A Metelo Nepote nunca se le ocurrió que la única razón por la que Catón estaba de pie en la Cámara aquel día como tribuno de la plebe electo se debía por entero a él, a Metelo Nepote. Cuando Nepote había regresado del Este después de una placentera campaña como uno de los legados seniors de Pompeyo el Grande, naturalmente, viajó con cierto estilo. El era uno de los más importantes Cecilios Metelos, era rico en extremo y había logrado enriquecerse aún más desde su marcha al Este, y además, por si era poco, era cuñado de Pompeyo. Así que había viajado por la vía Apia a sus anchas, mucho antes de las elecciones y mucho antes de los calores del verano. Los hombres que tenían prisa viajaban a caballo o en carro, pero Nepote ya estaba harto de ir con prisas; de manera que el medio de transporte que eligió fue una enorme litera que acarreaban nada menos que doce hombres. De este modo Nepote iba cómodamente tumbado en un colchón de plumón cubierto de púrpura de Tiro, y en uno de los rincones llevaba a un criado en cuclillas para que le sirviese comida y bebida, le acercase el orinal y le proporcionase material de lectura.
Como nunca asomaba la cabeza por las cortinas y no veía el exterior, jamás se fijó en las personas que caminaban a pie con las que su comitiva se cruzaba con frecuencia, así que, desde luego, no vio a un grupo de seis peatones, humildes en extremo, que iban en dirección opuesta. Tres de los seis eran esclavos. Los otros tres eran Munacio Rufo, Atenodoro Cordilión y Marco Porcio Catón, que se dirigían a la propiedad que Catón poseía en Lucania para pasar un verano de estudio, libres de la presencia de los niños.
Durante largo rato Catón había permanecido detenido a uno de los lados de la carretera contemplando aquel desfile que pasaba lentamente; estuvo contando el número de personas, contó también el número de vehículos. Esclavos, bailarinas, concubinas, guardas, botín, carromatos, cocina, bibliotecas sobre ruedas y bodegas de vino sobre ruedas.
—Eh, soldados, ¿quién viaja como el potentado Sampsiceramus? —le gritó Catón a uno de los guardias cuando todo aquel desfile casi había terminado de pasar.
—¡Quinto Cecilio Metelo Nepote, cuñado de Magnus! —le respondió a voces el soldado.
—Pues tiene una prisa terrible —dijo Catón con sarcasmo.
Pero el soldado se tomó el comentario en serio.
—¡Sí, así es, peregrino! ¡Se presenta candidato a tribuno de la plebe en Roma!
Catón siguió caminando un breve trecho en dirección sur, pero antes de que el sol estuviera a medio camino en su bajada por el cielo en el Oeste, dio media vuelta.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Munacio Rufo.
—Tengo que volver a Roma y presentarme como candidato a tribuno de la plebe —dijo Catón con los dientes apretados—. Tiene que haber alguien en el colegio de ese payaso que le haga la vida dificil a él y a su todopoderoso amo, Pompeyo
Magnus
!
No le había ido mal a Catón en las elecciones; había quedado en segundo lugar después de Metelo Nepote. Lo cual significaba que cuando Metelo Nepote se sentó, Catón se levantó.
—¡La muerte es el único castigo posible! —vociferó. La sala se quedó paralizada, todos los ojos se volvieron hacia Catón con extrañeza. Era tan estricto y tan denodado defensor de la
mos maiorum
que a nadie se le había ocurrido que su discurso no siguiera la línea de César o la de Tiberio Claudio Nerón—. ¡La muerte es el único castigo apropiado, os digo yo! ¿Qué son todas estas tonterías de la ley y la República? ¿Cuándo ha amparado la República bajo sus faldas a alguien de la misma calaña que estos traidores confesos? Nunca se ha hecho la ley para aquellos que se confiesan a sí mismos traidores. Las leyes se hacen para los seres inferiores. Las leyes se hacen para los hombres que quizá puedan transgredirlas, pero que lo hacen sin intención de dañar a su patria, el lugar que los ha criado y los ha hecho como son.
»¡Mirad a Décimo Junio Silano, un tonto vacilante y débil! ¡Cuando cree que Marco Tulio quiere una sentencia de muerte, sugiere «la pena última»! ¡Luego, cuando habla César, cambia de idea: lo que él había querido decir era lo que decía César! ¿Cómo podría él ofender a su querido César? ¿Y qué decir de este César, este petimetre afeminado y de casta superior que alardea de que es descendiente de dioses y a continuación se caga en los que no somos más que meros hombres? ¡César, padres conscriptos, es el auténtico promotor de este asunto! ¿Catilina? ¿Léntulo Sura? ¿Marco Craso? ¡No, no, no! ¡César! ¡Es el complot de César! ¿No fue César quien intentó asesinar a su tío Lucio Cotta y al colega de éste, Lucio Torcuato, el primer día que estaban en su cargo como cónsules hace tres años? ¡Sí, César prefería a Publio Sila y a Autronio antes que a su tío carnal! ¡César, César, siempre y por siempre César! ¡Miradle, senadores! ¡Es mejor que todos nosotros juntos! Descendiente de dioses, nacido para gobernar, ansioso por manipular los acontecimientos, feliz de empujar a otros hombres a la hoguera mientras él acecha en la sombra! ¡César! Yo te escupo, César! ¡Te escupo!
Y trató de escupir de hecho. Aquella diatriba llena de odio era tan asombrosa que la mayoría de los senadores estaban sentados con la boca abierta. Todos sabían que Catón y César se tenían antipatía mutua; la mayoría sabía que César le había puesto los cuernos a Catón. Pero, ¿todo aquel virulento torrente de insultos exagerados? ¿Aquella implicación de traición? ¿Qué diablos le había dado a Catón?
—Tenemos bajo nuestra custodia a cinco hombres culpables que han confesado sus crímenes y los crímenes de otros dieciséis hombres que no se encuentran bajo nuestra custodia. ¿Qué necesidad hay de un juicio? ¡Un juicio es una pérdida de tiempo y un despilfarro del dinero del Estado! Y, padres conscriptos, dondequiera que haya un juicio, también existe la posibilidad de un soborno. ¡Otros jurados en casos igual de graves que éste han absuelto al acusado a pesar de su manifiesta culpabilidad! ¡Otros jurados han alargado manos avariciosas para coger grandes fortunas de hombres parecidos a Marco Craso, amigo de César y patrocinador financiero! ¿Ha de gobernar Catilina en Roma? ¡No! ¡El que ha de gobernar es César, con Catilina llevando las riendas y Craso libre de hacer lo que le de la gana en el Tesoro!
—Espero que tengas pruebas de todo lo que estás diciendo —le dijo César con suavidad; era bien consciente de que la calma sacaba de quicio a Catón.
—¡Conseguiré pruebas, no lo dudes! —voceó Catón—. ¡Donde hay malas acciones siempre se acaba por encontrar pruebas! ¡Mira las pruebas que descubrieron a esos cinco hombres traidores! Ellos las vieron, las oyeron y todos ellos confesaron. ¡Esa es la prueba! ¡Y yo encontraré indicios de que César está implicado en esta conspiración y en la de hace tres años! ¡Nada de un juicio para los cinco culpables, afirmo! ¡Nada de un juicio para ninguno de ellos! ¡No deberían escapar a la muerte! César argumenta en petición de clemencia sobre bases filosóficas. La muerte, dice, no es más que el sueño eterno. Pero, ¿lo sabemos con certeza? ¡No, no lo sabemos! ¡Nadie ha regresado de la muerte para contarnos qué sucede una vez que hemos muerto! La muerte es definitiva y, sin duda, más barata y ¡que mueran hoy los cinco!
César volvió a hablar, todavía con suavidad.
—A menos que la traición sea
perduellio
, Catón, la muerte no es un castigo legal. Y si no tienes intención de juzgar a estos hombres, ¿cómo puedes decidir si han cometido
perduellio
o
maiestas
? Parece que argumentas
perduellio
, pero, ¿es realmente así?
—¡Este no es momento ni lugar para palabrería legal, aunque tú no tengas otra razón para tu petición de clemencia, César! —dijo con furia Catón—. ¡Deben morir hoy!
Y así continuó, sin tener en cuenta el paso del tiempo. Catón estaba lanzado, la arenga continuaría hasta que viera, satisfecho, que su pura monotonía repetitiva había dejado a todos agotados. La Cámara se encontraba acobardada, estaba a punto de llorar, Catón iba a seguir lanzando improperios hasta que el sol se pusiera y no podrían votar aquel día.
Hizo falta que una hora antes de la puesta del sol un sirviente entrase con sigilo en la Cámara y le entregase discretamente una nota doblada a César.
Catón dio un brinco.
—¡Ah! ¡El traidor se descubre! —rugió—. Está ahí sentado recibiendo notas traicioneras ante nuestros propios ojos. ¡Hasta ahí llega su arrogancia, el desprecio que siente por esta Cámara! ¡Yo afirmo que eres un traidor, César! ¡Afirmo que esa nota contiene las pruebas!
Mientras Catón atronaba con lavoz, César leía la nota. Cuando levantó el rostro tenía en él una expresión muy peculiar: ¿una leve angustia? ¿O diversión?
—Léela en voz alta, César, lee en voz alta! —le pidió a voces Catón. Pero César dijo que no con la cabeza. Dobló la nota, se levantó de su asiento, cruzó la sala hacia la grada del medio, donde se hallaba sentado Catón, y le entregó la nota esbozando una sonrisa.
—Creo que a lo mejor prefieres guardar para ti solo el contenido —dijo.
Catón no leía muy bien. Tardó mucho rato en descifrar los interminables garabatos que no estaban separados más que por columnas —y a veces una palabra continuaba en la línea de más abajo, lo cual venía a aumentar la confusión—. Y mientras murmuraba y se hacía un lío, los senadores permanecieron sentados, agradecidos en cierto modo por aquel relativo silencio y temerosos de que Catón continuase —y temerosos también de que, en efecto, aquella nota revelase una traición.
Un chillido brotó de la garganta de Catón; todo el mundo se sobresaltó. Luego arrugó la nota y se la arrojó a César.
—¡Guárdatela, asqueroso mujeriego!
Pero la nota no llegó hasta donde se encontraba César, sino que cayó a bastante distancia de donde César se hallaba sentado, Filipo la cogió apresuradamente del suelo… y la abrió en seguida. Mejor lector que Catón, al cabo de unos momentos estaba riéndose a carcajadas; en cuanto hubo terminado la pasó por toda la fila de pretores electos en dirección a Silano y el estrado curul.
Catón se dio cuenta de que había perdido a su audiencia, que estaba muy afanada riendo, leyendo o muriéndose de curiosidad.
—¡Es típico de este cuerpo que algo tan despreciable y mezquino resulte más fascinante que el destino de los traidores! —dijo a gritos—. Cónsul
senior
, exijo que la Cámara te de poder bajo las condiciones del existente
senatus consultum ultimum
para ejecutar inmediatamente a los cinco hombres que se encuentran bajo nuestra custodia, y que apruebe una sentencia de muerte contra otros cuatro hombres: Lucio Casio Longino, Quinto Annio Quilón, Publio Umbreno y Publio Furio, qué se hará efectiva en el mismo momento en que cualquiera de ellos sea capturado.
Desde luego Cicerón, al igual que todos los hombres allí presentes, estaba ansioso por leer la nota de César, pero vio su oportunidad y la aprovechó.
—Gracias, Marco Porcio Catón. Votaremos tu moción de que los cinco hombres que se hallan bajo nuestra custodia sean ejecutados de inmediato, y que los otros cuatro hombres mencionados sean ejecutados en cuanto se les capture. Todos aquellos que estén a favor de una sentencia de muerte, que pasen a mi derecha. Los que no estén a favor, que se sitúen a mi izquierda.
El cónsul
senior
electo, Décimo Junio Silano, marido de Servilia, recibió la nota justo antes de que hiciera la petición de voto, La nota decía:
Bruto acaba de entrar en casa corriendo para decirme que mi hermanastro barriobajero Catón te ha acusado de traicián en la Cámara, ¡a pesar de admitir que no tiene ninguna prueba en absoluto! No hagas caso, mi apreciadísimo y más querido de los hombres. Es despecho porque le robaste a Atilia y le pusiste cuernos en la frente… por no mencionar que yo sé que ella le dijo que él era
pipinna
comparado contigo. Hecho que yo estoy bien capacitada para afirmar por mí misma. El resto de Roma es
pipinna
comparado contigo.
Recuerda que Catón no vale siquiera lo que la tierra que hay bajo el pie de un patricio, que no es más que el descendiente de una esclava y de un viejo campesino malhumorado que les dio suficiente coba a los patricios como para lograr que le hicieran censor, y que a partir de ese puesto deliberadamente arruinó a tantos patricios como pudo. A este Catón también le encantaría hacer lo mismo. Odia a todos los patricios, pero a ti en particular. Y si supiera lo que hay entre nosotros, César, aún te odiaría más.
Conserva el ánimo elevado, no hagas caso de las malas hierbas y de todos sus secuaces. Roma está mejor servida por un sólo César que por medio centenar de Catones y Bíbulos. ¡Como todas sus esposas podrían atestiguar!
Silano, con el rostro apagado pero no exento de dignidad, le dirigió una mirada a César. Este tenía una expresión triste, pero no contrita. Luego Silano se levantó y se situó a la derecha de Cicerón; él no pensaba votar la moción de César.
Y muchos otros tampoco votaron por César, aunque no todos pasaron a la derecha. Metelo Celer, Metelo Nepote, Lucio César, varios de los tribunos de la plebe entre los que se encontraban Labieno, Filipo, Cayo Octavio, los dos Lúculos, Tiberio Claudio Nerón, Lucio Cotta y Torcuato se pusieron a la izquierda de Cicerón, junto con unos treinta de los
pedarii
de los bancos de atrás. Y también Mamerco, príncipe del Senado.
—Hago notar que Publio Cetego se encuentra entre los que han decidido votar por la ejecución de su hermano —observó Cicerón—, y que Cayo Casio se encuentra entre los que votan por la ejecución de su primo. El resultado de esta votación se acerca bastante a la unanimidad.
—¡Ese hijo de puta! ¡Siempre exagera! —gruñó Labieno.
—¿Por qué no? —preguntó César encogiéndose de hombros—. La memoria es frágil y las actas que se toman al pie de la letra suelen reproducir frases como ésa, ya que Cayo Cosconio y sus escribas probablemente no querrán registrar nombres.
—¿Dónde está la nota? —preguntó Labieno, que estaba deseando verla.
—Ahora la tiene Cicerón.
—¡Pues no será por mucho tiempo! —afirmó Labieno; se dio la vuelta, se acercó al cónsul senior con aspecto beligerante y le arrebató la nota—. —Toma, te pertenece a ti —dijo al tiempo que se la tendía a César.
—¡Oh, léela primero, Labieno! —le contestó César riéndose—. No veo por qué no habrías de enterarte tú de lo que todo el mundo sabe, incluido el marido de la señora.
Los hombres volvían a sus asientos, pero César permaneció en pie indicando así su deseo de hablar hasta que lo reconoció oficialmente.