—Bienvenido, primo. Con gusto haré de ti el primero de mis compañeros. Espero que seas bien acogido por mis queridísimos amigos. —Y se volvió hacia los tres jóvenes que tenía a su lado—. Gawaine es primo nuestro, Lanzarote. Cay y Bedwyr, mis hermanos adoptivos. Ahora tengo compañeros, como Alejandro, el griego.
Durante todo el día los reyes de Britania se acercaron a Arturo para jurar fidelidad al trono del gran rey, comprometiéndose a defender sus costas. El rubio rey Pelinor, señor del país de los lagos, dobló la rodilla ante Arturo y pidió autorización para partir antes de que terminara el festín.
—¿Tú, Pelinor, en quien esperaba hallar al más incondicional de mis partidarios? ¿Tan pronto me abandonas?
—He recibido noticias de que un dragón está asolando mi patria, señor, y tengo que perseguirlo hasta matarlo.
Arturo, después de abrazarlo, le entregó un anillo de oro.
—No puedo alejar a un rey del pueblo que lo necesita. Ve a matar a ese dragón y tráeme su cabeza.
Anochecía ya cuando juró el último de los nobles. Aunque Arturo no era sino un muchacho, siempre era cortés y hablaba con cada uno como si fuera el primero. Sólo Morgana adivinaba las señales del cansancio. Pero al fin aquello terminó y los criados empezaron a servir el festín.
Pese a haber atendido sus deberes durante todo el día con tanta concentración, Arturo no se sentó a comer entre sus jóvenes compañeros, sino con los obispos y los reyes ancianos que formaban el consejo de su padre. Morgana se alegró de que Merlín estuviera entre ellos; al fin y al cabo era el abuelo del rey, aunque no estaba segura de que Arturo lo supiera. Después de comer (y engulló como un hambriento mozo en pleno desarrollo), se levantó para pasearse entre los invitados.
Con su sencilla túnica blanca, adornado sólo con la fina corona de oro, se destacaba entre esos nobles enjoyados como un ciervo blanco en la oscura selva. Lo rodeaban sus compañeros: el corpulento Gawaine; Cay, el moreno romano de facciones aguileñas y sonrisa sardónica, que tenía una cicatriz en la comisura de la boca, aún roja y fea, sin la cual habría sido apuesto; Lanzarote, a su lado, parecía hermoso y masculino como un gato salvaje. Morgause lo contempló con ojos codiciosos.
—¿Quién es ese apuesto joven, Morgana? El que está junto a Cay y Gawaine, vestido de carmesí.
Ella se echó a reír.
—Tu sobrino, tía; Galahad, el hijo de Viviana. Ahora lo llaman Lanzarote.
—¡Quién habría pensado que Viviana, tan poco atractiva, pudiera tener un hijo tan gallardo! Balan, el mayor, no es así: es recio, fuerte y de confianza como un perro viejo, pero se parece a Viviana. ¡Y nadie diría que es hermosa!
Esas palabras hirieron a Morgana profundamente. «Dicen que me parezco a Viviana. ¿Acaso todo el mundo me ve fea?»
—Yo la encuentro muy bella —adujo fríamente.
Morgause lanzó una risita burlona.
—Se nota que te has criado en Avalón, un lugar más aislado que los mismos conventos. No pareces saber qué buscan los hombres en una mujer.
—Bueno, bueno —intervino Igraine, pacificadora—, hay otras virtudes aparte de la belleza. Lanzarote tiene los ojos de su madre, y nadie puede negar que Viviana los tiene muy bellos. Su encanto es tal que a nadie le importa si es hermosa o no, pues a todos seduce con sus ojos y su bonita voz. La belleza no es sólo cuestión de estatura, cutis claro y rizos dorados, Morgause.
—Ah, no conoces el mundo, hermana. Eres reina; una reina es hermosa para todos. Y te casaste con el hombre al que amabas. La mayoría no tiene esa suerte; es un consuelo saber que otros hombres te admiran por tu hermosura. Si te hubieras pasado la vida con el anciano Gorlois, también tú te alegrarías de tener buen cutis y pelo bonito. Los hombres son como los recién nacidos: lo único que ven es lo que desean y eso suele ser un pecho henchido.
—¡Hermana! —protestó Igraine.
Y Morgause añadió con una sonrisa irónica:
—Ah, a ti no te ha costado ser virtuosa, hermana, pues el hombre al que amabas era rey. No todas tenemos esa suerte.
—¿No amas a Lot, después de tantos años?
Morgause se encogió de hombros.
—El amor es una diversión para los días de invierno. Lot me pide consejo en todo, me permite administrar la casa y elegir lo mejor del botín. Y como le estoy agradecida, no le he dado ningún motivo para temer que está criando al hijo de otro hombre. Pero eso no me obliga a cerrar los ojos ante un joven de buenas facciones y hombros de toro.
«Sin duda se cree virtuosa por ello», pensó Morgana con aversión. Por primera vez en muchos años se sentía confundida. Los cristianos apreciaban la castidad más que nada, mientras que en Avalón la mayor virtud era entregar el cuerpo a la unión de los dioses. Lo que para unos era una virtud para los otros era el más oscuro de los pecados.
Volvió los ojos hacia los jóvenes que se acercaban: Arturo, rubio y de ojos grises; Lanzarote, esbelto y elegante, y el corpulento pelirrojo Gawaine, que sobresalía entre los otros como un toro entre dos buenos caballos hispánicos. Arturo se acercó para hacer una reverencia a su madre.
—Mi señora, madre, ¿te ha parecido muy largo este día?
—No más que a ti, hijo mío. ¿Quieres sentarte aquí?
—Sólo un momento. —Aunque había comido mucho, Arturo cogió distraídamente un puñado de dulces, revelando lo joven que era. Mientras masticaba la pasta de almendras dijo—: ¿Quieres volver a casarte, madre? Si es así te buscaré al rey más rico y bondadoso. Uriens, de Gales del norte, es viudo; estoy seguro de que se alegraría mucho de tener una buena esposa.
Igraine sonrió.
—Gracias, querido hijo, pero tras haber sido la esposa del gran rey no aceptaría a un hombre inferior. Y amé mucho a tu padre; no deseo reemplazarlo.
—Será como quieras, madre. Sólo temo que te sientas sola.
—Es difícil sentirse sola en un convento, hijo, entre tantas mujeres. Y allí está Dios.
Morgause intervino con una sonrisa provocativa.
—¿Y vos, Lanzarote? ¿Estáis ya casado o comprometido?
Negó con la cabeza, risueño.
—No, tía. Sin duda mi padre, el rey Ban, me buscará esposa. Por el momento quiero servir a mi rey.
Arturo le dio una palmada en el hombro.
—Con estos dos fuertes primos estoy tan bien custodiado como los antiguos Césares.
Igraine comentó en voz baja:
—Creo que Cay está celoso, Arturo; dile algo amable.
Morgana, al oírla, levantó la mirada hacia aquella cara ceñuda y marcada. Sin duda le era difícil, tras años de tratar a Arturo como a un hermano menor, verlo convertido en rey y con dos nuevos amigos a los que entregaba el corazón.
—Cuando el país esté en paz —dijo Arturo—. os buscaremos esposas y castillos a todos. Pero tú, Cay, permanecerás en el mío como chambelán.
—Con eso me basta, hermano… Perdona; debí decir «mi rey y señor».
—No. —Arturo se volvió para abrazarlo—. Que Dios me condene si alguna vez te exijo que me llames así, hermano.
Igraine tragó saliva con dificultad.
—Cuando hablas de esta manera, Arturo, me parece oír la voz de tu padre.
—Por mi bien, señora, me gustaría haberlo conocido mejor. Pero sé que los reyes no siempre pueden obrar como les gustaría.
Viéndolo besar la mano de Igraine. Morgana se dijo: «Conque ya ha aprendido esa habilidad de su cargo.»
—Supongo —dijo su madre— que ya te han aconsejado tomar esposa.
Arturo se encogió de hombros.
—Todos los reyes tienen una hija que desean casar con el gran rey. Creo que preguntaré a Merlín con cuál tendría que casarme. —Sus ojos buscaron los de Morgana; por un momento parecieron encerrar una terrible vulnerabilidad—. Después de todo, no sé gran cosa de mujeres.
Lanzarote intervino alegremente.
—En ese caso tendremos que buscarte la mujer más hermosa y de más alta cuna del reino.
—No —dijo Cay lentamente—. Buscadle la que tenga mejor dote.
Arturo rió entre dientes.
—Lo dejo de tu cuenta, Cay, y no dudo que me casaréis bien. ¿Y tú, Morgana? ¿Hemos de buscarte esposo o prefieres ser una de las damas de mi reina? ¿Quién ha de ser más encumbrada en el reino que la hija de mi madre?
Morgana recuperó el uso de su voz.
—Mi rey y señor: estoy contenta en Avalón. No os molestéis en buscarme esposo, por favor.
Y pensó fieramente: «¡No, aunque esté embarazada! ¡Ni aun así!»
—Que así sea, hermana, aunque no dudo que Su Santidad tendrá su opinión: asegura que todas las mujeres de Avalón son malvadas hechiceras o arpías.
Morgana no contestó. Él echó una mirada a los consejeros casi con sentimiento de culpabilidad; entre ellos lo observaba Merlín.
—Bueno, ya he dedicado a mi familia y a mis compañeros todo el tiempo que se me permitía. Tengo que volver al oficio de rey. Señora…
Hizo una reverencia a Igraine y otra más formal a Morgause, pero al acercarse a su hermana le dio un beso en la mejilla. Morgana se puso rígida.
«Madre Diosa, qué lío hemos armado. Él dice que me amará siempre y no tiene que ser así. Si Lanzarote tuviera esos sentimientos…»
Suspiró. Igraine la cogió de la mano.
—Estás cansada, hija, por estar tanto tiempo de pie y al sol. ¿Realmente no prefieres venir conmigo al convento para estar tranquila? ¿Estás segura? Bien. Morgause, llévala a tu tienda, si quieres.
—Sí, querida hermana. Ve a descansar.
Los jóvenes se alejaban. Arturo ajustaba cortésmente su paso al andar vacilante de Cay.
Morgana volvió al campamento con su tía: aunque estaba fatigada, tuvo que ser atenta y cortés con Lot, que estudiaba las tácticas de Arturo para combatir a caballo contra los sajones.
—Ese muchacho es un maestro de la estrategia. Podría resultar, pues los jinetes siempre llevan ventaja sobre los soldados de infantería. Me han dicho que la caballería romana era la que obtenía las mayores victorias.
Morgana recordó que Lanzarote le había hablado con pasión de sus teorías bélicas. Si Arturo compartía su entusiasmo y estaba dispuesto a trabajar con él, podría llegar un tiempo en que expulsaran a las hordas sajonas del país. Entonces reinaría una calma mayor que los legendarios doscientos años de la
Pax romana
. Y con la espada de Avalón y la Regalía druídica en manos del rey, la próxima época sería un reino de prodigios. Y la Diosa podría imperar otra vez en Britania, no el Dios muerto de los cristianos, con su dolor y su muerte… Cayó en una ensoñación de la que sólo despertó cuando Morgause la sacudió delicadamente por el hombro.
—Vaya, querida, estás medio dormida. Ve a acostarte. —Y le envió a su doncella para que la ayudara a desvestirse.
Morgana durmió larga y profundamente, sin soñar, vencida por el cansancio de muchos días. Pero al despertar apenas sabía dónde estaba ni qué había sucedido; se encontraba muy descompuesta y tuvo que salir de la tienda para vomitar. Cuando se incorporó, con un zumbido en la cabeza, Morgause estaba allí y la ayudó a entrar con mano firme y bondadosa. Le enjugó la frente sudorosa con un paño húmedo y luego se sentó junto a ella para hacerle beber una copa de vino.
—No, no. No quiero. Volvería a vomitar.
—Bébela —dijo su tía, severa—. Y trata de comer un poco de pan duro. En momentos así hay que tener algo en el estómago. —Se echó a reír—. En realidad, lo que te causa todos estos contratiempos es tener algo en el vientre.
Morgana apartó la mirada, humillada.
—Anda, niña, todas hemos pasado por lo mismo. Estás embarazada, ¿y qué? No eres la primera ni serás la última. ¿Quién es el padre? ¿O no tengo que preguntar? Te vi observar al apuesto hijo de Viviana. ¿Fue él el afortunado? ¡Quién podría criticarte! Así pues, fue en los fuegos de Beltane. Ya lo sospechaba. ¿Y por qué no?
Morgana apretó los puños para resistir aquella locuacidad bien intencionada.
—No voy a tenerlo. Sé lo que tengo que hacer cuando regrese a Avalón.
—Oh, querida —exclamó Morgause afligida—, ¿es preciso? En Avalón, un hijo de la Diosa tiene buena acogida. Y tú eres de sangre real. Reconozco que yo también lo hice: como te dije, siempre tuve la precaución de no gestar ningún hijo que no fuera de Lot, aunque en su ausencia no durmiera sola. Pero una anciana partera me dijo que, cuando te deshaces del primer hijo que concibes, el vientre queda dañado e inútil para tener más.
—Soy sacerdotisa y Viviana envejece. No quiero que el niño me impida cumplir con mis obligaciones en el templo.
Pero sabía que estaba ocultando la verdad. En Avalón había mujeres que continuaban con su trabajo hasta el último mes del embarazo; después las otras se dividían alegremente sus tareas, a fin de que pudiera descansar antes del parto y amamantar después al recién nacido, hasta que llegaba el momento de ponerlo bajo tutela. A algunas niñas se las educaba en Avalón como sacerdotisas.
Morgana la miró con astucia.
—Sí, creo que todas nos sentimos así la primera vez: atrapadas, furiosas, víctimas de algo que no podemos cambiar y que nos asusta. —Alargó los brazos para estrechar a su sobrina—. Pero la Diosa es buena, querida. Cuando el niño empiece a crecer, ella te pondrá amor en el corazón, aunque no sientas nada por el hombre que te lo hizo. Ah, no llores —añadió, acariciándole el pelo—. Pronto te encontrarás mejor. Tampoco a mí me gusta andar con una panza voluminosa, pero el tiempo pasa y un recién nacido en los brazos es tan placentero como penoso el parto. Yo he tenido cuatro y aún me gustaría tener otro. Lástima que ninguno haya sido niña. Si no quieres criar a tu recién nacido en Avalón, yo lo criaré por ti. ¿Qué opinas?
Morgana apartó la cabeza de su hombro, aspirando hondo.
—Perdona. He estado llorando sobre tu bonito vestido.
Morgause se encogió de hombros.
—No importa. ¿Ves? Una vez que se pasan las náuseas te encuentras bien el resto del día. ¿Crees que Viviana te permitiría visitarme? Podrías venir a Lothian con nosotros. Nunca has estado en las islas Orkney y el cambio te haría bien.
Morgana le dio las gracias, y le dijo que tenía que regresar a Avalón. Y todavía tenía que presentar sus respetos a Igraine.
—Te aconsejo que no le hagas confidencias —dijo su tía—. Se ha vuelto tan santa que se escandalizaría o creería que es su deber hacerlo.
Morgana sonrió débilmente; no tenía ninguna intención de confesarse con Igraine ni con nadie. La propia Viviana se enteraría cuando ya fuera irremediable. Aunque agradecía la buena voluntad de Morgause, no pensaba guiarse por sus consejos. Se dijo con rabia que tenía el privilegio de decidir: era sacerdotisa y su criterio era más que suficiente.