—No te envidio —dijo Craso sonriendo.
—iCréeme, yo tampoco me envidio a mí mismo!
Pudo oír a Julia Antonia antes de llamar a la puerta de la casa de Léntulo Sura, muy bonita, e irguió los hombros. ¿Por qué tenía que ser Bona Dea aquella noche? Todo el círculo de amigas de Julia Antonia estarfa en casa de Cicerón, y Bona Dea no era la clase de deidad que una ignoraba en favor de una amiga disgustada.
Los tres hijos de Antonio Crético estaban cuidando a su madre con un grado de paciencia y bondad que a César le pareció sorprendente; lo cual no impidió que ella se pusiera en pie de un salto y se arrojase al pecho de César.
—¡Oh, primo! —gimió—. ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde iré? ¡Van a confiscar todas las propiedades de Sura! ¡Ni siquiera tendré un techo sobre la cabeza!
—Deja en paz a ese hombre, mamá —dijo Marco Antonio, el mayor de los hijos de Julia Antonia; le apartó los dedos que se agarraban con fuerza a César y la acompañó de nuevo hasta la silla—. Ahora siéntate y guárdate para ti tu desgracia; llorar no va a ayudamos a salir de este apuro.
Quizás porque ya estaba agotada, Julia Antonia obedeció; su hijo menor, Lucio, un individuo más bien gordo y torpón, se sentó en una silla al lado de ella, le cogió las manos y empezó a hacer sonidos para tranquilizarla.
—Ahora le toca a él —explicó escuetamente Antonio; y se llevó a su primo al peristilo, donde el hijo mediano, Cayo, se reunió con ellos.
—Es una pena que los Cornelios Léntulos constituyan la mayoría de los Cornelios que hay en el Senado en estos momentos —comentó César. —Y ninguno de ellos se sentirá nada contento de proclamar que hay un traidor en el seno de su familia —dijo Marco Antonio con aire lúgubre—. ¿Es un traidor?
—Sin que quepa la menor sombra de duda, Antonio.
—¿Estás seguro?
—¡Acabo de decírtelo! ¿Qué sucede? ¿Te inquieta que salga a colación que tú también estás implicado? —le preguntó César, preocupado de pronto.
Antonio se ruborizó intensamente, pero no dijo nada; fue Cayo quien respondió al tiempo que pateaba el suelo con un pie.
—¡Nosotros no estamos implicados! ¿Por qué será que todo el mundo, ¡incluso tú!, siempre piensa lo peor de nosotros?
—Eso se llama ganarse una reputación —le dijo César con paciencia—. Los tres tenéis una asombrosa mala fama: juego, vino, putas. —Miró con ironía a Marco Antonio—. Incluso un amiguito de vez en cuando.
—Lo que se rumorea acerca de Curión y de mí no es cierto —dijo Antonio, incómodo—. Sólo fingimos que somos amantes para fastidiar al padre de Curión.
—Pero todo sirve para ganarse una reputación, Antonio, como tus hermanos y tú estáis a punto de descubrir, Cada sabueso del Senado va a andar olisqueándoos el culo, así que sugiero que si estáis implicados en ese asunto, aunque sea remotamente, me lo digáis ahora mismo.
Hacía mucho tiempo que los tres hijos de Crético habían llegado a la conclusión de que aquel César en particular tenía los ojos más desconcertantes que ninguno que ellos conocieran: penetrantes, fríos, omniscientes. Eso quería decir que no les era simpático porque aquellos ojos los ponían a la defensiva, hacían que se sintieran inferiores a lo que ellos en secreto creían ser. Y César nunca se molestó en condenarlos por lo que ellos consideraban fallos de menor cuantía; sólo iba a hablar con ellos cuando las cosas eran realmente graves, como ahora. Por eso las apariciones de César eran una especie de recordatorio de un presagio de fatalidad, que tenía la tendencia a despojarlos de la capacidad de defenderse, de luchar contra él.
Así que Marco Antonio respondió de mala gana:
—No estamos ni remotamente implicados. Clodio decía que Catilina era un perdedor.
—Y lo que dice Clodio es cierto, ¿no?
—Suele serlo.
—Estoy de acuerdo —dijo César inesperadamente—. Es bastante astuto.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Cayo Antonio bruscamente.
—A vuestro padrastro lo juzgarán por traición, lo hallarán culpable y lo condenarán —respondió César—. Ha confesado, no le ha quedado más remedio que hacerlo. Los pretores de Cicerón cogieron a los alóbroges con dos cartas suyas incriminatorias, y no se trata de falsificaciones, os lo puedo asegurar.
—Mamá tiene razón, entonces. Lo perderá todo.
—Intentaré ocuparme de que no sea así, y habrá una buena cantidad de hombres que estarán de acuerdo conmigo. Ya es hora de que Roma deje de castigar a la familia de un hombre por los crímenes que ese hombre ha cometido. Cuando yo sea cónsul intentaré poner en las tablillas una ley a tal efecto. —Empezó a volver sobre sus pasos, hacia el atrio—. Personalmente no puedo hacer nada por vuestra madre, Antonio. Ella necesita compañía femenina. En cuanto mi madre vuelva a casa, ahora está en la Bona Dea, la enviaré aquí. —Una vez en el atrio echó una mirada a su alrededor—. Lástima que Sura no coleccionase obras de arte; habrías podido tener unas cuantas cosas que guardar para el futuro antes de que el Senado llegue y empiece a confiscar. Aunque era en serio lo que he dicho, haré todo lo que pueda para asegurarme de que lo poco que tiene Sura no sea confiscado. Supongo que para eso se unió a la conspiración, para incrementar su fortuna.
—Oh, indudablemente —dijo Antonio mientras acompañaba a César hasta la puerta—. Siempre se estaba quejando de que la expulsión del Senado lo había arruinado gravemente; decía que él no había hecho nada que justificara esa expulsión. Siempre ha mantenido que el censor Léntulo Clodiano se la tenía jurada. Parte de las disputas familiares se remontan al tiempo en que Clodiano fue adoptado en el seno de los Léntulos.
—¿A ti te cae bien? —preguntó César al tiempo que traspasaba el umbral.
—¡Oh, sí! ¡Sura es un tipo realmente espléndido, el mejor de los hombres!
Y aquello era interesante, pensó César mientras regresaba al Foro y a la
domus publica
. ¡No todos los padrastros habrían logrado hacerse querer por aquel trío de jóvenes! Eran unos Antonios de los más típicos: descuidados, apasionados, impulsivos, propensos a dar gusto a las lujurias, fueran del tipo que fuesen. ¡Nada de cabezas políticas sobre aquellos anchos hombros! Unos brutos robustos, los tres, y feos de un modo que las mujeres parecían hallar enormemente atractivo. ¿Qué demonios le harían ellos al Senado cuando tuvieran edad suficiente para presentarse a cuestores? Siempre que, claro está, tuvieran dinero para presentarse. Crético se había suicidado tras caer en desgracia, aunque nadie se había movido para acusarle póstumamente por crímenes contra el Estado; le había faltado sentido común y un poco de juicio, no lealtad a Roma. Sin embargo, su hacienda estaba ya bastante mermada cuando Julia Antonia se casó con Léntulo Sura, un hombre sin hijos propios y que tampoco disponía de una gran fortuna. Lucio César tenía un hijo y una hija; los Antonios tampoco podían esperar nada por aquella parte. Lo cual significaba que dependería de él, César, intentar mejorar la fortuna de los Antonios. De cómo iba a hacerlo no tenía ni la menor idea, pero lo haría. El dinero siempre aparecía cuando se le necesitaba desesperadamente.
Al fugitivo Lucio Tarquinio, que había saltado desde el puente Mulvio al Tíber, se le apresó en la carretera que llevaba a Fésulas y se le condujo hasta Cicerón antes de que el Senado se reuniera en el templo de la Concordia el día después de la Bona Dea. Como su casa estaba cerrada para él, había pasado la noche con Nigidio Figulo, que con muy buen sentido había invitado a Ático y a Quinto a cenar. Habían pasado una agradable velada que se había hecho aún más agradable cuando Terencia envió un mensaje diciendo que después de apagarse el fuego en el altar a la Bona Dea, una enorme llamarada se había elevado súbitamente, lo cual habían interpretado las vestales como señal de que había salvado a la patria.
iOué idea más deliciosa era aquélla! Padre de la patria. Salvador de la patria. El, el huésped procedente de Arpinum.
Sin embargo, no se encontraba enteramente a gusto. A pesar del tranquilizador discurso que había dirigido al pueblo desde la tribuna, los clientes de aquella mañana que habían logrado seguirle hasta la casa de Nigidio Figulo se mostraban nerviosos, ansiosos, incluso asustados. ¿Cuánta gente corriente de la ciudad de Roma estaba a favor de un nuevo orden… y de una cancelación general de deudas? Mucha, al pareccr; Catilina bien podría haber sido capaz de tomar la ciudad desde dentro la noche de las Saturnales. Todas aquellas esperanzas de los pechos angustiados desde el punto de vista financiero se habían visto permanentemente defraudadas como cosa del pasado, y aquellos que habían albergado esperanzas se daban cuenta ahora de que no habría ninguna tregua. Roma parecía pacífica; pero los clientes de Cicerón insistían en que había ciertas corrientes subterráneas de violencia. Y Ático también. ¡Y aquí estoy yo, pensaba Cicerón, consciente de un diminuto asomo de pánico, responsable de haber detenido a cinco hombres! Hombres con influencia y clientes, en especial Léntulo Sura. Pero Statilio era de Apulia, y Gabinio Capitón del sur de Picenum: dos lugares con una historia de revueltas o de devoción a una causa italiana más que a una causa romana. En cuanto a Cayo Cetego… ¡a su padre se le había conocido como el rey de los diputados! Enorme riqueza e influencia por esa parte. Y él, Cicerón, el cónsul
senior
, era el único responsable del arresto y detención de todos ellos; de haber sacado a la luz las pruebas tangibles que habían hecho que todos se desmoronasen y confesasen. Por ello sería también responsable cuando fueran condenados en juicio, y aquél iba a ser un proceso largo durante el cual las violentas corrientes subterráneas podían hervir hasta salir a la superficie. Ninguno de los pretores de aquel año querría aceptar el deber de ser presidente de un Tribunal de Traición formado especialmente; los juicios por traición habían sido tan escasos últimamente que ningún pretor había sido asignado para ello desde hacía dos años. Por ello los prisioneros de Cicerón continuarían viviendo bajo custodia en Roma hasta que estuviera bien avanzado el año nuevo, lo cual también significaba que nuevos tribunos de la plebe como Catón estarían revoloteando para saltar al menor resbalón legal.
¡Ojalá, pensaba Cicerón mientras conducía a su prisionero Tarquinio al templo de la Concordia, aquellos hombres desgraciados no tuvieran que ser sometidos a juicio! Eran culpables; todos lo habían oído de los propios labios de los acusados. Serían condenados; no podrían ser absueltos ni por el más indulgente o corrupto de los jurados. Y al final serían… ¿ejecutados? ¡Pero los tribunales no podían ejecutar! Lo más que los tribunales podían hacer era declarar el exilio permanente y confiscar todas las propiedades. Y tampoco un juicio en la Asamblea Popular podía dictar una sentencia de muerte. Para obtener tal cosa haría falta un juicio en las Centurias bajo la acusación de
perduellio
, y, ¿quién iba a decir qué podía acarrear tal veredicto, con frases como «una cancelación general de deudas» todavía circulando de boca en boca? A veces, pensaba el Campeón de los Tribunales mientras avanzaba con paso cansado, los juicios eran un desgraciado fastidio.
Lucio Tarquinio tenía pocos datos nuevos que aportar cuando empezó el interrogatorio en el templo de la Concordia. Cicerón se reservó el privilegio de hacer las preguntas él mismo, y llevó a Tarquinio por todos los pasos que condujeron a la captura en el puente Mulvio. Después de lo cual, el cónsul
senior
abrió el turno de preguntas en la Cámara, pues opinaba que quizá fuera prudente permitir que alguien más se cubriera de un poco de gloria.
Lo que no se esperaba fue la respuesta que Tarquinio dio a la primera de tales preguntas, que le fue formulada por Marco Porcio Catón.
—Para empezar, ¿por qué estabas tú con los alóbroges? —le preguntó Catón con aquella voz fuerte y ronca.
—¿Eh? —dijo Tarquinio, un tipo descarado con escaso respeto por sus superiores senatoriales.
—Tito Volturcio era el guía de los alóbroges, Marco Cepario dijo que él se hallaba presente para informar del resultado de la reunión de los alóbroges con Lucio Sergio Catilina a los conspiradores a su regreso a Roma. ¿Y tú qué hacías con ellos, Tarquinio?
—¡Oh, en realidad yo no tenía mucho que ver con los alóbroges, Catón! —respondió Tarquinio alegremente—. Sólo viajaba con el grupo porque era más seguro y más entretenido que ir al Norte yo solo. No, yo tenía otro asunto que tratar con Catilina.
—¿Ah, sí? ¿Y qué asunto era ése? —quiso saber Catón.
—Le llevaba a Catilina un mensaje de Marco Craso.
El pequeño y abarrotado templo quedó sumido en el más absoluto silencio.
—Repite eso, Tarquinio.
—Le llevaba un mensaje de Marco Craso a Catilina.
Se alzó un zumbido de voces, que fue subiendo de volumen hasta que tuvo que hacer que el jefe de sus lictores aporrease el suelo con las
fasces
.
—¡Silencio! —rugió.
—Tú le llevabas un mensaje de Marco Craso a Catilina —repitió Catón—. ¿Y dónde está, Tarquinio?
—¡Oh, no estaba escrito! —gorjeó Tarquinio, que parecía muy contento—. Lo llevaba dentro de la cabeza.
—¿Sigues teniéndolo dentro de la cabeza? —le preguntó Catón al tiempo que miraba a Craso, que estaba sentado en su taburete con aspecto atónito.
—Sí. ¿Quieres oírlo?
—Gracias.
Tarquinio se puso de puntillas y comenzó a dar saltitos.
—Marco Craso dice que te alegres, Lucio Catilina. Roma no está completamente unida en contra tuya, cada vez hay más gente importante que se une a ti —entonó Tarquinio.
—¡Es tan astuto como una rata de cloaca! —rugió Craso—. ¡Me acusa, y eso significa que para limpiar mi nombre tendré que gastar gran parte de mi fortuna consiguiendo que hombres como él sean absueltos!
—¡Muy bien! —gritó César.
—¡Pues no lo haré, Tarquinio! —continuó Craso—. Tómala con otro que sea más vulnerable. Marco Cicerón sabe muy bien que yo fui la primera persona de todo este cuerpo de hombres en acudir a él con pruebas específicas. Y acompañado de dos testigos irreprochables, Marco Marcelo y Quinto Metelo Escipión.
—Eso es absolutamente cierto —dijo Cicerón.
—Así es —dijo Marcelo.
—Así es —repitió Metelo Escipión.
—Entonces, Catón, ¿quieres llevar más lejos este tema? —preguntó Craso, que detestaba a Catón.
—No, Marco Craso, no. Está claro que es una invención.
—¿Está de acuerdo la Cámara? —exigió Craso.