—¿Estáis enferma, señora?
Morgana negó firmemente con la cabeza.
—No; por un momento me encontré mareada.
Aspiró profundamente. Arturo no estaba en la barca, por supuesto; Merlín lo había llevado por el Camino escondido. «La Diosa es Una: la Virgen María, la Gran Madre, la Cazadora… y yo tengo una parte que desempeñar en Su grandeza.» Lo borró todo con un gesto y alzó los brazos otra vez, bajando velozmente el telón de la bruma por la que llegarían a Avalón.
Estaba cayendo la noche y Morgana estaba hambrienta y cansada, pero fue de inmediato a casa de la Dama, en la puerta la detuvo una sacerdotisa.
—En este momento la Dama no puede recibir a nadie.
—Tonterías —dijo Morgana, sintiendo el principio de la cólera abriéndose paso a través del misericordioso aturdimiento—. Soy su sobrina. Pregúntale si puedo entrar.
La mujer volvió muy pronto.
—La Dama ha dicho: «Que Morgana vaya inmediatamente a la Casa de las doncellas. Hablaré con ella cuando llegue el momento.»
Por un instante la joven sintió una ira tan grande que estuvo a punto de apartar a la sacerdotisa para entrar por la fuerza. Pero la detuvo su gran respeto. Ignoraba cuál sería la pena por desobediencia, pero una voz fría y racional le dijo que no le convenía averiguarlo así. Aspiró largamente, componiendo el semblante decoroso de una sacerdotisa: luego hizo una reverencia y se fue.
Las lágrimas comenzaban a aflorar. Por un momento deseó dejar que brotaran. Ya sola en su cuarto podría llorar, si era preciso. Pero las lágrimas no llegaron: sólo desconcierto, dolor y la ira que no tenía modo de expresar. Era corno si todo su cuerpo y su alma formaran un gran nudo de angustia.
Pasaron diez días antes de que Viviana mandara por ella: la luna llena se había reducido a un reflejo moribundo. Cuando al fin Viviana requirió su presencia, Morgana había cedido a una furia que ardía sordamente.
«Ha manejado los hilos de mi vida como yo lo haría con las cuerdas del arpa.» Las palabras resonaban en su mente de tal modo que, al oír música en la vivienda de su tía. la tomó por un eco de sus pensamientos. Luego pensó que sería Viviana quien tocaba. No obstante, conocía su manea de tocar; la Dama era. en el mejor de los casos, una arpista mediocre.
Escuchó, preguntándose quién sería el músico. ¿Taliesin? Había sido el más grande de los bardos, renombrado en toda Britania, pero sus manos ya estaban viejas. Aquél era un arpista desconocido, alguien a quien no había oído nunca. Aun antes de verla, supo que era una lira muy grande. Y los dedos del músico hablaban con las cuerdas como si las hubiera encantado.
Permaneció inmóvil ante la puerta, mientras todo en ella se desvanecía en la música. Repentinamente sintió que el llanto contenido en aquellos diez días podía surgir otra vez, que su ira podía disolverse en lágrimas capaces de arrasarlo todo, dejándola débil como una niña. De pronto empujó la puerta para entrar sin ceremonias.
Allí estaba Taliesin, Merlín, pero no tocaba: tenía las manos cruzadas en el regazo y escuchaba atentamente. Viviana, vestida con ropa sencilla, no ocupaba su asiento de costumbre, sino otro más lejos del fuego: había cedido el sitio de honor al arpista extraño.
Era un hombre joven, con la túnica verde de los bardos y afeitado a la manera romana; su pelo rizado era más oscuro que el hierro oxidado. Tenía los ojos hundidos bajo una frente casi demasiado grande para él; aunque Morgana supuso que serían oscuros, resultaron inesperadamente azules y penetrantes. El arpista frunció el entrecejo ante la interrupción y detuvo las manos a mitad de un acorde.
Viviana también parecía disgustada, pero pasó por alto la descortesía.
—Ven, Morgana, siéntate a mi lado. Sé que amas la música y supuse que te gustaría escuchar a Kevin, el bardo.
—Estaba escuchándole fuera.
Merlín sonrió.
—Pasa, pues. Acaba de llegar a Avalón, pero creo que tiene mucho que enseñarnos.
La muchacha fue a sentarse junto a Viviana, que la presentó:
—Mi sobrina Morgana, señor; también es de la estirpe real de Avalón. Tenéis ante vos, Kevin, a quien será Dama del Lago en años venideros.
Morgana hizo un gesto de sorpresa; ignoraba que aquellos fueran los planes de Viviana. Pero la ira ahogó su arrebato de agradecimiento. «¡Cree que puede calmarme con una palabra halagüeña, para que corra a lamerle los pies como un cachorrillo!»
—Que sea en un día muy remoto, señora de Avalón, y que vuestra sabiduría continúe guiándonos por mucho tiempo —dijo Kevin con desenvoltura.
Hablaba el idioma de la isla como si lo conociera muy bien, aunque pudo apreciar que no era su lengua materna por una leve vacilación antes de pronunciar la frase, aunque el acento era casi impecable. Claro que tenía oído de músico. Morgana le calculó unos treinta años, tal vez un poco más. Pero la gran arpa que tenía entre las rodillas concentró su mirada.
Tal como había adivinado, era grande, más que la que tocaba Taliesin en las grandes fiestas. Estaba hecha de una madera rojiza y reluciente, completamente distinta al pálido sauce con que se fabricaban en Avalón; se preguntó si sería eso lo que le daba ese matiz brillante y sedoso. El borde arqueado se curvaba en una línea tan grácil como una nube, las clavijas estaban talladas de un extraño hueso claro; tenía como adorno letras rúnicas que le eran desconocidas. Kevin, reparando en su atento escrutinio, pareció menos molesto.
—Estáis admirando a mi señora. —Deslizó las manos acariciantes sobre la madera oscura—. Es el nombre que le di cuando me la construyeron; fue regalo de un rey. Es la única mujer, doncella o matrona, de cuyas caricias y de cuya voz nunca me canso.
Viviana le sonrió.
—Pocos hombres pueden jactarse de tener una amante tan leal.
La sonrisa del arpista tenía un toque de cinismo.
—Oh, como todas las mujeres, responde a cualquier mano que la acaricie, pero parece saber que yo le provoco mayores emociones y, lasciva como todas, me prefiere a los demás.
Viviana dijo:
—Se diría que no tenéis buena opinión de las mujeres de carne y hueso.
—En efecto, señora. A excepción de la Diosa —pronunció las palabras con una vaga cadencia que se aproximaba a la sorna—, me satisface no tener más mujer que mi señora aquí presente, pues nunca me regaña si la desatiendo y es siempre la misma amante dulce.
Morgana levantó la mirada.
—Quizá porque la tratáis mejor que a las mujeres de carne y hueso y ella os recompensa como es debido.
Viviana frunció el entrecejo, haciéndole notar que se había excedido. Kevin la miró súbitamente a los ojos. Por un momento le sostuvo la mirada. Morgana quedó atónita ante su amarga hostilidad. Tuvo la sensación de que él comprendía en parte su ira, pues había luchado contra la propia.
Tal vez iba a decir algo, pero Taliesin le hizo una seña y él volvió a inclinar el rostro hacia el arpa. Entonces la muchacha notó que tocaba de un modo diferente: la mayoría de los arpistas sostenían el pequeño instrumento cruzado contra el cuerpo y tocaban con la mano izquierda. Él la sujetaba entre las rodillas y se inclinaba hacia delante para pulsarla. Cuando la música empezó a llenar la habitación, ella olvidó su extrañeza; notó que la expresión del forastero cambiaba, tornándose calma y distante, sin la ironía de sus palabras. Pensó que le gustaba más tocando que hablando.
El sonido borró todo lo demás; Morgana se echó el velo sobre el rostro para dejar correr las lágrimas. Era como si en la música pudiera oír el influjo de la primavera, la dulce conciencia que le colmó el cuerpo aquella noche, mientras esperaba el alba a la luz de la luna. Viviana le cogió la mano para acariciarle delicadamente los dedos, uno tras otro. Morgana no pudo contener el llanto. Se llevó la mano de su tía a los labios para besarla con una aplastante sensación de pérdida. «Es anciana —pensó—: ha envejecido desde que llegué a la isla.» Hasta entonces siempre la había visto inalterable, sin edad, como la Diosa misma. «Pero yo también he cambiado. Ya no soy una niña. Me dijo al traerme que llegaría el día en que la odiaría tanto como la amaba. Entonces no pude creerla.»
Luchó contra su llanto, temerosa de hacer algún ruido que la delatara y, peor aún, interrumpiera el fluir de la música. «No, no puedo odiar a Viviana», pensó. Y toda su ira se fundió en dolor: por sí misma, por los cambios que había experimentado; por Viviana, que había sido tan bella y ahora estaba más próxima a la Parca; por la seguridad de que con los años también ella sería muy anciana; por el día en que había escalado el Tozal con Lanzarote, anhelante de su contacto sin saber del todo qué deseaba; y por algo que había perdido irremediablemente. No sólo la virginidad, sino la confianza, una fe que jamás volvería a conocer. Y Morgana supo que también Viviana, a su lado, sollozaba en silencio bajo el velo.
Levantó la mirada. Kevin estaba inmóvil; sólo sus dedos vivían entre las cuerdas. Luego la música se acalló con un estremecimiento. El bardo levantó la cabeza y pulsó las cuerdas arrancando una melodía alegre, de las que cantaban los campesinos durante la cosecha de la cebada, con ritmo bailable y letra muy poco decorosa. Ahora cantaba con voz fuerte y clara. Morgana apartó el velo para observarle las manos, ingeniándoselas para enjugar una lágrima delatora.
Entonces notó que, pese a toda su habilidad, en aquellas manos había algo extraño. Parecían contrahechas; a uno o dos dedos les faltaba la última falange y no tenía meñique en la mano izquierda. Por bellas y ágiles que parecieran en movimiento, estaban cubiertas de manchas lívidas. Cuando el bardo dejó el arpa y se inclinó para afirmarla, la manga cayó hacia atrás, descubriendo la muñeca: allí había horrendos parches blancos, como cicatrices de quemaduras o macilentas marcas de mutilación. Al observarlo con más atención, Morgana vio en su cara una fina red de cicatrices a lo largo del mentón y la mandíbula. Notándose observado, el bardo le sostuvo la mirada con furia. La joven apartó la suya, ruborizada.
—Bueno —dijo Kevin, abruptamente—, para mi señora y para mí es un placer cantar para quienes aman su voz. Pero supongo que no me convocasteis sólo para que os entretuviera, señora. Ni tampoco vos, señor Merlín.
—No del todo —reconoció Viviana, con su voz grave y rica—, pero nos habéis ofrecido un deleite que recordaré por muchos años.
—Y yo —añadió Morgana. Ahora se sentía tan tímida como audaz antes. Aun así se inclinó para estudiar el arpa con más atención, diciendo—: Nunca había visto una de este tipo.
—No lo dudo —confirmó Kevin—, pues la fabricaron según mis indicaciones. El arpista que me enseñó el oficio se horrorizó como si yo hubiera blasfemado contra sus dioses, jurando que el clamor de este instrumento sólo serviría para asustar a los enemigos. Como las grandes arpas de guerra, dos veces más altas que un hombre, que los galos instalaban en las colinas, para que el viento les arrancara ruidos fantasmales con los que asustaban a las mismísimas legiones de Roma. Bueno, yo toqué una de esas arpas de guerra y cierto rey agradecido me dio autorización para que se fabricara una conforme a mis deseos.
Taliesin interrumpió.
—Lo que dice es cierto —explicó a Viviana—, aunque al principio me costó creerlo. ¿Qué mortal podría tocar uno de esos monstruos?
—Yo lo hice —aseveró Kevin— y así obtuve a mi señora. Encargué otra menor con la misma forma, pero no tan buena.
—Es hermosa, en verdad —comentó Morgana—. ¿De qué son las clavijas? ¿De hueso de foca?
Él negó con la cabeza.
—Según me han dicho, las tallan con los colmillos de una gran bestia que vive en los países cálidos del sur. Sólo puedo decir que el material es suave, pero resistente y duradero. Resulta más costoso que el oro, aunque menos ostentoso.
—Tampoco la sujetáis como la mayoría de los arpistas.
—No —dijo Kevin, con su sonrisa torcida—. Tengo poca fuerza en los brazos y me fue preciso experimentar hasta encontrar el modo mejor de hacerlo. Cuando tenía seis años, los sajones incendiaron la casa donde vivía; me sacaron, pero demasiado tarde. Todos se sorprendieron de que sobreviviera. Y como no podía caminar ni combatir, me dejaron en un rincón, pensando que quizá pudiera hilar y tejer con las mujeres. Un día vino un anciano arpista y, a cambio de un plato de sopa, convino en distraer al inválido. Traté de tocar e hice música, a mi modo. Durante todo aquel invierno y el siguiente, el anciano se ganó el pan enseñándome a tocar y a cantar, prometiendo ponerme en condiciones de ganarme la vida con la música. Durante diez años no hice otra cosa que tocar en mi rincón, hasta que se me fortalecieron las piernas y pude volver a caminar. Se encogió de hombros y sacó un paño con el que envolvió el arpa; luego la guardó en un estuche de piel con signos bordados.
—Llegué a ser el arpista de una aldea y, con el tiempo, de un rey. Cuando el anciano rey murió, como su hijo no tenía oído para la música, me pareció mejor alejarme todo lo posible antes de que empezara a mirar con codicia el oro de mi arpa. Así llegué a la isla de los Druidas, donde estudié el oficio de bardo. Y al fin me enviaron a Avalón. Y aquí estoy —concluyó, con un último encogimiento de hombros—. Pero aún no me habéis dicho para qué me hicisteis venir.
—Porque soy viejo —dijo Taliesin—. Y los acontecimientos que desencadenamos anoche pueden no dar fruto hasta la próxima generación. Cuando llegue ese momento, yo me habré ido. Por eso he traído a Kevin, el bardo, a fin de que alguien más joven pueda estar atento a lo que suceda cuando yo no exista. Oíd mis noticias: Uther Pendragón agoniza en Caerleon. Hemos recibido la nueva de que en la región de Kent se está congregando un gran ejército; los pueblos del tratado han decidido allí que ha llegado el momento de alzarse y arrebatarnos los restos de Britania. Han mandado por mercenarios de tierra adentro, al norte de la Galia, a fin de que los ayuden a expulsar a nuestra gente y deshacer lo que Uther ha hecho. Es hora de que todos los nuestros combatan tras el estandarte por el que trabajamos desde hace años. No queda mucho tiempo: es preciso que tengan su rey cuanto antes. Si perdemos una luna más caerán sobre nosotros. Lot quiere el trono, pero los del sur no lo seguirán. Hay otros: el duque Marco de Cornualles, Uriens de Gales del norte… pero ninguno logrará apoyo fuera de sus tierras. Y nosotros no podemos hacer como el pollino, que murió de hambre entre dos fardos de heno, sin haber decidido por cuál comenzaría a comer. Necesitamos al hijo del Pendragón, por joven que sea.