César se dirigió a grandes zancadas hacia la
domus publica
sintiendo una rabia muy violenta, y Tito Labieno iba casi a la carrera para mantenerse a su lado. Un perentorio gesto que César le había hecho con la cabeza le había indicado al domesticado tribuno de la plebe de Pompeyo que le acompañase, pero Labieno no sabía cuál era el motivo; iba porque en ausencia de Pompeyo, César era quien lo controlaba.
César le invitó a que se sirviera bebida con un nuevo movimiento de cabeza; Labieno se sirvió vino, tomó asiento y se quedó contemplando cómo César paseaba sin parar por los límites de su despacho.
Finalmente César habló:
—¡Haré que Cicerón se arrepienta de haber nacido! ¿Cómo se ha atrevido a interpretar la ley romana? ¿Y cómo llegamos a elegir a semejante cónsul
senior
, tan gandul?
—¿Cómo? ¿Tú no votaste por él?
—Ni por él ni por Híbrido.
—¿Votaste por Catilina? —le preguntó Labieno sorprendido.
—Y por Silano. Sinceramente, en realidad no había ninguno al que yo desease votar, pero uno no puede abstenerse de votar, eso es evitar el problema.
Los puntos rojos todavía ardían en las mejillas de César, y los ojos los tenía, pensó Labieno con desacostumbrada imaginación, helados aunque ardiendo.
—¡Siéntate, hombre, venga! Ya sé que tú no tocas el vino, pero esta noche es una excepción. Una copa te hará bien.
—Una copa nunca hace ningún bien —dijo César con énfasis; pero no obstante se sentó—. Si no estoy en un error, Tito, tu tío Quinto Labieno pereció bajo una teja en la Curia Hostilia hace treinta y siete años.
—Junto con Saturnino, Lucio Equitio y el resto, sí.
—¿Y qué opinas tú al respecto?
—¿Qué quieres que opine, sino que fue algo imperdonable e inconstitucional? Eran ciudadanos romanos y no los habían sometido a juicio.
—Cierto. No obstante, no fueron ejecutados oficialmente. Fueron asesinados para evitar conservarlos con vida y que así no pidieran ser sometidos a un proceso judicial del que ni Mario ni Escauro podían estar seguros de que no causaría una violencia mucho peor. Naturalmente, fue Sila quien resolvió el dilema mediante el asesinato. Era la mano derecha de Mario en aquel tiempo: muy rápido, muy inteligente, muy despiadado. Así que quince hombres murieron, no hubo incendiarios juicios por traición, llegó la flota que transportaba el grano y Mario lo distribuyó a un precio regalado. Roma se apaciguó con la barriga llena, y más tarde Escévola se llevó todo el mérito del asesinato de aquellos quince hombres.
Labieno frunció el entrecejo y añadió un poco más de agua al vino.
—Ojalá supiera yo adónde quieres ir a parar.
—Yo lo sé, Labieno, y eso es lo que importa —dijo César mostrando los dientes apretados al sonreír—. Piensa, por favor, en esa oportunidad republicana relativamente reciente, el
senatus consultum de re publica defendenda
, o, como Cicerón la ha llamado con nuevo y bonito nombre,
senatus consultum ultimum
, que fue inventado por el Senado cuando nadie quería que se nombrase a un dictador que tomase las decisiones. Y desde luego que sirvió al propósito del Senado en el período que siguió al de Cayo Graco, por no hablar de Saturnino, Lépido y algunos otros.
—Sigo sin saber qué quieres decir —dijo Labieno.
César respiró hondo.
—Ahora aquí está de nuevo el
senatus consultum ultimum
, Labieno. ¡Pero mira lo que le ha pasado! En la mente de Cicerón ello se ha convertido en algo respetable, inevitable y altamente conveniente. ¡Seduce al Senado para que lo apruebe y luego, amparándose en ello, procede a incumplir tanto la constitución como la
mos maiorum
! Sin alterarlo ante la ley en modo alguno, Cicerón ha utilizado su
senatus consultum ultimum
para aplastar las tráqueas romanas y romper los cuellos romanos sin un juicio previo, sin ceremonia, ¡sin la decencia más normal siquiera! ¡Esos hombres fueron a la muerte con más rapidez de la que caen los soldados en el campo de batalla! No de manera no oficial, bajo una lluvia de tejas arrojadas desde el tejado, ¡sino con la completa aprobación del Senado de Roma! ¡El cual, a instancias de Cicerón, ha asumido las funciones de juez y jurado! ¿Qué impresión crees que eso le habrá causado a la muchedumbre congregada esta tarde en el Foro, Labieno? Yo te diré qué efecto les ha producido. Que desde el día de hoy en adelante ningún ciudadano romano podrá estar seguro de que se le concederá su absolutamente inalienable derecho a un juicio antes de cualquier condena. ¡Y ese supuestamente brillante hombre, ese engreído e irreflexivo Cicerón, en realidad cree que ha librado al Senado de una situación dificilísima del mejor y más conveniente modo! Le concedo que para el Senado ése ha sido el camino más fácil. Pero para la inmensa mayoría de ciudadanos romanos de todo tipo, desde los de la primera clase hasta el proletariado, lo que Cicerón ha tramado hoy significa la muerte de un derecho inalienable en el caso de que el Senado tenga que decidir bajo un futuro
senatus consultum ultimum
que otros hombres romanos deban morir sin previo juicio. ¡Sin el proceso de la ley! ¿Qué va a impedir que ello ocurra de nuevo, Labieno? Dime, ¿qué?
Falto de aliento de repente, Labieno logró dejar la copa sobre el escritorio sin derramar el contenido y luego miró a César fijamente como si nunca lo hubiera visto antes. ¿Por qué veía César tantas ramificaciones cuando nadie más las veía? ¿Por qué él, Tito Labieno, no había entendido mejor lo que Cicerón estaba haciendo en realidad? ¡Oh, dioses, Cicerón no lo había comprendido! Sólo César lo había captado. Aquellos que votaron en contra de la ejecución lo habían hecho porque sus corazones no lo aprobaban, o bien habían buscado a tientas la verdad como ciegos que discuten acerca de cómo es un elefante.
—Cuando yo hablé esta mañana cometí un terrible error-continuó César con enojo—. Opté por ser irónico, no me pareció adecuado enardecer los sentimientos. Decidí ser inteligente y poner de manifiesto la locura de la propuesta de Cicerón hablando todo el tiempo de los reyes y diciendo que Cicerón estaba abrogando la República y arrastrándonos a los tiempos de los reyes. Pero no lo hice de forma lo suficientemente simple. Debería haber descendido al nivel de los niños, deletreando despacio las verdades manifiestas. Pero los consideré hombres adultos, educados y de cierta inteligencia, así que opté por ser irónico, sin darme cuenta de que no seguirían por entero adónde quería ir yo a parar con mi argumento, por qué empleaba aquella táctica. ¡Debería haber hablado con más franqueza de la que ahora te estoy hablando a ti, pero no quise que se les erizara el espinazo porque pensé que la rabia los cegaría! ¡Ellos ya estaban ciegos, yo no habría tenido nada que perder! No cometo errores a menudo, pero esta mañana cometí uno, Labieno. ¡Mira Catón! El único hombre del que yo estaba seguro de que me apoyaría, aunque me tenga poca simpatía. Lo que él dijo no tiene ningún sentido en absoluto. Pero ellos prefirieron seguirle a él como un montón de eunucos detrás de Magna Mater.
—Catón es un perro que da ladridos agudos.
—No, Labieno, sólo es un tonto de la peor clase que existe. Pero cree que no es tonto.
—Eso puede decirse de casi todos nosotros.
César alzó las cejas.
—Yo no soy un tonto, Tito.
El hecho de llamarlo Tito era con intención de suavizar la cosa, desde luego.
—Concedido. —¿Por qué sería que cuando uno se hallaba en compañía de un hombre que no bebía vino, el vino perdía su encanto? Labieno se sirvió un poco de agua—. De nada sirve darle vueltas al asunto ahora, César. Yo te creo cuando dices que harás que Cicerón lamente haber nacido, pero… ¿cómo?
—Muy sencillo. Haré que se trague ese
senatus consultum ultimun
suyo —dijo César con expresión soñadora, pero sin que la sonrisa le asomase a los ojos.
—Pero, ¿cómo? ¿Cómo, cómo, cómo?
—Te quedan cuatro días de tu año como tribuno de la plebe, Labieno, y será suficiente si actuamos con rapidez. Podemos tomarnos el día de mañana para organizarnos y poner en claro nuestro modo de actuación. Pasado mañana llevaremos a cabo la primera fase. Los dos días siguientes son para la última fase. El asunto no habrá terminado para entonces, pero ya habrá llegado lo suficientemente lejos. ¡Y tú, mi querido Tito Labieno, dejarás tu cargo de tribuno envuelto en un absoluto resplandor de gloria! ¡Si no hay otra cosa que ensalce tu nombre para la posteridad, te prometo que los acontecimientos de los próximos cuatro días lo harán!
—¿Qué tengo que hacer?
—Esta noche nada, excepto quizá… ¿tienes acceso a…? No, no puedes tenerlo. Lo planearé de otro modo. ¿Puedes hacerte con un busto o una estatua de Saturnino? ¿O de tu tío Quinto Labieno?
—Puedo hacer algo mejor que eso —respondió rápidamente Labieno—. Yo sé dónde hay una
imago
de Saturnino.
—¿Una
¡mago
? ¡Pero si no fue nunca pretor!
—Cierto —dijo Labieno sonriendo—. El problema de ser un gran noble, César, es que no tienes ni idea de cómo trabajan nuestras mentes, las de los ambiciosos y emprendedores picentinos, samnitas, Hombres Nuevos de Arpinum y otros por el estilo. ¡Estamos, sencillamente, impacientes por ver nuestras facciones exquisitamente formadas y coloreadas como si estuvieran vivas en cera de abeja, con pelo auténtico, exactamente del mismo color y con el mismo peinado! Así que en cuanto tenemos dinero en el bolsillo nos vamos en secreto a uno de los artesanos del Velabrum y le encargamos una
¡mago
. Yo conozco a hombres que ni siquiera estarán nunca en el Senado que tienen
imagines
. ¿Cómo, si no, te crees que se ha hecho tan rico Magio, el de Velabrum?
—Bueno, dada la situación me alegro mucho de que vosotros, los Hombres Nuevos y emprendedores de Picenum, también encarguéis
imagines
—dijo con viveza César—. Consigue el retrato de Saturnino y encuentra a un actor que pueda ponérselo como máscara causando el efecto deseado.
—Mi tío Quinto también tenía una
¡mago
, así que contrataré a un actor para que la lleve puesta. También puedo conseguir bustos de ambos hombres.
—En ese caso no tengo ningún otro encargo para ti hasta mañana al amanecer, Labieno. Pero te prometo que a partir de entonces te haré trabajar sin descanso hasta que llegue el momento de dejar tu cargo de tribuno.
—¿Vamos a hacerlo solos tú y yo?
—No, seremos cuatro —le indicó César al tiempo que se levantaba para acompañar a Labieno hasta la puerta principal—. Para lo que tengo planeado somos necesarios cuatro: tú, yo, Metelo Celer y mi primo Lucio César.
Todo lo cual no sirvió para aclararle las cosas a Tito Labieno, quien se marchó de la
domus publica
intrigado, perplejo, y preguntándose cómo la curiosidad y la excitación que sentía iban a dejarle dormir.
César había abandonado toda idea de dormir. Volvió a su despacho tan sumido en sus pensamientos que Eutico, el mayordomo, tuvo que aclararse la garganta varias veces en la puerta antes de que César se percatase de su presencia.
—¡Ah, excelente! —dijo el pontífice máximo—. No estoy en casa para nadie, ni siquiera para mi madre. ¿Comprendido?
—¡
Edepol
! —gritó el mayordomo mientras se llevaba las rollizas manos a la cara, también rolliza—.
Domine
, Julia está muy ansiosa por hablar contigo inmediatamente.
—Dile que ya sé de qué quiere hablarme, y que estaré muy contento de estar con ella todo el tiempo que quiera el primer día del nuevo tribunato de la plebe. Pero ni un momento antes.
—iCésar, para eso faltan cinco días! ¡Verdaderamente, no creo que la pobre niña pueda esperar tanto!
—Si yo digo que debe esperar veinte años, Eutico, entonces tiene que esperar veinte años —fue la respuesta que dio César con frialdad—. Cinco días no son veinte años. Todos los asuntos domésticos y familiares deben esperar cinco días. Julia tiene a su abuela, no depende sólo de mí. ¿Queda bien claro?
—Sí,
domine
—susurró el mayordomo; y se apresuró a cerrar la puerta con mucho cuidado y a alejarse sigilosamente por el pasillo hasta donde se encontraba Julia de pie, con la cara pálida y las manos cruzadas—. Lo siento, Julia, dice que no verá a nadie hasta que los nuevos tribunos de la plebe asuman el cargo.
—¡Eso no es cierto, Eutico!
—Sí lo es. Se niega a ver hasta a la señora Aurelia.
La cual apareció en aquel momento procedente del Atrium Vestae con la mirada dura y los labios apretados.
—Ven —le dijo a Julia llevándosela a las habitaciones que pertenecían a la madre del pontífice máximo.
—Has oído algo —dijo Aurelia mientras empujaba a Julia para que se sentase en una silla. —No sé bien qué he oído —dijo Julia con aire distraído—. ¡He pedido hablar con
tata
y ha dicho que no!
Aquello le concedió una pausa a Aurelia.
—¿Eso ha dicho? ¡Qué raro! No es propio de César negarse a enfrentar los hechos o las personas.
—Eutico dice que
tata
no quiere ver a nadie, ni siquiera a ti, hasta dentro de cinco días,
avia
. Ha sido muy específico, todos debemos esperar hasta el día en que los nuevos tribunos de la plebe asuman el cargo.
Con el entrecejo fruncido, Aurelia empezó a pasear por la habitación; no dijo nada durante un rato. Con los ojos empañados de lágrimas, pero aguantándolas resueltamente, Julia no dejaba de observar a su abuela. ¡El problema radica, pensó, en que los tres somos desalentadoramente diferentes!
La madre de Julia había muerto cuando ésta apenas tenía siete años, lo que significaba que Aurelia había hecho de madre al mismo tiempo que de abuela durante la mayor parte de los años en que Julia se había formado. No muy asequible, perpetuamente atareada, estricta e incansable, Aurelia, no obstante, le había dado a Julia lo que más necesitan los niños, un inquebrantable sentido de seguridad y de sentirse en el lugar que les corresponde. Aunque reía pocas veces, tenía un ingenio agudo que podía salir a flote en los momentos más inesperados, y no tenía en menos estima a Julia porque a ésta le encantase reír. En la educación de la niña se habían prodigado los cuidados, desde orientarla en temas como vestirse con gusto, hasta un despiadado entrenamiento en buenos modales. Por no hablar del modo nada sentimental y llano en que Aurelia le había enseñado a Julia a aceptar lo que la suerte le deparase, y a aceptarlo con gracia, con orgullo, sin desarrollar ningún sentido de la injuria o el resentimiento.