Celer prorrumpió en carcajadas.
—¡Por Júpiter, César! ¡Qué inteligente!
—¿Y para qué molestarse en cambiar la sentencia? —preguntó Labieno, todavía dispuesto al pesimismo—. Las Centurias no han declarado jamás a ningún hombre culpable de
perduellio
desde que Rómulo era niño.
—Eres excesivamente pesimista, Tito. —César juntó las manos sin apretarlas sobre el escritorio—. Lo que tenemos que hacer es atizar los sentimientos que ya están a punto de estallar en el interior de la mayoría de los que vieron cómo el Senado negaba el inalienable derecho a juicio de un romano. Este es un tema en el que la primera y la segunda clases no consentirán seguir el ejemplo del Senado, incluso entre las filas de las Dieciocho. El
senatus consultum ultimum
concede al Senado excesivo poder, y no hay un caballero ni un hombre moderadamente acaudalado ahí afuera que no comprenda eso. Ha habido guerra entre las clases desde los hermanos Graco. Rabirio no goza de la menor simpatía, es un viejo villano. Por eso lo que le depare a él el destino no le importa nada a los votantes de las Centurias, lo que les importa es ver amenazado el derecho a un juicio. Creo que hay muchas probabilidades de que las Centurias opten por condenar a Cayo Rabirio.
—Y de que lo manden al exilio —dijo Celer con cierta tristeza—. Ya sé que es un viejo granuja, César, pero es viejo. El exilio lo mataría. —No, si el veredicto no llega a emitirse —dijo César.
—Cómo puede ser que no se emita?
—Eso queda por entero en tus manos, Celer —dijo César sonriendo con malicia—. Como pretor urbano estás encargado del protocolo para las reuniones en el Campo de Marte. Y eso incluye tener vigilada la bandera roja que has de izar en lo alto del Janículo cuando las Centurias estén fuera de las murallas, por si acaso aparecen invasores.
Celer se echó a reír otra vez.
—¡No, César!
—Mi querido amigo, ¡nos encontramos bajo un
senatus consultum ultimum
porque Catilina está en Etruria con un ejército! El desgraciado decreto no existiría si Catilina no tuviera un ejército, y hoy cinco hombres estarían vivos. En condiciones normales nadie se molestaría siquiera en mirar hacia el Janículo, y menos que nadie el pretor urbano: él está muy atareado al nivel del suelo, no en un tribunal. Pero con Catilina y un ejército que se espera que caigan sobre Roma cualquier día, en el momento en que la bandera se arríe cundirá el pánico. Las Centurias dejarán de votar y saldrán huyendo a sus casas para armarse contra los invasores, igual que en los tiempos de los etruscos y de los volscos. Yo sugiero —continuó César con recato— que pongas a alguien en el Janículo dispuesto para bajar la bandera roja y establezcas algún sistema de señales: una hoguera quizás, si el sol no está lo bastante lejos en el Oeste, o un espejo que lance destellos si lo está.
—Todo eso está muy bien —dijo Lucio César—. Pero, ¿qué se conseguirá con toda esa tortuosa sucesión de acontecimientos si a Rabirio no se le declara culpable y el
senatus consulturn ultimum
continúa en vigor hasta que Catilina y su ejército sean derrotados? ¿Qué lección crees que le darás realmente a Cicerón? Catón es una causa perdida, es demasiado duro de mollera como para sacar alguna lección de algo.
—En cuanto a Catón, tienes razón, Lucio. Pero Cicerón es diferente. Como ya he dicho, es un alma tímida. En la actualidad está exaltado por la riada de éxito. Quería una crisis durante su período de cónsul y la ha tenido. Todavía no se le ha pasado por la cabeza que exista alguna posibilidad de desastre personal. Pero si le hacemos ver que las Centurias habrían declarado culpable a Rabirio, él comprenderá el mensaje, creedme.
—Pero, ¿cuál es el mensaje exactamente, César?
—Que ningún hombre que actúe bajo el amparo del
senatus consultum ultimum
está a salvo de un justo castigo en algún momento del futuro. Que ningún cónsul
senior
puede engañar a un cuerpo de hombres tan importante como el Senado de Roma para que apruebe la ejecución de ciudadanos romanos sin un juicio, y no digamos sin apelación. Cicerón captará el mensaje, Lucio. Cada hombre de las Centurias que vote por condenar a Rabirio estará diciéndole a Cicerón que el Senado y él no son lo árbitros del destino de Roma. También le estarán diciendo que mediante la ejecución de Léntulo Sura y los demás sin juicio previo, ha perdido la confianza y la admiración que le tenían. Y eso último, para Cicerón, será peor que cualquier otro aspecto de todo este asunto —dijo César.
—¡Te odiará por esto! —le gritó Celer.
César alzó las rubias cejas; ahora había adoptado una pose altanera.
—¿Y a mí qué me importa? —preguntó.
El pretor Lucio Roscio Otón había sido tribuno de la plebe al servicio de Catulo y de los
boni
, y se había ganado la antipatía de casi todos los hombres romanos por devolverles a los caballeros de las Dieciocho las catorce filas de asientos que estaban justo detrás de los asientos senatoriales. Pero le había entregado su afecto a Cicerón el día en que un teatro lleno de gente le había silbado y abucheado a rabiar por reservar esos asientos tan apetecibles según derecho, y Cicerón se había visto obligado a hablar ante aquella airada muchedumbre de seres inferiores para intentar caimarlos y convencerlos.
Ahora pretor responsable de los litigios extranjeros, Otón se encontraba en el Foro inferior cuando vio a Tito Labieno, aquel individuo de aspecto salvaje, que avanzaba a grandes zancadas hacia el tribunal de Metelo Celer y empezaba a hablar con mucha insistencia. Picado por la curiosidad, Otón se acercó despacio a tiempo de oír la última parte de la exigencia de Labieno acerca de que Cayo Rabirio fuera juzgado por alta traición de acuerdo con la ley vigente durante el reinado del rey Tulo Hostilio. Cuando Celer sacó la gruesa disertación de César sobre leyes antiguas y empezó a comprobar la validez de las pretensiones de Labieno, Otón decidió que había llegado el momento de pagarle a Cicerón una parte de su deuda informándole de lo que ocurría.
Casualmente Cicerón había estado durmiendo hasta tarde, porque la noche siguiente a la ejecución de los conspiradores no había podido dormir casi nada; luego, al día siguiente, había recibido la visita de numerosísimas personas que acudían a felicitarlo, lo que le produjo una clase de excitación que lo condujo al sueño mucho más que la del día anterior.
Así que no había salido aún de su cubículo cuando Otón llegó y se puso a aporrear la puerta principal, aunque acudió en seguida al atrio cuando oyó el alboroto… ¡qué casa tan pequeña!
—¡Otón, querido amigo, lo siento! —gritó Cicerón sonriendo radiante al pretor al tiempo que se pasaba la mano por el desordenado pelo para alisárselo—. Hay que echar la culpa a los acontecimientos de los últimos días; esta noche por fin he descansado realmente bien. —Su burbujeante sensación de bienestar empezó a desvanecerse un poco cuando captó la expresión perturbada de Otón—. ¿Está ya en camino Catilina? ¿Ha habido una batalla? ¿Han sido derrotados nuestros ejércitos?
—No, no tiene nada que ver con Catilina —dijo Otón al tiempo que movía negativamente la cabeza—. Se trata de Tito Labieno.
—¿Qué pasa con Tito Labieno?
—En estos momentos se encuentra abajo, en el Foro, ante el tribunal de Metelo Celer; y le está pidiendo a éste que se le permita procesar al viejo Cayo Rabirio
perduellionis
por los asesinatos de Saturnino y Quinto Labieno.
—¿Qué estás diciendo?
Otón repitió su declaración.
A Cicerón se le quedó la boca seca; notó que la sangre se le retiraba del rostro y que el corazón se le tropezaba y tartamudeaba mientras el pecho se le quedaba sin aire. Alargó una mano y agarró con fuerza a Otón por un brazo.
—¡No me lo creo!
—Pues será mejor que te lo creas, porque está ocurriendo; y Metelo Celen tenía cara de estar dispuesto a aprobar el caso. Ojalá pudiera decir que comprendí exactamente qué ocurría, pero no es así. Labieno no hacía más que citar al rey Tulo Hostilio, hablaba de algo relacionado con un antiguo proceso judicial, y Metelo Celen se puso muy afanoso a estudiar con detenimiento un enorme rollo que decía que tenía que ver con las leyes antiguas. No sé bien por qué el pulgar izquierdo empezó a darme pinchazos, pero así fue. ¡Se avecina un problema terrible! Me pareció que lo mejor que podía hacer era venir corriendo a decírtelo de inmediato.
Pero cuando terminó estaba hablándole al vacío; Cicerón había desaparecido al mismo tiempo que llamaba a voces a su ayuda de cámara. Regresó poco después, ataviado con toda la majestad de su toga bordada en color púrpura.
—¿Has visto a mis lictores a la puerta?
—Están ahí jugando a los dados.
—Entonces, vámonos.
Normalmente a Cicerón le gustaba caminar muy despacio detrás de los lictores; ello permitía que todo el mundo lo viera bien y lo admirase. Pero aquella mañana exhortó a la escolta a avanzar a paso rápido, y no sólo en una ocasión, sino que lo hizo cada vez que aflojaban el paso. La distancia hasta el Foro no era grande, pero a Cicerón le pareció la misma que había de Roma a Capua. Estaba deseando abandonar la majestuosidad y echar a correr, aunque conservó el suficiente buen sentido para no hacerlo. Recordaba perfectamente que había sido él quien había introducido en su discurso el nombre de Cayo Rabirio al iniciar el debate en el templo de la Concordia, para ilustrar la inmunidad de cualquier individuo a partir de las consecuencias de cualquier acto realizado mientras estaba vigente un
senatus consultum ultimum
. ¡Y ahora allí estaba Tito Labieno —el tribuno de la plebe sumiso de César, no de Pompeyo— solicitando procesar a Cayo Rabirio por los asesinatos de Quinto Labieno y Saturnino! Pero para ello no se basaba en una acusación de asesinato, sino en una antigua acusación de
perduellio
, el mismo
perduellio
que César había descrito durante su discurso en el templo de la Concordia.
Cuando el séquito de Cicerón atravesó apresuradamente el espacio que había entre el templo de Cástor y el tribunal del pretor urbano, una pequeña muchedumbre se había congregado alrededor del tribunal para escuchar con avidez. No es que se estuviera tratando de nada importante cuando llegó Cicerón; Labieno y Metelo Celer estaban hablando de mujeres.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —exigió Cicerón sin aliento.
Celer levantó las cejas con expresión de sorpresa.
—El asunto normal de este tribunal, cónsul
senior
.
—¿Cuál es?
—Actuar de árbitro en las disputas civiles y decidir si las acusaciones criminales merecen un juicio —respondió Celer poniendo énfasis en la palabra «juicio».
Cicerón se ruborizó.
—¡No juegues conmigo! —dijo con tono desagradable—. ¡Quiero saber de qué se trata!
—Mi querido Cicerón —dijo lentamente Celer—, puedo asegurarte que tú eres la última persona en el mundo que yo elegiría para jugar con ella.
—¿Qué está ocurriendo?
—El tribuno de la plebe, Tito Labieno, aquí presente, ha presentado una acusación de
perduellio
contra Cayo Rabirio por los asesinatos de su tío Quinto Labieno y de Lucio Apuleyo Saturnino hace treinta y siete años. Desea celebrar el juicio según el procedimiento que estaba vigente durante el reinado del rey Tulo Hostilio, y después de leer con mucho detenimiento los documentos pertinentes, he decidido, de acuerdo con mis propios edictos publicados al comienzo de mi período como pretor urbano, que a Cayo Rabirio se le juzgue de ese modo —dijo Celer sin detenerse a respirar—. En este momento estamos esperando a que Cayo Rabirio se presente ante mí. En cuanto llegue le acusaré y nombraré a los jueces para el juicio, que pondré en marcha inmediatamente.
—¡Esto es ridículo! ¡No puedes hacerlo!
—Nada en los documentos pertinentes ni en mis propios edictos dice que no pueda hacerlo, Marco Cicerón.
—¡Esto va dirigido a mí!
El rostro de Celer registró un asombro teatral.
—¿Cómo, Cicerón? ¿Estuviste tú en el tejado de la Curia Hostilia arrojando tejas hace treinta y siete años?
—¿Quieres dejar de hacerte deliberadamente el tonto, Celer? ¡Estás actuando como marioneta de César, y yo tenía mejor concepto de ti, nunca pensé que te dejases comprar por aquellos que son como César!
—¡Cónsul
senior
, si tuviéramos alguna ley en las tablillas que prohibiera las alegaciones carentes de base y las castigase con la pena de una gran multa, tú ya la estarías pagando ahora mismo! —dijo Celer con fiereza—. ¡Yo soy pretor urbano del Senado y del pueblo de Roma, y haré el trabajo que me corresponde hacer! ¡Que es exactamente lo que estaba intentando hacer hasta que tú te me echaste encima para decirme cómo he de hacer mi trabajo! —Se dio la vuelta hacia uno de los cuatro lictores que le quedaban, que estaban escuchando aquella conversación con sonrisas en el rostro porque estimaban a Celer y les gustaba trabajar para él—. Lictor, te ruego que convoques a Lucio Julio César y a Cayo Julio César para que comparezcan ante este tribunal.
En aquel momento los dos lictores que le faltaban aparecieron procedentes de las Carinae. Entre ellos caminaba arrastrando los pies un hombrecillo que parecía ser diez años mayor de los setenta que admitía tener, arrugado, con un porte poco atractivo y el cuerpo descarnado. De ordinario tenía una expresión de agria y furtiva satisfacción, pero al aproximarse al tribunal de Celer bajo escolta oficial aquel rostro no dejaba traslucir más que una aturdida perplejidad. Cayo Rabirio no era un hombre agradable, pero aun así, en cierto modo era una institución romana.
Poco después comparecieron los dos Césares, con sospechosa prontitud; tenían un aspecto tan magnífico los dos juntos que la creciente multitud comenzó a lanzar exclamaciones de admiración. Ambos eran altos, rubios y muy apuestos; ambos vestían la toga a rayas escarlatas y púrpuras propia de los colegios religiosos de categoría superior; pero mientras que Cayo lucía la túnica a rayas escarlatas y púrpuras de pontífice máximo, Lucio llevaba el
lituus
de augur: un bastón curvo que estaba coronado por una lujosa voluta. Tenían un aspecto verdaderamente suntuoso. Y mientras Metelo Celer acusaba formalmente al estupefacto Cayo Rabirio de los cargos de asesinato de Quinto Labieno y de Saturnino bajo el
perduellio
del rey Tulo Hostilio, los dos Césares permanecían de pie a un lado mirando con expresión impasible.