de tu hijo o estrangúlalo al nacer, Morgana de las Hadas, pues tu pueblo ya tiene su destino y ¿cuál es el del hijo del Macho rey? El rey tiene que morir y ser abatido a su vez…

Pero la voz se apagó al internarse Morgana en la bruma, corriendo y tropezando, entre abrojos que la retenían en su despavorida fuga, hasta que salió de la niebla al sol deslumbrante y al silencio. Entonces supo que estaba otra vez en las orillas familiares de Avalón.

Volvía a haber luna nueva. Avalón estaba cubierto de brumas y nieblas estivales, pero Viviana conocía los cambios de la luna como si fueran los flujos de su sangre. Durante un rato se paseó en silencio por la casa. Al fin dijo a una de las sacerdotisas:

—Tráeme la lira.

Pero cuando se sentó con el instrumento en las rodillas no hizo sino pulsar indolentemente las cuerdas, sin ánimo para hacer música.

Cuando la noche empezaba a palidecer, Viviana cogió una lámpara pequeña. Su ayudante salió deprisa del cuarto interior, pero ella negó con la cabeza sin decir nada y se alejó por el sendero, callada como un espectro, hacia la Casa de las doncellas.

Ya en el cuarto donde dormía Morgana, se acercó para contemplar aquel rostro tan parecido al suyo. Morgana, dormida, volvía a ser la niña que había llegado a Avalón, tanto tiempo atrás, invadiendo el corazón de Viviana. Bajo las pestañas negras tenía profundas sombras oscuras; el borde de los párpados estaba enrojecido, como si hubiera llorado hasta quedarse dormida.

Con la lámpara en alto, la Dama contempló largo rato a su joven sobrina. La amaba como no había amado a sus hermanas ni a ninguno de los hombres que compartieron su lecho, ni siquiera a Cuervo, a quien había instruido desde los siete años. Sólo una vez había experimentado ese fiero amor, ese tormento interno, por la hija que tuvo en su primer año de sacerdotisa y a la que había enterrado seis meses después, llorando por última vez, antes de cumplir los dieciséis años.

La mujer que se alejó de aquella tumba diminuta, sin derramar lágrimas, era una persona completamente distinta, que en adelante se mantendría ajena a cualquier emoción humana. Amable, satisfecha y hasta feliz en ocasiones, pero jamás la misma. Había amado a sus hijos varones, pero al alumbrarlos ya estaba resignada a que los criara una madre adoptiva. En ocasiones, Viviana sentía, en el fondo de su corazón, que la Diosa le había devuelto a su difunta hija bajo la forma de Morgana.

«Y ahora solloza y es como si cada lágrima me quemara el corazón. Me diste a esta niña para que la amara, Diosa, y no obstante tengo que entregarla a este tormento…» Se llevó rápidamente una mano a los ojos, sacudiendo la cabeza para que la única lágrima desapareciera sin dejar rastro. «Ella también ha jurado aceptar lo que deba ser; sus sufrimientos aún no han comenzado.»

Morgana se agitó en el lecho. Viviana, temiendo tener que enfrentarse a la acusación de sus ojos si despertaba, salió rápidamente para volver a su vivienda.

Trató de dormir, pero no pudo. Ya casi había amanecido cuando vio una sombra que cruzaba la pared, formando una cara en la penumbra: era la Parca; la esperaba con la figura de una anciana vestida de harapos y jirones de sombra.

«¿Has venido por mí, madre?»

«Todavía no, hija mía y mi otro yo. Espero aquí para recordarte que te aguardo, como a todos los mortales.»

Viviana parpadeó. Cuando abrió los ojos el rincón estaba oscuro y desierto. «No necesito ningún recordatorio de lo que me espera.»

Aguardó en silencio hasta que el alba penetró en el cuarto. Luego llamó a la sacerdotisa que la asistía y le ordenó:

—Tráeme a la señora Morgana.

Morgana se presentó con el atuendo de las sacerdotisas de más alto rango, con el pelo recogido en una trenza y la pequeña hoz colgada de su cordón negro. La boca de Viviana se tensó en una seca sonrisa. Después de intercambiar un saludo, cuando tuvo a la joven sentada a su lado, le dijo:

—Ya han pasado dos lunas nuevas. Dime, Morgana, ¿ha sembrado tu vientre el Astado del bosque?

Su sobrina la miró como animalillo asustado dentro de una trampa. Luego dijo, colérica y desafiante:

—Me dijiste que tenía que obrar según mi criterio. Me he deshecho de él.

—No es cierto —aseveró Viviana, dando a su voz un tono firme y distante—. ¿Por qué me mientes? Sé que no lo has hecho.

—¡Lo haré!

Viviana sintió el poder de la muchacha; por un momento, al verla levantarse precipitadamente del banco, le pareció alta e imponente. Pero era un truco de sacerdotisa que ella también dominaba.

«Me ha superado. Ya no puedo imponerle respeto.» Aun así invocó toda su autoridad.

—No lo harás. La sangre real de Avalón no se puede malograr.

De pronto Morgana cayó al suelo. Por un momento, Viviana temió que rompiera en un llanto salvaje.

—¿Por qué me hiciste esto, Viviana? ¿Por qué me utilizaste de ese modo? ¡Yo creía que me amabas!

Tenía el rostro contraído, aunque no lloraba.

—Pongo a la Diosa por testigo de que te amo como nunca he amado a ser humano sobre la tierra —dijo la Dama con voz serena, pese al dolor que le atravesaba el corazón—. Pero ya te dije al traerte aquí que llegaría el momento en que me odiaras tanto como me amabas entonces. Soy la Dama de Avalón y no me justifico por mis acciones. Hago lo que debo, ni más ni menos. Y también lo harás tú cuando llegue el día.

—¡Ese día no llegará jamás! —exclamó Morgana—. ¡Aquí y ahora te digo que te he servido de títere por última vez! ¡Nunca más!

Viviana mantuvo la voz serena, como corresponde a una sacerdotisa, que ha de mantener la calma aun cuando se derrumbe el cielo.

—Cuida de no maldecirme, Morgana; las palabras pronunciadas tienen la mala costumbre de regresar cuando menos conviene.

—¿Maldecirte? No era mi intención —contestó la joven de inmediato—. Pero no seguiré siendo tu juguete. En cuanto a este hijo por el que moviste cielo y tierra, no lo alumbraré en Avalón para que puedas jactarte de tu obra.

—Morgana… —dijo Viviana alargando la mano.

Pero aquélla retrocedió un paso.

—Que la Diosa te trate como me has tratado, señora.

Sin una palabra más, dio media vuelta y abandonó la habitación sin esperar autorización. La Dama se quedó petrificada, como si las últimas palabras de Morgana hubieran sido, en verdad, una maldición.

Cuando al fin pudo pensar con claridad llamó a una de las sacerdotisas. El día ya estaba avanzado y la luna, una finísima hoz creciente, era visible en el cielo de occidente.

—Di a mi sobrina, la señora Morgana, que venga a asistirme; no le di autorización para retirarse.

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