—No, mamá —susurró Bruto.
—No soy una ramera, Bruto.
—No, mamá.
—No obstante —dijo Servilia colocándose en una silla desde la cual podía acercarse rápidamente a Bruto si hacía falta—, desde luego ya eres lo bastante mayor como para comprender las cosas de la vida, así que ya es hora de que te abra los ojos sobre ciertos temas. De lo que se trababa —continuó en tono desenfadado— es del hecho de que desde hace algunos años el padre de Julia ha sido mi amante.
Bruto se inclinó hacia adelante y dejó caer la cabeza entre las manos, incapaz de combinar dos sensaciones distintas: una desventurada tristeza y un dolor perplejo. Primero, todo aquello que había sucedido en el templo de la Concordia mientras él estaba de pie a las puertas, escuchando; luego informó de ello a su madre; más tarde, un delicioso intervalo peleándose con los textos de Fabio Pictor; luego el tío Catón irrumpiendo violentamente en su habitación y agarrándolo por la oreja; a continuación el tío Catón dándole voces a su madre; luego mamá atacando al tío Catón, y… y… el más absoluto horror por lo que su madre había hecho después impresionó a Bruto de nuevo; comenzó a tiritar y se estremeció; estuvo llorando desconsoladamente con el rostro entre las manos.
Y además aquello. Mamá y César eran amantes, hacía años que eran amantes. ¿Cómo se sentía él por aquello? ¿Cómo se suponía que debía sentirse? A Bruto le gustaba que lo guiasen; odiaba la sensación de tener que tomar una decisión sin timón —sobre todo si era una decisión sobre emociones—, sin haber aprendido primero cómo personas como Platón y Aristóteles consideraban aquellos entes ingobernables, ilógicos y desconcertantes. De alguna manera no parecía ser capaz de sentir nada al respecto. ¿Toda aquella pelea de mamá y Catón por una cosa así? Pero, ¿por qué? Mamá siempre obraba por su cuenta; seguramente el tío Catón se daba cuenta de eso. Si mamá tenía un amante, habría una buena razón para ello. Y si César era el amante de mamá, también habría una buena justificación. Mamá no hacía nada sin un buen motivo. ¡Nada!
No había logrado avanzar más en sus pensamientos cuando Servilia, cansada de aquel silencioso llanto, habló de nuevo.
—A Catón le falta un tornillo, Bruto —le dijo—. Siempre ha sido así, incluso cuando era muy pequeño. Marmolyce se apoderó de él. Y con el paso del tiempo no ha mejorado. Es torpe, estrecho de miras, un fanático, y se siente increíblemente satisfecho de sí mismo. No es asunto suyo lo que yo haga con mi vida, como tampoco eres tú asunto suyo.
—Nunca me había dado cuenta de lo mucho que lo odias —dijo Bruto al tiempo que apartaba las manos de la cara para mirar a su madre—. ¡Mamá, lo has dejado marcado con cicatrices para toda la vida!
—¡Estupendo! —dijo Servilia con cara de auténtica complacencia. Luego asimiló por completo con la mirada la imagen que ofrecía su hijo e hizo una mueca de desagrado. Este, a causa de los granos, no podía afeitarse, tenía que conformarse con recortarse mucho la densa barba negra; entre los enormes granos y los mocos esparcidos por toda la cara, estaba peor que feo. Estaba espantoso. Servilia buscó con la mano por detrás de ella hasta que localizó un trapito suave cerca de las jarras del agua y el vino; se lo arrojó a su hijo—. ¡Límpiate la cara y suénate, Bruto, por favor! No es que yo esté de acuerdo con las críticas que te hace Catón, pero hay ocasiones en que me decepcionas horriblemente.
—Ya lo sé —susurró él—, ya lo sé.
—¡Oh, bueno, da lo mismo! —dijo Servilia en tono vigoroso; se levantó, se acercó a él hasta situarse de pie detrás de su hijo y le pasó el brazo por encima de los abatidos hombros—. Tú posees cuna, riqueza, educación e influencia. Y todavía no tienes veintiún años. Seguro que con el tiempo mejoras, hijo mío, pero a Catón no le ocurrirá lo mismo. No hay nada, ni siquiera el tiempo, que pueda hacer que Catón mejore.
El brazo de Servilia le cayó a Bruto como un cilindro de plomo caliente, pero no se atrevió a hacer ningún movimiento para quitárselo de encima. Se incorporó un poco.
—¿Puedo irme, mamá?
—Sí, siempre que entiendas mi posición.
—La entiendo, mamá.
—Lo que yo haga es asunto mío, Bruto. No voy a darte ni una sola excusa para la relación que existe entre César y yo. Silano lo sabe desde hace mucho tiempo. Es lógico que César, Silano y yo hayamos preferido guardarlo en secreto. La luz se hizo en Bruto.
—¡Tercia! —dijo con un grito ahogado—. ¡Tercia es hija de César, no de Silano! Se parece a Julia.
Servilia contempló a su hijo con cierta admiración.
—Qué perspicaz de tu parte, Bruto. Sí, Tercia es de César.
—¿Y Silano lo sabe?
—Desde el principio.
—¡Pobre Silano!
—No malgastes tu compasión en quien no se la merece.
Una diminuta chispa de valor brotó lentamente en el pecho de Bruto.
—¿Y qué me dices de César? —preguntó—. ¿Lo amas?
—Más que a nadie en este mundo exceptuándote a ti.
—¡Oh, pobre César! —dijo Bruto; y escapó antes de que su madre pudiera decir otra palabra, con el corazón latiéndole con fuerza por aquella temeridad.
Silano se había ocupado de que aquel único hijo varón tuviera una grande y cómoda suite de habitaciones para él, con una agradable vista al peristilo. Allí huyó Bruto, pero no se quedó mucho tiempo. Después de lavarse la cara, de recortarse la barba todo lo que pudo, de peinarse y de llamar a su criado para que le ayudase a ponerse la toga, abandonó la siniestra casa de Silano. No recorrió las calles de Roma solo, no obstante. Como se había hecho de noche, iba escoltado por dos esclavos que llevaban antorchas.
—¿Puedo ver a Julia, Eutico? —le preguntó a éste cuando llegó a la puerta de César.
—Es muy tarde,
domine
, pero averiguaré si está levantada —le dijo el mayordomo con respeto; y lo dejó entrar en la casa.
Naturalmente, ella lo recibiría; Bruto subió la escalera y llamó a la puerta de la habitación de Julia.
Cuando ésta abrió la puerta cogió a Bruto entre los brazos y lo abrazó, con la mejilla pegada al cabello de él. Y los más exquisitos sentimientos de paz completa e infinito afecto brotaron en Bruto desde la piel hasta los huesos; por fin comprendió lo que algunas personas querían decir cuando aseguraban que no había nada tan bueno como llegar al hogar. Su hogar cra Julia. Su amor hacia ella no paraba de crecer; las lágrimas le cayeron desde los entornados párpados en medio de una dicha que lo curaba todo; se agarró a Julia e inhaló su olor, delicado como todo en ella. Julia, Julia, Julia…
Sin desearlo conscientemente, deslizó las manos por detrás de la espalda de la muchacha, levantó la cabeza que tenía apoyada en el hombro de ella y le buscó a tientas la boca con la suya, con tanta torpeza e inexperiencia que Julia no comprendió sus intenciones hasta que fue demasiado tarde para retirarse sin herir los sentimientos de Bruto. Así que Julia experimentó el primer beso por lo menos llena de lástima por aquel que se lo daba, y no le pareció ni mucho menos tan desagradable como se había temido. Los labios de Bruto tenían un tacto muy agradable, suaves y secos, y como ella tenía los ojos cerrados no podía verle la cara. Bruto tampoco intentó mayores intimidades. Dos besos más y luego la soltó.
—Oh, Julia, cuánto te quiero!
¿Qué otra cosa podía decir ella más que «yo también te quiero, Bruto»?
Luego lo condujo hasta el interior y lo invitó a sentarse en un canapé, aunque ella, muy adecuadamente, fue a sentarse en una silla a cierta distancia y dejó la puerta un poco entreabierta.
La sala de estar de Julia era grande, por lo menos a los ojos de Bruto, especialmente hermosa. Se veía la mano de Julia allí, y ella no tenía una mano corriente. Los frescos eran de pájaros etéreos y frágiles flores pintados con pálidos colores transparentes, los muebles eran esbeltos y graciosos, y no se veía ni señal de púrpura de Tiro ni ningún adorno dorado.
—Tu madre y mi padre —dijo ella.
—¿Eso qué significa?
—¿Para ellos o para nosotros?
—Para nosotros. ¿Cómo vamos a saber nosotros lo que significa para ellos?
—Supongo que a nosotros no puede hacernos ningún daño —dijo Julia lentamente—. No hay ninguna ley que les prohíba a ellos el amor por causa nuestra, aunque supongo que estará mal visto.
—¡La virtud de mi madre está por encima de todo reproche, y este asunto no cambia eso! —dijo Bruto bruscamente, poniéndose de repente a la defensiva.
—Claro que no cambia eso. Mi padre representa una circunstancia única en la vida de tu madre. Servilia no es como Pala ni como Sempronia Tuditani.
—¡0h, Julia, es maravilloso que siempre me comprendas!
—Comprenderlos es fácil, Bruto. Mi padre no puede ponerse en el mismo montón que los demás hombres, lo mismo que tu madre es una persona muy singular entre las demás mujeres. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizás su relación fue inevitable, dado el tipo de personas que son.
—Tú y yo tenemos en común una hermanastra —dijo de pronto Bruto—. Tercia es de tu padre, no de Silano.
Julia se quedó parada y luego soltó una exclamación ahogada; se echó a reír, encantada.
—¡Oh, tengo una hermana! ¡Qué maravilla!
—¡No, Julia, por favor! Ninguno de nosotros dos podemos admitir eso nunca, ni siquiera en el seno de nuestras familias. La sonrisa de Julia se debilitó y desapareció.
—Oh. Sí, desde luego tienes razón, Bruto. —Las lágrimas se le agolparon en los ojos, pero no cayeron—. Nunca debo demostrárselo a ella. Pero de todos modos yo lo sé —dijo más animada.
—Aunque, sin duda, físicamente se parece a ti, en el carácter Tercia se parece mucho más a mi madre.
—;Oh, tonterías! ¿Cómo puedes saber eso si sólo tiene cuatro años?
—Fácilmente —repuso Bruto con aire fúnebre—. Van a prometerla en matrimonio con Cayo Casio porque la madre de él y la mía compararon nuestros horóscopos. La vida de Casio y la mía están estrechamente entrelazadas, al parecer a través de Tercia.
—Y Casio nunca debe saberlo.
Aquello provocó que Bruto dejase escapar un bufido sarcástico.
—¡0h, venga ya, Julia! ¿Crees que no habrá alguien que se lo diga? Aunque no creo que a él eso le importe. La sangre de César es mejor que la de Silano.
¡En eso, pensó Julia, era como si hablara la madre de Bruto! La muchacha volvió al tema original.
—Hablemos de nuestros padres —dijo.
—¿Crees que lo que existe entre ellos puede afectamos a nosotros?
—Oh, seguro que sí. Pero yo creo que lo que tenemos que hacer es ignorarlo.
—Entonces —dijo Bruto al tiempo que se ponía en pie—, eso es lo que haremos. Tengo que irme. Es muy tarde ya. —A la puerta le cogió la mano a Julia y se la besó—. Dentro de cuatro años nos casaremos. Resulta difícil esperar, pero Platón dice que la espera reforzará nuestra unión.
—¿Ah, sí? —preguntó Julia, con expresión de asombro—. Debo de haberme saltado ese trozo.
—Bueno, es que yo leo entre líneas.
—Claro. A los hombres se os dan mejor esas cosas, ya me he fijado.
La noche sólo estaba empezando a dar paso al día cuando Tito Labieno, Quinto Cecilio, Metelo Celer y Lucio César llegaron a la
domus publica
y se encontraron a César muy despierto y al parecer nada desmejorado por la falta de sueño. Agua, vino dulce suave, pan recién hecho, aceite de oliva virgen y una excelente miel procedente del Himeto se habían dispuesto encima de una consola, al fondo de la habitación; César aguardó con paciencia a que sus invitados se sirvieran. El sorbió un poco de líquido humeante de una taza de piedra tallada, aunque no comió nada.
—¿Qué es eso que estás bebiendo? —le preguntó Metelo Celer con curiosidad. —Agua caliente con un poco de vinagre.
—¡Oh, dioses, qué malo!
—Uno se acostumbra —le indicó César tranquilaihente.
—¿Y para qué quiere uno acostumbrarse?
—Por dos motivos. El primero es que creo que es bueno para mi salud, que pienso mantener en vigorosas y excelentes condiciones hasta que sea viejo; y el segundo es que ello me endurece el paladar para soportar toda clase de insultos, desde el aceite rancio hasta el pan agrio.
—Te doy la razón en el primer motivo. Pero, ¿qué virtud tiene el segundo a menos que hayas abrazado el estoicismo? ¿Por qué habrías de conformarte con comida pobre?
—En las campañas de guerra uno a menudo se ve forzado a hacerlo… por lo menos tal como yo hago la guerra. ¿Te permite Pompeyo Magnus darte lujos en campaña? ¿Es así, Celer?
—¡Pues claro que sí! ¡Y también todos los demás generales bajo cuyas órdenes he servido! ¡Recuérdame que no vaya nunca a la guerra contigo!.
—Bueno, en invierno y en primavera la bebida no es tan mala; sustituyo el vinagre por zumo de limón.
Celer puso los ojos en blanco; Labieno y Lucio César se echaron a reír.
—Bien, ha llegado el momento de ir al grano —dijo César al tiempo que se sentaba detrás del escritorio—. Por favor, perdonadme por esta actitud de patrono, pero me parece más lógico sentarme aquí, donde puedo veros a todos y todos podéis verme a mí.
—Estás perdonado —le dijo Lucio César con solemnidad.
—Tito Labieno estuvo aquí anoche, así que conozco los motivos por los que votó conmigo ayer —dijo César—, y también comprendo por completo por qué votaste conmigo, Lucio. No obstante, no acabo de comprender cuáles fueron tus motivos, Celer. Dímelos ahora.
Al ser desde hacía mucho tiempo el sufrido marido de Clodia, su propia prima hermana, Metelo Celer era además cuñado de Pompeyo el Grande, pues la madre de Celer y de su hermano menor, Metelo Nepote, era también la madre de Mucia Tercia. Celer y Nepote, que se profesaban un gran cariño, eran hombres queridos y estimados, pues eran encantadores y sociables.
Para César, Celer nunca se había mostrado particularmente radical en sus inclinaciones políticas, hasta aquel momento respetablemente conservadoras. La manera en que respondiese era una cuestión crucial para el éxito; César no podía esperar llevar a cabo lo que tenía planeado a menos que Celer estuviera dispuesto a respaldarle incondicionalmente.
Con el atractivo rostro taciturno, Celer se inclinó hacia adelante con los puños apretados. —Para empezar, César, no apruebo que unas setas como Cicerón dicten normas de conducta política a los auténticos romanos. ¡Y ni por un solo momento condonaré la ejecución de ciudadanos romanos sin un juicio! No se me escapa que el aliado de Cicerón resultó ser otro cuasi romano, Catón, el de los Salonianos. ¿Adónde vamos a llegar si cuando esos que presumen de interpretar nuestras leyes descienden de esclavos o de patanes sin linaje?