«De nada sirve desear un mundo diferente o mejor —era la moraleja perpetua de Aurelia—. Por el motivo que sea, este mundo es el único que tenemos, y debemos vivir en él tan feliz y tan agradablemente como podamos. No podemos luchar contra la Fortuna ni contra el Destino, Julia.»
César no se parecía en nada a su madre excepto en la fortaleza de espíritu, y Julia se daba cuenta de las fricciones existentes entre ambos, a veces a la menor provocación. Pero para su hija, César era el principio y el fin de aquel mundo en cuya aceptación Aurelia la había disciplinado: no era un dios, pero decididamente sí un héroe. Para Julia no había nadie tan perfecto como su padre, tan brillante, tan educado, tan ingenioso, tan apuesto, tan ideal, tan romano. Oh, ella estaba muy bien familiarizada con los fallos de su padre —aunque éste nunca se los mostraba—, desde aquel terrible mal genio hasta lo que ella consideraba el pecado dominante en él, que era jugar con las personas como un gato juega con un ratón en todos los sentidos: despiadado y frío, y con una sonrisa de puro placer reflejada en el rostro. —Existe una poderosa razón para que César se mantenga apartado de nosotras —dijo de pronto Aurelia dejando de pasear—. No es que le de miedo enfrentarse a nosotras, de eso estoy absolutamente segura. Pero me imagino que sus motivos no tienen nada que ver con nosotras dos.
—Y probablemente —dijo Julia animada de pronto—, tampoco tendrán que ver con lo que está atormentando nuestras mentes.
La hermosa sonrisa de Aurelia destelló.
—Desde luego, Julia, cada día eres más perspicaz.
—Entonces,
avia
, hasta que él disponga de tiempo para vernos tendré que hablar contigo. ¿Es cierto lo que he oído en el Porticus Margaritaria?
—¿Sobre tu padre y Servilia?
—¿Es eso? Oh!
—¿Qué pensabas que era, Julia?
—No pude oírlo todo, porque en cuanto me veían dejaban de hablar. Lo que deduje es que
tata
anda metido en un gran escándalo con una mujer, y que todo salió a la luz en el Senado hoy.
Aurelia soltó un gruñido.
—Pues así ha sido, ciertamente.
Y sin remilgos le contó a Julia los acontecimientos que habían tenido lugar en el templo de la Concordia.
—Mi padre y la madre de Bruto —dijo Julia lentamente—. ¡Qué lío! —Luego se echó a reír—. ¡Pero qué reservado es,
avia
! Todo este tiempo, y ni Bruto ni yo hemos sospechado nunca nada. ¿Qué demonios ve en ella?
—A ti no te ha gustado nunca.
—¡No, ni hablar!
—Bueno, eso es comprensible. Tú estás de parte de Bruto, de manera que ella nunca podrá serte simpática.
—¿A ti te cae bien?
—Por lo que es, me cae muy bien.
—Pero
tata
me explicó que a él no le parecía simpática, y él no miente.
—Con toda seguridad a tu padre no le cae simpática. No tengo ni idea, y, francamente, quiero tenerla, de qué es lo que retiene a tu padre junto a ella, pero el lazo es muy fuerte.
—Imagino que Servilia es excelente en la cama.
—¡Julia!
—Ya no soy una niña —dijo Julia soltando una risita—. Y tengo orejas.
—Para oír lo que se dice por las tiendas del Porticus Margantaria?
—No, para oír lo que se dice en las habitaciones de mi madrastra. Aurelia se puso peligrosamente rígida.
—¡Pronto pondré fin a eso!
—¡No,
avia
, por favor! —gritó Julia al tiempo que le ponía la mano en el brazo a su abuela—. No puedes culpar a la pobre Pompeya, y de todos modos no es ella, sino sus amigas. Yo sé que todavía no soy adulta, pero siempre me parece que soy mucho mayor y más prudente que Pompeya. Es como un cachorrito, sentado meneando la cola y sonriendo de oreja a oreja mientras la conversación flota muy por encima de su cabeza, terriblemente ansiosa por complacer y no sentirse fuera de lugar. Las Clodias y Fulvia la atormentan de un modo espantoso, y ella nunca se da cuenta de lo crueles que son. —Julia dejó de hablar con aire pensativo—. Yo quiero a
tata
hasta la muerte y nunca diré una palabra contra él, pero él también es cruel con ella. ¡Oh, ya sé por qué! Pompeya es demasiado estúpida para él. No debieron casarse nunca, ¿sabes?
—Yo tuve la culpa de ese matrimonio.
—Y por el mejor de los motivos, estoy segura —dijo Julia con cariño. Luego suspiró—. ¡Oh, pero ojalá hubieras elegido a alguien más inteligente que Pompeya Sila!
—La elegí porque me la ofrecieron para esposa de César, y porque me pareció que la única manera de asegurarme de que César no se casase con Servilia era metiéndome yo primero en medio —le confió Aurelia con aire lúgubre.
Después de cambiar impresiones en los días que siguieron, un buen número de miembros del Senado descubrieron que habían preferido no quedarse en el Foro inferior para presenciar la ejecución de Léntulo Sura y los demás.
Uno de ésos fue el cónsul
senior
electo, Décimo Junio Silano; otro fue el tribuno de la plebe electo, Marco Porcio Catón.
Silano llegó a su casa poco antes que Catón, al que las personas deseosas de felicitarle por su discurso y su postura contra las lisonjas de César le impidieron el avance.
El hecho de que él mismo tuviera que abrir la puerta principal para entrar en su casa advirtió a Silano de lo que encontraría en el interior: un atrio desierto, sin que se viera ni se oyera sirviente alguno. Lo cual significaba que todos los serviles ya sabían lo que había ocurrido durante el debate. Pero, ¿lo sabría Servilía? ¿Lo sabría Bruto? Con el rostro descompuesto porque el dolor que tenía lo corroía y le formaba un nudo en las entrañas, Silano obligó a sus piernas a sostenerle y entró inmediatamente en la sala de estar de su esposa.
Servilia se encontraba allí, repasando meticulosamente unas cuentas de Bruto, y levantó la mirada con una expresión de simple irritación. —Sí, ¿qué pasa? —gruñó.
—O sea, que no lo sabes —le dijo él.
—¿Que no sé qué?
—Que el mensaje que le enviaste a César cayó en otras manos que no eran las suyas.
Servilia abrió mucho los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Ese precioso individuo al que tanto estimas como para que te haga los recados porque te hace la pelota de un modo tan inteligente no es lo bastante hábil —le dijo Silano con más hierro en la voz de lo que Servilia le había notado nunca—. Entró haciendo cabriolas en la Concordia y no tuvo el buen sentido de esperar. Así que le entregó la nota a César en el peor momento, que fue el que tu estimado hermanastro Catón había reservado para acusar a César de ser el cerebro de la conspiración de Catilina. Y cuando, en medio de aquel drama, Catón vio que César estaba ansioso por leer el papel que le habían entregado, tu hermanastro exigió que César se lo leyera en voz alta a toda la Cámara. Suponía que contenía pruebas de la traición de César, ya ves.
—Y César lo leyó en voz alta —dijo Servilia con un tenue hilo de voz.
—Venga, venga, querida mía. ¿Es que no conoces a César después de tanta intimidad con él? —le preguntó Silano apretando los labios—. No es tan poco sutil, ni tiene tan poco dominio de sí mismo. No, si alguien salió del asunto con aire de vencedor, ése fue César. ¡Claro que fue César! Simplemente sonrió a Catón y dijo que le parecía que tu hermanastro preferiría que el contenido de la nota permaneciese en privado. Se levantó y le dio a Catón la nota con tanta cortesía, con un gesto tan agradable… ¡oh, qué bien lo hizo!
—Entonces, ¿cómo es que yo salí a la luz? —preguntó Servilia en un susurro.
—Catón, sencillamente, no creyó lo que veían sus ojos. Tardó siglos en descifrar aquellas pocas palabras, mientras todos esperábamos conteniendo el aliento. Luego arrugó el mensaje, hizo con él una bola y se lo lanzó a César corno una flecha. Pero, claro, la distancia era demasiado grande. Filipo lo cogió del suelo y lo leyó. Luego se lo pasó a los pretores electos hasta que llegó al estrado curul.
—Y se murieron de risa —dijo Servilia entre dientes—. ¡Oh, ya lo creo!
—
Pipinna
—se burló él.
Otra mujer se habría encogido de miedo, pero no Servilia, que dijo con desprecio:
—¡Tontos!
—La hilaridad le hizo difícil a Cicerón hacerse oír cuando pidió que diéramos el voto. Incluso en medio de aquel mal trago, su avidez por la política se hizo evidente.
—¿El voto? ¿Para qué?
—Para decidir el destino de nuestros conspiradores cautivos, pobres almas. La ejecución o el exilio. Yo voté por la ejecución, que es lo que me obligó a hacer tu nota. César había abogado por el exilio, y tenía a la Cámara de su parte hasta que Catón habló a favor de la ejecución. Catón hizo que todo el mundo cambiase de opinión. La votación de la ejecución ganó. Gracias a ti, Servilia. Si tu nota no hubiera hecho callar a Catón, habría seguido parloteando hasta la puesta del sol y no habríamos votado hasta mañana. Mi opinión es que la Cámara habría visto el sentido de los argumentos de César. Si yo fuera César, querida mía, te cortaría en pedazos y te echaría a los lobos.
Aquello la desconcertó, pero el desprecio que sentía por Silano hizo que no tuviera en cuenta aquella opinión.
—¿Cuándo se llevarán a cabo las ejecuciones?
—Están teniendo lugar en este preciso momento. A mí me pareció más oportuno venir a casa y advertirte antes de que pudiera llegar Catón.
Servilia se puso en pie de un salto.
—¡Bruto!
Pero Silano, no sin cierta satisfacción, había aguzado el oído en dirección al atrio, y ahora sonreía agriamente.
—Demasiado tarde, querida mía, demasiado tarde. Catón viene a lanzarse sobre nosotros.
Aun así Servilia intentó ir hacia la puerta, pero sólo para detenerse en seco a poca distancia de la misma cuando Catón entró violentamente llevando a Bruto sujeto por una oreja con los dedos índice y pulgar hasta producirle un dolor insoportable.
—¡Entra aquí y mira a la ramera de tu madre! —bramó Catón soltándole la oreja a Bruto y empujándolo con tanta fuerza por la cintura que el muchacho se tambaleó, y habría caído de no haber sido por Silano, que lo sujetó. Bruto parecía tan aterrado y perplejo que lo más probable era que ni siquiera hubiese empezado a comprender qué pasaba, pensó Silano mientras se alejaba.
«¿Por qué me siento tan extraño? —se preguntó entonces a sí mismo Silano—. ¿Por qué todo esto, en el fondo, me produce tanto deleite, por qué me siento tan vengado? Hoy el mundo al que pertenezco se ha enterado de que soy un cornudo, y sin embargo eso me parece algo de mucha menos trascendencia de la que encuentro en este delicioso desquite, el merecido justo castigo de mi esposa. Apenas encuentro en mí motivos para culpar a César. Fue ella, sé que fue ella. El ni siquiera se toma la molestia con las esposas de hombres que no lo hayan irritado políticamente, y hasta hoy yo nunca lo he irritado en ese terreno. Fue ella, estoy seguro de que fue ella. Ella lo deseaba y fue a buscarlo. ¡Por eso le entregó a Bruto a su hija! Para tener a César en la familia. Pero él no quería casarse con ella, y ella se sintió herida en su orgullo ¡Toda una proeza, tratándose de Servilia! Y ahora Catón, el hombre a quien ella odia más en todo el mundo, está enterado de las dos pasiones de Servilia: Bruto y César. Los días de paz y de autosatisfacción de Servilia han terminado. De ahora en adelante habrá una guerra espantosa, igual que cuando era niña. ¡Oh, sí, ganará! Pero, ¿cuántos vivirán para verla triunfar? Yo, por mi parte, no; de lo cual me alegro profundamente. Sólo pido ser yo el primero en morirme.»
—¡Mira a la ramera de tu madre! —bramó Catón de nuevo al tiempo que le daba a Bruto una fuerte bofetada en la cabeza.
—Mamá, mamá, ¿qué pasa? —gimoteó Bruto mientras los oídos le zumbaban y los ojos se le llenaban de lágrimas.
—«¡Mamá, mamá!» ¡Qué imbécil eres, Bruto, no eres más que un perro faldero, una birria de hombre! ¡Bruto el bebé, Bruto el bobo! «¡Mamá, mamá!» —repitió golpeando la cabeza de Bruto con fuerza.
Servilia, al atacar, se movió con la velocidad y el estilo de una serpiente; fue directa a por Catón, y tan súbitamente que estaba encima de él antes de que su hermanastro pudiera desviar su atención de Bruto. Se interpuso entre ambos con las dos manos levantadas y los dedos curvados como garras, agarró a Catón con ellos y le clavó las uñas en la carne hasta que se hundieron como anzuelos. De no haber sido porque Catón instintivamente cerró los ojos con fuerza, ella lo habría dejado ciego, pero sus garras lo rasgaron desde la frente hasta la mandíbula, tanto en el lado derecho como en el izquierdo, excavaron hasta el músculo y luego continuaron a lo largo del cuello y por los hombros.
Incluso un guerrero como Catón se batió en retirada; lanzaba débiles aullidos de dolor que se fueron apagando al abrir los ojos y captar una visión de Servilia más aterradora que nada excepto el rostro muerto de Cepión, una Servilia cuyos labios estirados hacia atrás dejaban al descubierto los dientes y cuyos ojos tenían un resplandor asesino. Entonces apartó la dilatada mirada de su hijo, de su marido y de su hermanastro, levantó los dedos que chorreaban sangre y lamió lascivamente la carne de Catón que había en ellos. Silano sintió arcadas y salió corriendo, y Bruto se desmayó, lo cual dejó a Catón mirándola ferozmente entre ríos de sangre.
—Sal de aquí y no vuelvas nunca más —le dijo ella en voz baja y suave.
—¡Tu hijo acabará siendo mío, no lo dudes!
—Si tan sólo lo intentas, Catón, lo que te he hecho hoy te parecerá el beso de una mariposa.
—¡Eres un monstruo!
—Sal de aquí, Catón. Y Catón salió, sujetándose los pliegues de la toga contra la cara y el cuello.
—Pero, ¿cómo no se me ha ocurrido decirle que fui yo quien mandó a Cepión a la muerte? —se preguntó Servilia mientras se agachaba junto a la inanimada forma de su hijo—. Da igual —continuó diciendo para sí al tiempo que se limpiaba los dedos antes de empezar a administrar sus cuidados a Bruto—, así me queda esa cosita en reserva para otra ocasión.
El muchacho recobró la conciencia poco a poco, quizá porque en el fondo de su mente moraba ahora un terror absoluto hacia su madre, que era capaz de comerse la carne de Catón con deleite. Pero al final no tuvo más remedio que abrir los ojos y mirarla fijamente.
—Levántate y siéntate en el canapé.
Bruto se levantó y la obedeció.
—¿Sabes de qué se trataba todo eso?
—No, mamá —repuso él en un susurro.
—¿Ni siquiera cuando Catón me llamó ramera?