La tiniebla, la vida interior de la selva; el silencio de los ciervos… Morgana arrojó su poder y su bendición sobre el bosque. Una parte de ella yacía en la colina soleada, en trance; la otra corría con los ciervos y los hombres, hasta que fueron uno, fundidos en uno.
Sintió que, en lo más profundo del bosque, el Macho rey alzaba la cabeza, olfateando el viento, captando el olor de un enemigo, uno de los suyos, uno de la tribu extraña. La cornamenta se agitó, buscando la presa, el rival donde no puede haber ninguno.
«¡Ah, Diosa…!» Ya corrían a través de la maleza. Y tras ellos, los hombres. Correr, correr hasta que el corazón se salga del pecho, hasta que la vida se imponga a todo conocimiento o idea. Correr con los ciervos que huyen y los hombres que persiguen, correr con el sol y las mareas de primavera, correr con el flujo de la vida…
Inmóvil, con la cara apretada contra la tierra y el sol quemándole la espalda, Morgana empezó a ver. Fue como si lo hubiera visto antes, mucho tiempo atrás: el joven alto y fibroso, apretando el cuchillo con la mano, cayendo entre los ciervos, entre las pezuñas. Supo que gritaba con todas sus fuerzas y, simultáneamente, que su grito había resonado por todas partes. Incluso el Macho rey se detuvo en plena carga, horrorizado. Y en aquel instante Morgana vio al joven levantarse trabajosamente, jadeando, para lanzarse al ataque con la cabeza gacha, balanceando la cornamenta, y lo vio luchar con el ciervo, las manos fuertes y el cuerpo joven. Una puñalada hacia arriba; sangre vertida en la tierra. El astado también sangraba por un largo tajo abierto en el costado: sacrificio ofrendado a la Madre para alimentar la vida. Después su espada halló el corazón, y la sangre del Macho rey lo cubrió como un torrente. Y los hombres que lo rodeaban acudieron con sus lanzas…
Morgana vio que lo llevaban cubierto por la sangre de su gemelo y rival, el Macho rey. A su alrededor, los hombrecillos morenos blandían sus cuchillos y le colocaban el pellejo, crudo y aún caliente, en los hombros. Volvían triunfantes, y las fogatas se alzaron en la creciente oscuridad. Y cuando las mujeres la levantaron, no la sorprendió ver que el sol se estaba poniendo.
Y se tambaleó, como si también ella hubiera corrido todo el día con los hombres y los ciervos.
La coronaron otra vez con el carmesí del triunfo. Le llevaron el Astado sangrante para que lo bendijera y le señalara la frente con la sangre del ciervo. Cortaron la cabeza con la cornamenta que derribaría al próximo Macho rey; la que se había usado aquel día, partida y astillada, fue arrojada al fuego. Pronto se alzó el olor a carne quemada y Morgana se preguntó si era carne de hombre o de ciervo macho.
Los sentaron juntos y les llevaron las primeras porciones, rezumando sangre y grasa. Morgana notó que la cabeza le daba vueltas: después de su largo ayuno, el sabor de la carne era excesivo; por un momento temió vomitar otra vez. A su lado, él comía con apetito; sus manos eran fuertes y hermosas… Morgana parpadeó: en un extraño momento, había creído ver serpientes enroscadas a ellas, pero desaparecieron. A su alrededor, los hombres y mujeres de la Tribu compartían el banquete ritual y cantaban el himno del triunfo, en un lenguaje antiguo que entendió sólo a medias:
Ha triunfado, ha matado…
…la sangre de nuestra Madre, derramada en la tierra…
…la sangre del Dios, derramada en la tierra…
… y él se alzará y reinará por siempre…
… ha triunfado, triunfará por siempre hasta el fin del mundo…
La anciana sacerdotisa que la había ataviado por la mañana le acercó una copa de plata a los labios. Fuego, con un fuerte regusto a miel. Ya estaba ebria de carne, pues sólo la había probado unas cuantas veces en los siete últimos años. Se la llevaron para desnudarla y adornarle el cuerpo con más pintura y más guirnaldas, marcándole los pezones y la frente con la sangre del ciervo muerto.
«La Diosa recibe a su consorte y volverá a matarlo al final de los tiempos, parirá a su Hijo oscuro que derribará al Macho rey…»
Una niña, pintada de azul de pies a cabeza, corrió por los campos arados con una bandeja, esparciendo gotas oscuras. Morgana oyó el gran grito que se alzaba tras ella.
—Los campos han sido bendecidos. ¡Danos alimento, oh Madre nuestra!
Y durante un instante, una pequeña parte de Morgana, mareada y borracha, pensó fríamente que debía de estar loca: ella, una mujer educada, princesa, sacerdotisa y descendiente de la estirpe real de Avalón, pintada como una salvaje, oliendo a sangre, tolerando esa barbarie…
Y todo volvió a desaparecer, en tanto la luna llena, serena y orgullosa, se elevaba por encima de las nubes que la habían ocultado a la vista. Bañada por la luz de la Diosa, que la inundaba, dejó de ser Morgana. No tenía nombre; era sacerdotisa, doncella y madre. Le colgaron una guirnalda de bayas carmesíes sobre la ingle; el brutal simbolismo la llenó de súbito miedo. Sintió todo el peso de la virginidad recorriéndola como la marea primaveral. Una antorcha resplandeció ante sus ojos; la llevaron a la oscuridad, a una cueva llena de silencios y ecos. Alrededor, en los muros, se veían los símbolos sagrados del ciervo y los cuernos, el hombre astado, el vientre hinchado y los pechos plenos de La Que Da la Vida…
La sacerdotisa acostó a Morgana en el lecho de pieles de ciervo. Tuvo frío y miedo, y se estremeció, y la anciana arrugó la frente en un gesto de compasión. Luego la rodeó con sus brazos y la besó en los labios, y Morgana se asió a ella con súbito terror, como si fuera su madre. Luego la mujer volvió a besarla, sonriente, y le tocó los pechos en señal de bendición. Y se fue.
Se quedó acostada allí, rodeada por la vida de la tierra; tenía la sensación de expandirse, de llenar toda la cueva. Por encima de ella, la gran figura de yeso, hombre o ciervo, marchaba con el falo erecto. La luna invisible de fuera le llenó el cuerpo de luz, en tanto la Diosa corría por su interior, cuerpo y alma. Alargó los brazos, sabiendo que fuera de la caverna, a la luz de los fuegos fecundos, hombres y mujeres se unían atraídos por las corrientes palpitantes de la vida. La niña pintada de azul cayó envuelta por los brazos de un anciano cazador; Morgana percibió su breve forcejeo y su grito, antes de abrir las piernas a la irresistible fuerza de la naturaleza. Veía sin ver, con los ojos cerrados por el fulgor de la antorcha, oyendo los gritos. Ahora él estaba a la entrada de la cueva, ya sin los cuernos, con el pelo manchado, el cuerpo untado de azul y de sangre, blanca la piel como el blanco yeso de la gran figura. El Astado, el consorte. Él también se movía como aturdido, sin más vestimenta que una guirnalda colgándole sobre la ingle, erecta la vida en él. Se arrodilló a su lado; era casi un niño, alto y rubio. «¿Por qué eligieron a un rey que no es uno de ellos?», el pensamiento le cruzó la mente como un rayo de luna y desapareció; ya no pensaba.
Ha llegado el momento de que la Diosa dé la bienvenida al Astado… Él se arrodilló junto a las pieles, bamboleándose, deslumbrado por la antorcha. Ella le asió las manos para atraerlo sobre sí, sintiendo el suave calor, el peso de su cuerpo. Tuvo que guiarlo. Soy la Gran Madre que lo sabe todo, doncella, madre y omnisciente, que guía a la virgen y a su consorte… Aturdida, aterrada, exaltada, consciente sólo a medias, movió el cuerpo involuntariamente, guiándolo fieramente hasta que ambos se movieron juntos, sin saber de qué poder eran presas. Ella se oyó gritar, como desde muy lejos, y oyó la voz estremecida de él en el silencio. Nunca sabría qué clamaron los dos en aquel instante. La antorcha chisporroteó antes de apagarse. Y él estalló con toda la furia de su vida joven, vaciándose en el vientre.
Gimió y cayó sobre ella, sin más señal de vida que su respiración agitada. Morgana lo apartó con suavidad, sosteniéndolo con calidez, y recibió su beso en el pecho desnudo. Lenta, cansadamente, volvía a respirar con normalidad. Un momento después dormía en sus brazos. Ella le besó el pelo y la mejilla suave con salvaje ternura. Después se quedó dormida.
Cuando despertó, la noche estaba muy avanzada; el claro de luna se filtraba en la cueva. Estaba totalmente agotada y con el cuerpo dolorido; al tocarse entre las piernas notó que sangraba. Se echó el cabello húmedo hacia atrás, observando la figura laxa y pálida que dormía a su lado, totalmente exhausta. Era alto, fuerte y hermoso, aunque no llegaba a ver con claridad sus facciones. La mágica videncia la había abandonado. Ya no era la sombra de la Gran Madre, sino Morgana. Todo lo sucedido estaba claro en su mente.
Pensó fugazmente en Lanzarote, a quien habría querido entregar ese regalo. Y se lo había dado a un desconocido sin rostro… Pero había aceptado su destino como sacerdotisa de Avalón. Y en la noche pasada había sucedido algo de crucial importancia.
Tuvo frío y se tendió para cubrirse con las pieles, arrugando la nariz al percibir su hedor. Calculó que faltaba una hora para el amanecer. El muchacho, a su lado, se incorporó con aire soñoliento.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. Ah, sí, ya recuerdo. En la cueva. Vaya, ya está aclarando. —Sonrió y la atrajo hacia sí, y ella se dejó besar—. Anoche eras la Diosa —murmuró—, pero al despertar descubro que eres una mujer.
Ella rió delicadamente.
—¿Y tu no eres el Dios, sino un hombre?
—Estoy harto de ser Dios; además, me parece presuntuoso —La estrechó contra su cuerpo—. Me conformo con ser sólo un hombre.
—Tal vez haya un tiempo para ser dioses y otro para ser sólo de carne y hueso.
—Anoche te temía —confesó él—. Te veía inmensa, como la Diosa… ¡y eres tan menuda! —De pronto parpadeó—. ¡Vaya, hablas mi idioma! ¿No eres de esta tribu?
—Soy sacerdotisa de la isla Sagrada.
—Y la sacerdotisa es mujer —comentó él, acariciándole delicadamente los pechos, que cobraron vida súbitamente bajo sus manos—. ¿Crees que la Diosa se irritará conmigo si prefiero a la mujer?
Ella volvió a reír.
—La Diosa conoce a los hombres.
—¿Y su sacerdotisa?
—No —reconoció ella con súbita timidez—. Nunca había conocido a un hombre. Y no fui yo, sino la Diosa.
En la penumbra, él la estrechó contra sí.
—Puesto que los dioses han disfrutado, es justo que ahora disfruten el hombre y la mujer.
Sus manos se hacían audaces. Ella lo abrazó.
—Es justo —confirmó.
Esta vez pudo saborearlo a conciencia, riendo de placer, percibiendo su gozo. Nunca había sido tan feliz. Quedaron exhaustos, con los miembros entrelazados, acariciándose en placentera fatiga. Por fin él suspiró.
—Pronto vendrán por mí —dijo—. Y aún me queda mucho más. Van a llevarme no sé adonde para darme una espada y otras cosas. —Se incorporó sonriente—. Me gustaría lavarme toda esta sangre y esta pintura azul, y ponerme ropa civilizada… Mira, a ti también te he cubierto de sangre.
—Creo que me bañarán cuando vengan por mí. Y a ti también, en un arroyo.
Él suspiró con melancolía juvenil. Aún estaba cambiando la voz. ¿Cómo podía ser tan joven, aquel gigante que había vencido al macho rey?
—Supongo que no volveremos a vernos, puesto que estás consagrada a la Diosa, pero quiero decirte algo. —Se inclino para besarla en un seno—. Has sido la primera. Y por muchas mujeres que conozca, te recordaré, amaré y bendeciré durante toda mi vida. Te lo prometo.
Había lágrimas en sus mejillas. Morgana cogió su vestido para secarle tiernamente las lágrimas, y lo acunó en su regazo. Ante aquel gesto él pareció quedar petrificado.
—Tu voz —susurró—, y lo que acabas de hacer… ¿Por qué tengo la sensación de conocerte?
Se incorporó para cogerle la cara entre las manos, rígido. A la luz creciente, sus facciones juveniles se endurecieron, convirtiéndose en líneas de hombre.
—¡Morgana! ¡Eres Morgana! ¡Mi hermana! Dios mío, Virgen María, ¿qué hemos hecho?
Ella se cubrió lentamente los ojos, murmurando:
—Mi hermano. ¡Mi hermano! Gwydion…
—Arturo —murmuró él.
Lo estrechó con fuerza. Un momento después, él sollozaba sin soltarla:
—Ahora comprendo por qué creía conocerte desde la creación del Mundo. Siempre te he amado, y esto… Dios mío, ¿qué hemos hecho?
—No llores —dijo Morgana indefensa—. No llores. Estamos en manos de la que nos trajo aquí. No importa. Ante la Diosa no somos hermanos, sino hombre y mujer.
«Y nunca volveré a conocerte. Hermano mío, mi niño, el que se apoyaba en mi pecho como una criatura. Morgana, Morgana, te dije que cuidaras del niño, y se marchó dejándonos. Y él lloró hasta dormirse en mis brazos. Y yo no lo sabía.»
—No importa —repitió, meciéndolo—. No llores, hermano mío, mi amado, mi pequeño, no llores, no importa.
Pero mientras lo consolaba sentía el embate de la desesperación.
«¿Por qué nos hiciste esto? Gran Madre. Señora, ¿por qué?»
Y no supo si se dirigía a Viviana o a la Diosa.
M
organa recorrió el largo trayecto a Avalón tendida en su litera, con la cabeza palpitante y aquella pregunta en la mente: «¿Por qué?» Estaba exhausta por los tres días de ayuno y el largo rito. Sabía vagamente que el festín y el amor de la noche estaban destinados a liberar esa fuerza, retornándola a la normalidad. Y lo habrían hecho, a no ser por la desagradable sorpresa de la mañana.
Se conocía lo bastante bien para saber que, pasados el horror y el agotamiento, sobrevendría la ira; por eso deseaba llegar hasta Viviana antes de estallar, mientras aún pudiera conservar algo de calma.
Mientras cruzaban el lago en la barca, se le pidió que convocara las brumas para abrir la puerta de Avalón. Se levantó para hacerlo casi con negligencia, a tal punto ese misterio se había convertido en parte de su vida. No obstante, al levantar los brazos para la invocación, experimentó un súbito y paralizante momento de duda. Le parecía haber sufrido un cambio tan grande que no estaba segura de tener aún la fuerza necesaria para crear la puerta. Tan grande era su rebeldía que vaciló por un instante y los hombres de la barca la miraron con una preocupación cortés.
Las campanas de la iglesia resonaron serenamente sobre el lago. De pronto, Morgana se encontró nuevamente en su infancia, oyendo al padre Columba que hablaba enérgicamente de la castidad como lo más cercano a la santidad de María, Madre de Dios, quien por milagro había concebido a su Hijo sin mancharse con el pecado del mundo. Incluso entonces Morgana había pensado: «¡Qué tontería! ¿Cómo puede una mujer concebir a un hijo sin conocer a un hombre?» Pero al oír las campanas sagradas algo en ella pareció desmoronarse y desprenderse. Las lágrimas le corrieron súbitamente por la cara.