Los miembros de la Cámara levantaron la mano para poner de manifiesto que estaban de acuerdo.
—Lo cual significa que nuestro querido Marco Craso es un pez lo bastante grande como para escupir el anzuelo sin que le desgarre la boca siquiera —dijo Catulo—. ¡Pero yo tengo que hacer la misma acusación a un pez mucho más pequeño! ¡Yo acuso a Cayo Julio César de tomar parte en la conspiración de Catilina!
—¡Y yo me uno a Quinto Lutacio Catulo en esa acusación! —rugió Cayo Calpurnio Pisón.
—¿Alguna prueba? —preguntó César sin molestarse siquiera en ponerse en pie.
—Las pruebas vendrán más tarde —sentenció Catulo con cierto aire de engreimiento.
—¿En qué consisten? ¿Cartas? ¿Mensajes verbales? ¿Pura imaginación?
—¡Cartas! —dijo Cayo Pisón.
—¿Y dónde están esas cartas? —preguntó César sin alterarse—. ¿A quién van dirigidas, si es que se supone que las he escrito yo? ¿O tienes problemas falsificando mi letra, Catulo?
—¡Se trata de correspondencia entre Catilina y tú! —le dijo a gritos Catulo.
—Me parece que sí que le escribí una vez —dijo César tras pensarlo un poco—. Debió de ser cuando él era propretor en la provincia de Africa. Pero, por supuesto, no le he vuelto a escribir desde entonces.
—¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! —dijo Pisón sonriendo—. ¡Te tenemos, César! ¡Escabúllete como quieras! ¡Te tenemos!
—En realidad —dijo César— no es así, Pisón. Pregúntale a Marco qué ayuda presté yo en su caso contra Catilina.
—No te molestes, Pisón —dijo Quinto Arrio—. Con mucho gusto te diré lo que Marco Cicerón puede confirmar. César me pidió que fuera a Etruria y hablase con los veteranos de Sila que se encontraban en los alrededores de Fésulas. El sabía que ningún otro que tuviese una posición importante le inspiraría confianza a esos veteranos, y por eso me lo pidió a mí. Le complací de buen grado, aunque me di patadas en mi propio culo por no habérseme ocurrido a mí la idea. Pero no se me ocurrió. Hace falta ser un hombre como César para ver con claridad los acontecimientos. Si César hubiera formado parte de la conspiración, nunca habría fingido.
—Quinto Arrio dice la verdad —intervino Cicerón.
—¡Así que vosotros dos sentaos y cerrad la boca! —dijo bruscamente César— ¡Si un hombre mejor que tú te derrota en la elección a pontífice máximo, Catulo, pues acéptalo! ¡Y tú, Pisón, te habrás gastado una fortuna en sobornos para salir absuelto en mi tribunal! Pero, ¿por qué teñiros de deshonra movidos tan sólo por el despecho? ¡Esta Cámara os conoce, esta Cámara sabe de lo que sois capaces!
Quizás hubiera habido más que decir sobre aquel tema, pero llegó un mensajero a toda carrera para informar a Cicerón de que un grupo de esclavos manumitidos pertenecientes a Cetego y a Léntulo Sura estaban reclutando por toda la ciudad con cierto éxito, y que cuando tuvieran hombres suficientes pensaban atacar las casas de Lucio César y de Cornificio, rescatar a Léntulo Sura y a Cetego, instaurarlos como cónsules y luego rescatar a los demás prisioneros y apoderarse de la ciudad.
—¡Este tipo de cosas van a estar sucediendo hasta que terminen los juicios! —dijo Cicerón—. ¡Lo tendremos durante meses, padres conscriptos, durante meses! ¡Empezad a pensar cómo podemos reducir ese tiempo, os lo ruego!
Disolvió la reunión e hizo que sus pretores llamasen a la milicia de la ciudad; se enviaron destacamentos a todas las casas de los custodios, se pusieron guarniciones en todos los lugares públicos, y un grupo de caballeros de las Dieciocho, incluido Ático, se dirigió al Capitolio para defender el templo de Júpiter Óptimo Máximo.
—¡Oh, Terencia, no quiero que mi año como cónsul acabe en la incertidumbre y el posible fracaso, no después de un triunfo tan grande! —le gritó a su esposa cuando llegó a casa.
—Porque mientras esos hombres estén dentro de Roma y Catilina se halle en Etruria con un ejército, todo este asunto está pendiente de un hilo —le dijo ella.
—Exactamente, querida mía.
—Y tú acabarás como Lúculo: harás todo el trabajo y verás cómo Silano y Murena se llevan el mérito, porque ellos serán cónsules cuando todo esto acabe.
En realidad eso ya se le había ocurrido a Cicerón, pero al oírselo decir a su esposa tan sucintamente, se estremeció. ¡Sí, así era exactamente como resultarían las cosas! Engañado por el tiempo y la tradición.
—Bueno —dijo Cicerón, irguiendo los hombros—, si haces el favor de excusar mi ausencia del comedor, creo que me retiraré al despacho y me encerraré allí hasta que pueda dar con una solución.
—Tú ya conoces la solución, marido. Sin embargo, te comprendo. Lo que necesitas es afirmar tu valor. Mientras lo intentas, ten presente en la mente que la Bona Dea está de tu parte.
—¡Que se pudran, digo yo! —le dijo Craso a César con mucha violencia para ser un hombre tan plácido—. ¡Por lo menos la mitad de esos
fellatores
están ahí sentados esperando que Tarquinio haga valer sus acusaciones! ¡Fue una suerte para mí que Quinto Curio eligiera mi puerta para dejar su montoncito de cartas! De otro modo, hoy me habría visto en un serio problema.
—Mi defensa fue más tenue —dijo César—, pero, felizmente, también lo fueron las acusaciones. ¡Estúpido! Catulo y Pisón sólo tuvieron la idea de acusarme a mí cuando Tarquinio te acusó a ti.
Si se les hubiera ocurrido anoche, habrían podido falsificar algunas cartas. O no habrían debido decir nada hasta que hubieran podido falsificar las cartas. ¡Una de las cosas que siempre me animan, Marco, es lo espesos que son mis enemigos! ¡Creo que es un gran consuelo saber que nunca encontraré un adversario tan inteligente como yo!
Aunque estaba acostumbrado a que César hiciera declaraciones de ese tipo, no obstante Craso se encontró mirando con fascinación a aquel hombre más joven que él. ¿Es que nunca dudaba de sí mismo? Si lo hacía, Craso nunca había visto ni señal de ello. Menos mal que César era un hombre frío. De otro modo Roma podría encontrarse deseando tener un millar de Catilinas.
—Mañana no asistiré a la reunión del Senado —dijo Craso poco después.
—¡Ojalá asistieras! Promete ser interesante.
—¡Me da igual que sea más fascinante que dos gladiadores perfectamente igualados! Que Cicerón se quede con su gloria.
¡Pater patriae!
¡Bah! —gruñó.
—¡Oh, Catón lo dijo como un sarcasmo, Marco!
—¡Eso ya lo sé, César! Lo que me fastidia es que Cicerón se lo tome al pie de la letra.
—Pobre hombre. Debe de ser horrible tener que estar siempre asomándose al interior desde fuera.
—¿Te encuentras bien, César? ¿Sientes lástima por él? ¿Tú?
—Oh, es que de vez en cuando me sale la vena compasiva. Que Cicerón me la despierte no es ningún misterio. Resulta un blanco tan vulnerable.
A pesar de tener que organizar la milicia y pensar en cómo dilucidar el problema que suponía para sí mismo el tiempo de que disponía, también había dedicado tiempo a pensar en convertir el templo de la Concordia en un local más aceptable para que el Senado lo ocupase. Así, cuando los senadores se presentaron al amanecer del día siguiente, cinco de diciembre, se encontraron con que los carpinteros se habían afanado con cierta eficacia. Había tres gradas a cada lado, más altas aunque más estrechas, y un estrado al fondo para los magistrados curules, con un banco delante del mismo para los tribunos de la plebe.
—No podréis sentaros en vuestros taburetes, las gradas son demasiado estrechas, pero podréis usar las propias gradas como asientos —dijo el cónsul
senior
. Apuntó hacia lo alto de las paredes laterales y de la del fondo—. También he instalado abundantes respiraderos.
Quizás habían acudido unos trescientos hombres, algunos menos que en los primeros días; después de un breve intervalo para instalarse como gallinas en un gallinero, el Senado dio muestras de estar dispuesto para comenzar con los asuntos del día.
—Padres conscriptos —comenzó a decir Cicerón en tono solemne—, he reunido a este cuerpo una vez más para hablar de algo que no nos atrevemos a posponer, ni a volverle la espalda. A saber, qué hacer con nuestros cinco prisioneros. En muchos aspectos esta situación se parece a la que existió hace treinta y siete años, después de que Saturnino y sus rebeldes confederados se rindieron tras haber ocupado el Capitolio. ¡Nadie sabía qué hacer con ellos! Nadie estaba dispuesto a aceptar la custodia de unos individuos tan desesperados cuando la ciudad de Roma, de todos era sabido, albergaba tantos simpatizantes: la casa de un hombre que accediera a aceptar la custodia de alguno de ellos podía ser incendiada hasta acabar destruida por completo; él mismo podía morir, su prisionero podía ser liberado. Así que al final el traidor Saturnino y sus catorce secuaces principales fueron encerrados en nuestra amada Cámara del Senado, la Curia Hostilia. Sin ventanas, con sólidas puertas de bronce. Impenetrable. Entonces un grupo de esclavos, conducidos por un tal Sceva, se subió al tejado, arrancaron las tejas y las utilizaron para matar a los hombres que estaban en el interior. Un hecho deplorable… ¡pero también un gran alivio! Una vez que Saturnino estuvo muerto, Roma se calmó y el problema desapareció por completo. Admito que la presencia de Catilina en Etruria es una complicación añadida, ¡pero lo primero y más importante es que tranquilicemos a la ciudad de Roma!
Cicerón hizo una pausa, pues sabía perfectamente que algunos de los hombres que le escuchaban habían formado parte del grupo al que Sila había instado a subirse al tejado de la Curia Hostilia, y que no había habido en aquel grupo ningún esclavo. El dueño del esclavo Sceva había estado presente, Quinto… ¿Crotón? Y cuando el tumulto había remitido lo suficiente como para considerar que todo había terminado verdaderamente, Crotón había liberado a Sceva con abundantes elogios públicos por su hazaña… y por lo tanto libre de toda culpa. Una historia que Sila nunca desmintió, muy especialmente después de convertirse en dictador. ¡Los esclavos eran tan útiles!
—¡Padres conscriptos —continuó diciendo Cicerón con gravedad—, estamos sentados sobre un volcán! Hay cinco hombres bajo arresto en distintas casas, cinco hombres que delante de vosotros y dentro de esta Cámara se desmoronaron y confesaron libremente todos sus crímenes. ¡Confesaron alta traición! ¡Sí, se declararon culpables por boca propia después de ver pruebas tan concretas que la mera existencia de las mismas los condenaba! Y al confesar ellos, condenaron también a otros hombres, que ahora están bajo orden de captura cuando y donde quiera que se les encuentre. Considerad entonces qué ocurrirá cuando se les encuentre. Tendremos algo así como veinte hombres bajo custodia en casas corrientes de Roma hastaque se les someta a todo el atrozmente lento proceso judicial.
»Ayer vimos uno de los males que surgen de esta horrible situación. Un grupo de hombres se agruparon y consiguieron reclutar hombres para que nuestros traidores, que se han confesado a sí mismos como tales, pudieran ser liberados de la custodia a que están sometidos, para que los cónsules fueran asesinados, y luego instalarlos a ellos como cónsules. En otras palabras, la revolución va a continuar mientras esos traidores confesos permanezcan dentro de Roma y el ejército de Catilina permanezca dentro de Italia. Mediante una rápida actuación, conseguí desviar el intento de ayer. Pero seguiré siendo cónsul durante poco tiempo más, menos de un mes. Sí, padres conscriptos, el relevo anual se nos está echando encima, y no estamos en condiciones saludables para afrontar un cambio de magistrados.
»Mi mayor ambición es dejar el cargo dejando bien atado el extremo que supone esta catástrofe y con ello hacerle llegar a Catilina el mensaje de que no tiene aliados dentro de Roma con suficiente poder para ayudarle. Y hay un modo de hacerlo…
El cónsul
senior
hizo una pausa para que sus palabras fueran asimiladas, deseando que su antiguo enemigo y amigo Hortensio estuviera en la Cámara. Hortensio vería la belleza de aquel argumento, mientras que los demás sólo verían la conveniencia. En cuanto a César, bueno… ni siquiera estaba seguro de que le importase la aprobación de César, ni como abogado ni como hombre. Craso no se había molestado en acudir, pero afortunadamente era la última persona a la que Cicerón quería impresionar con aquel razonamiento legal.
—Hasta que Catilina y Manlio sean derrotados o se rindan, Roma continúa existiendo bajo la ley marcial de un
senatus consultum ultimum
. Exactamente igual que Roma estuvo bajo un senatus consultum ultimumcuando Saturnino y sus secuaces perecieron en la Curia Hostilia. Ello significó que no se le pudo pedir cuentas a nadie de llevar los asuntos a aquel inevitable extremo y ejecutar a los rebeldes. El
senatus consultum ultimum
extendió la impunidad a todos aquellos que participaron en el lanzamiento de las tejas, por muy esclavos que fueran, porque el amo de un esclavo ha de responder ante la ley de los actos de sus propios esclavos; por ello todos los hombres que eran propietarios de aquellos esclavos podrían haberse visto metidos en un proceso por asesinato, de no haber sido por el
senatus consultum ultimum
, el decreto general que en una situación de emergencia el Senado está autorizado a dictar para conservar el bienestar del Estado, no importa qué se necesite para mantenerlo.
»Pensad en los traidores confesos que tenemos aquí en Roma, además de los otros traidores que estamos buscando porque huyeron antes de que pudiéramos prenderlos. Todos culpables por boca de los cinco hombres que tenemos bajo custodia, por no mencionar el testimonio qué habéis oído de Quinto Curión, Tito Volturcio, Lucio Tarquinio y Erogo, de los alóbroges. Bajo las condiciones de un
senatus consultum ultimum
en vigor, estos traidores confesos no tienen que ser juzgados. Puesto que en el momento presente nos hallamos en medio de una horrible emergencia, este augusto cuerpo de hombres, el Senado de Roma, está revestido de poder para hacer cualquier cosa que sea necesaria para preservar el bienestar de Roma. ¡Conservar a estos hombres bajo custodia en espera de un proceso judicial y después tener que airearlos en el Foro público durante el juicio equivale a promover una nueva rebelión! Sobre todo si Catilina y Manlio, a los que se ha declarado formalmente enemigos públicos, siguen en libertad en Italia con un ejército. ¡Ese ejército incluso podría caer sobre nuestra ciudad en un intento por liberar a los traidores durante los juicios!
¿Los había convencido? Sí, decidió Cicerón. Hasta que miró a César, que estaba sentado muy erguido en el escalón de abajo, con los labios apretados y dos puntos de color escarlata ardiéndole en las blancas mejillas. Encontraría oposición en César, un gran orador. Pretor urbano electo, cosa que significaba que le correspondía hacer uso de la palabra muy pronto a menos que el orden cambiase.